Índice de Juan Sarabia, apostol y martir de la Revolución Mexicana de Eugenio Martinez NuñezA manera de prólogo de Eugenio Martinez NuñezCAPÍTULO II - Primera parteBiblioteca Virtual Antorcha

Juan Sarabia, apostol y martir
de la
Revolución Mexicana

Eugenio Martinez Nuñez

CAPÍTULO PRIMERO

Infancia


Sus primeros pasos.

Hijo de una familia de muy escasos recursos económicos, Juan Sarabia nació en la ciudad de San Luis Potosí el 24 de junio de 1882. Sus padres, el señor don Francisco Sarabia, que era director de una banda de música militar, y la señora doña Felícitas Díaz de León, lo rodearon desde su nacimiento de todo género de cuidados, siendo así que los primeros años de su vida se deslizaron tan tranquilos y felices como suelen serio los de todos los pequeños que en medio de su pobreza han tenido la fortuna de poseer un padre y una madre llenos de bondad y de ternura.

Cuando cumplió cuatro años de edad fue llevado a una escuelita particular para niños dirigida por la señorita Atilana Torres que, por no ser profesora titulada, sólo enseñaba a los pequeños de ambos sexos de las clases media y humilde de San Luis las primeras letras, algunas labores hogareñas y los principios de la religión cristiana. En este plantel permaneció solamente un año, en cuyo término aprendió casi todo lo que podía enseñar Tilanita, como le decían sus alumnos; ya para él no eran un secreto las primeras operaciones de aritmética, conocía algo de gramática, se sabía el Año Cristiano y recitaba de memoria los famosos Misterios de Ripalda.

Pasó en seguida a cursar sus estudios elementales en una escuela del Gobierno bajo la dirección del profesor Juan Rivas, donde terminó su instrucción primaria con algunos conocimientos del idioma inglés y de teneduría de libros, a los once años de edad. Era natural que Juanito, como le llamaba cariñosamente su madre, dotado de una inteligencia poco común, se distinguiera entre sus compañeros de estudio y obtuviera, invariablemente, las mejores calificaciones.

La precocidad de Juanito era notable. Refiere su primo Manuel Sarabia que allá en su tierna infancia, cierta vez aconsejó a otro de sus primos, Tomás, que sembrara sus cuartillas en las macetas de su casa y que al cabo de poco tiempo vería crecer varios arbolitos de plata. Tomás, entusiasmado con la idea de hacerse rico, siguió el consejo y enterraba candorosamente sus monedas, las cuales eran desenterradas después por Juan, quien compraba dulces y los repartía hermanablemente con ellos. El pastel se descubrió debido a que Tomás comunicó su impaciencia de no ver surgir los preciados arbolitos a la mamá de Juan, la que no pudo menos de reír al momento, aunque después castigara al desenterrador.

Al terminar su instrucción primaria, ingresó al Instituto Científico y Literario del Estado, hoy Universidad de San Luis, para continuar sus estudios; pero como sucede generalmente con los espíritus rebeldes, pronto se hizo enemigo de los formulismos empleados en las clases y no sufría con docilidad las exageradas disciplinas del plantel; lo que no dejó de perjudicarlo, pues algunos de sus profesores lo acusaron con su familia por su desaplicación en el colegio. Entonces su padre, disgustado por el poco amor que aparentaba por el estudio lo sacó del Instituto, y en castigo lo puso como aprendiz de un zapatero remendón. Por fortuna sólo dos meses permaneció desempeñando este trabajo, porque don Francisco, habiendo tenido que acudir a la ciudad de México a cumplir una comisión de su empleo por tiempo indefinido, se lo trajo con la idea de inscribirlo en la Escuela Nacional Preparatoria o en algún otro plantel donde le enseñaran el oficio para el cual manifestara mayor inclinación.


Surge el hombre-niño.

No pudo Juan ingresar a la Preparatoria, pero sí a una escuela nocturna para obreros, donde empezó a estudiar y practicar el oficio de impresor, que mucho le atraía por estar estrechamente ligado con la publicación de los frutos de la inteligencia. Ya estaba muy adelantado en este oficio cuando en junio de 1896, o sea cinco meses después de haber llegado a la ciudad de México, falleció casi repentinamente su señor padre, por lo que abandonó la escuela y con el alma llena de amargura, triste y solo, regresó a San Luis a reunirse con su familia. Entonces se pensó en que reingresara al Instituto a continuar sus estudios, pero por falta de recursos tal cosa no fue posible, y desde ese momento se levantó ante el joven Sarabia, que escasamente contaba catorce años de edad, el grave problema del sostenimiento de su madre y de su hermana Elena.

Abandonando definitivamente los juegos del niño por los trabajos del hombre, comenzó a trabajar desde luego en una biblioteca particular con un sueldo de cinco pesos semanarios; pero como esa cantidad no era suficiente para remediar las privaciones de su familia, se vio en la necesidad de aceptar otro empleo un poco mejor remunerado que le ofrecían en el mineral de El Cabezón, del Estado de Guanajuato. En este lugar pudo poner a prueba su espíritu de sacrificio al sufrir con gran resignación los trabajos que tenía que desempeñar en los profundos socavones, ayudando a los mineros en sus agotantes y mal retribuidas tareas. Los cuadros dolorosos que presenció durante su permanencia en esta mina que tenía una multitud de espantosas cavernas y en la que con frecuencia se registraban derrumbes con saldos de muertos y heridos, quedaron indeleblemente grabados en su mente al contemplar las injusticias que los patronos cometían con los mineros, hombres, adolescentes y ancianos, que muchas veces eran azotados sin piedad y que allí vegetaban sin esperanzas de redención como sombras agobiadas bajo el peso de todas las miserias y de todos los infortunios.

Por un milagro de fortaleza inspirado en el bienestar que anhelaba para su madre, a la que siempre profesó un amor y una veneración sin límites, hasta seis meses pudo soportar tan oscura y amarga ocupación, pues en marzo de 1897, antes de llegar a la edad, para otros más afortunados, florida y llena de goces de los quince años, renunció a su empleo y volvió a su tierra natal en vista de que su salud se había desmejorado notablemente y de que la situación de su familia, a pesar de sus esfuerzos, no había alcanzado ninguna mejoría.

Poco tiempo después logró su madre que lo admitieran como aprendiz en la oficina del telégrafo que comunicaba la ciudad de San Luis con la de Zacatecas, y no obstante haber aprendido en un plazo muy breve la telegrafía con la esperanza de ganar algún dinero, no pudo obtener empleo con sueldo debido a su corta edad.

Salió de allí, y a los pocos días lo vemos desempeñando un nuevo trabajo como romanero en la fundición de Morales, situada a unos tres kilómetros al poniente de la ciudad de San Luis.

Para poder cumplir este empleo sin el menor perjuicio de los intereses familiares, se iba a pie a las cinco de la mañana llevando los alimentos que su madre le preparaba desde la víspera y volvía a su casa en la misma forma después de diez o doce horas de trabajo, pues el reducido salario que le pagaban no era suficiente para darse el lujo de viajar en el tranvía, ya que apenas alcanzaba para que los suyos tuvieran lo estrictamente necesario para vivir.

Primero como bibliotecario; en seguida como minero; luego como telegrafista; más tarde como obrero en una fundición, y todo esto en un niño que se agitaba bajo los signos de la pobreza, de la responsabilidad y la desgracia: así fue como se inició en la vida este paladín de los oprimidos. Las privaciones y sacrificios que envolvieron sus primeros años fueron como un yunque en que se forjaron su voluntad y su carácter, que no habrían de doblegarse jamás ni ante los más tremendos golpes del infortunio.


Autodidacto.

Ya que por circunstancias de su vida no le había sido posible seguir estudiando en ningún colegio, Juan estudiaba en su misma casa en los días festivos o después de las horas de trabajo. De esta manera, renunciando a sanas diversiones y paseos y robando algún tiempo al sueño y al descanso, llegó a adquirir una regular ilustración, ya que no sólo se dedicaba al estudio de las materias puramente científicas, sino también al de la literatura y de la historia. Las matemáticas, las ciencias físicas y naturales, la astronomía y la historia universal fueron las cuestiones que más le interesaron, y entre los autores favoritos de su infancia y adolescencia figuraron en lugar preferente Julio Verne, Víctor Hugo, Tolstoi y Flammarión, cuyas obras guardaba con gran cariño en un librerito fabricado muy cuidadosamente con sus propias manos.


Dualidad.

Desde muy pequeño, Juan Sarabia se caracterizó por una rara dualidad espiritual: en el fondo era jovial, le agradaba bromear con amigos y parientes, ante quienes por este o por aquel motivo disertaba alegremente sobre temas reales o imaginarios, haciendo derroche de su talento vivaz y de su innegable elocuencia; pero también en ocasiones era retraído y buscaba la soledad como para dejar vagar melancólicos pensamientos: dualidad esta que tendría que revelarse en la variedad que tuvo toda su obra literaria, en la cual vemos que manejaba con igual destreza los estilos serio y humorista.


Poeta nato.

Juan Sarabia, que había nacido poeta como otros nacen pintores, músicos o escultores, comenzó a manifestar las luces de su ingenio desde la escuela primaria, donde ya escribía con asombrosa facilidad gran número de poesías de distintos géneros, todas llenas de inspiración y gracia, que solía recitar a sus amigos en la intimidad del hogar o en la tranquila soledad de los jardines provincianos. Poco más tarde componía también pequeñas comedias que eran representadas en fiestas escolares o en reuniones familiares, y a los quince años de edad redactaba por entero un minúsculo semanario de variedades titulado El Bromista, donde se inició en el periodismo criticando en fina sátira las costumbres conservadoras de la sociedad potosina.

De las composiciones que Sarabia produjo en esa época, el autor conserva más de un centenar de originales, debido a la gentileza del extinto luchador Humberto Macías Valadez, quien se las obsequió poco antes de morir. En esa colección se encuentran versos de los dos estilos apuntados, escritos unos en los momentos en que Juan hacía a un lado sus penas y preocupaciones y derrochaba a raudales su humorismo, y otros en los aciagos y nublados días de sufrimiento en que su espíritu se sentía abatido ante los sinsabores de la existencia. Entre los primeros se hallan muchos que tienen toda la gracia natural que los poetas verdaderos saben imprimir en sus producciones de género festivo, y en la mayor parte de los segundos palpita una tan profunda desilusión que se diría que habían brotado de la pluma de un hombre ya maduro atormentado por viejas e incurables amarguras, y no de la de un joven casi niño que apenas comenzaba a conocer las primeras encrucijadas de la vida. En una de estas últimas composiciones decía, cuando sólo tenía catorce años de edad:

Como fantasma aterrador y frío
Contemplo allá muy lejos mi pasado,
y envuelto en el turbión de lo ignorado
Siento llegar mi porvenir sombrío.

Si miro hacia adelante, hallo el vacío,
y si en mi alma despierto lo olvidado,
Me encuentro como siempre desdichado
y siento el corazón lleno de hastío ...

Haciendo contraste con los pensamientos anteriores, en los que parece haber volcado el cáliz de todos sus infortunios, es la siguiente Carta a Lupe que compuso en un momento de buen humor cuando acababa de cumplir sus quince abriles, y que dedicó a una ex novia imaginaria, ya que los amores de que habla en estos versos jamás existieron en su vida:

Mi ex adorada y siempre bella Lupe:
Recibí su, cartita fecha siete,
y la verdad, con lo que en ella supe,
Me quedé más helado que un sorbete.

Pero repuesto ya de mi sorpresa,
y en mi estado normal, según barrunto,
Dejando a un lado mi habitual pereza,
Le voy a contestar, punto por punto.

En frases de común sentido escasas,
Con gran serenidad y desparpajo,
Sin más fin que el de darme calabazas
Me insulta usted cien veces por lo bajo.

Me llama usted traidor, mal caballero,
Ingrato, infame, vil
... ¡casi bandido!
Usa usted un lenguaje tan grosero
Que ... prefiero dejarlo en el olvido.

¿Que aunque le vaya yo a rogar ...? ¡Qué escucho!
Ya sabe usted que yo nunca he rogado.
¿Que no me quiere ya? Lo siento mucho.
¿Que me aborrece usted? Pues ... enterado.

¿Que le mande sus cosas? Por mi mente
Cruzan disculpas varias y melosas,
Mas prefiero decirle simplemente
Que no puedo mandarle a usted sus cosas.

Su pelo, aquel ricito perfumado
Que usted me dio ... ¡la confesión me agobia!
En un rapto de pasión lo he regalado
A la bella Merced, mi última novia.

Otras cosas corrieron igual suerte,
Con excepción del prendedor de plata,
Que cual santo recuerdo, hasta la muerte,
Llevaré con orgullo en la corbata.

En cuanto a su retrato, ¡no afligirse!
Figura en un archivo de beldades
Que con el tiempo habrá de convertirse
En una colección de antigüedades.

Y sus cartas, que honraran a un Tenorio,
Con otras igualmente apasionadas,
Yacen en un cajón de mi escritorio,
¡Sepulcro de pasiones apagadas!

Ya que enviarle sus cosas no he podido
Por las razones que apuntadas dejo,
En prueba de que mucho la he querido
Le enviaré cuando menos un consejo.

Y es que sin olvidar males pasados,
No vuelva usted a fiarse de los hombres;
Todos son unos pillos redomados
Sin distinción de clases ni de nombres.

Todos los hombres, de perfidia llenos,
(Y reflexione usted en lo que digo),
Son malos, sobre poco más o menos,
Como su humilde servidor y amigo.


Un nuevo trabajo.

Por el mes de mayo de 1898, próximo a cumplirse un año de estar trabajando en Morales, un antiguo amigo de su padre lo invitó a radicar en la ciudad de. México en compañía de su familia, con objeto de que se encargara de una imprenta y de una librería de viejo, con un sueldo de cuarenta pesos mensuales, casa-habitación y gastos de transporte. Esta invitación la recibió Juan con cierto desagrado, ya que de aceptarla tendría que separarse de nuevo de su tierra natal, donde dejaría muchos y muy buenos amigos que le profesaban un grande y sincero afecto, entre los que se hallaban los futuros luchadores José Millán, Rosalío Bustamante, Humberto Macías Valadez y Antonio Díaz Soto y Gama, con quienes se reunía frecuentemente por la noche bajo los farolillos de los barrios de Tlaxcala, del Montecillo, de Santiago y San Miguelito para leer versos, discutir sus problemas económicos y sentimentales, y hablar de sus ilusiones, ensueños y esperanzas. Sin embargo, por complacer a su madre, que le rogó aceptara el ofrecimiento que se le hacía, puesto que con ello podría abandonar el pesado trabajo de la fundición que estaba minando cada día su ya por naturaleza débil organismo, Juan renunció a dicho empleo, empacó sus papeles y sus libros, se despidió de sus amigos con una sentidísima poesía en una reunión que organizaron en su honor, y muy triste por alejarse de algunos de sus más caros afectos y de tantos y tantos rincones de su tierra en que había vivido momentos inolvidables de su niñez, desde luego emprendió con su familia el viaje a la capital de la República.

Tal parecía que la permanencia de Juan y de los suyos en esta ciudad habría de ser muy larga, y que aquí tendrían que adquirir nuevas costumbres y hacerse de nuevos afectos y amistades; sin embargo no fue así, pues al cabo de tres meses hubieron de regresar a San Luis en virtud de haberse clausurado tanto la imprenta como la librería por el fallecimiento de su dueño.


Enfermedades y miserias.

Estando ya de nuevo en San Luis, encontrándose Juan sin trabajo y sin contar con ahorros ni recursos económicos de ninguna clase, sobrevino para él y su familia una época de pobreza que rayaba en la miseria, ya que difícilmente se allegaban lo puramente necesario para subsistir. Para mayor abundamiento de desgracias, Juan cayó en cama atacado de pulmonía, y habiéndose más o menos aliviado de ese padecimiento, le sobrevino la viruela de la cual milagrosamente se salvó, quedando al sanar sólo muy ligeramente marcado con las huellas que en el rostro siempre deja esa penosa enfermedad. Para pagar al médico, comprar medicinas y preparar alimentos especiales, la mamá de Juan tuvo que deshacerse de cuantos objetos de algún valor había en la casa, que pronto quedó casi vacía y carente de todas aquellas cosas cuyo uso no fuese estrictamente necesario.


Empleado en el Gobierno.

Por fortuna esa situación no se prolongó por mucho tiempo gracias a que un señor llamado Jacobo Palau, contador de glosa del gobierno, que estimaba no poco a Juan y lo admiraba por su talento y cualidades de buen hijo, tan pronto como estuvo completamente restablecido se lo llevó a trabajar con él una temporada, y después le consiguió otro empleo con mejor sueldo en la Recaudación de Rentas del Estado.

Quizá algunos encontrarán un poco extraño que Juan Sarabia haya desempeñado alguna vez un empleo en una dependencia del Gobierno que poco más tarde combatiera tan rudamente en la tribuna y en la prensa, pero en realidad el hecho no reviste la menor importancia y en nada puede opacar la limpidez de su vida pública y privada si se toma en cuenta, como forzosamente tiene que tomarse, que en aquella época era Sarabia un joven de sólo dieciséis años de edad. ¿Qué se diría, entonces, de lo que ocurrió con otros personajes que en la edad madura sirvieron fielmente durante largos años, ya como senadores, diputados, jefes políticos, cónsules, o en otros altos puestos de la dictadura porfirista, para convertirse después en revolucionarios y paladines de los principios republicanos y democráticos que su antiguo jefe el general Díaz había pisoteado descaradamente en el poder?


Una reacción natural.

Pero la permanencia de Sarabia en esa oficina fue de muy escasa duración. Su espíritu rebelde no podía aceptar el ambiente viciado que se respiraba en las oficinas públicas, comprendiendo que su destino no era el de aprobar con la sumisión y el servilismo las injusticias que se cometían a cada paso en todas las esferas del Gobierno, sino el de consagrar su pensamiento y su acción a una obra social en que por igual se señalara al pueblo sus deberes y derechos y se combatiera a las autoridades por el mal uso que hacían del poder que por desgracia para la nación estaba depositado en sus manos.

Ya estaba marcado el derrotero que debía seguir en toda su existencia: luchar por la justicia y vivir para la libertad. Así pues, presentó la renuncia de su empleo, e inmediatamente después, con la ayuda económica de algunos de sus más íntimos amigos, inició la publicación de un pequeño periódico oposicionista que tituló El Demócrata, en donde ante el asombro general comenzó a exponer sus ideas liberales y revolucionarias en artículos y versos en que criticaba duramente al clero católico por el fanatismo religioso que inculcaba en todas las clases sociales, exhibía el servilismo de los altos empleados y funcionarios públicos, y denunciaba las violaciones que a las leyes y derechos cometían tanto el gobernador don Blas Escontría como los jueces y magistrados encargados de impartir justicia en el Estado.

Con esta valerosa y honrada labor periodística, que hacia fuerte contraste con la labor incensaria de los otros dos o tres periódicos locales, entre los que figuraba el famoso diario clerical El Estandarte, dirigido por el historiador y académico don Primo Feliciano Velázquez, bien pronto se dio a conocer Sarabia en San Luis como escritor y poeta de combate, conquistando, al mismo tiempo que la estimación de las personas de ideas levantadas, el disgusto entre los círculos gobierno-clericales y aun de la aristocracia, conservadora y religiosa hasta el fanatismo. Se dio el caso de que algunos de sus amigos pertenecientes a la clase acomodada renunciaran a su compañía para no comprometerse, y su misma novia, una hermosísima muchacha educada en un ambiente familiar de gran veneración por don Porfirio y las cosas de la iglesia, y a la que él amaba con delirio desde muy pequeño, lo amenazó con terminar sus relaciones si no se apartaba de la lucha en que se había empeñado. Su noviazgo se veía nublado con frecuencia con serios disgustos originados por la diversidad de ideas, y hasta por rupturas temporales, durante las cuales él, sintiéndose el más infeliz de los mortales, se dedicaba a escribir versos saturados del más hondo romanticismo para llorar su desventura. En uno de esos versos, que forman parte de un bello poema en seis cantos que intituló Mis últimos cantares, dejando ver el deprimido estado de su ánimo ante el abandono y la incomprensión de su amada por sus ideales de justicia social, llegaba hasta aborrecer la vida y a desear la muerte como supremo recurso para terminar con los dolores que afligían su corazón enamorado. Así transcurría su idilio entre las hieles de los disgustos y las alegrías de las reconciliaciones, hasta que sobrevino lo que tenía que ser inevitable. Cuando Sarabia comenzó a ser víctima de las primeras persecuciones, su novia, tal vez temerosa de que su familia se viera envuelta en dificultades por las relaciones que sostenía con él, le advirtió de modo terminante que por ningún motivo deberían volver a verse mientras no dejara de combatir al clero y al Gobierno. Ante esta disyuntiva, el joven luchador que en el transcurso de su vida habría de sacrificarlo todo por el bien común se vio en la dolorosa necesidad de alejarse para siempre de aquella belleza potosina que constituía su mayor felicidad y a la que había idealizado en inspirados y sentidos versos, sacrificando así hasta su primer sueño de amor, el sentimiento más caro del hombre, por la causa de la libertad y el bienestar del pueblo.

De esta manera tan digna de admiración comenzó Juan Sarabia su vida de combate por la redención de los oprimidos. Pero su actuación de principiante adquiere relieves de singular significación si se considera que era llevada a cabo por un joven de sólo diecisiete años de edad que sin seguir el ejemplo de ninguno de sus contemporáneos, sin estímulos de ninguna clase y sin más apoyo que la entereza de su carácter, se entregaba resueltamente a las luchas populares en una época de opresión en que la inmensa mayoría de los hombres de México, indignos de llamarse ciudadanos, permanecían en el silencio más abyecto ante las desdichas nacionales por el miedo que tenían a un régimen que castigaba como un crimen hablar en nombre de la justicia y protestar en nombre del derecho.

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