Índice de Mi historia militar y política 1810-1874 de Antonio López de Santa AnnaCapítulo VIIICapítulo XBiblioteca Virtual Antorcha

MI HISTORIA MILITAR Y POLÍTICA
1810-1874

Antonio López de Santa Anna

CAPÍTULO IX

1841 a 1844

LA REVOLUCIÓN AMENAZA AL GOBIERNO Y ÉSTE ME LLAMA A LA PRESIDENCIA. DERROTA DE LOS REVOLUCIONARIOS. CAÍDA DEL PRESIDENTE BUSTAMANTE. BASES PROVISIONALES DE TACUBAYA. JUNTA DE NOTABLES. BASES DE ORGANIZACIÓN POLÍTICA. SE ME ELIGE PRESIDENTE CONSTITUCIONAL. REVOLUCIÓN DE PAREDES. MI PIE AMPUTADO LOS REVOLUCIONARIOS LO EXTRAEN DE LA URNA FUNERARIA PARA BURLARLO. MI PERSECUCIÓN Y EXPATRIACIÓN PRIMERA


A los sesenta y dos días de haberme amputado, el respetable general don Guadalupe Victoria, en comisión del gobierno para sustituirme, me instruyó de la revolución que amenazaba desquiciar la sociedad y del deseo general por verme al frente de los negocios en momentos tan apremiantes, servicios que esperaba de mi adhesión a los buenos principios, A tantos cumplimientos no pude resistir.

Sometido a la voluntad del gobierno, condújoseme a la capital con todo cuidado en una litera; el tránsito y cambio de temperatura me perjudicaron, y no obstante mi poca salud se puso a mi cargo con festinación el gobierno. Las tareas consiguientes de la situación me abrumaron, mas no sin fruto: las armas del gobierno triunfaron por todas partes. El cabecilla principal, José A. Mejía, esperanza de la revolución, marchando sobre Puebla, fue derrotado y ejecutado por el general don Gabriel Valencia en las inmediaciones del pueblo de Acajete. La temida revolución terminó, quedando la tranquilidad restablecida. El presidente constitucional volvió a sus funciones y yo a mi hacienda a completar mi curación.

El desprestigio del general Bustamante hacía imposible su gobierno. En la ciudad de Guadalajara, a principios de 1841, se promovió su final separación y la reforma de la Constitución de 1824.

En Tacubaya, una junta de generales acordó las bases provisionales por el tiempo necesario para continuar la reforma. Con sujeción a esas bases otra vez se puso a mi cargo el gobierno de la República. En el periodo que rigieron las bases provisionales de Tacubaya, la paz pública se conservó inalterable sin que una lágrima se derramara por causa política; no hubo contribuciones, préstamos forzosos ni expropiaciones; los servidores de la nación, viudas y pensionistas, percibían sus haberes con puntualidad; del mismo modo que los tenedores de bonos de la deuda extranjera. Entonces fue contratado y principiado el primer camino de fierro conocido en el país, el de Veracruz al interior, y obras de ese mismo tiempo fueron: el mercado de la capital y el gran Teatro de Santa Anna, la aduana de Veracruz y las mejoras del muelle, la demolición del antiguo Parián y desaparición de la mala moneda de cobre, perjudicial al comercio por la facilidad de su falsificación y abundancia de ella; las relaciones exteriores cultiváronse con esmero; y finalmente, se dio extensión al territorio nacional con la anexión del Soconusco. Hechos son éstos que la notoriedad los confirma.

De conformidad con la opinión dominante convoqué a una Junta de Notables ciudadanos de todos los Estados para ocuparme de la reforma. cuyos representantes con amplios poderes dictaron libremente las bases de la organización política, fechadas en 12 de junio de 1844. Sancionadas y circuladas por el gobierno, los Estados las acogieron y juraron sin la menor contradicción.

En septiembre de dicho año ocurrió en mi familia una desgracia; el fallecimiento de mi sentida esposa, triste ocurrencia que me obligó a atender mis propios negocios. El general de división don Valentín Canalizo me sustituyó en el poder.

Designado para desempeñar la presidencia en el primer periodo constitucional, se me llamó a la capital a prestar el juramento de estilo. Esta elección me desagradó; la melancolía que me dominaba hacíame aborrecible el bullicio del Palacio, y preferible la soledad; y tanto que renuncié el honroso cargo con que se me favoreció.

Sabida mi renuncia, una turba de impertinentes me atormentó con sus adulaciones, invocando el bien público. Algunos amigos, con la mejor buena fe, me empujaban también, resultando que entre todos me arrastraron al sacrificio: retiré mi renuncia y me dispuse a obsequiar el llamamiento.

A fines de octubre el general Paredes se sublevó en Guadalajara. El gobierno tuvo a bien comunicármelo, ordenándome que con las tropas acantonadas en Jalapa me pusiera en marcha para la capital. Obsequié esta disposición al momento. Paredes pretendía vengarse. Fue depuesto de los mandos político y militar del distrito de la capital por excesos de embriaguez ante tropa formada, y guardaba rencor. En un terreno abundante de combustible basta una chispa para un incendio.

Caminaba en dirección a Guadalajara en cumplimiento de otra orden del gobierno, al llegar a mi noticia un grande tumulto en la capital y la prisión del presidente interino. La novedad me pareció grave y determiné hacer alto en la villa de Silao. Los detalles de lo sucedido en la capital no tardaron: La mayoría del Congreso favorecía la revolución de Paredes descaradamente. El gobierno, queriendo evitar males o en propia defensa, expidió un decreto por el que las sesiones del Congreso quedaban suspensas, y el presidente constitucional, investido de facultades extraordinarias durante la rebelión, cuyo decreto sirvió de pretexto (servicio compensado en seguida con el nombramiento de presidente interino). Los amotinados pusieron en prisión al presidente Canalizo, y extendiendo su enojo contra el presidente constitucional, se lanzaron a derribar su busto de bronce colocado en la plaza del mercado, a quitar su nombre al Teatro de Santa Anna, sustituyéndolo con el de Teatro Nacional, y a extraer del cementerio de Santa Paula su pie amputado para pasearlo por las calles al son de un vocerío salvaje ...

Interrumpí al lector diciéndole: no quiero oír más. Y arrebatado, con mis manos en la cabeza, exlamé: ¡Santo Dios! Un miembro de mi cuerpo perdido en servicio de esta nación extraído de la urna funeraria, haciéndolo pedazos para escarnecerlo tan bárbaramente ...

En aquel momento de dolor y enajenación resolví abandonar hasta el suelo natal, objeto de mis ensueños y desengaños. A la cabeza de once mil hombres expertos y bien provistos con partidarios dentro de la capital, fácilmente habría ocupádola; pero ajeno de venganza y firme en mi nueva resolución, sólo me ocupaba de emigrar cuanto antes.

Contramarché rumbo a Puebla, excusando todo encuentro. El comandante general de Puebla, don Ignacio Inclán, había secundado la asonada de la capital, faltando a sus protestas de la víspera. Esto hizo preciso que el ejército acampara en los extramuros de la capital entretanto se disponía de él.

Al mismo tiempo, el general don Ignacio Sierra y Roso pasó a la capital a presentar mi renuncia al Congreso y a agenciar mi pasaporte. Natural me pareció que, dueño del poder, el caudillo de la revolución apresuraría mi partida. En tal persuación y para libertarme de compromisos, determiné separarme del ejército, poniéndome en camino para el puerto. Equivocación e imprudencia que fueron bien costosas. No era posible separarme sin despedida de unos veteranos que tanta adhesión les merecía; y he aquí la alocución que les dirigí formados en cuadro y yo a caballo:

¡Compañeros de armas! Con orgullo soportaba la falta del miembro importante de mi cuerpo, perdido con gloria en servicio de la patria, como presenciaron algunos de vosotros; mas aquel orgullo se ha convertido en dolor, en tristeza y desesperación. Saber que ese despojo mortal ha sido violentamente sacado de la urna funeraria rompiéndola para burlarlo por las calles públicas ... Advierto vuestra sorpresa y que os ruborizáis; tenéis razón, esta clase de excesos era desconocido entre nosotros. ¡Mis amigos! Voy a partir obedeciendo al destino; allá en lejanas tierras os recordaré: sed siempre el sostén y ornato de vuestra nación ... quedad con Dios.

Esta producción improvisada dará bien a conocer mi agitación y el trastorno en que me encontraba en aquellos momentos. En la idea de evitar compromisos, incurrí en otra imprudencia: en el paraje de las Vigas despedí la escolta de húsares que me acompañaba; creía que mi persona sería de todos respetada. En esta confianza caminaba con dos de mis sirvientes al ser detenido en el pueblo de Xico por el comandante de los nacionales, presentándome la orden apremiante del comandante principal del distrito de Jalapa para que me interceptara y me enviase a su disposición bien escoltado.

Cuatro días se me detuvo en Jalapa en la casa municipal, incomunicado y rodeado de centinelas, trasladándome después al castillo de Perote. Merecí ser conocido del susodicho comandante del distrito de Jalapa, que tan mal me trató: era el general don José Rincón, me adulaba mucho y alcanzó mi confianza; lo ocupaba en la dirección de las obras de mi hacienda del Encero, y últimamente le había encargado su administración durante mi ausencia. Al ver el aspecto de la revolución en la capital y mi inacción, tuvo miedo, me consideró perdido y se apresuró a ganar época uniéndose con los sublevados, renegando de mi nombre ... ¡miseria humana! ¡Pero qué coincidencia! Él moría cuando la población de Jalapa celebraba mi regreso a la patria con demostraciones de júbilo. Los que blasonaban de vencedores me mantuvieron en Perote incomunicado cuatro meses; mas estorbándoles mi persona me condenaron a destierro, advertido que si regresaba al país de mi propio motivo, quedaría fuera de la ley.

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