Índice de Mi historia militar y política 1810-1874 de Antonio López de Santa AnnaCapítulo IXCapítulo XIBiblioteca Virtual Antorcha

MI HISTORIA MILITAR Y POLÍTICA
1810-1874

Antonio López de Santa Anna

CAPÍTULO X

MI EMBARQUE Y LLEGADA A LA HABANA. INVADEN MÉXICO LOS NORTEAMERICANOS. LA PATRIA ME LLAMA A SU DEFENSA. ACONTECIMIENTOS INESPERADOS QUE IMPIDEN LA DERROTA COMPLETA DE LOS INVASORES. MI FINAL CAMPAÑA


En 19 de mayo de 1845 se me embarcó en el paquete inglés, y al quinto día llegué al puerto de La Habana. El capitán general don Leopoldo O'Donell, al saber que me encontraba a bordo del paquete, tuvo la atención de invitarme a desembarcar, enviándome con un ayudante de falúa de la capitanía general, y aunque tenía intención de continuar a Caracas, no pude negarme a tanto comedimiento: desembarqué luego con mi familia.

El general O'Donell hacía honor al puesto que ocupaba, y su comportamiento para conmigo fue tan noble que fijé allí mi residencia. Por ese tiempo, el gobierno de los Estados Unidos, saboreando la provincia de Texas que se había anexado, codiciaba la Alta California y el Nuevo México, vastos y ricos terrenos.

Para la adquisición tenía la fuerza, y se lanzó sobre su vecina y hermana debilitada por la discordia civil; nada le importaba la injusticia y escándalo: lo podía y esto bastaba.

El general Zacarías Taylor comenzó a hostilizar a las tropas mexicanas de la frontera, consiguiendo ventajas sobre ellas en Palo Alto y la Resaca por la impericia del funesto general Arista.

Declarada la guerra, los buenos mexicanos recordaron mis servicios y popularmente me llamaron. Un veterano de la independencia no podía excusar sus débiles servicios a su patria en peligro: acepté el llamamiento.

Fleté un vapor que pagué de mi peculio y me introduje en el puerto de Veracruz burlando el bloqueo. Este hecho ocurrió el 12 de septiembre de 1846. Mi repentina aparición causó vivas sensaciones de contento...

¡Qué mutación! El pueblo veracruzano, con sus festejos, parecía empeñado en el olvido del atentado sacrílego de una facción impía, el fatal 6 de diciembre de 1844.

En el tránsito hasta la capital una continua ovación. La satisfacción fue completa. Los negocios presentaban un triste aspecto. No había un peso en caja. Las rentas empeñadas no podían cubrir los gastos indispensables; ejército disponible no existía; la parte más florida había sufrido en la frontera; otra parte, a las órdenes del general don Pedro Ampudia, capitulaba en la ciudad de Monterrey, y el resto desanimado en la vasta extensión del país; los cuadros reunidos en la capital no marchaban a sus destinos por falta de socorros. Y esto acontecía avanzando triunfante el general Taylor. Sin embargo, no me faltó la fe; comencé la tarea con abnegación. Fue mi presencia necesaria en la ciudad de San Luis Potosí y marché luego a establecer en ella mi cuartel general, pues además de ser punto estrategico reunía otros elementos que se necesitaban. Todo se iba preparando con destreza; una sola cosa me acongojaba, y me interrogaba a mí mismo: sin una comisaría bien provista, ¿cómo cubrir tantos gastos? En un principio la Tesorería General de la Nación proveía a la comisaría del ejército con cantidades que si no llenaban todas las necesidades, cubrían las precisas del soldado; mas faltó ese auxilio y los apuros llegaron a su colmo, aumentándose las atenciones cada día. A mis comunicaciones el gobierno contestaba con esperanzas y evasivas. Mi pena crecía al ver el abatimiento de los jefes y oírles decir: no hay ya quien nos quiera fiar el pan y la carne para la tropa.

Para que nada faltara a la situación, y como si quisiera poner a prueba mi paciencia, una facción traidora propagaba: El general Santa Anna tiene relaciones con los invasores, lo dejaron desembarcar en Veracruz: traiciona ...

El ejército, con su buen sentido, despreció tales invenciones y calumnias, acatando así la justicia.

Acongojado, fatigaba mi mente buscando un medio de salir con lucimiento de posición tan difícil y sólo se presentaba la victoria.

La inacción veíala como signo de muerte en medio de tanta penuria: la victoria nos colocaría en buena posición, nos salvaría. El enemigo no daba señales de moverse, y necesario era buscarlo en sus lejanos campamentos, donde podía sorprendérsele y batírsele en detalle, habiendo perdido su mejor caballería en la reciente sorpresa que la brigada Miñón le dio en la hacienda de la Encarnación.

Por estas ideas dominado, tomé al fin mi resolución: marchar en busca del enemigo. La falta de dinero hacía imposible el movimiento, necesitábanse más sacrificios de mi parte, y no vacile en prestárselos de esta manera. En la casa de moneda se acuñaban cien barras de plata, y dispuse del producto, dando en hipoteca todas mis propiedades (medio millón de pesos); entretanto la Tesorería General pagaba los cien mil pesos que ellas importaban y los intereses.

La comisaría del Estado pidió cuarenta y seis mil pesos más para cubrir los presupuestos de un mes, y esta suma la libré a cargo de mi corresponsal en Veracruz, don Dionisio T. de Velasco.

A esfuerzos tantos se debió que en enero de 1847 los habitantes de San Luis Potosí vieran admirados en marcha a dieciocho mil hombres en cuatro divisiones, equipados de todo, instruidos y con un buen material de guerra, en solicitud de los invasores, que tanto miedo les habían puesto, quedando la ciudad bien guarnecida. Los dignos jefes de ese ejército se esmeraron en educar militarmente a los hombres rudos de los contingentes, que llegaban en cuerda al cuartel general, más no pudieron introducir en sus corazones los nobles sentimientos de que debían estar animados, como distinguidos ciudadanos de la República que los honraba, confiándoles su defensa; así fue que pasé por el dolor de ver mis filas disminuidas en cuatro mil hombres por la deserción que no se pudo evitar.

Siendo de esto lo sensible, ¡ah!, parece increíble que uno de esos miserables frustrara todas mis combinaciones e hiciera inútiles tantos sacrificios, casi en los momentos en que las operaciones tocaban a su término con felicidad. Véase el hecho: en la hacienda de la Encarnación, a diez leguas de los invasores, revisté al ejército de operaciones del norte de mi inmediato mando, y no obstante la baja expresada que se notaba, quedé complacido de su buen estado. Al retirarse los cuerpos a sus campos, un soldado del escuadrón de coraceros, llamado Francisco Valdés, desertó aprovechando la noche que comenzaba, llevándose dos caballos del capitán de su compañía, a quien servía de asistente. El desertor caminaba en dirección a la cuidad del Saltillo, lugar de su nacimiento, al asaltarlQ una partida enemiga que lo condujo luego a la presencia del general Taylor, a quien ofreció que le haría revelaciones importantes si le concedía continuar su camino con toda libertad. Concedido lo que solicitaba, dijo su procedencia y dio noticias de cuanto sabía. Taylor, que juzgaba al ejército mexicano en incapacidad de moverse a tanta distancia, quedó sorprendido al saber que lo tenía tan cerca; aprovechó los instantes y concentró sus fuerzas en las alturas de la Angostura, posición ventajosa en el camino del Saltillo que tenía bien conocida.

El general Taylor disponía de nueve mil hombres distribuidos en tres campos, distantes uno de otro cinco leguas, formando un triangulo: el Saltillo, la Vaquería y Agua Nueva. Sin aviso tan oportuno del coracero desertor, Taylor no hubiera podido evitar la sorpresa y la consiguiente derrota en detalle. Con la explicación precedente cualquiera distinguiría la mano de la fatalidad frustrando mis afanes y mis esperanzas. No cabía duda. Los invasores tenían razón al repetir: Dios nos protege.

La desesperación que de mí se apoderó al ver el campo de Agua Nueva no tiene explicación ...

¡Cuál fue la causa de tal novedad!, me preguntaba. No atinaba, ni por la imaginación me pasaba que un traidor salido de mis filas había alertado al enemigo. Deploraba amargamente la esterilidad de tantos sacrificios, y mi confusión acrecentada al interrumpirme un parte del jefe de la descubierta, escrito con lápiz en una tira de papel con este contenido: Mi general, el enemigo se encuentra reunido en la Angostura y en aptitud de batirse.

El honor y el deber demandaban seguir de frente y así se ejecutó. Una batalla sangrienta tuvo lugar los días 22 y 23 de febrero; mis reclutas, siguiendo a sus bravos oficiales, tomaron posiciones difíciles, a la bayoneta. Taylor fue batido, perdiendo tres piezas de artillería, una fragua de campaña, tres banderas y más de dos mil hombres muertos, heridos y prisioneros, librándolo de una completa derrota la noche del segundo día de batalla. El ejército de mi mando tuvo la baja de más de mil quinientos hombres muertos y heridos, entre éstos tres oficiales generales. Mi caballo, herido en la cabeza, me arrojó en tierra sin causarme lesión alguna, pues luego pude montar en otro y continuar en mis funciones. La situación presentábase bastante lisonjera, nadie en mi campo dudaba que la victoria quedaría completa al día siguiente; todo, pues, era contento; más, ¡oh, inestabilidad de las cosas humanas! Repentinamente el contento convertíase en pena y desesperación ¡Revolución en la capital! En efecto, un correo extraordinario conducía un pliego de los supremos poderes que daba tan fatal nueva.

Los supremos poderes disponían: que estando atacados por una facción armada en su propia residencia, el ejército corriera a salvarlos y con ellos el orden y las leyes. El ministro de Guerra prevenía terminantemente la contramarcha del ejército; en su concepto, era preferente a todo la conservación del gobierno en las circunstancias en que la nación se encontraba.

Aturdido por la inesperada ocurrencia, y en gran necesidad de descanso, encomendé a una junta de generales la deliberación. Ya con mi cabeza menos fatigada con el descanso, dediqué mi atención a imponerme de la opinión y resolución de la junta. Encontré sus razones fundadas y de imprescindible deber cumplimentar los mandatos de los supremos poderes y aprobé lo acordado...

En consecuencia la contramarcha se efectuó al día siguiente. Había necesidad de desembarazarnos de más de cuatrocientos prisioneros que exigían cuidado y mantención, cuando la proveeduría se encontraba tan escasa de raciones, y dispuse una demostración de generosidad, enviando a Taylor sus prisioneros, que él estimó en mucho; al jefe conductor le dio cama en su tienda de campaña para que pasara la noche y lo atendió extraordinariamente. Esto proporcionó que el mismo Taylor le contara la ocurrencia del coracero desertor que caminaba para el Saltillo, al ser interceptado, confesando francamente que a esa casualidad debió librarse de la sorpresa. Dicho jefe conductor hablaba el inglés y tuvo facilidad de entenderlo bien.

La contramarcha produjo un gran disgusto en todas las clases del ejército: en los semblantes se veía la tristeza y la desesperación. El gobierno repetía sus órdenes y las marchas se reforzaban.

Para obsequiar mejor los deseos del gobierno me adelanté, seguido no más de mi Estado Mayor y de una escolta; jornadas hice hasta de treinta leguas al día, consiguiendo así llegar con oportunidad a la ciudad de Guadalupe Hidalgo. Con mi presencia cesó la escena de escándalo que se representaba: los insurrectos, reconociéndome en mi carácter de presidente, obedecieron mi intimación, dispusieron las armas y se retiraron a sus casas.

Ejerciendo las funciones de presidente de la República, otorgué a nombre de la nación amplia amnistía, convocando a los mexicanos, sin excepción de color político, a que se colocaran bajo el estandarte nacional todos unidos contra el enemigo común, y salvasen los grandes intereses que se versaban. En completa tranquilidad la capital, las cosas tornaban a su estado normal.

Preparábame para regresar a San Luis Potosí, y me detiene otra noticia fatal de la parte oriental: el gobernador del Estado de Veracruz dirigió el parte siguiente, fechado en Jalapa: Tengo el sentimiento de poner en conocimiento del supremo gobierno que la fortaleza de Ulúa y la plaza de Veracruz están en poder del general americano Wienfield Scott, porque el comandante general don Juan Morales las ha retenido a discreción sin probar el combate, contando con seis mil buenos soldados y recursos de todas clases para sostener el tiempo necesario para ser reforzados. Se contaba también con la gente de la orilla bien entusiasmada. El general Scott ha desembarcado un numeroso ejército.

Así, de suceso en suceso, el país iba hundiéndose en un abismo. Extendí mi vista al rumbo invadido y no percibí preparación alguna qué oponer al invasor. El camino, pues, lo tenía expedito para internarse sin inconveniente alguno.

Aspecto tal comprimió mi corazón. Pero ¿cómo no hacer un esfuerzo para estorbar el paso a ese enemigo, siquiera por honor de la nación? Preferente me pareció el peligro mayor y determiné tomar aquel rumbo. El congreso nombró presidente interino al general don Pedro Anaya para dejarme expedito. Cerro Gordo fue el punto en que me fijé para disputar el paso al invasor; fuerte por naturaleza a dieciocho leguas de Veracruz, en el camino de rueda que el enemigo tomaría, y situado entre las temperaturas caliente y fría, llenaba mi objeto.

Velozmente me coloqué allí. Ninguna obra de fortificación había; peones de mi hacienda del Encero (Lencero) comenzaron a despejar el terreno. Al teniente coronel de ingenieros, don Manuel M. Robles Pezuela, encargué los primeros trabajos, en los que se ocupó sin descanso. Llegaban fuerzas y material de guerra, subíanse piezas de cañón a las alturas; con la fajina incesante, los atrincheramientos adelantaban, todo estaba en movimiento, hasta que la presencia de los invasores nos interrumpió a los cuatro días.

El general Scott, sabiendo que dando tiempo a la reunión de fuerzas y a los adelantos de la fortificación le sería difícil o muy costoso el paso por Cerro Gordo, apresuró sus movimientos. Destinó una de sus divisiones a tomar el cerro del Telégrafo (la altura principal), y en toda una tarde no lo consiguió, dejando el terreno cubierto de sus cadáveres. Scott, alarmado por ese descalabro, atacó con todas sus fuerzas en la mañana siguiente; la posición fue defendida valerosamente cinco horas; cuatro mil milicianos inexpertos resistieron el empuje de catorce mil veteranos con brillante armamento, causándoles pérdidas considerables; y cuando no pudieron más tan bizarros milicianos, se retiraron ordenadamente, por veredas desconocidas del enemigo.

El general Scott, en el parte a su gobierno referente a la ocupación de Cerro Gordo, exagera en mucho el número de sus defensores, diciendo además que los desalojó de posiciones inaccesibles a la bayoneta.

Mi retirada la hice para la ciudad de Orizaba, donde se me incorporó una sección de mil doscientos hombres, procedentes de la Mixteca, a las órdenes del general don Antonio León.

Amenazada la capital era indispensable auxiliarla y defenderla; con oportunidad me puse en marcha en aquella dirección. En el pueblo de Amozoc me encontré la vanguardia de Scott, mandada por el general Worth. Éste intentó detener mi marcha con un cañoneo precipitado, pero me convenía llegar a Puebla antes que él y me desentendí de su demostración; abrevié el paso. La belicosa Puebla preparaba amigable acogida a los huéspedes que esperaba. A una comisión en lujoso carruaje encontré en la garita: había equivocado mis fuerzas con las de Worth.

Sorprendidos los individuos de la comisión al reconocerme, declararon su error. El prefecto de la ciudad, en los avisos que mandó fijar en las esquinas, recomendaba la hospitalidad. Conducta tan degradante no podía soportarla: reconvine al gobernador del Estado, don Rafael Inzunza, y al comandante general, don Cosme Furlong, quienes la consideraban indispensable para salvar de violencia a la población inofensiva, supuesta la falta de medios para resistir.

Aparté mi vista de cuadro tan doloroso, prosiguiendo la marcha.

La capital no presentaba más halagüeño aspecto; baste decir que a la entrada de los defensores de la integridad y del honor nacional la gente del pueblo decía en voz alta: estas fuerzas vienen no más a comprometer la ciudad. Pero la hora de prueba se acercaba y hacíase necesario un esfuerzo supremo. Para conocer la opinión del vecindario acomodado y la de los generales y jefes influyentes convoqué una reunión numerosa en el salón principal del Palacio.

La amargura comprimida en mi pecho la desahogué en el seno de esta reunión, demostrando explícitamente cuanto sucedía en los momentos mismos en que más se necesitaba de la animación, denuedo y coraje. Y como la palabra salida del corazón naturalmente es elocuente, conmoví los ánimos de los concurrentes, de manera que mi razonamiento fue acogido por los que tomaron la palabra después, resultando que la sesión terminó con entusiastas protestas de sostener a todo trance el honor y los caros intereses de la nación.

Acordada la defensa de la capital, el Congreso cerró sus sesiones, invistiendo al presidente de la República con facultades extraordinarias. En proporción de las necesidades habían de ser los esfuerzos. Detenerme en explicar la situación sombría de aquellos días, las dificultades que se me atravesaban a cada paso que se daba, y cuanto hubo que hacer para poner defensa a la capital, sería tarea difícil, si no imposible. Me limitaré por tanto a explicaciones precisas, a aquellas que basten a presentar las cosas como fueron verdaderamente y puedan juzgarse sin equivocación.

Los trabajos comenzaron por la organización de los cuerpos de todas armas, en número de veintidós mil hombres, que fueron llegando en cuerdas de los Estados; alistáronse cien cañones de varios calibres; las maestranzas y fundiciones, los talleres de vestuario y de monturas no descansaban; el radio extenso de la ciudad se fortificó, construyéndose a la vez fuertes estacadas en las principales avenidas; en resumen, en tres meses de asiduos trabajos la capital de la República presentóse imponente, en capacidad de defenderse ventajosamente.

Mas mis afanes parecían estimular los de la facción traidora. Ésta había tomado por enseña la paz, que invocaba hipócritamente. Con sus tenebrosos manejos consiguió entibiar los ánimos, al grado de ausentarse y esconderse los capitalistas, para evadirse de préstamos o donativos; ya la población en general la convirtió en indiferente, como si no fuera obligatoria la defensa común. Y esto ocurría ocupando los invasores Puebla. La detención de Scott en Puebla (tres meses) dio lugar a prepararnos; así fue que al presentarse en el mes de agosto en el Valle de México, con veinticuatro mil hombres y un gran tren, nos encontró en disposición de hacerle frente.

El general Scott reconoció la entrada principal nombrada el Peñón, y advertido por sus ingenieros de no estar practicable, se dirigió a Mexicalcingo y después a la hacienda de San Antonio. Estas dos entradas tampoco le parecieron practicables y el ejército hizo alto en la ciudad de Tlalpan, a cuatro leguas de la capital.

Dejo asentado que en esa injusta guerra promovida por nuestros vecinos del norte, la desgracia pesaba constantemente sobre los mexicanos; fíjese la atención en los acontecimientos que siguen y se verá este aserto confirmado.

El general don Gabriel Valencia estaba en observación en el pueblo de San Ángel, con una lucida división de cinco mil hombres con treinta piezas de batalla, y malignos agentes de la facción traidora lo rodearon con el perverso designio de inducirlo a que causara un trastorno cualquiera; ellos conocían bien su tendencia al poder y fácil les fue precipitarlo persuadiéndolo: que bastaba la división de su mando para alcanzar un triunfo importante, que lo conduciría indudablemente a la primera magistratura en medio de los aplausos del pueblo ... Valencia, trastornado con la seducción y la lisonja, se lanzó a obrar por su cuenta, y como si se propusiera sacar al jefe invasor de su vacilación, cambió de posición situándose en Padierna, punto intermedio de San Ángel y Tlalpan que le pareció inexpugnable.

Al saber la defección de Valencia conocí el tamaño del mal que amenazaba y la necesidad de acudir ligero a evitarlo en lo posible.

Con la división de reserva, compuesta de cuatro mil viejos soldados, salí precipitado en su solicitud. Llegando a San Ángel una lluvia de diez horas continuadas me detuvo. Sin poder cerrar los ojos en toda la noche, vi con gusto una hermosa aurora que anunciaba un buen día y al momento proseguí la marcha con la división de reserva reforzada con la brigada Rangel; mas todo fue en vano, la oportunidad había pasado. El invasor no descuidó la presa valiosa que le había ido a las manos; aprovechando la mala noche la circunvaló, cayendo sobre ella al amanecer sin dejarla mover. El torpe ambicioso pagó su temeridad con la derrota vergonzosa, causando a su patria males incalculables y exponiendo a la capital a escenas deplorables que afortunadamente evitaron mis veteranos con heroicos esfuerzos, deteniendo al enemigo en su marcha triunfal.

Batiéndome en retirada, llegué a las posiciones fortificadas de Churubusco, donde pude hacer frente a las columnas que me seguían y sostenerles el fuego ocho horas, desde las nueve de la mañana a las cinco de la tarde, hasta consumir el parque; y dejando rebajado el orgullo de los invasores, me replegué a la plaza para pasar allí la noche.

La batalla de Churubusco fue gloriosa para los mexicanos. La inmovilidad del ejército invasor dio a conocer lo que había sufrido el día anterior. El mismo general Scott lo confirmó, abriendo parlamento para proponer que se oyera la comisión de Washington llegada a su campo, proposición a que no le hubiera dado importancia sin la urgente necesidad de reparar la catástrofe de Padierna.

¡Ah, sin la defección de Valencia los invasores quedan sepultados en el Valle de México! Scott, explicando a su gobierno el estado de defensa en que se encontró la capital, termina con estas precisas palabras: A la protección de Dios debimos no más haber salido tan bien de la empresa.

Mas ¿que valen las mejores combinaciones ni todos los esfuerzos humanos contra los decretos del destino...? A esos invasores afortunados estábales reservado el oro de la California y a los mexicanos el infortunio.

A la suspensión de armas siguió el nombramiento de la comisión mexicana compuesta de los señores don José Ramón Pacheco, don José J. Herrera, el licenciado, don Bernardo Couto y el general don Ignacio Mora y Villamil.

Las dos comisiones, después de varias conferencias y de pláticas dilatadas, nada acordaron. Las pretensiones exageradas del gobierno de Washington escandalizaban; no los satisfacía la vasta provincia de Texas en sus límites conocidos sin indemnización alguna, querían, además, el dilatado territorio de Nuevo México y toda la Alta California, media República, por quince millones de pesos sine qua non.

Consiguientemente las hostilidades continuaron sin tregua, disputábase el terreno palmo a palmo, la sangre no se economizaba, los cadáveres se mezclaban amontonados; al soldado mexicano sobró valor, patriotismo y abnegación.

El día 8 de septiembre el invasor sufrió un rudo golpe en el Molino del Rey: en veinte minutos perdió más de mil hombres, retirándose a Tacubaya en desorden. Si en tan propicio momento el general don Juan Álvarez da la carga que debió dar, la derrota del enemigo hubiera sido completa.

Este suceso, por su importancia, merece explicación: Álvarez, con cuatro mil caballos, estaba situado en terreno escogido para maniobrar y con instrucciones diminutas; tuvo al enemigo de flanco a tiro de fusil, en desorden; pero como si nada tuviera que hacer, mantúvose espectador montado en su mula. Los jefes de tan brillante caballería, en vindicación de su honor comprometido, pidieron que un hecho tan escandaloso se juzgara en consejo de generales. Conocí el error que cometí con haber puesto la caballería a las órdenes de tan inepto general, y dispuse luego su destitución; las circunstancias no permitieron lo demás.

Otro suceso ocurrió a favor del invasor de no menor importancia el día anterior, y que sin él no habría podido salvarse: Siento publicar aquí los nombres de los que aparecen culpables, por mi natural repugnancia a zaherir la memoria de los muertos, mas cuando los hechos deben aparecer como ocurrieron, no cabe disfraz alguno. Don Francisco Iturbe, rico propietario de los asilados de Tacubaya, por no contribuir con su peculio a los gastos de la guerra, sabedor o no del movimiento del enemigo, dirigió aviso reservado al general don José María Tornel, mi cuartel maestre, en el que decía: No tengo duda que estas fuerzas van a penetrar a esa ciudad por la garita de San Lázaro esta misma noche; se preparan activamente; sirva de gobierno. No estaba en mi cálculo el movimiento anunciado, sin embargo, no desprecié el aviso. Encargué al general don Antonio Vizcaíno vigilase los caminos que se cruzan por el frente de la garita de la Candelaria, ruta indispensable para el enemigo si se dirigía a la de San Lázaro; a la vez previne al general don Ignacio Martínez, comandante de la Candelaria, que vigilara por su parte y auxiliara al general Vizcaíno con cuanto necesitara para el buen desempeño de su encargo.

Como en mi cálculo estaba que la primera operación del enemigo sería sobre Chapultepec para franquearse el paso a la capital, tenía resuelto comprometer una acción decisiva en el Molino del Rey, cubierta mi retaguardia por Chapultepec, a cuyo efecto todas mis fuerzas útiles, con sesenta piezas bien servidas, se encontrarían reunidas en aquel punto la madrugada del citado día 8, resolución acertadísima, como se vio después de frustrada por el aviso fatal de Iturbe, aviso que pareció meditado para salvar al enemigo, pues debiendo encontrarse con una reunión importante, se encontró no más con dos brigadas de infantería y una batería de ocho piezas, por estar las otras de observación y en actitud de poder acudir con oportunidad al punto mencionado. En el cambio de la colocación de las fuerzas entró también que yo durmiera en el palacio en lugar de hacerlo en Chapultepec.

Fija la atención en las garitas de la Candelaria y San Lázaro, preséntase el general Vizcaíno en la mañana y me dice: ¡Mi general!, el ejército invasor está ya enfrente de la Candelaria, y para dar más validez a su palabra, con dos dedos de su mano derecha abiertos en forma de orquilla y apoyados en ambos ojos añadió: yo los he visto.

Con un parte tan seriamente pronunciado por un oficial general, ¿podría caber alguna duda? Sin vacilación lo creí y marché al instante en dirección de la Candelaria, dictando las órdenes convenientes.

A los lectores dejo contemplar la emoción y el asombro que en mí causaría oír del general Martínez el parte y diálogo siguiente:

Mi general, no tiene ninguna novedad en esta línea de mi mando.

¡Cómo! Al enemigo ... ¿no lo tenemos enfrente?

No, señor, la descubierta acaba de llegar y nada ha visto en la llanura.

Suponiendo a Vizcaíno entre la comitiva que me seguía, lo llamo repetidamente en voz alta, y como no me respondía mandé buscarlo; no se encontró por ninguna parte, ni volví a verlo en mi presencia. La misteriosa e incomprensible conducta de Vizcaíno en aquellos momentos bien pudo pasar más por traición que por error o engaño de la vista.

En la tarea de buscar a Vizcaíno oyóse un vivo cañoneo por el rumbo de Chapultepec, y en el momento conocí que era allí el ataque, así como lo exacto de mi cálculo. En el acto dispuse el movimiento de todas las fuerzas en auxilio del punto atacado, y velozmente marché en la misma división. Por más que el paso se aligeró llegamos al acabarse la función. Las dos brigadas de infantería mandadas por los bizarros generales don Antonio León y don Francisco Pérez, bien situadas en el Molino del Rey, bastaron a detener las columnas enemigas en marcha para Chapultepec y hacerlas contramarchar, abandonando a sus muertos. Al caso viene repetir que si al desorden de las columnas el general Álvarez hace su deber, empleando la división de caballería que tenía a su mando, las armas mexicanas se cubren de gloria. El proceder inconcebible de Álvarez en esa jornada atrajo sobre sí grande responsabilidad. La verdad es una y es preciso decirla. Llegando al Molino del Rey vi con sentimiento las camillas en que conducían al valiente general León y al intrépido coronel Balderas, heridos gravemente. Las dos brigadas tan dignas de todo elogio sufrieron la pérdida de dos oficiales y ochenta y seis individuos de tropa.

Con la explicación que antecede, fácil es conocer que una disposición providencial no más libertó al invasor de la derrota. La deducción es lógica: si cuatro mil infantes atrincherados con ocho cañones fueron suficientes a detenerlo y rechazarlo, ¿qué le habría sucedido con doce mil infantes más, mejor dirigidos y un aumento de cincuenta y dos cañones?

El mencionado golpe del 8 de septiembre le impuso tanto al general Scott que pensó retirarse a Puebla a reponerse (según decía), y lo habría efectuado si la junta de generales con quien consultó no se opone fuertemente ...

Permítase que no pase desapercibida la mención honrosa que de mis operaciones militares hizo esa misma junta al fundar sus miembros los inconvenientes de la retirada en cuestión; honrosa mención que los convirtió en mis panegiristas sin ser esa su intención, y la que no estampo en el papel con mi pluma en todas sus partes por modestia. Pero aparecerán las últimas palabras del afamado general Smith, suficientes para dar a conocer el alto concepto que les merecí por mis operaciones, dijo: si a ese hombre le damos la espalda no llegamos bien a Puebla; no opino por la retirada.

Y no por jactancia o presunción doy a conocer los encomios de los enemigos, es para que aparezcan al lado de las producciones del diputado de la época, don Ramón Gamboa, en la mal combinada acusación que formuló contra mí en 27 de agosto de 1847, y que presentó al Congreso de la ciudad de Querétaro en 17 de noviembre del mismo año, en los días más luctuosos de la patria; ¡acusación de traición contra el caudillo único que de un extremo a otro de la República peleaba resuelto, sacrificándolo todo! Si uno los dichos de los invasores es en propia defensa, para que aparezcan al lado de los dicterios del compatriota Gamboa, y puedan así hacerse con acierto comparaciones entre los primeros que contenían imparcialidad y justicia, así como en los segundos calumnia, injuria, locura ...

Scott, empujado por sus compañeros, volvió a la ofensiva; bombardeó Chapultepec y cuatro días después lo atacó como estaba indicado; la toma de esa posición le fue muy costosa. Los invasores, envalentonados con el triunfo, avanzaron el mismo día sobre las garitas de Belem y de San Cosme, en las que encontraron vigorosa resistencia, y si la traición no les ayuda, tarea tenían por algunos días. Encontrabáme en la garita de Belem al llegar a mí en precipitada carrera un ayudante de la línea de San Cosme y me dice: Mi general, si la garita de San Cosme no es auxiliada prontamente se pierde; mi comandante pide refuerzo; las fuerzas enemigas son numerosas. En el acto recomendé al general don Andrés Terres la conservación de la línea de su mando, y partí para San Cosme con la división de reserva y cinco piezas bomberas. Conseguí rechazar al enemigo y que se retirara precipitado hasta perderse de vista, dejando el suelo regado con sus muertos.

Apenas mis soldados respiraban y otro ayudante, procedente de la ciudad, se me presenta para participarme que la garita de Belem había sido abandonada y ocupada por el enemigo. Exagerado me pareció este parte, mas no perdí un instante en regresar. Grande fue mi sorpresa al ver una columna enemiga penetrando por el Paseo Nuevo y otra queriendo entrar a la Ciudadela. Una lucha sangrienta comenzó; la puerta de la Ciudadela fue disputada y fueron necesarios esfuerzos supremos para forzar al enemigo a replegarse a la garita de Belem, donde se atrincheró. Intenté desalojarlo y fui rechazando dos veces.

Ansiaba saber cómo el enemigo había apoderádose de la garita de Belem; preguntaba por el general Terres, por la guarnición que había dejado en ella, y nadie me satisfacía, nadie lo había visto ... Aparece el teniente coronel Castro a la cabeza del batallón 2° activo de México, de su mando, y a mi reconvención por el abandono del puesto contestó: El general Terres, comandante de la línea, me mandó que me situara en la plaza mayor, y como nada hacía allí he regresado al oír por aquí tanto fuego. El coronel Argüelles, que me mandaba los piquetes unidos, interrogado, dijo: siendo mi deber obedecer, fui a la alameda donde el jefe de la línea me mandó. El coronel Perdigón Garay, comandante del batallón activo de Lagos, respondió: Por mandado del jefe de la línea me situé en la ermita de la Piedad, de donde vengo, porque observé que el enemigo entraba a la ciudad. Los artilleros dijeron: que el mismo jefe de la línea les ordenó que se trasladaran a la Ciudadela. Con datos tan positivos y acusaciones tan formidables, era evidente la culpabilidad del general Terres, jefe de la línea de Belem.

Se apoderaron de mí la ira y el despecho al presentárseme el general Terres, engalanado con el uniforme y las divisas que la generosa nación mexicana le había concedido, y con una desfachatez que aumentó mi coraje; y la sangre refluyó en mi cabeza, de modo que lanzarme sobre él, arrancarle de sus hombros las charreteras y cruzarle la cara con el látigo de mi caballo fue obra de un instante ... Acto violento, ajeno de mi natural carácter, producido del furor que me dominaba contra el ingrato que tan villanamente había vendido a mi infeliz patria. Mi disgusto por ese acto lo mitigó la consideración de haber salvado la vida al culpable, porque la traición de esa clase se paga con el patíbulo. Este hombre no nació en el territorio de la República.

Arrostrando con inconvenientes tantos, la defensa de la capital no se interrumpió en día tan laberintoso. A las ocho de la noche dejé el caballo que montaba desde las cuatro de la mañana para presidir una junta de guerra de oficiales generales en la Ciudadela. La situación presentábase grave.

Rendido del cansancio, sin alimento en todo el día, con mis vestidos traspasados por las balas de los invasores y agobiado de pena, tres horas me ocupé con la junta, discurriendo sobre lo que la situación demandaba. Todos los generales tomaron la palabra alternativamente, todos deploraron con amargura el poco o ningún entusiasmo que por el sostén de la guerra mostraba la generalidad de los pueblos, siendo los soldados, con pocas excepciones, los que no más llenaban sus deberes, aunque los haberes les faltaban muchos días.

Consideraron inútil apoyar la defensa en los edificios de la ciudad sin la ayuda del pueblo, a la vez que debía evitarse a la población sacrificios inútiles. Por estas y razones de no menor fundamento, la junta unánime acordó: que estando el honor de las armas nacionales bien puesto y no siendo posible prolongar por más tiempo la defensa de la capital con buen éxito, entregada como había sido la garita de Belem, y estado en el deber de sus defensores no atraer sobre ella males innecesarios, acordaban desde luego su desocupación honrosamente, ejecutándose un cambio de posición. A cuyo efecto, todas las fuerzas con el material de guerra existente marcharían a la primera luz del día siguiente a situarse en la ciudad de Guadalupe Hidalgo, quedando la capital a cargo del gobernador político del Distrito, quien procuraría del jefe enemigo las garantías debidas al vecindario pacífico, conforme al derecho de gentes.

De conformidad con el acuerdo que antecede, libré mis órdenes y todo tuvo el más exacto cumplimiento.

El ejército invasor, disminuido considerablemente, ocupó la capital. Scott creía ver en mi retirada algún golpe que le asestaba y se mantuvo a la defensiva en el cuadro de la plaza mayor los días que permanecí en Guadalupe Hidalgo, disponiendo cuanto convenía para la continuación de la guerra. En medio de los azares no me abandonaba la esperanza de salvar los grandes intereses de la República.

Necesitaba quedar expedito, y en junta de ministros acordé que don Manuel de la Peña y Peña, presidente de la Suprema Corte de Justicia designado por la ley, se encargara del despacho de los negocios, con residencia en la ciudad de Querétaro, durante la guerra. Sin las atenciones del gobierno, me dediqué enteramente a la campaña.

Consecuente con el nuevo plan de operaciones, me dirigí a Puebla, donde existía una guarnición enemiga de mil doscientos hombres y grandes depósitos del ejército invasor. Apoderarme de todo y cortar la comunicación de la capital con el puerto de Veracruz era el objeto de la primera operación. Para abreviar, cerqué la guarnición estrechamente en sus propios atrincheramientos. Las fuerzas empleadas en esta operación estuvieron a las órdenes del general don Joaquín Rea, cuyo comportamiento nada dejó que desear.

Por los desertores del enemigo se sabía el descontento de los sitiados y su deseo de capitular. Scott no tenía fuerzas para auxiliarlos y las mías aumentaban: todo presentábase favorable al llegar al cuartel general un parte del gobernador del estado de Veracruz del tenor siguiente: Me apresuro a poner en el conocimiento de usted que han desembarcado cinco mil hombres procedentes de los Estados Unidos, provistos de cuanto han de menester para ponerse en camino al saltar a tierra: no ocultan que su destino es auxiliar a la guarnición de Puebla. Hoy mismo han marchado.

La fuerza anunciada doblaba sus marchas en dirección a Puebla. Obligado me vi a salirle al encuentro con tres mil caballos y seis piezas ligeras, con el designio de detenerla o nulificarla. Pernoctaba a dos leguas del pueblo de Huamantla y fui sabiendo por los que llegaban huyendo de los invasores, los excesos que la soldadesca enemiga estaba cometiendo en la población, lo cual me movió a madrugar; y tanto que a las cinco de la mañana pisaba ¡las calles de Huamantla! No encontré al enemigo, una hora antes había salido. Mis exploradores alcanzaron a ver a once soldados que cebados en el pillaje no acertaron a huir y fueron lanceados.

Siguiendo la huella de la columna enemiga, en tres leguas mis lanceros de vanguardia pusieron fuera de combate a ciento cuarenta y dos invasores, aprovechando el desorden en que caminaban. El general Lanne, que mandaba esa fuerza, temió a la caballería, y dispuso hacer alto delante de la venta de el Pinal y formar un gran cuadro con la multitud de carros que llevaba, para abrigar a su infantería, la que silenciosa tras sus carros oía despavorida los vivas entusiastas y las dianas de mi caballería.

El contento se aumentó con la presencia del general don Isidro Reyes, participándome la llegada a Huamantla de su brigada con dos piezas de a diez y seis. Todo anunciaba la victoria, ninguno dudaba la derrota de los auxiliares de Puebla al día siguiente. Cuando esto pasaba eran las cuatro de la tarde del día 29 de octubre, y a las cinco, como por encanto, la escena había cambiado enteramente: el júbilo convirtióse en tristeza y desesperación. Los decretos de Dios debían cumplirse y se cumplieron.

Ocurrencias hay en estas memorias que han de causar dudas, por lo que tienen de novelescas, así como otras provocarán ira e indignación, por lo que encierran de traición y de maldad. Tal ha de parecer seguramente lo que va a verse a continuación.

Don Luis de la Rosa, ministro de Relaciones de Peña y Peña, instalado en Querétaro, me envió por extraordinario la orden que a la letra sigue: El excelentísimo señor presidente interino, penetrado de ser general el clamor por la paz, ha tenido a bien resolver que las hostilidades se suspendan inmediatamente por nuestra parte, y que entretanto otra cosa dispone, las tropas del mando de usted quedarán a las órdenes del general de división don Manuel Rincón, pudiéndose retirar al lugar que mejor le acomode, donde recibirá nuevas órdenes ...". La lectura de una orden de tan nefanda memoria, apenas creíble, al frente del enemigo, causó en mí una emoción de coraje inexplicable; mis mandíbulas trabadas me impedían la palabra. El general Reyes, que esto observó, me preguntaba sorprendido: ¿mi general, qué sucede?. Pasada la primera impresión pude hablar, lamenté con amargura la desgracia de mi infeliz patria, traicionada a cada momento y tan mal servida de algunos de sus hijos, cuando más necesitaba de su ayuda y lealtad. En fin, dije al general Reyes, entregándole el oficio de De la Rosa: lea usted ese papel y se convencerá también que sobre nuestra desventurada patria parece pesar la maldición del Eterno ... Reyes leyó con avidez y en tono de desesperación gritó: Mi general, esto es una traición, vamos a Querétaro a fusilar a esos traidores.

La división de caballería dejó su actitud imponente y marchó para Huamantla con disgusto de todos. A las nueve de la noche, reunidos en mi alojamiento los jefes presentes, fueron instruidos del documento que motivó la retirada, estando al frente del enemigo con tantas esperanzas de triunfo. Con suspiros y palabras de despecho dijeron a una voz: Esto requiere un castigo ejemplar, mi general, vamos a Querétaro a evitar que se venda la patria ... Para enterarlos de mi última resolución después de tantos desengaños, les hablé en estos términos: Señores, llamado a encargarme de la defensa del territorio nacional invadido por nuestros injustos enemigos, (por) mis fervorosos y (que) con tantos deseos se han dirigido a que mis débiles servicios fueran útiles a la patria: vida, honor, familia, intereses, cuanto el hombre tiene de más estima, consagré al cumplimiento de aquellos deseos. Y bien se ha visto que con vivo anhelo he improvisado ejércitos y los he conducido de uno a otro extremo de la República para batir a los invasores sin ocuparme de su número; ¡ojalá hubiera terminado mis días en uno de esos combates! Así no habría visto lo que no esperaba ver. ¡Cuánto egoísmo, cuánta defección! Quién hubiera pensado que el hombre en quien deposité el poder, faltando a la confianza su primer paso sería suspender las hostilidades y destituirme del mando del ejército ... Mis amigos, he perdido hasta la fe que me ha quedado; lo diré de una vez, mis servicios han terminado, y para no presenciar la vergüenza de la patria, voy a ausentarme. Vosotros atestiguaréis cómo se me ha arrancado la espada de la mano al frente del enemigo. Dispongo, pues, en cuplimiento de lo mandado por el gobierno provisional, que el digno general don Isidro Reyes se encargue de las tropas que están a mi mando, supuesta la ausencia del general designado, don Manuel Rincón, que aún se encuentra en la capital capitulado desde que entregó el convento de Churubusco ... ¡Mis amigos! Con el corazón destrozado de tanto sentir y padecer, os doy el último adiós. Los jefes, conmovidos hasta verter lagrimas algunos, me escucharon silenciosos; todos se esforzaron a persuadirme que desistiera de mi propósito, pero mi resolución estaba tomada, fue irrevocable.

Absorto contemplaba la ominosa conducta de don Manuel de la Peña y Peña, y deploraba con amargo dolor mi equivocación ... Pero ¿cómo conocer su intención y su inteligencia con la facción que invocaba la paz traidoramente, sin antecedente alguno, y disfrutando ese hombre reputación de probo y honrado? Sucesos hay que no pueden creerse sin la evidencia.

He aquí mi contestación al ministro De la Rosa: La inesperada disposición de s. E. el presidente interino, suspendiendo las hostilidades, es en extremo perjudicial a la nación bajo todos aspectos; y en cuanto a mi destitución del mando del ejército, la juzgo escandalosa, arbitraria e ilegal en todas sus partes; mas en la presencia de los invasores el patriotismo aconseja evitar escándalos de que aprovecharse pudiera, y es por esto que le daré cumplimiento a lo mandado. Pero no sin protestar, como desde luego protesto, contra semejante disposición, dejando a cargo del presidente interino la inmensa responsabilidad que contrae con su proceder. Y repugnando presenciar la humillación de la nación, pido una sola cosa: un pasaporte para emigrar, que espero recibir en la ciudad de Tehuacán, para donde me dirigiré.

El general Rea levantó el sitio a la guarnición enemiga de Puebla, y con las tropas sitiadoras se retiró a Izúcar de Matamoros. La fuerza auxiliar escapó de la derrota y entró a Puebla. Terminadas mis atenciones me dirigí a Tehuacán, escoltado por un escuadrón de húsares. La guerra provocada por el gobierno de los Estados Unidos con tanta injusticia, no hubiera terminado como terminó si no se anteponen al patriotismo las insidias de la perfidia. Allá en el destierro que me impuse consolábame haber hecho cuanto estuvo en mi posibilidad para librar a la patria de sus enemigos, y con no haber tenido participio directo ni indirecto en el llamado Tratado de Guadalupe Hidalgo, de eterna vergüenza y pesar para todo buen mexicano.

Índice de Mi historia militar y política 1810-1874 de Antonio López de Santa AnnaCapítulo IXCapítulo XIBiblioteca Virtual Antorcha