Índice de Mi historia militar y política 1810-1874 de Antonio López de Santa AnnaCapítulo VIICapítulo IXBiblioteca Virtual Antorcha

MI HISTORIA MILITAR Y POLÍTICA
1810-1874

Antonio López de Santa Anna

CAPÍTULO VIII

1837 a 1838

MANGA DE CLAVO. MI RENUNCIA. DEFENSA DE VERACRUZ, ASALTADA POR EL ALMIRANTE BAUDIN. PERDÍ MI PIE IZQUIERDO


Incorporado a mi familia en el recinto agradable de Manga de Clavo, elevé mis humildes preces al Ser Supremo por la protección visible que dignó dispensarme en el abandono en que me dejaron Filisola y el gobierno. Resuelto a separarme de la escena política, renuncié la presidencia oficialmente.

Mi resentimiento era en proporción de mis desengaños y de tan cruel ingratitud. Entregado a mi destino, vida y libertad había debídolas, ¡quién lo creyera!, a la hidalguía del enemigo, a quien perseguía de muerte con ardiente celo en defensa de la integridad nacional. En el delirio de mi intenso dolor, decía: En adelante, mi familia no más tiene derecho a mis sacrificios.

Bendije mi bella soledad y gustoso entré a las ocupaciones del hogar doméstico, que en mi melancolía se me presentaba como el oasis del desierto al fatigado peregrino ... ¡Ah, el quebrantamiento de mi propósito cuán caro me ha costado...! Pero ¿cómo escapar del destino que me estaba señalado? ¡Fatal destino que ha amargado horriblemente mis días! Los acontecimientos subsecuentes irán apareciendo en el relato que sigue. No sé si atinaré a describirlos en su perfección por lo que aún me afectan, pero la originalidad bastará para comprenderlos y enternecer al más indiferente o insensible.

Saboreaba las dulzuras de la vida en familia, sin otra distracción que mis propios negocios, cuando inesperadamente fue interrumpido el sosiego de dos años. Una escuadra francesa se presentó al frente de Veracruz en actitud de guerra y disparó sus cañones sobre la fortaleza de Ulúa. El Rey Luis Felipe, abusando de su poder, insultaba a México porque no tenía escuadra qué oponer a la suya.

El reto no podía excusarse sin mancilla: la justicia estaba de parte de la nación provocada; tenía, pues, que rechazar la fuerza con la fuerza. Comenzando el combate, todo buen mexicano debía colocarse bajo el estandarte nacional y sostenerlo dignamente. Estas consideraciones me recordaron que ceñía espada y portaba las divisas de general, y a mengua tuve no tomar parte en esa lucha nacional. Como por encanto mis querellas quedaron olvidadas. Y no podía ser de otro modo, impreso en mi corazón desde mis tiernos años el amor a la patria ... ¡que no se me culpe de inconstante conmigo mismo! Arrebatado por aquel entusiasmo que me conducía a los campos de batalla, corrí frenético al lugar del combate, a cinco leguas de mi residencia.

Presentado al comandante general don Manuel Rincón, mis servicios fueron aceptados. Encargado por dicho general de inspeccionar la fortaleza de Ulúa, pasé a ella al abrigo de la noche en un botecillo. Visité las baterías y los almacenes; reconocí el material de guerra y las provisiones; muy particularmente el espíritu del jefe y el de la guarnición. De todo formé el concepto más desconsolador; el general Gaona, comandante de la fortaleza, inclinábase a rendirla al jefe de la escuadra por capitulación, achacando al comandante general Rincón descuido en el envío de sus pedidos; los jefes y oficiales no disimulaban su desaliento, exagerando la impericia de la tropa.

Profundamente disgustado con lo que presenciaba, no quise oír más. A todos recordé sus deberes en esos momentos supremos y me retiré. Impuse al comandante general de cuanto pasaba en Ulúa y le aconsejé reforzara la guarnición con jefes y oficiales de mejor espíritu, aprovechando la noche, sin descuidar los víveres; pero en vano, él también se inclinaba a capitular.

No estando en mi facultad evitar tamaña vergüenza, regresé a Manga de Clavo.

Sucedió lo que estaba indicado: Veracruz y Ulúa capitularon; la bandera francesa flameaba en sus muros. Ocurrencia tan desagradable irritó al pueblo de la capital, que en grandes masas se presentó ante el Palacio del presidente, pidiendo entonces que la defensa del Estado de Veracruz se confiara al Vencedor de Tampico. El gobierno, obsequiando esta petición, me nombró comandante general en relevo del general Rincón, y a la vez previno al general Arista se pusiera a mis órdenes con la brigada que conducía en auxilio de la plaza de Veracruz. Arista aparecía en servicio por favor del presidente Bustamante, quien le levantó el destierro y lo puso en el empleo.

Las órdenes del gobierno llegaron a mis manos el 3 de diciembre a las diez de la noche, y para corresponder al honor y confianza que se me dispensaba, me presenté en Veracruz a las siete de la mañana del siguiente día, seguido de un ayudante, cuatro lanceros y un cabo. El general Rincón marchó luego a la capital, y yo, arrostrando dificultades, me dediqué a cuanto el buen servicio demandaba en aquellos momentos. El príncipe de Joinville encontrábase en la ciudad y algunos individuos de la escuadra. Pretendió saber el objeto de mi llegada, y dos oficiales franceses se me presentaron con esa solicitud, a la que satisfice diciéndoles: Mi gobierno ha desaprobado la capitulación de esta plaza; el general Rincón será residenciado en la capital; hoy yo soy el comandante general; vengo a cumplimentar la órdenes supremas, las que tienen relación con vuestro almirante luego estarán en su conocimiento; entre tanto. S.A. el príncipe de Joinville y todos los demás se servirán retirarse a su escuadra, pues si después de una hora permanecen en tierra serán reducidos a la condición de prisioneros, y ustedes vean (les mostré el reloj). Son las ocho de la mañana. Los dos oficiales viéronse uno al otro, saludáronme y se ausentaron.

Los batallones 2° y 9° permanecían en sus cuarteles en fuerza de su disciplina; entre ambos reunían setecientas plazas. También el escuadrón activo permanecía en su cuartel. Los cuerpos de guardia nacional regresaron a sus pueblos, disgustados por la capitulación de la plaza.

A las once de la mañana recibí el parte del general Arista de haber llegado al pueblo de Santa Fe, cumpliendo con mi orden. En el acto previne, en contestación, que al oscurecer, silenciosamente se situara en los Pocitos (a tiro de cañón de la plaza), donde esperaría nuevas órdenes.

A las siete de la noche Arista se me presentó acompañado de mi ayudante. Al verlo creí se anticipaban a mis deseos y lo recibí bien; mas al oírle que mi contestación no estaba en su poder, y la brigada quedaba en Santa Fe, pues su presentación no tenía otro objeto que recibir instrucciones verbales, mi impaciencia fue grande; en el acto previne que marchara a situar la brigada en los Pocitos. Pero este hombre poseía el arte del engaño admirablemente. Fingióse sobrecogido por haberme desagradado, y en actitud suplicante me pidió le concediera un respiro, pues había estado en el caballo veintiséis horas continuadas. Convine en dos horas de descanso. A las nueve volvió a verme, aparentando que iba a partir. Vióme solo y tomó la palabra para explicarme su conducta en Tenancingo y Guanajuato. Oí las once y, enfadado por su dilatada conversación, me levanté del asiento diciéndole: marche usted al momento. Él, con tono grave y la mano derecha en su pecho, me contestó: Mi general, tranquilícese, estoy seguro que mi segundo habrá dado cumplimiento a la orden de usted; y sin embargo parto en este momento. Con tales palabras ¿dejaba lugar a duda? Pues me engañaba, mi contestación la llevaba en su cartera y no efectuó la marcha.

El resto de la noche la pasé con gran inquietud hasta las cuatro y media de la mañana, que me pusieron en movimiento las voces de disparos de los centinelas avanzados. Precipitadamente bajé las escaleras con espada en mano y sin sombrero en busca de mi guardia, que en la bocacalle inmediata contenía a los franceses; la lucha era desigual y dispuse la retirada para los cuarteles. El almirante Baudin, su segundo y el príncipe Joinville habían penetrado a la plaza por tres puntos. Este último, a la cabeza de cuatrocientos soldados de marina, se dirigió a la casa de mi habitación para apoderarse de mi persona; buscándome con empeño encontraron al general Arista, a mi ayudante el coronel Jiménez y a mi camarista. El príncipe, impaciente por no haberme encontrado, dijo: ¡Ah!, escapó de ir a educarse a París. Al almirante le pareció fácil tomar los cuarteles y los atacó con sus fuerzas reunidas. Cinco horas de inútiles esfuerzos le hicieron conocer su equivocación, y emprendió la retirada. La ocasión presentábase propicia, y no era yo el que había de esquivar un buen servicio a la nación. Al frente de una columna de quinientos soldados salí al alcance de los que osaron provocarnos creyéndonos débiles. Aspiraba a impedirles el reembarco y obligarlos a rendirse a discreción, para apoderarme de la escuadra. Creía contar con la brigada de Arista, muy distante de pensar que éste había pasado la noche en mi propia casa, burlándose de mis órdenes. Los enemigos caminaban con más ganas de llegar a sus lanchas que de batirse; cubría su retaguardia un cañón de a ocho; intenté tomarlo y para detenernos lo dispararon; disparo fatal que me hirió gravemente; a la vez que a mi ayudante el coronel Campomanes, a un oficial de primera fila y a siete granaderos, salvándose así los franceses; pero tan aturdidos estaban que abandonaron el cañón sin advertir el daño que había causado. Después de dos horas de privado, recobré el sentido. Asombrado, reconocí mi situación; encontrábame en la sala de banderas del cuartel principal en un catre, acostado, con los huesos de la pantorrilla izquierda hechos pedazos, un dedo de la mano derecha roto, y en el resto del cuerpo contusiones. Todos opinaban que no amanecería con vida. También yo lo pensaba. ¡Ay, las ilusiones, cuánto poder tienen! Regocijado contemplaba la ventaja obtenida sobre un enemigo altivo, que creyó no mediríamos nuestras armas con las suyas, y el entusiasmo me enloqueció: a Dios pedía fervorosamente que cortara el hilo de mis días para morir con gloria ... ¡Ah, cuántas veces he deplorado con amargura en el corazón que la Majestad Divina no se dignara acoger aquellos humildes ruegos...! ¡Arcanos incomprensibles...! Mi enojosa vida se conserva, y los nueve individuos heridos conmigo fallecieron en poco tiempo, y fallecieron alternativamente los cinco cirujanos que me operaron, y no confiaban en mi curación.

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