Índice de Mi historia militar y política 1810-1874 de Antonio López de Santa AnnaCapítulo VICapítulo VIIIBiblioteca Virtual Antorcha

MI HISTORIA MILITAR Y POLÍTICA
1810-1874

Antonio López de Santa Anna

CAPÍTULO VII

1833 a 1836

SOY ELECTO PRESIDENTE. CAMPAÑA DE TEXAS


Por la libre y unánime elección de las legislaturas resulté nombrado Presidente Constitucionalista de la República, y según los preceptos de la Constitución tomé posesión en abril de 1833, no obstante carecer de la edad que la ley requería.

Imponíame de los negocios con los más vivos deseos de corresponder dignamente a la alta confianza que se me dispensaba, al aparecer una asonada militar proclamando Religión y Fueros, acaudillada por el general don Gabriel Durán. Para reprimirla en su origen, salí con una división, dejando al vicepresidente don Valentín G. Farías encargado de la presidencia.

En el pueblo de Tenancingo fue reconocido segundo en jefe de la división de operaciones el general don Mariano Arista, distinción a que correspondió con una traición. Comunicábase sigilosamente con el cabecilla Durán, quien por sus instigaciones, aprovechando los momentos de una entrevista a que me había invitado, se apoderó de mi persona en las inmediaciones del pueblo de Cuautla (hoy ciudad de Morelos). Durán me constituyó prisionero en una hacienda inmediata, a la vez que Arista en Tenancingo me proclamaba Supremo Dictador para que la división no advirtiera su perfidia y marchara contenta para la ciudad de Guanajuato, donde la condujo vitoreando diariamente al supuesto Supremo Dictador.

Durán me manifestó que si admitía la dictadura, él sería el primero en obedecer mis mandatos. No pude disimular mi disgusto y le dije: el presidente constitucional de la República no puede convertirse en faccioso. Desagradado con esta contestación, estrechó la prisión rodeándola de centinelas.

En tales circunstancias el vicepresidente Gómez Farías se comportó con lealtad y acierto. Comisionó al coronel don Gerónimo Cardona para acercarse a mi prisión disfrazado y de manera que pudiera comunicarse conmigo hasta facilitar mi evasión. Un jefe tan entendido y resuelto no necesitó de más instrucciones: ayudado del administrador de la hacienda, con quien se relacionó, consiguió sustraerme del dominio de mis guardianes, con una sutileza admirable. Eran las nueve de la noche, y sin perder un minuto monté el caballo que estaba preparado y, en compañía del coronel Cardona, tomé el camino de Puebla, adonde llegué sin novedad. Provisto de carruaje y escolta continué a la capital. Para que el engaño de Arista no cundiera y cesara aquel escándalo, marché con seis mil hombres para Guanajuato, donde el faccioso permanecía alzado. En ese mismo tiempo presentábase por primera vez en el territorio mexicano el cólera morbus, haciendo estragos. Esta temible epidemia se introdujo en mis filas cuando pasábamos por el Bajío, en la fuerza de las aguas, y causó tanto estrago que me inutilizó en muy pocos días una tercera parte de la fuerza. Tan espantosa situación me obligó a contramarchar, dirigiéndome a la ciudad de Allende, donde la epidemia no fue conocida. En este lugar permanecí durante la mala estación, y reemplazando la crecida baja que había habido, continué la marcha a Guanajuato, cuya población vióse también libre del cólera.

Arista, al abrigo de buenas fortificaciones y ayudado por los jefes de la división que había seducido y tenía de su parte, creía rechazar a las tropas del gobierno y salvarse; pero todo esfuerzo de su parte fue infructuoso; en tres días quedó vencido y prisionero. Su amigo Durán pudo escapar para Guatemala, donde falleció.

A mi regreso a la capital las sesiones del Congreso presentábanse tormentosas. Un partido pretendía despojar a la Iglesia de sus propiedades, y al clero secular y regular de sus fueros y antiguas preeminencias. Sorprendida la sociedad con esas novedades, la oposición era obstinada. Yo mismo, obedeciendo a mi conciencia y para evitar la revolución, me abstuve de sancionar y publicar los decretos relativos.

A los diputados interesados en dichos decretos parciales, fácil era promover un trastorno favorable a sus miras y se ocultaron; mas viendo que nadie creía en la persecución a que aludía la ocultación, resolvieron continuar las sesiones, convirtiendo la tribuna en campo de batalla. El gobierno, con su conciencia tranquila, dejó la cuestión al buen sentido de la nación.

Los diputados ocurrieron al gobernador del Palacio por las llaves de los salones que dejaron abiertos, pero éste se las negó diciéndoles con semblante festivo: Señores, como desertásteis, estáis dados de baja.

Las reformas iniciadas en el Congreso con tanta imprudencia tenían los ánimós agitados. En la ciudad de Cuernavaca apareció un plan que todos los Estados aceptaron con premura. Por este plan el presidente de la República quedó investido de facultades extraordinarias, entretanto se reunía un nuevo Congreso. El gobierno poseía la confianza pública y pudo así conservar la tranquilidad en todo ese periodo.

En el año de 1835 los colonos de Texas (ciudadanos de los Estados Unidos), en posesión de vastos y pingües terrenos que el Congreso mexicano con imprevisión increíble les había acordado, y a pretexto de que no se les concedían más franquicias que pretendían, se declararon en revolución abierta, proclamando independencia. Pronto fueron auxiliados sin inconveniente alguno en Nueva Orleáns, Mobila y otros puntos de los Estados Unidos, y en tanto número acudían los filibusteros, que el comandante general del Estado de Texas, don Martín P. de Cos, se vio estrechamente sitiado en San Antonio de Béjar y en necesidad de capitular, quedando así los colonos y filibusteros dueños de todo el Estado.

El gobierno, celoso como debía serio, sostendría la integridad del territorio a toda costa. Una campaña difícil había que emprender indispensablemente, y buscábase un general experto para encargársela. En mi edad ardiente, dominándome una noble ambición, cifraba mi orgullo en ser el primero que saliera a la defensa de la independencia, del honor y de los derechos de la nación sin que las dificultades me detuvieran. Conmovido por tales ideas, tomé a mi cargo esa campaña, prefiriendo los azares de la guerra a la vida seductora y codiciada del Palacio.

El Congreso nombró interino al general de división don Miguel Barragán. En la ciudad de Saltillo reuní y organicé al Ejército expedicionario de Texas, en número de ocho mil hombres, con el material correspondiente.

Una grave enfermedad me postró en la cama dos semanas, pero restablecido, no se perdió un día más. La marcha fue lenta porque el bagaje en su mayor parte componíanlo carretas tiradas por bueyes, a la vez que los ríos se pasaban en balsas que se construían, por falta de un equipaje de puente. La carencia de otras cosas aumentaba las penalidades del desierto; baste decir que los árboles suplían las tiendas de campaña y los animales silvestres completaban el rancho del soldado. Empero, nada hubo que lamentar; aquel ejército por su valor y constancia mereció bien la gratitud nacional. Los filibusteros, que creían que los soldados mexicanos no volverían a Texas, sorprendiéronse mucho al avistarnos y corrían despavoridos a la fortaleza del Álamo (obra sólida de los españoles).

En ese día la fortaleza tenía montadas dieciocho piezas de diferentes calibres y una guarnición de seiscientos hombres. cuyo comandante llamábase N. Travis, de gran nombradía entre los filibusteros. A las intimaciones que se le hicieron contestó siempre que antes de rendir la fortaleza a los mexicanos preferían sus subordinados morir.

Él confiaba en prontos auxilios. El llamado general Samuel Houston, en una carta que se le interceptó, decía al famoso Travis: Ánimo y sostenerse a todo trance, pues yo camino en su auxilio con dos mil hermosos hombres y ocho cañones bien servidos.

Noticia adquirida tan oportunamente no era posible desaprovecharla: dispuse luego el asalto que no convenía prolongar un día más. Los filibusteros, cumpliendo con su propósito, defendiéronse obstinadamente; ninguno dio señales de quererse rendir; con fiereza y valor salvaje morían peleando, hasta obligarme a emplear la reserva para decidir una lucha tan empeñada cuatro horas; uno no quedó vivo, pero nos pusieron fuera de combate más de mil hombres entre muertos y heridos. La fortaleza presentaba un aspecto pavoroso: conmovía al hombre menos sensible. Houston, al saber el término de sus camaradas, contramarchó velozmente. El general don José Urrea, con la brigada de su mando, derrotó completamente al titulado coronel Facny (Fannin) en el Llano del Perdido. Facny ocupaba el pueblo de Goliat y salió al encuentro de Urrea con mil quinientos filibusteros y seis piezas de batalla. Urrea participó su triunfo y al final de su parte decía: Estando fuera de la ley los aventureros que se introducen en Texas armados para favorecer la revolución de los colonos, los prisioneros se han pasado por las armas. Fundábase en la ley de 27 de noviembre de 1835, en cuyo cumplimiento la guerra de Texas se hacía sin cuartel. El descanso en el cuartel general de Béjar fue de poca duración. El general Ramírez Sesma seguía las huellas de Houston y desde el río Colorado dirigió un parte del tenor siguiente: No ocurre novedad en esta brigada de mi mando. El Houston filibustero con su gavilla permanece al otro lado del río, como el que algo espera. Según sus movimientos, sospecho que prepara alguna operación hostil. A precaución un pronto refuerzo considero necesario ...

Al momento dispuse que una lucida división se pusiera en marcha, y yo tras de ella. El jefe de los filibusteros, al saber la aproximación de fuerzas mexicanas, desapareció; sus hombres desertaban y no pensaban en operación alguna.

La campaña debía terminarse antes de las aguas, lo que hizo indispensable avanzar a la colonia rápidamente. Mediaba el río caudaloso de los Brazos, vigilado por los colonos, y vímonos precisados a sorprender el destacamento del Paso del Tompson, operación bien ejecutada que nos facilitó pasarlo cómodamente con el auxilio de los chalanes que tomamos. A cinco leguas, en el pueblecito Arrisburg, residía el gobierno de la titulada República de Texas. No podía perderse un momento; marché al instante para aquel lugar con seis compañías de granaderos y cazadores y una pieza ligera; en una noche atravesamos la llanura, y tocábamos ya las habitaciones, al dispararse un fusil casualmente, cuya explosión alborotó a los perros y asustó a los malandrines, quienes corrieron a asilarse en el vaporcillo que a prevención tenían con la máquina encendida en el arroyo del Búfalo, que se incorpora en el río de San Jacinto, el cual baña la isla de Galveston. En la habitación de I. Bonnen (Burnett), el titulado presidente de la República de Texas, encontróse correspondencia de Houston, llegada el día anterior. Este hombre no se encontraba bien. En uno de sus partes se expresaba así: Las catástrofes del Álamo y el Llano del Perdido, con la deplorable pérdida de los bravos Traves y Facny, han desalentado a mi gente y desertan en pelotones creyendo la causa de Texas perdida. Esto me precisa a abrigarme en la isla de Galveston hasta mejor tiempo. Aprovecharé el primer vapor que se presente en el río San Jacinto. Los mexicanos siguen avanzando y el gobierno no debe descuidarse ...

La persecución de Houston la consideré importante, y no menos aumentar la fuerza que me acompañaba. A este fin previne luego al general de división don Vicente Filisola, mi segundo, pusiera en marcha al batallón de zapadores en toda su fuerza, con prevención a su jefe de unírseme prontamente. Guiado por el portador de mi orden, Filisola, con fuerzas respetables, había quedado en el paso de Tompson, esperando a la brigada Urrea. Dos especiales prevenciones le dejé escritas: Primera. Que no me enviara partes por escrito, ni correspondencia que el enemigo pudiera interceptar. Segunda. Que incorporada la brigada Urrea, me alcanzara forzando sus marchas. Prevenciones dictadas con tanta previsión y oportunidad, que no evitaron el suceso lamentable que la desobediencia de Filisola causara: parecía haberse propuesto desgraciar una campaña feliz que tocaba a su término.

Apreciador del tiempo, ni una hora quería yo perder. Por las orillas del río de San Jacinto busqué a Houston y lo encontré abrigado del bosque, preparado para retirarse a Galveston. Me propuse entretenerlo entretanto llegaba el batallón de zapadores o el mismo Filisola, y acampé a su vista. Esperaba impaciente, al presentarse el general Cos con trescientos reclutas del batallón Guerrero mandado por su comandante don Manuel Céspedes. Vivamente disgustado al ver mi orden contrariada, presentí una desgracia y determiné contramarchar en el mismo día para residenciar a Filisolia y reforzarme, pero ya era tarde, el mal estaba hecho. El desobediente Filisola había mandado a uno de sus ayudantes con correspondencia de México, y antes de llegar a mi campo fue interceptado; puesto en tortura, declaró cuanto sabía.

Houston, impuesto de ser superior en fuerza a la que tenía al frente, cobró ánimo y se decidió a atacarla.

A las dos de la tarde del día 21 de abril de 1826 me había dormido a la sombra de un encino, esperando que el calor mitigara para emprender la marcha, cuando los filibusteros sorprendieron mi campo con una destreza admirable.

Júzguese mi sorpresa al abrir los ojos y verme rodeado de esa gente amenazándome con sus rifles y apoderándose de mi persona. La responsabilidad de Filisola era evidente, porque él y sólo el había causado catástrofe tan lamentable con su criminal desobediencia. Ni aun incorporada la brigada Urrea se movió: parecía esperar algún acontecimiento incomprensible, según su inacción. Mas al saber la ocurrencia de San Jacinto, todo fue actividad; no para favorecer a los prisioneros sino para abandonarlos a su suerte. Con la precipitación del que huye de su enemigo, se dirigió al puerto de Matamoros (distante ciento sesenta leguas). Olvidó enteramente el honor, el deber y la humanidad, conducta censurada hasta de los filibusteros. Temiendo una residencia severa, publicó un manifiesto difuso, inexacto y sin comprobantes, que nadie le hizo caso. Sabida bien su conducta en Texas, el gobierno no volvió a emplearlo.

La Divina Providencia amparó visiblemente a los prisioneros abandonados a su destino. Samuel Houston nos trató como no podía esperarse; su conducta humana y generosa contrastaba con la de Filisola. Al reconocerme, me dirigió la palabra cortésmente, presentándome su mano. Con preferencia a su herida que recibió asaltando mi campo, se ocupó de mi persona; mandó armar mi catre y tienda de campaña, la que hizo situar cerca de la suya, y que me acompañara mi ayudante, el coronel Almonte, para servirme de intérprete, pues hablaba el inglés con perfección, y a los que le pedían represalias les decía seriamente: No hay que abrigar rencor contra los prisioneros, ellos cumplieron con los preceptos de su gobierno. Siempre he recordado con emociones de gratitud cuanto merecí a este hombre singular en los momentos más tristes de mi vida.

A pocos días Houston se trasladó a New Orleans para atender su curación, y en su lugar dejó al titulado general Rox (Rusk) que en nada se le parecía. Este mal hombre me redujo al cortijo de Orazimba bajo una guardia; y por segunda disposición me encadenó, incluyendo a mi intérprete el coronel Almonte. Trato rudo que animó a los colonos a pedir mi muerte a gritos, como necesaria para librar a Texas de otro conflicto, a la vez que disparaban pistoletazos al cuarto de mi prisión. Situación tan penosa cambió con el regreso de Houston. Al imponerse de lo que pasaba, caracterizó el proceder de Rox de bárbaro, y en el acto mandó que nos quitaran los pesados grillos que dejaron una marca en mis pies. En seguida pasó a visitarme, llevándome provisiones de boca de que carecía. Con palabras sentidas me pidió olvidase las demasías de Rox, a quien había reprendido. Al despedirse, con emoción de contento me dijo: ¡General! No es usted ya un prisionero, desde este momento queda en absoluta libertad. Un sólo favor le pido y he de merecerle: que antes del regreso a su patria visite al presidente Jackson, mi protector y amigo; será usted muy bien recibido, él tiene deseos de conocerlo.

En aquel desamparo y sin esperanza de salir de los filibusteros, cualquiera negativa me pareció imprudente, y con buen semblante ofrecí que obsequiaría gustoso el pedido. El 16 de noviembre del citado año de 1836 emprendí el viaje para Washington acompañado de mi ayudante, el coronel Almonte, y de dos jefes de Houston. Atravesamos el río Sabina, límite de Texas, algunos desiertos hasta el río Mississippi, el cual navegamos veinte días en el vapor Tennessee, y siguiendo el Ohio desembarcamos a tres leguas de Louisville, donde provistos de lo necesario, nos dirigimos a Washington, no obstante la nieve que nos molestaba.

Al presidente general Jackson le merecí la más atenta recepción; entre tantas atenciones me dio una comida, concurrida de nobles personajes nacionales y extranjeros, y para transportarme a Veracruz puso a mi disposición una corbeta de guerra en el puerto de Norfolk, cuyo comandante me obsequió extremadamente.

El presidente Jackson manifestó vivo empeño por el término de la guerra. Repetía: México, reconociendo la independencia de Texas, será indemnizado con seis millones de pesos. Yo le contestaba: al Congreso mexicano pertenece únicamente decidir esa cuestión.

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