Índice de Mi historia militar y política 1810-1874 de Antonio López de Santa AnnaCapítulo IVCapítulo VIBiblioteca Virtual Antorcha

MI HISTORIA MILITAR Y POLÍTICA
1810-1874

Antonio López de Santa Anna

CAPÍTULO V

1829

INVASIÓN ESPAÑOLA


El 29 de julio de 1829 un cuerpo del ejército español, mandado por el brigadier don Isidro Barradas, desembarcó en Cabo Rojo con pretensiones de reconquista, y en seguida ocupó la plaza de Tampico y el fortín de la Barra, sin resistencia alguna. En vano una reunión de patriotas disputó valerosamente el paso de los corchos. Con tal novedad el país se alarmó, naturalmente.

Pisando el invasor terrenos del Estado que estaba a mi mando, creí que me correspondía el honor de mandar la vanguardia de los defensores de la nacionalidad mexicana, y lisonjeado con esta idea me preparé y salí a la campaña.

Venciendo dificultades zarpé del puerto de Veracruz con una flotilla compuesta de un bergantín, cuatro goletas y varios bongos que a su bordo conducían dos mil trescientos infantes y el material de guerra que pudo caberles. A la vez, seiscientos lanceros marchaban por la costa bien montados. Con la fe del que combate por su patria, navegué a todo riesgo en solicitud de los invasores.

Desembarqué felizmente en la Barra de Tuxpan, no obstante la escuadra española al mando del almirante Laborde que cruzaba en las aguas de Tampico. Seguidamente me dirigí al pueblo de Tampico el Alto, atravesando a lo largo de la laguna de Tamiahua en piraguas y canoas, de donde continué a Pueblo Viejo, para situarme frente a frente del cuartel de la división real de vanguardia. El general invasor expedicionaba: había ocupado la ciudad de Villerías, y confiando en los refuerzos que esperaba de La Habana dejó en su cuartel general escasa guarnición. La ocasión brindaba a obrar y no la desaproveché. Con mil hombres atravesé el río en canoas bien servidas, a favor de la noche y silenciosamente, pero la vigilancia de la guarnición frustró la sorpresa y me obligó a atacarla en sus atrincheramientos hasta precisarla a capitular. Escribíase la capitulación al presentarse en las puertas de la ciudad el general en jefe español con todas sus fuerzas; embarazado me vi en aquel momento, con las miradas de todos los presentes fijas sobre mi rostro. Afortunadamente acudió en mi auxilio un acontecimiento feliz, que expresaré: un anciano brigadier, apellidado Salomon, comandaba la plaza, quien además de la avanzada edad reunía un candor extraño; acomidióse a hacerme necias preguntas, entretanto la capitulación se escribía, y aprovechando la ocasión le ponderé mis fuerzas hasta persuadirlo de la existencia de veinte mil hombres en mi cuartel general de Pueblo Viejo. Llamado por su general en jefe para saber lo que pasaba en el cuartel general, le dio informes exagerados que trastornaron la cabeza de aquél, de manera que en lugar de atacar mis pocas fuerzas me propuso una entrevista. Mi sorpresa subió de punto al oír sus reducidas pretensiones; quería únicamente que le desocupara luego su cuartel general y le señalase día para vernos con algún espacio, para hacerme manifestaciones importantes. Mi crítica situación no admitió espera y le acordé al momento lo que solicitaba; antes de una hora repasaba el río llevando cuanto me pertenecía.

Consideré innecesarias las manifestaciones del jefe invasor y excusé las pláticas que él deseaba; mas no cuanto creí conveniente observarle relativamente a la temeridad de su empresa, aconsejándole que se reembarcara. Su réplica, rudamente redactada, dióme a conocer el grado de su incomodidad, y tuve por conveniente cortar esa clase de comunicaciones. Continuando las hostilidades, mi primera operación la contraje a quitar al enemigo sus comunicaciones exteriores, para privarlo de auxilios, pues era preciso desalojarlo del fortín de la Barra, defendido por diez piezas de cañón y cuatro compañías del batallón de la Corona. Al efecto me posesioné primeramente del Paso de Doña Cecilia, al otro lado del río, entre el cuartel general enemigo y la Barra, y en una noche quedó bien atrincherado. En seguida, a la cabeza de una columna de mil quinientos hombres intimé rendición al comandante del fortín, ofreciéndole los honores de la guerra; pero provocado con su contestación altanera, lo ataqué rudamente sin atender a sus fosos y estacadas; la lucha fue encarnizada y duró once horas continuadas, desde las seis de la tarde a las cinco de la mañana del siguiente día, hora en que el fanfarrón se rindió a discreción por haber sido herido de gravedad ... Triunfo costoso, pero decisivo y glorioso.

El general en jefe enemigo se mantuvo inactivo en el cuartel general. El fuego atronante de toda la noche y los veinte mil hombres que suponía enfrente, lo impresionaron tanto que me envío al brigadier Salomon para hacerme saber que estaba rendido a discreción. Un anunció tan plausible y sorprendente me hizo exclamar: ¡Ah, bien se ha dicho que cuando la fortuna da, da a manos llenas!

El 11 de septiembre de 1829, al extender el sol sus benéficos rayos, la primera división real de vanguardia en las riberas del Pánuco me entregaba sus armas y sus banderas, según las fórmulas de la guerra, presentando triple fuerza a la mía. A los generales, jefes y oficiales, les concedí el uso de sus espadas. Los destinos de México quedaron asegurados irrevocablemente en aquel día memorable.

El general don Isidro Barradas, al cerciorarse que en el Pueblo Viejo no había más fuerzas que la que vio formada al entregar sus armas y banderas, maldijo sus errores: sus lamentaciones excitaban la compasión. En New Orleans, entregado a la pena, murió a poco tiempo.

Como es de costumbre, aplausos en México al vencedor, ovaciones por todas partes. El Congreso general se sirvió darme el dictado de Benemérito de la Patria; el gobierno me ascendió a general de división enviándome las divisas para que me fueran puestas, las que me puso con sus propias manos mi segundo, el general Manuel de Mier y Terán, en el lugar donde los invasores rindieron sus armas; algunas legislaturas me acordaron espadas de honor y el pueblo me apellidó el Vencedor de Tampico.

Pensando que el país iba a entregarse al reposo, me retiré a mi hacienda de Manga de Clavo para participar de ese bien, pidiendo por gracia que no se me interrumpiera con ningún llamado; pero me equivocaba, los trastornos continuaron con vigor. El general don Anastasio Bustamante, vicepresidente de la República, con el ejército de reserva Que tenía a su mando en la ciudad de Jalapa, se alzó contra el presidente don Vicente Guerrero, bajo un plan Que publicó. Al momento interpuse mis ruegos con Bustamante para que desistiera de su propósito, pero él aspiraba al poder y a nada atendió.

El presidente Guerrero, viéndose inferior en fuerzas a su contrario, se retiró a sus conocidas montañas del sur, decidido a sostener con las armas sus incuestionables derechos. El vicepresidente, sin sacudirse el polvo del camino (son sus mismas palabras), ocupó la silla presidencial. Solicitó mis servicios y los excusé.

Las tropas del vicepresidente perseguían a las del presidente. Esta contienda sangrienta terminó con un hecho detestable de difícil olvido. El genovés Picaluga (de nefanda memoria), de acuerdo con el gobierno del vicepresidente, se dirigió al puerto de Acapulco, visitó al presidente Guerrero y lo convidó a comer en su buque anclado en el puerto, el día Que le pareciera, y tanto importunó con el convite al infortunado Guerrero, que lo admitió. El confiado presidente comía a bordo creyendo estar entre adictos, tranquilamente, cuando los marineros, sin dejarle acción a la defensa, lo sorprendieron atándolo de las manos y bajándolo a la bodega.

Acto continuo el buque levantó anclas, y forzado de vela desapareció. Picaluga, cumpliendo con sus compromisos, entregó a su presa en un puerto del Estado de Oaxaca, recibiendo en pago cincuenta mil pesos procedentes del tesoro público. Los enemigos del ilustre general Guerrero lo sacrificaron sin misericordia en el pueblo de Cuilapan.

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