Índice de Mi historia militar y política 1810-1874 de Antonio López de Santa Anna | Capítulo XXV | Conclusión | Biblioteca Virtual Antorcha |
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MI HISTORIA MILITAR Y POLÍTICA
1810-1874
Antonio López de Santa Anna
CAPÍTULO XXVI
ESPIONAJE Y BAJOS MANEJOS DE JUÁREZ. EL MINISTRO SEWARD. EL GENERAL LIRZUNDI. DESEMBARCO EN EL PUERTO DE PLATAS.
ME TRASLADO A NASSAU
Mi detención en La Habana suscitó la vigilancia o espionaje de los agentes del suspicaz y receloso Juárez, valiéndose de intrigas y malas artes. La ventajosa posición en que mi tenaz adversario había logrado colocarse, fenomenalmente le facilitaba perjudicarme, no obstante la distancia que nos separaba.
Dejé escrito que volvería a ocuparme del ministro de Estado, Mr. Seward, y voy a hacerlo en este lugar. Se le ha visto al diestro diplomático llegar a St. Thomas, visitarme luego cortésmente, y en nuestra conversación manifestar vivos deseos por la expulsión del ejército francés del territorio mexicano, y que yo me encargara de esa operación, despidiéndose con apretones de mano bien significativos, invitándome a verlo en Washington. Pues bien, véase también cuál fue el manejo de ese hombre de Estado.
La visita del ministro Mr. Seward púsome en movimiento.
Impaciente por tomar parte en la expulsión de los invasores de México me dirigí a New York. Dos miras llevé a aquella tierra: equipar una expedición y recabar del presidente Juárez la autorización correspondiente y las órdenes que tuviera a bien librarme. Desgraciadamente ni una ni otra cosa pude conseguir: Juárez me insultó en su contestación, superando su hazaña a toda consideración, como va expresado. El ministro Seward se negó a recibir mi comisión pretextando que estaba en pláticas con el enviado extraordinario del emperador Napoleón, no le era conveniente recibirla.
No habiendo duda de que los franceses desocuparían México, pasado el invierno que me detuvo tomé pasaje en el vapor Virginia para La Habana. Si mi detención en los Estados Unidos me fue funesta, el viaje de regreso estuvo peor. Anclado el Virginia en el puerto de Veracruz, ocupado en cargar, fui asaltado por el comandante del vapor de guerra de los Estados Unidos El Taconi, trasladándome al suyo por la fuerza, donde pasé una noche. Siguiendo el Virginia su derrotero y anclado frente al puerto de Sisal, fuera de sus aguas, fui asaltado otra vez por el comandante militar de la plaza, quien me forzó a bajar a tierra y me redujo a prisión en obedecimiento de órdenes del comandante general del Estado, embarcándome en seguida en un palebot armado para Veracruz, a disposición de don Benito Juárez, autor del atentado cometido.
Prisionero de Juárez y encerrado en una mazmorra de Ulúa, el diplomático Mr. Seward, con un rasgo de su pluma dio a conocer los sentimientos que lo animaban respecto de mi persona. En un documento oficial asentó sin embozo que la suerte del prisionero de Sisal no le afectaría cualquiera que fuera; palabras bien significativas en los momentos de estar mi cuello a la voluntad del sanguinario Juárez, que hieren de un modo brutal a la humanidad, halagatorias solamente a Juárez, con quien estaba en perfecto acuerdo desde el negocio de los bonos conocidos en New York con el nombre de Carvajal.
La desgracia que pesaba sobre mí en esos días me detuvo en La Habana, cuya circunstancia proporcionó a Seward emplear su influjo para continuar lisonjeando a Juárez. Por medio de su consul consiguió que el general don Francisco Lirzundi, abusando de su poder, me expulsara como lo solicitaba Juárez. Tanto así fue el comportamiento del hombre que se acomidió a interrumpirme en mi tranquilidad de St. Thomas invitándome a pasar a los Estados Unidos, viaje que efectué y que deploraré mientras vivan los perjuicios que me produjo sin haber obtenido más que asombrosos desengaños.
Obligado por el déspota Lirzundi a embarcarme en el vapor que viajaba por las islas de Santo Domingo, Puerto Rico y St. Thomas, me propuse desembarcar en el primer puerto que tocara, como lo verifiqué en el puerto de Plata, donde residí catorce meses.
Deseoso de tranquilidad y seguridad, me trasladé a esta ciudad de Nassau, donde he conseguido lo que deseaba, pues he pasado cuatro años bastante contento por la generosa hospitalidad que he encontrado, y desearía terminar aquí mis últimos días entre tan simpáticos habitantes, si obligaciones de familia no me empujasen al suelo patrio.
Favorecido por la versátil fortuna cuando estaba en edad potente, el presente era mío y el porvenir lo ambicionaba, mas no para mí, lo quería con irresistible anhelo para mi patria, la que constantemente fija en mi memoria, me entusiasmaba y hacíame arrostrar peligros, vencer dificultades y trabajar sin tregua para su engrandecimiento y venturosa suerte. Si mis trabajos no correspondieron a perfeccionar la obra, fue porque a los mismos mortales no les es permitido más que el bosquejo: la perfectibilidad pertenece a Dios. Las huellas que mis pasos han dejado ¿no demuestran claramente su dirección a la suspirada cima?
El relato que someramente dejo hecho en mi historia militar y política, revela bien que no la vanidad de sostener grandezas me ha movido a tomar la pluma; estoy distante de incurrir en esa puerilidad; únicamente la he tomado para defender mi honra atacada maligna y exageradamente por la calumnia. Al cerrar mis ojos para siempre quiero ser juzgado como he sido y no al querer de mis antagonistas, pues siempre he preferido el título de honrado y patriota. Lo demás que no pertenece a mi persona lo he dejado al entendido y concienzudo lector que debe haberme comprendido y hará la computación y examen de todo; por mi parte cúbrola con el velo del rubor de mi acendrado patriotismo por honor al nombre mexicano.
A grandes rasgos he escrito las incorrectas páginas de mi dicha historia sin otros elementos ni más ayuda que mi trabajada memoria, porque los datos que pudieran haberme servido para una escrupulosa redacción fueron incendiados con mi casa de Manga de Clavo por los soldados de los Estados Unidos el año de 1847, en venganza de que combatía la invasión, y otros apuntes que llevaba conmigo quedaron en New York entre el equipaje que me robaron. Por esto es que suspendo escribir y coleccionar mi mencionada historia que hoy tan imperfectamente termino en esta mansión tranquila.
Unos cuantos días fui interrumpido por mi constante perseguidor, el indígena Juárez, que con siniestra mira escribió mi nombre entre los que él llamaba infidentes o sostenedores de la intervención y del imperio, con el hipócrita pretexto de no comprenderme en la amnistía expedida por el Congreso nacional a favor de los que incurrieron en esa falta; cuyo hecho de mi enemigo llegó a mi noticia por algunos de mis amigos de México, que me felicitaron por mi pronto regreso a la patria.
Comprendiendo la idea maligna de Juárez, fuéme preciso nulificarla y al efecto escribí luego una protesta que imprimí y circulé, cuyo contenido original sigue a continuación.
PROTESTA
Antonio López de Santa Anna, general de división, benemérito de la patria, expresidente de la República Mexicana; Gran Maestre de la nacional y distinguida orden de Guadalupe; Gran Cruz de la de Carlos III de España y de la igual clase del Águila Roja de Prusia; condecorado con placas y cruces honoríficas por acciones de guerra, etcétera.
En la triste pero tranquila isla Nueva Providencia, aquí adonde las enfurecidas pasiones de un partido opresor no pueden alcanzarme y en donde espero con serena conciencia y firme fe el restablecimiento del orden y la justicia en mi desventurada patria para volver a su seno, viene a sorprenderme la nueva de haber publicado el gobernante de México una amnistía general por delitos políticos, en la que me incluye indebidamente para hacer figurar mi nombre en la lista de los llamados infidentes.
¿Con qué derecho ese sátrapa me ha incluido en la referida amnistía? ¿Cuándo he sido traidor de mi patria? ¿Cuándo la he ofendido ni de pensamiento? ¿Quién se lo ha dicho? ¿En qué se funda? ¿Por qué ese hombre sin conciencia me califica de infidente? ... ¡Infidente! Palabra vaga y sin valor en su boca, palabra de que se vale para alucinar a la hez del pueblo, único apoyo con que cuenta en su agonía.
Por mi patria he perdido un miembro importante de mi cuerpo, luchando contra invasores extranjeros; su fértil y hermoso suelo he regado con mi sudor y mi sangre, vigorizándolo al mismo tiempo con equitativas leyes, y sosteniéndolo incólume con un brillante ejército -hechura enteramente mía-, digno de haber figurado en la nación más culta del mundo civilizado. El nombre de Santa Anna oíase siempre cuando la patria se hallaba en peligro ...
Mi voz entonces se confundía con el estruendo de los cañones; allí donde teníase que arrostrar la muerte para salvarla, allí estaba yo ... Mi patria siempre ha sido mi ídolo, y sus soldados mis hermanos ... ¡Y ese malandrín sin antecedentes me califica de infidente! ...
¡Infidente! ¡Yo, el caudillo decano de la República, que tuve la modestia, sacrificando mi dignidad y amor propio, de escribirle desde New York (cuando allá por las fronteras del norte se hallaba fugitivo) ofreciéndole mi espada para sacudir el yugo de los franceses, exponiéndome al grosero desaire que recibí! Desaire que debía yo haber previsto conociendo al individuo.
Empero, por más que me llame infidente ese individuo revoltoso (de cuyo pretexto se ha valido para vender mis valiosos bienes a un vil precio, dejándome sin pan ni albergue, después de haberme privado de mis sueldos, ganados con tantos sacrificios en el último tercio de mi vida y mutilado), todos los hombres honrados de mi nación saben muy bien a qué atenerse sobre este particular.
Este rasgo de la característica hipocresía de Benito Juárez me impulsa, pues, a protestar enérgicamente, como lo hago, en la parte que me corresponde y a la faz del mundo pensador, contra el falaz indulto con que intenta humillarme.
Sí; de ese Juárez, símbolo de crueldad, cuyos servicios y hechos con caracteres de sangre se hallan marcados, para vergüenza nuestra, en las ruinas de nuestros sagrados templos y en la bárbara y horrenda hecatombe del cerro de las Campanas en Querétaro ... de ese Juárez que, como los gusanos roedores, ha ido constantemente, bajo pretextos utópicos de libertad, aserrando los puntales que sostienen nuestro frágil y vacilante edificio social y barrenando la firme roca de nuestras creencias religiosas.
De ese Juárez, en cuya mano derecha jamás se vio brillar la espada del caballero ni la del soldado para defender a su patria, pero sí la pluma del buitre para decretar proscripciones, secuestraciones de bienes y asesinatos.
De ese Juárez, que me hizo sufrir una horrorosa prisión en las mazmorras del castillo de Ulúa, a consecuencia de la pirática captura que hizo de mi persona su digno subordinado, gobernador de Sisal, extrayéndome de un extranjero buque de pasajeros, atropellando los derechos internacional y de gentes. Si no mandó asesinarme entonces para saciar su infernal saña, no fue por falta de voluntad, ni menos por remordimiento de su villana acción, (ordenando se me encausase como traidor; de cuyo lazo salí, a pesar suyo, honrosamente); fue, lo diré de una vez, por sobra de cobardía, como sucede a todo tiranuelo cuando al través de sus crímenes entrevé la flamígera espada de la inexorable justicia.
Finalmente, de ese Juárez que, cual la boa constrictora del Senegal que rodea y comprime a su víctima hasta consumirla, tiene al infeliz México en estado de aniquilamiento doloroso ...
¡Ah! ¿Y ese es el prohombre que se atreve tan cínicamente a incluir en dicho indulto a un prócer de su nación; al que consolidó la independencia en las riberas del Pánuco tan gloriosamente; al que en Veracruz rechazó e hizo reembarcar a los franceses, perdiendo en la memorable jornada su pierna izquierda; al que se batió con constancia en los campos de la Angostura, Cerro Gordo y Valle de México improvisando ejércitos? ¡Irrisión! ¡Horrible sarcasmo! ¡Atrás el miserable! Su perdón lo desprecio, prefiero mil veces la muerte a bajar mi encanecida cabeza al verdugo de mi patria.
No es el proceder noble y humanitario de los filantrópicos y dignos representantes de mi nación que impugno en esta protesta. ¡No, vive Dios! Mi corazón rebosa de contento al ver que existen en mi país hombres de elevados sentimientos que han sabido domeñar a la fiera, obligándole a firmar con su ensangrentada y sacrílega mano una ley que hubiera con feroz alegría destrozado con sus dientes.
Lejos, muy lejos de mis hidalgos sentimientos está de zaherir ni rechazar la obra de conciliación de la honorable Cámara de Diputados que acaba de abrir las puertas de la patria a un número considerable de proscritos ciudadanos, a quienes lógicamente hablando el epíteto de infidentes (o llámense traidores según Juárez), es capciosamente aplicado. ¡Salud a los nobles representantes del pueblo mexicano! Reciban (ellos solos) esta espontánea manifestación mía como una prenda de mi buena fe, y como una prueba de mi satisfacción.
Mi pecho estallaba de justa indignación; y tiempo era ya que rompiese un silencio que pudiera dar pábulo a equívocas interpretaciones. Mis apóstrofes y recriminaciones se dirigen única y exclusivamente contra el malvado Juárez; ese indio oscuro (que fenomenalmente rige los destinos de mi nación para rubor nuestro y oprobio de la humanidad) que pretende empañar mi patriotismo y servicios de toda mi vida.
¿Dónde existía, dónde se hallaba ese miserable cuando yo conquistaba la independencia de México, fundando después con mi espada en las ardientes playas de Veracruz la República, de la que tan celoso guardián ostenta hoy ser? ¿Dónde, dónde estaba, cuando hollados nuestros derechos por los invasores franceses en 1838, en aquella ciudad la metralla de Baudin hacía derramar la sangre mexicana mezclada abundantemente con la mía? ... Estaba, como la hiena en su hediondo retiro, esperando la destrucción del los caudillos para aprovecharse después de sus despojos, como lo ha hecho últimamente.
Repito hasta con náuseas: ¡Atrás! ¡Atrás el monstruo!
Nassau, 23 de noviembre de 1870
Antonio L. De Santa Anna.
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