Índice de Mi historia militar y política 1810-1874 de Antonio López de Santa AnnaCapítulo XXIVCapítulo XXVIBiblioteca Virtual Antorcha

MI HISTORIA MILITAR Y POLÍTICA
1810-1874

Antonio López de Santa Anna

CAPÍTULO XXV

MI PROCESO


Pasaban los días y las semanas sin saber qué se pensaba hacer con mi persona. Al mes y medio de rigurosa incomunicación un noble teniente coronel apellidado Alva se presentó en la prisión, y arrogante me dijo: Notifico a usted que estoy nombrado fiscal para procesarlo con sujeción a la ley de 5 de enero de 1862, y que mañana comenzaré a actuar.

Preguntándole: ¿Qué ley es esa que ignoro absolutamente?, respondió con énfasis: La dictada por el C. Presidente para que se juzgue a los sostenedores de la intervención y del imperio.

Comprendí luego la intención de Juárez y escribí como pude una protesta, que entregué al fiscal al empezar sus trabajos para su inserción en el proceso. He aquí el original:

Antonio López de Santa Anna, general de división, benemérito de la patria, etcétera, protesto en toda forma de derecho contra la violencia hecha a mi persona al sacarme por la fuerza del vapor Virginia navegando bajo la bandera de los Estados Unidos para mi residencia de St. Thomas. Protesto igualmente por la prisión que estoy sufriendo desde Sisal sin saber la causa y por los ultrajes inferidos en Campeche, desentendiéndose mis opresores de los alimentos que han debido proporcionarme y de la consideración que mi persona merece por muchos títulos.

Y notificado hoy que mañana tendrá principio mi proceso, sirviendo de base la ley de 5 de enero de 1862, que no conozco, sospecho que se intenta algo en mi daño, y no teniendo más medio de defensa que el uso de mi derecho, declaro que de grado no reconoceré legal esta jurisdicción.

Fortalecido, pues, con mi justicia, nuevamente protesto ahora y cuantas veces fue re necesario contra todo juicio, auto, acusación, fallo o cualquiera otra pretensión jurídica que me sea perjudicial, una vez violado en mi persona el derecho internacional.

Sin inculcar la intención del C. Presidente al mandarme procesar, después de tenerme en larga prisión, no puedo omitir en propia defensa una observación que me favorece, y que resalta a primera vista, al considerar, si es posible, que en poco más de un año el C. Presidente haya olvidado que en junio del año anterior, desde New York me puse a su disposición para que me empleara como a bien lo tuviera, en auxilio de nuestros compatriotas, tiranizados por los franceses que dominaban en México; él se encontraba casi solo, errante en la frontera del norte, y sin embargo lo reconocí como al primer magistrado en sus funciones legales.

Mi ofrecimiento lo hice oficialmente por conducto de su ministro en Washington, el señor Romero, y por el mismo conducto me envió la contestación autorizada por su ministro de Relaciones, don Sebastián Lerdo de Tejada, contestación que respiraba odio y que más parecía un libelo infamatorio o la producción de un belicoso, que el documento oficial de un gobierno que sabe respetarse a sí mismo; hechos fueron éstos que atestiguar pueden los dos ministros citados.

Mi viaje a los Estados Unidos no tuvo otro objeto que el de proporcionarme recursos para equipar una expedición contra los invasores de México, lo cual fue bien sabido. Y en presencia de estos hechos ¿será posible que obre la convicción del C. Presidente, que merezco ser juzgado como sostenedor de la intervención y del imperio?

Si por la violencia fuere sometido a esta jurisdicción que desconozco, invocaré desde luego la ley fundamental que me favorece. Por ella ningún ciudadano debe estar preso más de veinticuatro horas sin hacerle saber la causa de su prisión, ni puede ser juzgado por leyes especiales y tribunales privativos.

Por tanto, y por honor de la nación y de la justicia, espero confiado que en esta vez impere la majestad de la ley sobre las malas pasiones. La formación de un proceso no me disgusta si median la pureza y la honradez, pues así mi honor y mis intereses quedarían a salvo. Menos me disgustaría una formal residencia por autoridad competente contraída a mi última administración, sin embargo de las facultades omnímodas con que estaba investido por voluntad de la nación, pues por ese medio mis afanosos trabajos de la época serían mejor conocidos y estimados, a la vez que despreciados los difamadores.

Fecha ut supra.

Antonio López de Santa Anna.

El fiscal la leyó y dijo:

La insertaré íntegra, pero en cumplimiento de supremas órdenes intimo a usted por una, dos y tres veces, a que preste su declaración y responda a cuanto se le interrogare.

Pareciéndome inútil toda negativa, me reduje a contestarle:

Por la fuerza estoy aquí, y que por la fuerza se haría de mi persona cuanto se quisiera.

Las actuaciones mismas me dieron a conocer los pretextos de que Juárez se servía para acriminarme y atentar contra mi vida.

Tres eran las acusaciones o cargos que formaban el cuerpo del delito. El primero, unas cartas impresas con mi nombre escritas en diferentes fechas a don José M. Gutiérrez Estrada, residente en París, por las que parecía adicto a la intervención y al imperio. El segundo, una carta impresa, también animando al archiduque Maximiliano a que admitiera la elección y llamamiento de los mexicanos; y el tercero, el encargo de dicho Gutierrez Estrada en el año de 1853, para que en las cortes de Europa ofreciera la corona del imperio mexicano.

Supercherías de esa condición provocaron mi indignación, y a las preguntas que se me hicieron contesté airado: Las cartas impresas que se me presentan las desconozco, son apócrifas, una infame invención para procurarme mal.

Con el archiduque Maximiliano nunca tuve el honor de conocerlo, y menos llevé con él relaciones amistosas para tomarme la confianza de escribirle, en los términos que se supone, estos asertos; su conducta misma para conmigo lo confirma: notorio es que ni por cumplimiento me invitó a regresar a la patria, lo que no hubiera sucedido si mis insinuaciones lo hubieran llevado al país. En cuanto a la ponderada autorización a Gutiérrez Estrada en 1853, dije: Esta ocurrencia por el ridículo que consigo tiene y el tiempo transcurrido, no merece ni mencionarse, mas obligado a responder a cuanto se me pregunte, manifestaré francamente cuanto estuvo en mi conocimiento. Don Manuel Bonilla, ministro de Relaciones, impulsado seguramente por sus opiniones o por sus partidarios, se excedió en librar la autorización indicada, la que llegué a saber por carta del mismo Gutiérrez Estrada, dándome gracias por la confianza que me merecía y el honor que le dispensaba. Pedí informe al ministro Bonilla, quien por toda contestación dijo: Verdad es que escribí a Gutiérrez Estrada en el sentido que se explica, y para dar cuenta en junta de ministros, esperaba saber si la idea era acogida. Aunque en lo particular estimaba a Bonilla, le previne hiciera dimisión de la cartera, lo cual verificó al día siguiente, pidiéndome le dispensara el disgusto que su inadvertencia me había causado.

Bonilla disfrutaba de alta reputación en su partido, numeroso e influyente, y se agitó tanto que me puso en cuidado; tuve que ceder a su petición en ahorro de males, reponiendo al depuesto, dando al silencio lo que causó su corta separación, previniéndole a Gutiérrez Estrada, oficial y particularmente, que diera por nulo, de ningún valor y efecto, lo que se había escrito por el ministro de Relaciones. Nadie se ocupó más de aquella ocurrencia. Suponerla ahora después de tantos años como factora de los acontecimientos recientes es el colmo de la mala fe y del encono que descubren muy malos intentos.

Preguntado ¿qué fui a hacer a Veracruz en febrero de 1865, ocupada la plaza por los franceses, si reconocí la intervención y el imperio, y si una proclama impresa con mi nombre en Orizaba me pertenecía? No desconocí la capciosidad de las preguntas y sin faltar a la verdad una letra, dije: El viaje a Veracruz no tuvo otro objeto que cerciorarme de lo que en realidad pasaba en la República; tratándose de la suerte de mi patria no podía ser indiferente, pero no conseguí mis deseos: el general francés Bazaine me expulsó luego, cuyo hecho dio bien a conocer que no era yo de sus adictos. Al gobierno que encontré existente le participé mi llegada a Veracruz según mi deber exigía. Al saber de la proclama de Orizaba, me ocupaba de desmentirla por la prensa al expulsarme la autoridad francesa del territorio nacional; el crítico más torpe ha debido conocer que esa producción no es mía.

Terminado así el llamado proceso, se vio en consejo de capitanes para pronunciar sentencia ...

Pretendíase que la farsa fuera completa, llevándome a Veracruz y poniéndome en exhibición; mas al saberlo dije resuelto: Antes que el simulacro salvaje de Campeche se repita con mi persona, antes de ser escarnecido y paseado por las calles que se encuentran regadas con mi sangre, me arrojaré al mar. Mi defensor, el licenciado don Joaquín María Alcalde, interpuso su influjo, evitando el escándalo que se preparaba.

El consejo de capitanes compusiéronlo criaturas de Juárez; al fiscal lo agració luego con el grado de coronel, quien para mostrar su reconocimiento pidió mi muerte. En esos momentos supremos mi defensor dio a conocer su capacidad y valor, sin intimidarle el poder de Juárez; presentó en todas sus faces a la iniquidad, y a mi justicia en alto relieve, con elocuencia admirable y con tan buen éxito que los vocales más prevenidos y peor aconsejados no se atrevieron a secundar al fiscal que pidió mi muerte, y sólo para librarse de la ira de Juárez me impusieron ocho años de ostracismo, resolución que sorprendió a cuantos otra cosa esperaban, ,muy particularmente a Juárez, quien sin disimular su despecho condenó a los individuos del consejo a seis meses de arresto en la fortaleza de Ulúa.

No quedando pretexto para detenerme en la mazmorra en que se me atormentó, me embarcaron en el paquete inglés que navegaba para La Habana del 1° de noviembre de 1867.
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