Índice de Mi historia militar y política 1810-1874 de Antonio López de Santa AnnaCapítulo XIIICapítulo XVBiblioteca Virtual Antorcha

MI HISTORIA MILITAR Y POLÍTICA
1810-1874

Antonio López de Santa Anna

CAPÍTULO XIV

RESULTADO DE MI SEPARACIÓN DE MÉXICO


Mi ausencia del país despertó las ambiciones y se animaron hasta los anarquistas vergonzantes. La sociedad se conmovió. Faltó un hombre que se sobrepusiera a la situación. El señor Pavón, honrado a toda prueba, carecía del valor que en esos casos difíciles se hacía indispensable, y tuvo la debilidad de abandonar el poder al general don Martín Carrera, que lo pretendía. Éste acomodábase bien con todas las circunstancias y se plegó a la revolución. Así, se vio en la capital al cabecilla del sur con sus hordas apoderarse de la silla presidencial en presencia de catorce mil veteranos reunidos en ella a las órdenes del general don Romulo Díaz de la Vega.

En medio del bullicio que la gente de la revolución armó, voces destempladas gritaban: se fugó el tirano; mas modestos los inconsecuentes decían entre sí: nos abandonó. El vértigo revolucionario estaba en todas las cabezas.

Don Juan Álvarez, colocado en el poder, ocupóse de preferencia en vengar sus derrotas del Coquillo y Peregrino. Pareciéndole poco la difamación de mis actos públicos, mandó borrar mi nombre del escalafón del ejército, siendo yo el decano. Sin el menor respeto a las leyes protectoras de la propiedad, se lanzó sobre la mía como se hace con un botín de guerra, dando al atentado el nombre de secuestro. Dijo también que quedaban mis propiedades a disposición de la Suprema Corte de Justicia. Ningún conocimiento se me dio ni se me ha dado de ese despojo escandaloso; las formas nada importaban a ese hombre, satisfecha su venganza.

Álvarez, al verse tan encumbrado, tuvo miedo, y más sabiendo que en la población su persona era objeto de horror para unos y de burla para otros. No encontrando seguridad sino en sus cavernas, emprendió retirada. En reemplazo dejó a su favorito don Ignacio Comonfort, administrador de la aduana de Acapulco, y su ministro de guerra. Los hombres pundonorosos del mismo partido que protegía se felicitaron al verse libres de esa vergüenza.

En el año de 1847, Comonfort pretendió con empeño la contaduría vacante de la aduana de Acapulco, y me importunó tanto con sus adulaciones que obtuvo el destino que deseaba. En 1853 volvió a pretender la administración de la misma aduana que había vacado y fue también atendido. Entonces no encontraba palabras para ensalzar mi nombre, pero tres años después, envanecido al verse tan alto, aquellos encomios los convirtió en vituperios. Hizo más para alcanzar celebridad y satisfacer su ambición: entre su pandilla me calumnió atrozmente, presupuso que me había apropiado el producto de la venta de la Mesilla (así apodaba el tratado de límites).

La impunidad y la buena fortuna insolentan al hombre de origen oscuro y de bastardos sentimientos. No de otro modo Comonfort se atreviera a formular una imputación de esa clase, acabando de negociar el resto de los diez millones de pesos de la indemnización, cuyo plazo no estaba cumplido y con un quebranto escandalosísimo, como fácilmente puede verse en la Tesorería General de la Nación. Pero el calumniante satisfecho estaba de no ser desmentido, dominando en aquellos momentos el aturdimiento y el terror.

Comonfort dio pronto a conocer a sus mismos partidarios la mala fe que encerraba en su pecho. Juró la Constitución de 1857 y en seguida, con un golpe de Estado, intentó derrocarla, alegando no ser posible gobernar con ella. Su golpe de Estado le costó perder la presidencia y salir del país. El presidente de la Suprema Corte de Justicia, don Benito Juárez, lo sustituyó. Este individuo, aprovechando el trastorno general que la revolución de Ayutla produjo, consiguió colocarse en ese puesto en recompensa de los servicios que a su modo había prestádole. Siguió la revolución contra Juárez y la Constitución que produjo dos presidentes, el general don Félix Zuloaga y el de igual clase don Miguel Miramón. En la administración del segundo, tratándose de mis bienes, se ejerció un acto concienzudo y se dispuso que los bienes existentes fueran luego devueltos a su dueño, dejándole su derecho a salvo para pedir reparación de daños y perjuicios contra quien hubiera lugar. Esta equitativa disposición desapareció con el que la dictó; mis bienes volvieron a convertirse en monte Parnaso tan pronto como don Benito Juárez se restableció en el poder. Mis hijos reclamaron sus derechos que tenían a esos bienes patentizando que su padre nunca había sido ni era deudor de la hacienda pública, ni de persona alguna, pero todo fue en vano.

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