Índice de Mi historia militar y política 1810-1874 de Antonio López de Santa AnnaCapítulo XIICapítulo XIVBiblioteca Virtual Antorcha

MI HISTORIA MILITAR Y POLÍTICA
1810-1874

Antonio López de Santa Anna

CAPÍTULO XIII

SE ME DIO POSESIÓN DE LA PRIMERA MAGISTRATURA. DON LUCAS ALAMÁN. DON JUAN ÁLVAREZ


En 29 de abril de 1853 el general don Manuel María Lombardini, siempre leal y consecuente, me dio posesión del gobierno de la República que desempeñaba interinamente, poniendo en mis manos el programa de la revolución, que me investía de facultades discrecionales por la omnipotente voluntad de la nación.

Formé el ministerio con personas dignas, y para expeditar el despacho de los negocios aumenté dos ministros, el de Gobernación y el de Fomento. Don Lucas Alamán se encargó de la cartera de Relaciones Exteriores; no era mi amigo, bien lo dio a conocer en su historia intitulada La Revolución de México; pero yo no buscaba panegiristas, sino capacidades, hombres que pudieran prestar útiles servicios a la nación.

Al general don Juan Álvarez (alias la Pantera del Sur) no agradó el nombramiento de don Lucas Alamán y se tomó la libertad de manifestármelo con estas palabras: Alamán fue miembro del ministerio culpado de haber asesinado jurídicamente al benemérito general Guerrero, y no merece ocupar puesto público. Inclinado a la conciliación le inculqué la necesidad de sepultar en el olvido los odios y las recriminaciones entre miembros de una misma familia, si queríamos sinceramente una paz duradera ... Álvarez atribuyó a temor mis razones y altanero me replicó: Si Alamán continúa en el ministerio, el sur se pondrá en armas.

Desde aquel momento hubiera regresado de muy buena gana al retiro de Turbaco, si el honor y el deber no me detienen. Deploré con amargura la hora fatal en que dejé el lugar en donde me acostaba y levantaba tranquilo, e impulsado por las obligaciones me dediqué a su cumplimiento.

Álvarez se presentó efectivamente en abierta rebelión. Los aficionados a las revueltas para medrar, se le unieron, forjando el plan que se dio a conocer con el nombre de Plan de Ayutla. La dictadura era el pretexto que se tomaba para la revolución, desentendiéndose de su origen, y de la felicitación del mismo Álvarez, por haber merecido la confianza del pueblo invistiéndome de amplios poderes, así como de sus protestas de adhesión. Protestas que no cabían en un hombre de su clase y de sus antecedentes.

Álvarez perteneció a la raza africana por parte de madre y a la clase ínfima del pueblo. En su juventud sirvió de mozo de caballos al general don Vicente Guerrero, y a este caudillo debió el dominio sorprendente que llegó a adquirir en las montañas del sur, consolidado con crueldades de horrible celebridad.

Los gobiernos lo toleraban en ahorro de mayores males; yo mismo incurrí en esa debilidad, hasta elevarlo a la clase de general. Para dar una idea ligera de ese hombre monstruo, permítaseme aquí separarme un momento de mi relación e intercalar unas líneas del publicista Arboleya en su obra de España y México, que reproduzco literalmente.

En paz o en guerra el hombre nunca debe faltar a la verdad, ni aventurar la menor frase ofensiva sin tener testimonio en qué fundarla y convencimiento de su exactitud. Escudado con estas armas vamos a dar a conocer una figura humana que se destaca en alto relieve del cuadro de las revoluciones mexicanas, figura sangrienta en que las canas de la venerable ancianidad aparecen manchadas con rojo licor de cruentos sacrificios y erizados con los brutales instintos de la lascivia; figura, en fin, a la cual el pueblo de su patria ha puesto por sobrenombre La Pantera del Sur. Hemos visto un paralelo entre Rosas, el tirano de Buenos Aires, y don Juan Álvarez, general mexicano, que manda a perpetuidad en el Estado de Guerrero como señor de vidas y haciendas, y hemos reconocido con asombro que la balanza se inclina al lado del segundo, del lado de la Pantera del Sur. Cuando s. E. visitaba algunos de sus pueblos, los sencillos habitantes lo recibían arrodillados en las plazas y en las calles; lágrimas de aparente ternura asomaban a los ojos de aquel rostro impasible; pero a través de ellas parten miradas penetrantes que van a parar sobre víctimas elegidas. A los pocos días se presenta ante el general uno de sus fámulos anunciándole que sus mandatos están cumplidos.

-¿Murieron los dos?

- El señor está servido.

-Bien.

-¿Manda mi señor otra cosa?

-Espera.

-El general llama a otro individuo de la servidumbre, y le dice: despacha a ese para que no cuente lo que ha hecho.

Acto continuo el doble asesinato premeditado entre las ovaciones populares, es vengado con la muerte del asesino asalariado. ¿Quién es aquella joven desnuda que colgada de un árbol sufre horriblemente sin atreverse a quejar? Tuvo la desgracia de gustar al hombre pantera y éste ha abusado de ella; ahora tiene el brutal e inexplicable placer de azotarla a ratos perdidos... Esto es espantoso, pero es notorio; tales monstruosidades no se inventan, porque no se ocurren sino a quien es capaz de cometerlas. Para consuelo de la raza hispanoamericana se sabe que don Juan Álvarez no pertenece a ella sino a la africana.

Otras líneas parecidas a las que anteceden pudiera seguir insertando, pero el hombre es ya bien conocido y no quiero molestar con la difusión. No más añadiré: que Álvarez en sus dominios nadie se atrevía a contradecirlo, todos se sometían a sus mandatos; necesitaba hombres para sus alzamientos, y los nombrados habían de presentarse armados y bastimentados; ninguno tenía derecho a salario; heridos se curaban como podían; disponía a su antojo de los fondos públicos, no conocía ni los primeros rudimentos del arte de la guerra, era cobarde, lo acreditó en el Molino del Rey, según va indicado. Todavía entonces le dispensé favores, librándolo de ser juzgado en consejo de guerra, cuya sentencia no le hubiera sido favorable seguramente.

En armas el sur al querer de Álvarez, el gobierno supremo, cumpliendo con sus deberes, se ocupó en reprimir la sedición en su origen. Para el mejor y más pronto término me encargué de la expedición; además deseaba conocer prácticamente las ponderadas montañas del sur y marché con cuatro mil hombres y algunos cañones de montaña.

Álvarez, en sus madrigueras y a su modo, se preparó a recibirme. A ser otro, me hubiera puesto en apuros en las formidables posesiones (el Coquillo y el Peregrino), pero su ignorancia y falta de valor hizo fácil su derrota. Recorrí aquellas asperezas hasta el puerto de Acapulco sin que el fanfarrón volviera a presentarse. Destiné fuerzas en su persecución y regresé a la capital sin novedad, adonde las ocupaciones importantes del gobierno me llamaban.

El alzamiento de Álvarez habría muerto en su cuna, si la defección y las ambiciones no lo fomentan. Comonfort, Degollado, Lallave y el famoso Pueblita figuraron en primera escala, invocando el Plan de Ayutla. La tropa del gobierno los perseguía y derrotaba, pero en un terreno cubierto de combustibles basta una chispa para un incendio.

No obstante la revolución del sur mi gobierno se dedicó a mejoras importantes en todos los ramos de la administración. Véanse a continuación.

Nuestras relaciones internacionales se cultivaron cuidadosamente; el despacho de las secretarías quedó arreglado, dióse la instrucción y reglamento del consejo; el ejercicio de las facultades de los gobernadores se arregló; se estableció y organizó la carrera diplomática; se atendió la amortización de la deuda exterior de Francia y España mediante almoneda, y la ley de legalización de los documentos del exterior; quedó declarada la condición jurídica de los extranjeros en el país; la administración de justicia en los tribunales comunes, en todas sus instancias, tuvo su arreglo, asimismo la de los tribunales de hacienda y comercio, la ley sobre bancarrota y penal para los empleados de hacienda, el código mercantil, la clasificación de los negocios del almirantazgo esperado desde la Constitución de 1824, la separación de lo contencioso administrativo de lo judicial, la expresa declaración de la inviolabilidad de la propiedad de particulares y corporaciones, y de los requisitos necesarios para la expropiación; la derogación de todas las leyes atentatorias al derecho de propiedad; la revocación de las injustas e inmorales sobre subvenciones; el plan general de instrucción pública y la organización de las universidades y colegios de toda la República; la creación de fondos para el ramo judicial y para la instrucción pública; el arreglo general de las municipalidades; la realización del catastro; la ordenanza del ayuntamiento de México y el arreglo de sus fondos; el establecimiento de prefecturas de policía; la corrección de la vagancia y tantas y otras medidas de administración general y particular; el arreglo judicial administrativo y gubernativo de la minería; el establecimiento de las boyas de refugio que nunca se habían procurado; la administración de caminos y peajes y la apertura de los primeros y su conservación; la construcción de los puentes y el reconocimiento de los ríos; la del camino de hierro de la capital a la ciudad de Guadalupe Hidalgo; la continuación del de Veracruz para el interior; y por último, la moralidad brillando en todos y cada uno de los decretos y disposiciones del gobierno de esa época demuestran claramente que en cuanto interesaban a la seguridad de la nación, a los adelantos materiales, a su bien y a su gloria, mi gobierno puso allí su mano.

Cuando en abril de 1853 me encargué del gobierno de la República, el horizonte político y financiero presentaba un aspecto desagradable. En la frontera del norte nuestros vecinos amenazaban con otra invasión si la cuestión de límites no se arreglaba a su contento; los salvajes y los ladrones en cuadrilla llevaban a cabo libremente sus depreciaciones; el ejército destruido y la benemérita clase militar abatida; los partidos empeñados en lucha tenaz y el caos por única perspectiva.

Los gobiernos de Herrera y Arista descuidaron el ramo importante de Hacienda, cuando contaron con los quince millones de pesos del deshonroso y perjudicial Tratado de Guadalupe Hidalgo; así como el arreglo de límites que demandaba con urgencia la seguridad de la nueva frontera.

La cuestión de límites con los Estados Unidos se presentaba grave, y llamó mi atención preferentemente. El gobierno de Washington, con la cuchilla en la mano, todavía pretendía cortar otro pedazo al cuerpo que acababa de mutilar horriblemente, y amenazaba con otra invasión. En la situación deplorable del país, un rompimiento con el coloso me pareció un desatino, y adopté los medios que el patriotismo y la prudencia aconsejaban: un avenimiento pacífico.

Los ingenieros mexicanos ocupados en marcar los límites suspendieron sus trabajos porque las diferencias llegaban a la amenaza. Una división americana pisaba ya el suelo del Estado de Chihuahua, y el comandante general pedía órdenes y auxilios. En esos días el gobierno de Washington envió a nuestra capital como ministro extraordinario a M. Gaden (Gadsden), con amplios poderes para arreglar definitivamente la cuestión.

La presentación oportuna de este enviado proporcionó entrar en negociación, no sin notables ocurrencias.

En la primera conferencia presente el ministro de Relaciones Exteriores, el enviado extraordinario de Washington presentó un plano en que aparecía una línea nueva, quedando a los Estados Unidos, la Baja California, Sonora, Sinaloa, parte de Durango y Chihuahua; otra mitad del territorio que nos habían dejado. Molesto con semejante pretensión, separé la vista del plano diciendo: Este no es el asunto que debe ocuparnos. El ministro se guardó su plano y cortésmente ofreció no volverlo a presentar.

En la segunda conferencia el enviado presentó otro plano en que figuraba el Valle de la Mesilla perteneciendo a los Estados Unidos; y siendo este el asunto de la cuestión, en él se fijó la discusión. Sostuve las fundadas razones de los ingenieros mexicanos contraídas a que sin violación del Tratado de Guadalupe Hidalgo, no podía corresponder el Valle de la Mesilla a los Estados Unidos, estando bien trazada la línea divisoria entre las dos Repúblicas y cuando la mexicana había cumplido religiosamente lo pactado.

En la conferencia siguiente, el Valle de la Mesilla fue el tema de la cuestión. El enviado extraordinario, impaciente con la oposición que su pretensión encontraba, vertió estas originales palabras: Para mi gobierno no cabe desistimiento alguno en la cuestión que nos ocupa, trazado el camino de hierro de New York a la Alta California ha de llevarse a cabo por la Mesilla, porque no hay otro paso posible; el avenimiento del gobierno mexicano será indemnizado espléndidamente.

En otra sesión el enviado instaba por la resolución definitiva; mas al oírme decir: El asunto exige meditación, se descubrió por completo y enfáticamente dijo: Señores, tiempo es ya de conocer que el Valle de la Mesilla en cuestión tiene que pertenecer a los Estados Unidos, por indemnización convenida o porque lo tomaremos. Tanta provocación irritó mi fibra naturalmente, pero pude reprimirme y ocurrir diestramente al disimulo; la cabeza dominó al corazón en esos momentos, recordando la situación del país. Y como si nada hubiera oído, fingiendo distracción, dije al enviado: Mr. Gaden, oigo que usted repite indemnización espléndida, y estoy con la curiosidad de saber a cuánto ascenderá. Supongo que no sea tan raquítica como la exhibida por la mitad del territorio mexicano. Sorprendido con mi estilo y lenguaje, no atinaba a responder; pensativo y con medias palabras, contestó: Sí, indemnización espléndida y siguió el diálogo siguiente:

- Bien veo a usted inclinado a la negociación y de conformidad con mi modo de pensar; esto me place, porque así evitamos el escándalo que causaría ver a dos Repúblicas vecinas y hermanas en discordia cada rato y presentando escenas de sangre que horrorizan.

El enviado, con alegre semblante, preguntó al gobierno:

¿Qué valor le da al terreno de la Mesilla?

- Pronto sabrá usted; en precio material lo valorizo en cincuenta millones de pesos-.

Mr. Gaden saltó del asiento y asombrado exclamo ... ¡Oh! cincuenta millones de pesos es mucho dinero.

- Señor mío, cuando el poderoso tiene interés en poseer lo ajeno, lo paga bien-.

- Mañana contestaré-, y se ausentó.

Al día siguiente el enviado se explico así: Penetrado del interés de mi gobierno por el pronto término que nos ocupa, he determinado usar del amplio poder con que me ha investido, y a su nombre propongo que el tesoro de los Estados Unidos pagará al gobierno de México, como término de la cuestión del Valle de la Mesilla, veinte millones de pesos en estos términos: aprobado el tratado diez millones, y los otros diez en un año cumplido.

La proposición excedía en mucho a lo que esperaba y no ofrecía réplica: quedó aceptada.

El ministro de Relaciones Exteriores, don Manuel María Bonilla se encargó en el acto de arreglar los términos del tratado de acuerdo con el enviado; concluido, fue revisado y aprobado en junta de ministros.

En Washington pareció mucho veinte millones de pesos por el Valle de la Mesilla. Un senador dijo: Mr. Gaden perdió la cabeza, soy conocedor del terreno en cuestión y puedo asegurar imparcialmente que no vale la cuarta parte de lo impuesto. Después de largos debates el tratado lo aprobó el senador, rebajando diez millones de lo convenido, y algún terreno del mercado.

Mi gobierno, al volver a ocuparse del tratado de límites, discurriendo respecto de la rebaja hecha por el senador de Washington, comprendió que si bien no convenía excusar su conformidad, quedaba la satisfacción de haber conseguido relativamente por un pedazo de terreno inculto, lo que dieron por la mitad del territorio nacional.

Con tales lecciones aun los más ilusos se convencieron de la necesidad de la fuerza material organizada. Fortificado en esta idea me esmere en la pronta reorganización del ejército, en la reparación de las fortificaciones y en el acopio de un buen material. Y es notorio que entonces fue cuando se vio al ejército en fuerza y brillantez como nunca.

Cincuenta mil fusiles de percusión comprados hice venir al país, y la infantería cambió con ello los malísimos de piedra de chispa. La fortaleza de Ulúa montó piezas del mayor calibre conocido, enviadas también del extranjero; del mismo modo, se le proveyó del material necesario, pues los invasores habíanla dejado completamente desarmada. La plaza de Veracruz y la fortaleza de Perote fueron atendidas así mismo.

No había buques de guerra en nuestros puertos, y recuerdo que a mi salida del país en agosto de 1855 quedaron once de vapor y de vela, y en construcción dos fragatas de vapor en Liverpool. Al cuerpo médico militar se le dio la mejor organización. La frontera del norte, tan descuidada, la cubrió un cuerpo de ejército a las órdenes del digno general don Adrián Woll; los salvajes se ahuyentaron, los ladrones quedaron extinguidos. Aún se recuerda la seguridad de los caminos en aquellos días. El conde Raoussett B. Boulbon, que con sus aventureros intentó apoderarse del puerto de Guaymas, fue derrotado, y con su vida pagó tanta temeridad. La nacionalidad de México y su dignidad no eran vanas palabras, quedaban bajo la garantía que se representa el ejército en buen pie.

Si en el corto periodo de mi última administración no se hizo más, fue culpa de las circunstancias en que fluctuamos; voluntad sobraba: exigir lo que no está en la posibilidad del hombre es una cruel injusticia.

Empero, nada bastó a conseguir la tranquilidad; Álvarez y los alborotadores que lo ayudaban querían revolución, sus miras y depredaciones pretendían cubrirlas gritando contra la dictadura. Para nulificar convenientemente tan malignos intentos, pensé deponer una dictadura que no había pretendido, nada codiciable, y ausentarme; pero esta idea la combatió fuertemente el ministerio y desistí de ella. Las observaciones de los ministros fueron estas: Antes de un paso violento de consecuencias funestas, preferibles son los medios que dicta la prudencia: la dictadura, emanando de la voluntad pública, no carece de legalidad, y ejercida sin abusos en bien de la nación, no hay pretextos para atacarla; el presidente puede apelar al pueblo que lo trajo y lo invistió con el poder discrecional, consultando su voluntad por medio del sufragio universal, la cual sabida, el gobierno sabrá a que atenerse.

Pareciéndome aceptables, obré de conformidad con ellas.

Encargado el consejo de gobierno de recibir la votación y hacer el escrutinio, cuando esto tuvo su efecto, se presentó en cuerpo el día señalado en el salón principal del Palacio y en medio de un ceremonial solemne, su presidente, don Luis G. Cuevas, dirigiéndose a mí, primer magistrado, dijo: Señor presidente de la República: al consejo de gobierno cabe el honor de ser el primero en felicitar al supremo magistrado por el voto de confianza con que la nación lo distingue, emitido tan libre y solemnemente; voto en que a su elección deja el tiempo de convocar la convención designada y reformar la Constitución; voto, en fin, que le acuerda el tratamiento de Alteza Serenísima, el título de Capitán General, y el sueldo de sesenta mil pesos anuales. Todo consta en estos documentos que desde luego presentó ...

Altamente mortificado al oír esa clase de concesiones, violenté la contestación que produje en estos mismos términos: Respetable consejo: la aceptación de mi conducta en el desempeño de la primera magistratura con las facultades que me ha investido la omnipotente voluntad de la nación es la más grande recompensa que acordárseme pudiera; otra cualquiera mi delicadeza la resiste, no obstante la noble intención con que se me favorece, y que no podré menos de agradecer sinceramente; así pues, mi contestación va unísona con mis sentimientos. El tratamiento de Alteza Serenísima, como propio de la primera autoridad de una nación, lo llevaré no más en el desempeño de la primera magistratura, el título de Capitán General lo tengo renunciado por no despojarme de la divisa que se me signó en las riberas del Pánuco, y respecto al aumento de sueldo, preciso es decir que el presidente de la República cubre sus particulares atenciones con los treinta y seis mil pesos que le están señalados ... y es necesario no gravar el exhausto erario.

Tanta confianza, bondades tantas, obligáronme a continuar en mis funciones, y con el esmero que demuestran las mejoras relacionadas. Y habría continuado hasta dar cima a la misión que se me había encomendado si los que por deber y conveniencia hubieran continuado apoyándome con su influencia moral y material; pero inesperadamente se me separaron para aparecer en las filas de los que con siniestra mira pedían la convocatoria, echando así combustible al incendio que más adelante había de devorarlos; llegando su ceguedad y torpe manejo al extremo de situar una imprenta en el convento de San Agustín para hostilizar la constante labor del sostenedor de sus derechos y de los de la Iglesia.

El consejo de gobierno componíanlo cuarenta individuos de lo selecto de la sociedad. Su opinión me pareció de alguna importancia y quise conocerla. Al efecto me presenté en el salón de sus sesiones, acompañado de los ministros, y con disgusto me impuse que con excepción de tres, los demás opinaban por la pronta reunión de la convención, como si fuera posible la celebración de elecciones con la revolución en pie.

El desacuerdo del consejo y el gobierno me puso en conflicto; parecía que aquellos hombres habían perdido de pronto hasta el sentido común. Conociendo al fin que se pretendía empujarme al suicidio, a que yo mismo agravara la situación para inculparme después, adopté en aquel momento lo que la razón y la prudencia aconsejaban: me ausenté antes de verme en el caso extremo de apelar a las armas en sostén de la primera autoridad y en defensa de mi propia persona, lo que no produciría ningún bien.

Ajeno de vanidad y tributando el honor que merecían mis ilustres compatriotas, creí no faltaría entre ellos alguno que me sustituyera dignamente y delegué el poder en el presidente de la Suprema Corte de Justicia, don José Ignacio Pavón, a quien correspondía.

El día 11 de agosto de 1855 me embarqué en el puerto de Veracruz, en el vapor nacional El Guerrero, comboyado por el Iturbide.

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