Índice de Mi historia militar y política 1810-1874 de Antonio López de Santa AnnaPresentacion de Chantal López y Omar CortésCapítulo IIBiblioteca Virtual Antorcha

MI HISTORIA MILITAR Y POLÍTICA
1810-1874

Antonio López de Santa Anna

CAPÍTULO I

1810 a 1821


Desde mis primeros años, inclinado a la gloriosa carrera de las armas, sentía por ella una verdadera vocación. Conseguí el beneplácito de mis padres y senté plaza de caballero cadete en el regimiento de infantería fijo de Veracruz, el nueve de junio de mil ochocientos diez, previas las pruebas de hidalguía indispensables entonces. A los catorce años de edad pertenecía al ejército real de la Nueva España.

Destinado el primer batallón de mi regimiento a la pacificación de las provincias internas de Oriente, a las órdenes del coronel don Joaquín Arredondo, tocóme concurrir a esa campaña de cinco años. Ascendiendo por escala a teniente de granaderos del segundo batallón residente en Veracruz, pasé luego a incorporarme a mi compañía el veinte de noviembre de mil ochocientos quince. En mi brazo izquierdo llevé escudos de honor, obtenidos en acciones distinguidas de guerra. Favorecido con la honrosa nota de buen oficial, el gobernador de la plaza me nombró comandante militar de los extramuros, molestados con repetición por los insurrectos de las inmediaciones, que aún subsistían. Mi comportamiento en este encargo, y algunas comisiones de riesgo desempeñadas a contento del jefe superior, proporcionáronme llevar en mis hombros las dos charreteras, ensueño dorado de mi ardiente juventud.

En las orillas de Veracruz, la gente ruda cometía toda clase de excesos al abrigo de la insurrección que permanecía por allí. El comandante general de la provincia se sirvió encargarme también de la pacificación de aquel territorio, poniendo a mis inmediatas órdenes quinientos veteranos escogidos. Militar pundonoroso, me esmeré en corresponder lealmente a la confianza que se me dispensaba; obedeciendo a mi natural inclinación, valíame con frecuencia de la persuación más que de las armas, medio eficaz con que conseguí la presentación de los hombres de armas que hacían la guerra y que pasaban de dos mil armados y montados, sometiéndose a vivir en poblado y obedientes al gobierno. Este servicio se consideró importante, y se me premió con el grado de teniente coronel y el diploma de la Cruz de la real y distinguida orden americana de Isabel la Católica.

Con la investidura de comandante principal de la demarcación pacificada y amplias facultades, levanté pueblos, reedifiqué la villa de Medellín y todo lo organicé del mejor modo posible; en términos que, a los tres años de paz y orden, las gentes salidas de los montes casi en estado salvaje, variaron admirablemente de índole y costumbres, manifestándose contentas.

Mimado del gobierno virreinal, no tenía límites mi gratitud; y sin embargo, apareció el Plan de Iguala, proclamado por el coronel don Agustín Iturbide el 24 de febrero de 1821, y me apresuré a secundarlo, porque deseaba concurrir con mi grano de arena a la grande obra de nuestra regeneración política.

El mariscal de campo, don José Dávila, comandante general, jefe superior político e intendente de la provincia, generoso por carácter, juzgándome extraviado y en inminente peligro, pretendió salvarme, a cuyo efecto me envió el indulto con el sargento mayor don Ignacio Iberri, y ofertas seductoras. Tanta bondad del anciano general, que me quería como a un hijo, conmovió mi sensibilidad ... ¡Ah, rato penosísimo fijo en mi memoria...! En esta lucha, en este momento de prueba, el patriotismo se sobrepuso a todo sentimiento: continué firme en mi propósito.

Lejos de mi vista lo que seduce y halaga, no veía más que una situación erizada de inmensas dificultades.

Circuido de doce mil buenos soldados, en Alvarado, Córdoba, Orizaba, Huatusco, Jalapa, Perote, Puente del Rey y Veracruz, había necesidad de batirlos y vencerlos. Mi material para abrir la campaña componíanlo: doscientos dieciséis infantes, ochocientos caballos de los indultados, un cañón de a cuatro, un cajón, cartuchos de fusil y mil pesos en la comisaría prestados de mi peculio. Pero colocado entre la victoria o la muerte, la mayor vacilación me perdía; ocurrí al arrojo hasta la temeridad.

A la cabeza de mis pocas fuerzas, forzando una marcha de catorce leguas, me introduje en Alvarado sin obstáculo alguno. El capitán de fragata, don Juan Topete, comandante principal de la costa de Sotavento, aturdido con la sorpresa, se asiló en una casa; la tropa, sin la voz de un jefe, no se movía; el momento presentábase crítico y no admitía dilación. Me presenté frente a frente de aquella tropa vacilante y le hablé con tal ardor y entereza, que dejó la vacilación prorrumpiendo en vivas a la Independencia ... Todo quedó a mi disposición: tropa fuerte, almacenes provistos de armas, municiones y la demarcación entera.

La ocupación del puerto de Alvarado, que nadie esperaba, causó gran sensación al gobierno peninsular e impulsó la revolución; amigos y enemigos admiraron mi feliz jornada que produjo tan buenos resultados a la causa de la libertad. Con el aumento de fuerzas y de recursos me encontré fuerte. A la primera noticia de que el teniente coronel don José Joaquín de Herrera se encontraba en la villa de Córdoba cercado por tres mil expedicionarios, corrí a salvario. Herrera defendíase atrincherado con un puñado de patriotas entusiastas resueltos a vender caras sus vidas.

Muy oportuna fue mi llegada a las orillas de Córdoba; una sola pared quedaba a los patriotas para su defensa; el conflicto era extremo y en proporción las exigencias. Era preciso tomar la ofensiva veloz y activamente, y la tomé con dos mil hombres y seis piezas de batalla a toda costa. La fortuna favoreció mis esfuerzos; en el primer encuentro el afamado coronel español Hevia, que mandaba los expedicionarios, quedó fuera de combate. Este suceso trastornó las operaciones del enemigo al grado de suspender sus hostilidades y ponerse en marcha para Puebla, dejando muchos desertores que buscaban mi bandera tricolor.

Salvado el teniente coronel Herrera, marchó para la provincia de Puebla, reforzado y provisto para operar con buen éxito. Yo me dirigí a la ciudad de Jalapa, ocupada por dos mil seiscientos hombres de todas armas a las órdenes del coronel don Juan Orbegoso. Esta fuerza provista de todo capituló a las seis horas de ataque; la tercera parte de ella tomó mi partido. Mis batallones aumentaban cada día. Los dos fortines del Puente del Rey, su comandante el coronel Flores los rindió a discreción a la primera intimación que le hice.

La fortaleza de Perote a los veintiséis días de sitiada capituló, pero antes fue necesario rechazar en el paraje de Santa Gertrudis a una sección respetable a las órdenes del coronel Concha, procedente de Puebla, que intentó introducir en la fortaleza provisiones de boca y guerra.

En el curso de la campaña destiné al teniente coronel don Juan N. Fernández a la provincia de Tabasco, llevando a sus órdenes cuatrocientos hombres bien equipados, con cuyo auxilio los patriotas tabasqueños consiguieron coronar sus esfuerzos.

El 30 de julio del dicho año, el navío de guerra español El Asia ancló en el puerto de Veracruz, conduciendo a su bordo al teniente general don Juan O'Donojú, Virrey nombrado del Reino de Nueva España. Al Virrey causó grande sorpresa el saber que la plaza había sido asaltada y que por poco la encuentra en poder de los independientes. Tres días después del desembarco el Virrey me invitó a una entrevista, la que tuvimos en la alameda.

El Virrey pretendía un tratado basado en las condiciones contenidas en el Plan de Iguala, para así facilitar entre los beligerantes la buena inteligencia. La proposición me agradó, juzgándola adecuada a las circunstancias, mas me abstuve de serios compromisos de esa clase sin conocimiento del primer jefe. Me reduje, pues, a inculcar al Virrey la necesidad de entenderse con el señor Iturbide, primer jefe del Ejército Trigarante, a fin de obtenerse un buen resultado. Mis observaciones parecieron al Virrey fundadas y convino en ellas. Yo me encargué de comunicarlo todo al señor Iturbide.

Consecuente con lo ofrecido, escribí extensamente al primer jefe manifestándole la buena acogida que mis ideas habían tenido en el ánimo del señor O'Donojú y la importancia de su aproximación a Veracruz rápidamente. En su solicitud destiné al capitán don José Mariño, ayudante de mi confianza, quien puso mi comunicación en sus manos, en la hacienda del Colorado, a tres leguas de Querétaro. El primer jefe, sorprendido agradablemente con mis noticias, encomió mis servicios hasta la lisonja y dispuso en consecuencia marchar luego a la villa de Córdoba. En su contestación me recomendó las mayores atenciones al señor O'Donojú y que lo acompañara a Córdoba, donde habían de verse.

El general O'Donojú mostróse dispuesto a trasladarse a Córdoba. Para inspirarle confianza, le aseguré que yo quedaba responsable de la seguridad y consideraciones que su persona merecía. Su respuesta única fue: estoy resuelto, nada temo escoltado por el valiente que asaltó esas murallas, señalándolas.

Los señores Iturbide y O'Donojú llegaron a Córdoba en un mismo día. Concurrí a sus conferencias llamado por ellos y tomé una parte muy activa en el feliz resultado que tuvieron. El 24 de agosto del mismo año firmaron el célebre Tratado de Córdoba, que terminó la guerra e hizo concebir lisonjeras esperanzas.

Mi campaña quedó finalizada con la ocupación de la importante plaza de Veracruz. Su guarnición, no pudiendo hacer más, se trasladó al castillo de Ulúa. El día 6 de octubre hice mi entrada triunfal en la ciudad de Veracruz, a la cabeza de mi ejército victorioso, en medio del júbilo más completo. El pabellón tricolor lo enarbolé con mis propias manos, en aquellos baluartes, y fue saludado con vivas atronadores y salvas de artillería. Tan felices resultados fueron el fruto de mis afanosas y felices operaciones de siete meses.

He dado alguna explicación de los servicios con que contribuí a la libertad de mi patria no obstante su notoriedad, por haber notado que algunos de mis paisanos se empeñan malignamente en suprimirlos o desfigurarlos en sus escritos, siendo de los más empeñados en esta maldad, ¡cosa increíble!, los hijos de aquellos patriotas que en días venturosos me abrazaban arrebatados de contento y vitoreaban mi nombre ... ¡Ah, con el curso del tiempo, qué mutaciones!

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