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Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo noveno
El asesinato de McKinley



El 6 de setiembre de 1901, el presidente William McKinley ofreció una recepción en el Templo de la Música -situado, como triste presagio, junto a la Corte de las Lilas-, de la Exposición Panamericana de Búffalo. León Czolgosz, joven norteamericano de ascendencia polaca, había venido a Búffalo, aprovechando quizá la baja tarifa de los trenes para la Exposición.

Aquella tarde Czolgosz se ubicó entre las personas que hacían fila para estrecharle la mano al presidente. Cuando llegó junto a éste levantó la mano derecha, aparentemente vendada, y le disparó dos balazos que le dieron en el pecho y en el estómago.

Los soldados y los policías del servicio secreto derribaron a golpes a Czolgosz, quien pensó que lo matarían inmediatamente.

Después que disparé -dijo más tarde-, creí que me liquidarían allí mismo.

Cuando se le preguntó qué motivos había tenido, replicó: Cumplí con mi deber.

Ocho días más tarde, moría McKinley.

2

Meses atrás, Emma había dado una conferencia en el Franklin Liberal Club de Cleveland. En la misma declaró que el Estado no debería existir y que el anarquismo es el único camino hacia la libertad; mas también atacó el erróneo concepto popular de que anarquismo es sinónimo de terrorismo y violencia general. Aclaró que, personalmente, no creía en la violencia, añadiendo que, en todo caso, el anarquismo no tenía por qué ir ligado necesariamente a aquélla.

Durante el intervalo, un joven le solicitó que le recomendara alguna lectura adecuada. Emma ya no lo olvidó; aquel expresivo rostro quedó grabado en su memoria.

Varias semanas más tarde, cuando estaba por marcharse de la casa de Abe Isaak, editor de The Free Society, periódico anarquista de Chicago, se le anunció un visitante; al verlo, reconoció al joven de rostro expresivo, quien se presentó con el nombre de Nieman.

Durante el viaje en tren, en el cual acompañó a Emma, le relató que había sido miembro de un centro socialista de Cleveland, pero que disgustado ante la falta de inquietudes de sus compañeros, deseaba ahora conocer a los anarquistas.

En la estación, Emma fue recibida por varios amigos, entre ellos Havel, a quien solicitó que pusiera a Nieman en contacto con algunos compañeros.

Tras la partida de Emma, varios anarquistas de Chicago comenzaron a sospechar del joven, quien demostraba no saber nada sobre el anarquismo y, sin embargo, no se cansaba de inquirir acerca de las sociedades secretas y de hablar de actos terroristas.

Entonces llegó una carta de los anarquistas de Cleveland en la cual éstos prevenían a sus camaradas de Chicago en contra de Nieman y les informaban que éste era un nombre falso.

En su edición del 19 de setiembre, es decir cinco días antes del atentado, el periódico The Free Society publicó una nota en la cual advertía que entre las filas de los anarquistas se había infiltrado otro agente provocador.

De este modo Nieman, mejor dicho Czolgosz, quedaba señalado como espía.

Emma, que a la sazón se encontraba en Rochester, se disgustó al conocer esta acusación sin fundamento e hizo llegar una vehemente protesta a Isaak.

Nunca descartó por completo la posibilidad de que aquella injusta acusación del The Free Society hubiera espoleado al joven a cometer el asesinato como prueba de su lealtad.

El 6 se setiembre, Emma se hallaba en St. Louis. Un amigo le advirtió que la prensa la relacionaría con el atentado, idea que provocó su risa. Mas al día siguiente quedó muy sorprendida cuando leyó los siguientes títulos:

EL ASESINO DEL PRESIDENTE McKINLEY ES UN ANARQUISTA. CONFIESA HABER SIDO INCITADO POR EMMA GOLDMAN, A QUIEN SE BUSCA.

Al enterarse de que la policía de Chicago tendría detenidos a nueve de sus amigos hasta que la encontraran, decidió volver inmediatamente a dicha ciudad.

Cuando llegó allí, sus amistades lograron convencerla de que se mantuviera oculta por lo menos hasta recibir la recompensa de 5.000 dólares que ofrecía el Tribune de Chicago por una entrevista exclusiva, suma que le serviría para financiar su defensa.

Se refugió en casa de J. Norris, un amigo de buena posición que habitaba en un vecindario elegante. Pero el 10 de setiembre, antes de que pudiera concretarse la entrevista, la policía irrumpió en el cuarto de Emma en busca de la amenaza anarquista.

Nuestra amiga se hizo rápidamente cargo de la situación y simuló ser una criada sueca que apenas sabía hablar; engañados, los agentes estaban a punto de salir cuando descubrieron una lapicera que llevaba su nombre. Así se entregó Emma Goldman, alias Lena Larson.

3

Después del examen judicial de Emma, el alcalde Carter Harrison comentó:

Creo que es exactamente lo que dice ser: una anarquista de fila. Sin duda se trata de una mujer muy capaz, y aunque tuviera alguna relación con un hecho de esta naturaleza, creo que es demasiado inteligente como para dejarse atrapar.

A pesar de estas dudas de Harrison, los funcionarios de Chicago decidieron que Emma debía estar complicada con el crimen de Czolgosz, de un modo u otro.

La policía la sometió al torturante tercer grado, pero ni siquiera acosándola con insistentes interrogatorios durante varios días lograron encontrar el menor indicio de complicidad.

Por su parte, la policía de Búffalo trabajaba febrilmente en Nueva York para conseguir que el criminal declarara que Emma había tenido alguna relación con su delito. Pero, aun después de terribles horas de agotador interrogatorio, Czolgosz se mantuvo firme.

En su primera declaración afirmó:

Le dije al agente que disparé contra el presidente porque era mi deber. Actué por cuenta propia.

En cuanto a Emma:

Una mujer que vi en el Club de Cleveland era Emma Goldman. Dijo que no creía en el voto ni en el gobierno. Dijo que todo gobierno era una tiranía. Dijo que creía en el anarquismo. Yo soy anarquista. Para mí el anarquismo significa auto gobierno. Aquélla fue la única vez que vi a Emma Goldman.

En una declaración que, según consta, hizo a las 22.20 hrs. de aquella noche (6 de setiembre), dio respuestas más explícitas a varias preguntas capciosas de este tenor.

P.- ¿Juró o se comprometió alguna vez a matar a alguien? Lo hizo, ¿verdad? Levante la cabeza y hable, ¿no es cierto que lo hizo?
R.- No, señor.
P.- ¿Cuál es la última persona a quien oyó hablar (contra los gobernantes)?
R.- Emma Goldman.
P.- ¿Le oyó decir que sería bueno que todos los gobernantes desaparecieran de la faz de la tierra?
R.- No, no dijo eso.
P.- ¿Qué dijo? ¿Qué dijo del presidente?
R.- Dice ... no mencionó para nada a los presidentes; habló del gobierno.
P.- ¿Qué dijo?
R.- Dijo que no creía en el Estado.
P.- Y que todos los que apoyan al gobierno deberían ser destruidos, ¿dijo que pensaba así?
R.- No dijo que deberían ser destruidos.
P.- Usted quería ayudarla en su obra y pensó que ésta era la mejor manera de hacerlo, eso es lo que pensó, ¿verdad? Y si fue otra su idea, diganos cuál fue.
R.- Ella no me dijo que lo hiciera.

En una declaración que prestó a las 18 hrs. del 7 de setiembre, Czolgosz admitió que también había visto a Emma en Chicago, pero aseguró que ésta no le había dirigido la palabra pues todas las mujeres hablaban al mismo tiempo.

Salvo algunas contradicciones sin importancia, las declaraciones de Czolgosz coincidieron substancialmente con las de Emma.

Sin tardanza comenzaron a tergiversar las palabras de Czolgosz, y así se ha seguido haciendo desde entonces. Es digno de recordarse que tras los torturantes interrogatorios a que lo sometieron los agentes furiosamente empeñados en descubrir algún indicio, por endeble que fuera, de que existía alguna vinculación entre él y Emma, Czolgosz siguió sosteniendo con firmeza que había actuado por cuenta propia y no por órdenes de otra persona.

La policía revolvió cielo y tierra para encontrar alguna pista.

A principios de ese año, Emma había pasado unas vacaciones en Buffalo invitada por su amigo el doctor Kaplan.

Hattie Lang, la mujer que había dado alojamiento a Emma en Búffalo, fue también arrastrada hasta el puesto policial para prestar una declaración jurada. Dijo que Emma había llegado un sábado por la tarde, hacia mediados de julio. En una oportunidad, su pensionista había ido con los doctores Kaplan y Saylin a visitar la Exposición; de vuelta temprano, vio la iluminación ..., mas no se trataba del resplandor de una inspiración demoníaca sino, indudablemente, de la Torre de la Luz, maravilla posedisoniana que consistía en una torre de ciento veinte metros de altura cubierta con treinta y cinco mil lámparas eléctricas encendidas. Y para mortificación de sus interrogadores, eso fue lo más siniestro que pudo contarles Hattie Lang.

En Rochester, la familia Goldman se vio sometida a interrogatorios policiales y a la persecución popular.

Stella Cominsky, una adolescente sobrina de Emma, fue interrogada despiadadamente durante dos días, pero en ningún momento dejó de afirmar que su Tante era inocente.

En la escuela, los sobrinos de Emma fueron también escarnecidos por las burlas de los compañeros, que llamaban a su tía una asesina.

Pero el padre de Emma sufrió más que nadie. Abraham Goldman perdió muchos de los clientes de su pequeña mueblería, fue relegado por sus vecinos y hasta excomulgado de su sinagoga.

Aunque las autoridades de Búffalo no pudieron encontrar prueba alguna de la complicidad de Emma, no se dieron por vencidas. El superintendente de policía William S. Bull, opinaba que Czolgosz era anarquista y que todos sus actos habían sido guiados por otros, teoría que sostuvo incansablemente.

Después de presenciar el interrogatorio de Czolgosz, afirmó que era patente que el muchacho estaba enamorado de Emma Goldman. Bull envió al agente Mathew J. O'Loughlin a Cleveland para que averiguara el pasado de Czolgosz. El investigador presentó un informe según el cual el criminal se hizo partidario de Emma Golman, a quien acompañaba en sus viajes o seguía. Fue a DetrOlt, donde permaneció durante un tiempo luego viajó a Chicago y posiblemente a otros lugares.

Recordemos que Czolgosz había reconocido que el 7 de setiembre vio a Emma en Chicago, de modo que O'Loughlin no aportó nada realmente nuevo, salvo la equívoca información de que el joven se habría trasladado a Chicago con Emma y convertido en partidario de ésta.

George E. Corner, jefe de la policía de Cleveland que vigilaba de cerca el movimiento de los radicales de aquella ciudad, se acercó mucho más a la verdad cuando confesó que le había sido imposible descubrir conexión alguna entre Czolgosz y los anarquistas.

Aunque en ningún momento se dejó de hacer esfuerzos por lograr que el criminal modificara sus declaraciones, éste jamás se desdijo.

En camino a la Penitenciaría de Auburn, terminado su proceso, volvió a afirmar:

Conocí a Emma Goldman y a otros en Chicago. Oí a Emma Goldman cuando habló en Cleveland. Ninguna de estas personas me dijo que debía matar. Nadie me lo ordenó. Todo lo hice solo.

Las autoridades de Auburn continuaron los interrogatorios tendientes a demostrar que Emma estaba implicada en el crimen.

Revelando gran desprecio por la verdad, el superintendente Collins le preguntó a Czolgosz:

¿Sabe que Emma Goldman dice que usted es un idiota, un inútil y que le pidió la limosna de algunas monedas?
No me importa lo que ella diga-, replicó cansadamente el prisionero-. Ella no me ordenó que hiciera esto.

A pesar de que no hubo pruebas contra Emma Goldman, como informó el Times de Nueva York (13 de setiembre), el fiscal de distrito del Condado de Erie, Thomas Penney, propuso la extradición de Emma, iniciativa que no tuvo éxito.

Afirmaba que había bastantes pruebas como para darle derecho a llevar a la señora Goldman a Buffalo e iniciar juicio contra ésta por conspiración para asesinar al presidente.

Mas como, en realidad, no contaba con los elementos suficientes, no pudo presentarse ante la corte superior, entonces en sesiones, para obtener una acusación formal.

Pese a este fracaso, no cejó en su empeño y solicitó la extradición de Emma partiendo del absurdo de que dicha acción legal no era requisito indispensable. Al parecer, Penney pensaba que si conseguía llevar a Emma a Buffalo, podría iniciarle proceso y crearse así, probablemente, un futuro político.

Este fiscal es el responsable de que se hayan mantenido en secreto las partes de la confesión de Czolgosz que demuestran la total inocencia de Emma.

¿Por qué no pudo Penney lograr la extradición de Emma?

No encontramos explicación material de su fracaso. En opinión de Emma, fue O'Neill, jefe de la policía de Chicago, quien influyó para que los funcionarios de Illinois exigieran la presentación de pruebas directas. Un amigo de Emma, periodista del Tribune de Chicago, le informó que O'Neill estaba en conflicto con varios de sus capitanes, a quienes quería encarcelar por perjurio y soborno. Le disgustaba enormemente que trataran de desembarazarse de su difícil situación cubriéndose de gloria con la detención de Emma.

Después de interrogarla y convencerse de que era inocente, O'Neill puso todo su empeño para que se levantaran los cargos contra ella. Sea como fuere, el hecho es que no pudieron conseguir la extradición y Emma fue puesta en libertad después de quince días de arresto.

Durante su permanencia en la cárcel un policía le propinó tal golpe en la boca que le arrancó un diente.

4

La salvaje histeria que se desató en el país en setiembre de 1901, hace aún más sorprendente el que se haya dejado a Emma en libertad.

No sólo sus parientes habían sido objeto de persecución. Johann Most habría terminado en la silla eléctrica si se hubiese quedado en Búffalo, donde trabajó desde 1897 hasta 1899. Fue arrestado por reimprimir Der Mord (El Asesinato), artículo escrito medio siglo atrás por el republicano alemán Karl Heinzen.

Aunque sólo había llegado a venderse un ejemplar del Freiheit donde se reproducía dicho ensayo (aclaremos que lo adquirió un policía el mismo día del asesinato de McKinley), Most fue sometido a juicio y condenado a otro año en la Isla de Blackwell.La noche del atentado, un joven orador concentró gran número de personas en la calle 125 de Nueva York y pronunció un discurso en el que atacaba violentamente a los anarquistas y proponía que se les aplicara el Método de Carolina del Sur; invitó a sus oyentes a seguirle hasta Paterson, plaza fuerte de los anarquistas, para que lo ayudaran a empezar la matanza y a quemar el lugar hasta que nada quedara en pie.

Cándidamente, el Times de Nueva York reconocía:

En esos momentos había algunos policías cerca, pero no hicieron esfuerzo alguno por detener a aquel hombre y evitar que pidiera voluntarios.

En Nueva York una multitud ataco a un supuesto anarqUista, y en Nuevo México arrestaron a un anarquista que tocaba el violíh en una cantina.

Al alcalde de Marietta, población de Ohio, casi lo mataron por expresar que aprobaba el asesinato.

En Chicago, William Randolph Hearst, cuyos periódicos habían criticado acerbamente a McKinley antes del crimen, tenía siempre en su escritorio un revólver al alcance de la mano.

Episodios como éstos se repetían en todo el país.

Es natural que el asesinato del jefe de Estado indignara al pueblo y lo moviera a una furia irreflexiva.

El ofuscado Czolgosz había cometido una atrocidad que constituía un verdadero golpe para todos aquellos que se preocupaban por su sistema politico. Además, un atentado contra el rey -como certeramente dijo Thomas Erskine-, equivale a parricidio contra el Estado, y el jurado, los testigos y hasta los jueces son los hijos de la víctima (1).

Las personas que consideraban al rey, o al presidente en en este caso, como símbolo del padre-Estado no podían menos que enfurecerse al ver derribar dicho símbolo.

Pero la orgía de ira nacÍonal y la consiguiente persecución de sujetos inocentes fue mucho más allá de lo predecible.

¿De dónde provenía esa ola de locura de fines de estío? Muy importante fue el hecho de que Czolgosz se calificara de anarquista; en aquella época, la prensa presentaba a los anarquista s como diabólicas figuras extrahumanas desprovistas del más mínimo toque de humanidad. Y ya que no eran humanos, merecían que la furia del pueblo se descargara sobre ellos.

Pero si comparamos la reacción pública ante el asesinato de Garfield con le que provocó el de McKinley, descubriremos un hecho quizá más trascendente: se había abatido la cabeza de los Estados Unidos en un momento en que el nacionalismo avanzaba arrolladoramente y el país estaba a punto de dar el gran paso que lo convertiría en potencia industrial e imperialista (2), como se lamentó Louis E. McComas, representante de Maryland, ante el senado:

Esta tragedia ha sobrevenido cuando nuestra República se ubicaba en primera fila entre las potencias internacionales y cuando comenzábamos a concretar nuestra ilimitada grandeza (3).

Todo aquel o aquello que se interpusiera en el camino de la patria hacia su ilimitada grandeza debía ser derribado, abolido, destruido totalmente. Esto es, de modo literal, lo que le sucedió al extraviado Czolgosz: después de hacer pasar una corriente de 1.700 voltios por su cuerpo, se apresuraron a quitarle la tapa de los sesos a fin de comprobar si estaba realmente loco y luego, al bajar su cadáver a la tumba, le vertieron una damajuana de ácido sulfúrico.

En vista de todo esto, resulta aún más admirable la actitud de Emma hacia el asesino. Los amigos le advirtieron que sus expresiones de simpatía eran sumamente peligrosas. Clarence Darrow le envió un abogado de su estudio para prevenirle que, si persistía en su posición, se la acusaría de complicidad en el crimen.

Nada logró influir sobre los sentimientos de Emma, que nunca dejó de ver en Czolgosz al pobre desdichado a quien todos negaron y abandonaron.

La histeria popular, por grande que haya sido, no pudo hacerla cambiar de opinión.

En el transcurso de su vida, plena de momentos dramáticos, Emma mostró muchas veces un valor excepcional. Mas su negativa a unirse al rebaño en el clamor contra Czolgosz la acercó a lo sublime: mientras estaba en la prisión de Chicago, en inminente peligro de ser condenada a largos años de cárcel o a algo peor, puso de manifiesto un desapego realmente impresionante al repetir sus expresiones de simpatía por el infortunado asesino. Hasta los periodistas, siempre escépticos en cuanto a la existencia de un verdadero idealismo, quedaron sinceramente perplejos al enterarse de que Emma se había ofrecido para cuidar a McKinley, a pesar de que estaba de parte de Czolgosz. En vano trató de explicar su solicitud para con ambos protagonistas de la tragedia. Pero hubo una persona que fue capaz de comprender su humana compasión.

Desde el encierro, Berkman le envió la siguiente carta de aprobación:

Tu comportamiento ha sido espléndido, querida; me emocionó especialmente tu declaraciÓn de que estarías dispuesta a atender al herido, en caso de que necesitara de tus servicios, pero considerabas que el pobre muchacho, condenado y abandonado por todos, precisaba y merecía tus simpatías y ayuda en mayor medida que el presidente. Más que tus cartas, estas afirmaciones tuyas me han dejado ver de modo contundente el gran cambio que los años de madurez han ido obrando en nosotros. Sí, en nosotros ... pues mi corazón se ha hecho eco de tus nobles sentimientos. ¡Cuán imposible habría sido que semejante pensamiento pasara por nuestra mente hace apenas una década! Lo habríamos considerado una traición al espíritu de la revolución.

Y añadía que a los treinta años, uno no es tan despiadado, fanático y parcial como a los veinte.

Por cierto que, con su actitud hacia McKinley y Czolgosz, Emma demostró mayor sabiduría y compasión que la que evidenció diez años atrás cuando le propuso a Berkman hacer volar la oficina de un periódico.

A pesar de que los amigos le advirtieron que hacerlo era una locura, cuando salió en libertad Emma retornó a Nueva York.

Todos estaban seguros de que la enviarían a Búffalo para procesarla. ¡Pero Emma consideraba inconcebible que se dejara a Czolgosz abandonado a su triste suerte, sin que se hiciera el más mínimo esfuerzo por ayudarlo.

En Nueva York nadie quiso darle alojamiento; finalmente tuvo que compartir la habitación con una joven prostituta, la cual, con la bondad que a veces muestran las muchachas de su profesión hacia las personas que se encuentran en dificultades o sin recursos, le cedió el cuarto a Emma y se mudó a la casa de una amiga.

Cuando Emma comenzó su campaña para organizar actos en pro de Czolgosz, su viejo amigo Brady le comunicó llanamente que nadie le cedería un local en Nueva York y que ella era la única persona dispuesta a hablar en favor de aquel hombre.

Emma le replicó que, si bien no esperaba loas para su iniciativa, suponía que habría algunos radicales capaces de sentir simpatía por el desdichado. Estaba equivocada; no podía hacerse absolutamente nada por él. Impotente, debía mantenerse a un lado y presenciar cómo lo arrastrarían a la cámara de la muerte.

Con razón, impugnaba el juicio hecho a Czolgosz.

En efecto, la causa se celebró el 23 y el 24 de septiembre, pocos días después de la muerte de McKinley. El tribunal designó a Loran L. Lewis y a Roberto C. Titus, ex magistrados de la Corte Suprema de Nueva York, para la defensa. Estos dos jueces jubilados y aparentemente satisfechos de sí mismos, como lo describió el doctor Allan McLane Hamilton, no hicieron el menor simulacro de defensa de aquel indeseable cliente. No hubo ningún intento de reunir a un jurado cuyos integrantes mostraran un mínimo de desprejuicio.

En su informe sobre el proceso, el dóctor Carlos F. Mac Donald, notable alienista de Nueva York, hizo la observación de que el jurado daba la inequívoca impresión de que cada uno de sus miembros iba mentalmente dispuesto a condenar al acusado. Si Czolgosz hubiera asesinado a un ciudadano común, y no al presidente, es seguro que la defensa no habría aceptado a ninguno de los integrantes de aquel jurado; y en lugar de reunir a un jurado en el breve lapso de una hora y media, esta tarea habría llevado probablemente varios días.

Durante el proceso, Lewis y Titus parecieron sentirse obligados a colaborar con el fiscal. El primero pronunció lacrimosas palabras de disculpa por tener que actuar como defensor del asesino de nuestro bienamado presidente, uno de los hombres más nobles que Dios haya puesto sobre la Tierra ... (cuya) muerte constituye el golpe más terrible que yo haya sufrido en muchos años. Tal el discurso de la defensa.

Después de enjuiciar a Czolgosz durante cinco horas y media el jurado se retiró a deliberar; tardó exactamente treinta y cuatro minutos -para guardar las apariencias- en reaparecer con el veredicto que todos esperaban.

Tal como lo expresó el Times dé Nueva York, sin intencionada ironía, tardaron un tiempo extraordinariamente breve para lo que se acostumbra en nuestro sistema de justicia.

Aunque el Times afirmó que el juicio fue un procedimiento digno y lo ensalzó como Proceso Modelo, no cabían dudas de que aquélla había sido una parodia de justicia, según las palabras del doctor Hamilton.

Probablemente también haya sido una monstruosa aberración de la justicia, pues había pruebas, que se mantuvieron ocultas, en apoyo de la hipótesis de que Czolgosz era un insano.

En opinión del doctor Hamilton, quien asistió a la causa, el acusado sufría evidentemente una alteración mental.

Después del juicio, dos famosos alienistas, Walter Channing y L. Vernon Briggs, realizaron un concienzudo estudio de la vida de Czolgosz y, a diferencia de los médicos de la acusación y de la defensa, que no intentaron investigar el pasado del asesino, llegaron a la conclusión de que el joven era un insano.

En su opinión, habría sido víctima de una demencia precoz y sufría dos alucinaciones: el considerarse anarquista y el creer que era su deber ultimar al presidente.

Si tomamos en cuenta el dictamen de estos especialistas, es incuestionable que Emma exageró la fortaleza de carácter y la avidez intelectual de Czolgosz. Quizá no se trataba, como creía Emma, de un joven extraviado que se había encaminado hacia el anarquismo, sino más bien de un hombre que necesitaba tratamiento psiquiátrico y que halló en el anarquismo un pretexto para justificar su acto.

En rigor de verdad, Emma tendía a defender al demente asesino a consecuencia de una reacción exagerada frente al espíritu de venganza popular y por recordar que también ella había planeado un asesinato con Berkman.

Durante el Congreso Anarquista de 1907, no censuró a Baginsky, su compañero de delegación, cuando éste expuso la ridícula idea de que el atentado realizado por Czolgosz había asestado un gQlpe a la lucha de clases.

Por otra parte, tanto ella como Berkman opinaban que el joven no debía haber cometido el asesinato. Es indudable que su corazón se sintió tocado por el hecho de que aquel pobre muchacho quedara solo, y fuera negado y vituperado por todos.

Treinta y seis años más tarde, en una Barcelona destrozada por la guerra, recordó el aniversario de la ejecución de aquel pobre muchacho desamparado, León Czolgosz.



Notas

(1) Citado por Robert J. Donovan en The Assassins, Nueva York, Harper & Bros., 1955, p. 105.

(2) La comparación con el asesinato de Garfield es más pertinente por diversas razones, que el parangón con la muerte de Lincoln. McKinley y Garfield gozaban aproximadamente de igual grado de popularidad; se asemejaban más en cuanto a capacidad y obras realizadas. A Charles Guiteau, el asesino de Garfield, se le hizo un proceso notablemente imparcial durante el cual hasta le fue permitido arengar a la corte. Aunque el sentimiento popular no era en modo alguno favorable al autor del crimen, nunca alcanzó las alturas de la increíble animosidad que se desencadenó contra Gzolgosz y todo aquél que, aun erróneamente, se suponia ligado al asesino. Es cierto que un guardia disparó contra Guiteau a través de la puerta de su celda y que un borracho lo atacó a tiros cuando salía de la corte. Pero cientos de personas se pusieron de parte del asesino, y éste recibió muchas cartas y telegramas de adhesión. Uno de los despachos telegráficos, por ejemplo, estaba firmado por un Grupo de Admiradores; en él se lo alentaba afirmando que todo Boston simpatiza con usted. Debería ser presidente. (Citado por Donovan, The Assassins, pp. 54-55). Casi nadie simpatizaba con Czolgosz; nadie lo propuso para la presidencia.

(3) En nuestra historia encontramos muchas otras expresiones de esta obsesiva religión del nacionalismo, como podría llamársele. Hacia fines del siglo XIX, un amplio sector de la población aceptó gustosamente la doctrina de que los Estados Unidos llegarían a ser superpotencia. Veamos algunos ejemplos. Henry Watterson predijo que el país estaba destinado a ejercer su dominio sobre los actos de la humanidad y a influir sobre el futuro del mundo como ninguna otra nación lo hizo en el curso de la historia, ni siquiera el propio Imperio Romano. Por su parte, el senador Albert Beveridge proclamó modestamente que el pueblo norteamericano ha sido elegido por Dios para conducir al mundo a su regeneración final. En opinión de Josiah Strong, era manifiesto que el destino de los hombres estaba en manos de los anglosajones, y añadió que los Estados Unidos se convertirían en patria de esta raza, en asiento principal de su poder, en gran centro de su influencia. De modo paradójico, Alfred Thayer Mahan llegó a afirmar que los todopoderosos norteamericanos eran más débiles que el sino que debían cumplir pues quiéranlo o no, deben ahora comenzar a mirar hacia afuera. También Henry Cabot Lodge adoptó el punto de vista del destino de la raza, pues aseguraba que debíamos obedecer el mandato de nuestra sangre y ocupar nuevos mercados; con profundísimo fatalismo clamó: la suerte ha fijado nuestra política, no podemos cambiarla; el comercio del mundo debe ser nuestro y lo será ... Si reunimos cinco, cincuenta o quinientas de estas declaraciones, veremos que la suma dará siempre el mismo resultado: la religión del nacionalismo, la doctrina de que a Estados Unidos le está asignada una grandeza sin límites.
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