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Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo décimo
Los medios y los sueños



Hacia 1929. Theodore Dreiser estaba escribiendo su Gallery of Women y, puesto que deseaba incluir a Emma en esta galería por ser una figura que tenía un pasado increíblemente dramático y colorido, le solicitó que le escribiera algunos incidentes cardinales de su vida. En una de sus misivas a Dreiser, al referirse a la violencia, Ernma dice:

Nunca en mi vida induje a nadie a realizar actos de violencia. La única vez que participé conscientemente en uno de estos actos fue cuando colaboré con Berkman. Y debido a su insistencia, no ocupé mi lugar a su lado. Cuando lea mis memorias comprenderá por qué, y cuánto dolqr y arrepentimiento me costó el no compartir su suerte. Pero es totalmente absurdo afirmar que yo haya instigado a alguien a la violencia.

He aquí un exacto resumen del nexo que hubo entre Emma y los actos terroristas.

Todo señala de modo concluyente que Czolgosz no acfuó al instancias de Emma. Y a pesar del veredicto es probable, aunque en este caso las pruebas no sean tan contundentes, que en Union Square no haya exhortado al público a la insurrección y al desorden.

Después de la tragedia de McKinley se intentó en diversas oportunidades culparla de ciertos actos: la colocación de una bomba en el edificio del Times de Los Angeles en octubre de 1910, la explosión ocurrida en un edificio de departamentos de la Avenida Lexington de Nueva York en julio de 1914, y la explosión que se produjo en julio de 1916 en San Francisco. Mas Emma no tuyo ninguna responsabilidad en estos incidentes. Por lo tanto, y según ella misma le escribió a Dreiser, la única vez que participó en un acto violento fue en el atentado contra la vida de Frick. Este suceso le impuso la necesidad de resolver el complicado problema que le presentaba la relación entre los medios utilizados para alcanzar los fines y los sueños que fijan dicha meta.

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Un buen abogado en lo criminal podría haber encontrado muchos argumentos en disculpa del acto de Berkman y la complicidad de Emma.

En primer lugar, actuaron impulsados por motivos menos utilitarios que los que guiaban las vidas de Carnegie y Frick. No buscaban, como éstos, gran riqueza y poder personal. Hasta donde el hombre es capaz de obedecer a fines puros y libres de egoísmo, puede decirse que los de Emma y Berkman fueron idealistas y desinteresados.

En segundo término, Carnegie y Frick eran verdaderos representantes de un poder irresponsable que, tarde o temprano, tenía que ser obligado a hacerse cargo de su responsabilidad. En Frick, cuyo mejor marco era indudablemente la humosa Pittsburgh, veían el símbolo de la América industrial, urbana, del período posterior a la caducación de la frontera.

Para ellos, Frick era la encarnación del monopolio y del capitalismo, con su dura y argumentada indiferencia ante los razonables deseos y esperanzas de sus obreros; representaba el poder capitalista concentrado que no debía responder ante ninguna institución estatal o ningún grupo externo.

Cuando Frick obtuvo la Guardia Nacional para defender su posición en Homestead, Emma y Berkman vieron confirmada su convicción anarquista de que el magnate y los demás capitalistas dominaban también las instituciones del Estado.

Arriesgando su vida, decidieron hacer algo como contribución a la lucha tendiente a liberar al deificado Pueblo de las garras de este poder libre de responsabilidades.

Además, aquél fue un período en el que muchas disputas se dirimían por la fuerza. Una época de Barones -como escribió Charles Beard-, en la que la fuerza física era parte habitual de los procedimientos de las altas finanzas.

Las mismas personas que se horrorizaban ante los Molly Maguires o ante actos esporádicos de violencia, tales como el de Berkman, no se conmovían al enterarse de los frecuentes desmanes cometidos por el ejército rompehuelgas de Pinkerton. Frick asestó el primer golpe en 1892.

También podríamos presentar un aceptable argumento de índole filosófica: la violencia individual se justifica por lo menos tanto como la violencia nacional organizada que se conoce con el nombre de guerra.

Todos estamos encerrados en gran medida dentro de nuestra propia conciencia; todos, querámoslo o no, nos encontramos en lo que Ralph Barton Perry denominara años atrás La Categoría Egocéntrica. Las implicaciones de esta categoría son dignas de discusión, y por cierto que el debate que han sostenido siempre sobre el tema idealistas y realistas ha constituido una preocupación fundamental de la filosofía. Pero puede asegurarse que este dilema hace difícil, si no imposible, demostrar cabalmente que es falsa la tesis anarquista de que el individuo -el yo- es la realidad básica, y el Estado, una mera abstracción. Desde este punto de vista, cabe argüir que se justifica más el uso de la violencia por parte de un individuo para lograr sus fines personales que su participación en los movimientos de fuerza en gran escala desatados por entes abstractos tales como el Estado, el cual se compone de colectividades de personas que niegan la individualidad.

Desde este ángulo filosófico, el acto de Berkman tiene mayor justificativo ético que la famosa carga de Theodore Roosevelt en la sierra de San Juan (en cuya cima, según informó triunfalmente, mató a un español con sus propias manos, como a una liebre).

Asimismo, tiene cierta validez el argumento de Emma y de Berkman de que la fuerza engendra la fuerza, o dicho más exactamente, la violencia engendra la violencia.

Sólo una mente cerrada a la discusión franca del problema de la violencia se negaría a reconocer que existe un elemento de verdad en esta afirmación de Berkman:

La bomba es el eco de vuestros cañones ejercitados contra nuestros hermanos que sufren hambre; es el clamor de los huelguistas heridos ... la bomba es el fantasma de vuestros crímenes pasados.

¿Se construyen los barcos de guerra para cumplir fines educativos? ¿Es el ejército una escuela dominical? ¿Constituye el cadalso un símbolo de hermandad?

Son algunas de las preguntas formuladas por Berkman y cuya respuesta sólo puede ser negativa, con lo cual se admite automáticamente que la violencia en gran escala ejercida por el Estado abre el camino a la violencia individual y, por comparación, la hace aparecer insignificante.

Hoy en día el símbolo de la violencia no es la pequeña bomba del anarquista sino el horroroso monstruo del hidrógeno del Estado.

El problema resulta aún más complejo si entramos a analizar la usual actitud ambivalente de la gran mayoría del pueblo hacia la violencia. Esta actitud puede describirse de modo muy simple: la violencia estatal, defensiva naturalmente, es sacrosanta; la violencia individual es asesinato.

Ahora bien, los terroristas rusos, Emma y Berkman entre ellos, no creían que ninguna forma de violencia fuera sagrada, sino que, por el contrario, llegaron a la conclusión de que se trata de algo necesario e inexcusable, para decirlo con las palabras de Albert Camus.

Este concepto cala mucho más hondo que el enfoque adoptado por la generalidad.

Las mentes mediocres -escribió Camus-, enfrentadas a este terrible problema, procuran protegerse ignorando uno de los términos del dilema. En nombre de los principios formales, se contentan con afirmar que toda violencia directa es inexcusable y justificar aquella forma difusa de violencia que se practica en la escala de la historia mundial (1).

Sin embargo, no se trata simplemente de la mediocridad mental; en efecto, quiepes están interesados en mantener el orden presente tienen razones personales imperiosas para creer en las ideas que postulan. Con aguda mordacidad, John Dewey aduce que toda esa gente que vitupera el uso de cualquier forma de violencia, está siempre dispuesta a recurrir ella misma a la violencia. Se opone fundamentalmente a todo cambio en la institución económica existente y para mantenerla acude a la fuerza que esta misma institución pone en sus manos. No le es menester abogar en favor del uso de la fuerza, sólo tiene que emplearla.

De tal manera, la mayoría de quienes condenaron la acción de Berkman cometían ellos mismos actos de violencia o aprobaban las medidas de fuerza. Ejemplo externo, que viene al caso mencionar aquí, fue el sanguinario ofrecimiento hecho por el senador Joseph R. Hawley después de la muerte de McKinley:

Aborrezco profundamente la anarquía y daría mil dólares por poder disparar sobre un anarquista (2).

Pero sería una limitación de nuestra parte contentarnos con los argumentos tu quoque de un abogado defensor. A los idealistas, que tienen miras superiores, debemos juzgarlos más estrictamente que a las personas que se conforman con el mundo tal como es.

Hemos presentado todos estos justificativos a fin de tomar una perspectiva y comprender mejor el problema, pero el hecho es que, pese a todo lo que se diga, el acto de Berkman resulta inexcusable, pues se trata de un caso de idealismo equivocado que lindó con la insensatez.

Emma y su compañero cometieron el desatino de querer aplicar directamente las tácticas revolucionarias rusas a los problemas norteamericanos. Cualesquiera sean las razones que justificarían semejante procedimiento en Rusia, el intento de asesinato estaba completamente fuera de lugar en un país donde ambos tenían considerable oportunidad de expandir sus ideas por medio de la persuasión. Obraron llevados por dos conceptos erróneos. En primer lugar, el creer que en los Estados Unidos existía una opresión similar a la de Rusia, ejemplo de su incapacidad general común entre los anarquistas- para distinguir los diferentes grados de despotismo ejercido por los distintos Estados.

Su segundo error, ligado al primero, fue su casi completa falta de conocimiento del pueblo norteamericano, lo que les impidió prever cuál sería la reacción del mismo frente al atentado.

Aún impregnados del espíritu ruso, representaron su papel en la tragedia en un idioma revolucionario absolutamente extraño a los oídos del pueblo norteamericano.

El compañero de prisión de Berkman, Jack Tinford, y otros obreros de Homestead no concebían que pudiera haber otro motivo que no fueran asuntos de negocios. Al aplicar equivocadamente una táctica sospechosa en un medio donde imperaban condiciones diferentes, Emma y Berkman no se percataron de que casi nadie en aquel país podía comprender cuáles eran las razones de su conducta.

Además, fue siempre desacertado suponer que tales actos de violencia servirían para concretar cambios sociales benéficos. Si, como sostenían Ernma y Berkman, la fuerza estaba en manos de la clase capitalista, ello era razón de más para buscar los cambios radicales por medios pacíficos.

La idea de que únicamente la violencia podía preparar el camino hacia una nueva sociedad sólo trajo apareadas (en el Occidente) consecuencias cada vez más desastrosas a medida que se acercaba el siglo XX.

Los adelantos técnicos y la concentración del poder hicieron de esta táctica de barricadas una práctica tan anticuada como el transporte a lomo de mula.

Pero el error más triste en que cayeron Emma y Berkman no es precisamente esta falta de conocimiento de la realidad, sino su presunción de que el fin justifica los medios.

Esta convicción impulsó a Emma a mentir y engañar a su querida hermana Helena; la llevó, junto con Berkman, a preparar una bomba de tiempo casera en una casa de inquilinato atestada de gente pobre, poniendo en peligro la vida de aquellos inocentes; y les hizo creer que, con eliminar a un ser humano, apresurarían la llegada del día de la libertad y de la hermandad entre los hombres. La plenitud de la vida se alcanzaría mediante la destrucción de vidas.

El hecho de que Emma sólo participó una vez en un acto de violencia es indicio de que pronto superó su concepto de que el fin justifica los medios. Años más tarde, criticaba severamente su posición anterior. Arthur Leonard Ross, su abogado, le aconsejó que no relatara en su autobiografía que había llegado a ofrecerse como prostituta a fin de financiar un revólver para Berkman. Acertadamente, le señaló que de esa manera dejaba establecida su complicidad pro confeso y le advirtió:

El burgués presidente de un país burgués puede ver en esta historia el impulso humano de un corazón juvenil tanto como yo akanzo a distinguir el Vesubio desde la ventana de mi oficina.

Emma se negó a omitir el episodio por varios motivos:

La principal razón es el hecho de que mi complicidad en el acto de Berkman y nuestra relación ha sido el leitmotiv de los cuarenta años siguientes de mi vida. En realidad, constituye el eje de mi historia. Usted está equivocado si piensa que mi desesperada conducta obedeció únicamente a los impulsos humanos de un coraz6n juvenil ... Fue mi devota y religiosa creencia de que el fin justifica cualquier medio. Mi ideal, entonces, era la hermandad entre los hombres. Conservo intacto este ideal, pero he cambiado en un aspecto: me he dado cuenta de que un gran objetivo no justifica cualquier medio.

También llegó a arrepentirse de haber castigado a Most con un látigo, como lo demuestra el que tratara de reconciliarse con él antes de su fallecimiento, producido en 1906.

Mucho más tarde le escribía a Max Nettlau, historiador anarquista:

Admito que nada que hubiera hecho Most o cualquier otro después de 1892 me habría inducido a castigarlo. Por cierto que muchas veces lamenté haber atacado al hombre que fue mi maestro y mi ídolb durante tantos años.

En fin, con el correr del tiempo, trastrocaría casi totalmente su posición frente a la violencia como medio. En una carta a Berkman, en 1928, declaraba que desearía poder adoptar la posición de Tolstoi o de Gandhi:

Me gustaría mucho. Considero que la violencia, cualquiera sea su forma, nunca ha tenido resultados constructivos y probablemente no los tendrá.

Pero le era imposible plegarse totalmente a las ideas de Tolstoi porque no podía abandonar su antigua convicción de que todo cambio es siempre violento.

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Su concepto de que la violencia es inevitable derivaba de la teoría evolucionista de Kropotkin.

Como se recordará, éste afirmaba que la violencia acompaña tan indefectiblemente los grandes cambios sociales como la noche sigue al día. Al parecer, Emma nunca se percató de que, al adoptar este punto de vista, se entregaba a una forma de historicismo que repudiaba en otros campos.

En efecto, en lo concerniente a la violencia, sostenía que todo lo que fue válido en el pasado, lo será también en el futuro. Contradiciendo el resto de sus formulaciones teóricas, rechazaba la posibilidad de que los métodos tendientes a lograr los cambios sociales podrían también sufrir modificaciones radicales. Asimismo, se enredó en la maleza de un determinismo cultural y social. En general, creía que el individuo podía actuar bajo su prqpia responsabilidad, que estaba capacitado, por ejemplo, para ser menos esclavo. Pero cuando se trataba de actos de violencia argüía que los individuos que entraban en el juego estaban atrapados firmemente en una red de fuerzas que, por último, los llevaban a desatarse en forma violenta.

En tanto que nunca alcanzó a resolver estas contradicciones de su pensamiento, encontró en cambio la manera de explicar la conducta de hombres como Czolgosz: se trata de naturalezas hipersensibles que ceden al ser sometidas a una fuerte presión; los individuos de mayor vigor estarían más capacitados para soportar dicha presión y aun ejercer su propia voluntad.

La indignación popular que se levantó contra Emma se debió en gran parte a que ésta postulaba la teoría de que la violencia es un mal inevitable y a que expresaba su simpatía por los individuos exageradamente sensibles. Si despertó tal animosidad no fue porque ella en persona cometiera actos de violencia, sino porque se negó a plegarse al coro de quienes condenaban la violencia individual.

Aunque a partir de 1892 nunca más tuve conexión directa con un acto de violencia -apuntó-, siempre me he puesto de parte de quienes los realizaban. Durante toda mi vida he tratado de mantenerme apartada de quienes clamaban: ¡crucificadlo! Aun cuando no aplaudiera la conducta de esos hombres, comprendía cuáles eran los motivos que los habían impulsado a la violencia.

Para las autoridades y para el común de la gente, tal actitud parecía prueba concluyente de que Emma instigaba a la violencia.

Los esfuerzos de esta mujer por entender la razón de estos actos y la benevolencia que mostraba hacia quienes recurrían a la fuerza podían ser, ante los ojos de la mayor parte de los norteamericanos, a lo sumo una señal de obstinada irresponsabilidad. Semejante espíritu de comprensión y de simpatía fue siempre rara flor: muchos se apresuran a unirse a los perros de caza cuando se les presenta la oportunidad, pero pocos se inclinan a socorrer a la liebre.

4

Por paradójico que parezca, en aquel año de 1892, precisamente cuando llegaban a la negación extrema de sí mismos e intentaban su propia destrucción, Emma y Berkman crearon para sí un valor duradero. Su disposición a sacrificarse en aras de la confraternidad humana probó concluyentemente que su ideal era para ellos un imperativo y revestía importancia suprema dentro de sus vidas.

No sin razón, el attentat de 1892 se convirtió en el leitmotiv del resto de sus días.

Incuestionablemente, ambos opinaban que la violencia era inevitable e inexcusable. Berkman podía haber planeado el atentado de manera que lograra escapar sin ser descubierto y así quedar impune. Mas fue a Pittsburgo con la intención de suicidarse después de explicar las razones de su conducta.

Emma también consideraba imperdonable tal acto y durante toda su vida se sintió culpable por no haber compartido la suerte de su camarada. Ya que, como ambos pensaban, la violencia resultaba inevitable, lo menos que podían hacer era entregar sus vidas a cambio de la que ellos tomaban.

En este sentido se negaron a poner sus ideas por encima de la vida humana y afirmaron el valor supremo de la misma.

Vendrían luego otros hombres que esgrimirían el ideal de la fraternidad pero se contentarían con glorificar sus ideas mostrando desprecio por la vida humana: son los que asesinarían amparados en la oscuridad o en los campos de concentración (3).

Al realizar un intento de asesinato en cumplimiento de sus ideales, aunque sin llegar a valorarlos más que la vida humana, Emma y Berkman pusieron la propia vida al servicio de su idea. Sin embargo, cometieron un error fundamental: aun cuando estuvieran dispuestos a pagar tal crimen con su vida, éste no tenía justificativo alguno. Los medios deben corresponderse con los fines, especialmente cuando la meta perseguida es el gran sueño de concretar la hermandad entre los hombres.



Notas

(1) The Rebel, Londres, Hamish Hamilton, 1954, p. 140.

(2) La publicación Nation afirmó que si el pulso de Hawley era tan firme como su mente, a cualquier anarquista le resultaría muy fácil ganarse mil dólares. Digamos de paso que Voltairine de Cleyre se ofreció como blanco para que el senador disparara contra ella, con la condición de que primero le permitiera hablarle durante unos minutos a fin de explicarle en qué consiste el anarquismo. Pero Hawley, sea porque temía que lo convirtieran, sea porque tenía miedo de fallar, no aceptó el ofrecimiento.

(3) También podríamos comparar el comportamiento de Emma y Berkman con la acción del piloto que al apretar un botón borra muchas vidas y cuyo único deseo es el de retornar ileso a su campo. (A la mayoría de los hombres que luchan en la guerra los sostiene la esperanza de que será el contrincante quien muera.) Ciertos conceptos abstractos, tales como la defensa de la patria, el país, su forma de vida, etc., se colocan por encima del valor de la vida humana.
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