Indice de la edición cibernética Rebelde en el paraiso yanqui. La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa de Richard DrinnonCapítulo sexto - Homestead: en el principio fue la acciónCapítulo octavo - De regreso de la Isla de BlackwellBiblioteca Virtual Antorcha

Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo séptimo
Una persona perniciosa y de mala índole



Un año después de que Berkman fuera recluido en la penitenciaría, Emma estaba en prisión aguardando que se abriera su propio proceso.

Nellie Bly, del World, que tenía buen olfato para los temas interesantes, se dirigió a The Tombs para visitarla.

Emma gozaba ya de una reputación tal que Nellie esperaba encontrarse con una criatura grande y huesuda, de cabellos cortos y en bombachones, una bandera roja en una mano y una antorcha encendida en la otra; ambos pies en continuo movimiento y el grito de ¡A matar! siempre en los labios.

Pero, como expresó Nellie con una de sus acostumbradas hipérboles, se le cortó la respiración de sorpresa cuando vio a la terrible amenaza anarquista, pues el supuesto monstruo era una modesta muchacha de un metro cincuenta que, aparentemente, no pasaba de los cincuenta y cinco kilos, de insolente nariz respingada y ojos de un gris azulado, muy expresivos, que me miraban inquisitivamente detrás de unos lentes de armazón de carey. Llegó a la conclusión de que Emma era en realidad muy atractiva, con su cabello castaño claro que le caía libremente sobre la frente, sus labios carnosos, dientes blancos y fuertes, su voz suave y agradable, de gracioso acento.

La apariencia de Emma y su forma inteligente de exponer sus ideas impresionaron tan profundamente a Nellie -quien, naturalmente, pensaba en el tema interesante que le brindaba Emma-, que publicó en el World un artículo muy favorable con el que desafió a sus lectores al decir que la pequeña anarquista era una moderna Juana de Arco.

2

El año que transcurrió entre el juicio de Berkman y el de Emma se caracterizó por una sostenida actividad.

La policía hizo una incursión a su domicilio con el propósito de encontrar pruebas de su complicidad en el intento de asesinato realizado por Berkman. Al no hallar nada hostigaron al propietario de la casa donde viVía Emma hasta obligarlo a desalojarla.

Como nadie quería alquilarle una habitación se fue a vivir con la abuela, mas no pudo permanecer allí por mucho tiempo. Cuando se quedó nuevamente en la calle, pasaba las noches dormitando en los tranvías -muy incómoda por cierto-, en los que viajaba hasta las primeras horas de la mañana. Por último, la admitieron sin hacerle preguntas sobre su pasado en una casa situada en la calle Cuatro, cerca de la Tercera Avenida. Sólo después se dio cuenta de que estaba alojada en un prostíbulo, pero como las muchachas se desvivían por atenderla, decidió permanecer allí hasta que se le acabara el dinero. Afortunadamente, pronto encontró alojamiento permanente en la República Bohemia, lugar donde se albergaban los inmigrantes checos revolucionarios.

Siguiendo a Most, casi todos los anarquistas alemanes y judíos repudiaron el acto de Berkman. Pero Emma no se amilanó y, con la ayuda de unos pocos radicales del East Side y algunos norteamericanos, entre los que se distinguía Dyer D. Lum, se lanzó a una campaña tendiente a lograr que se conmutara la pena unpuesta a su compañero.

Durante todo el invierno, trabajó incansablemente para obtener lo que deseaba, hasta que, al llegar la primavera, cayó enferma y los médicos le aconsejaron que se marchara de Nueva York.

En Rochester, un especialista de pulmones descubrió que tenía principio de tuberculosis; Helena y el médico planeaban enviar a Emma a un sanatorio, durante el invierno.

Pero su sentido del deber no le permitió a Emma aceptar tan extenso período de inactividad. Era en 1893, el año del gran pánico y comienzo de cuatro duros años de depresión económica.

Durante el verano la situación empeoró: hubo cerca de ocho mil qUIebras y unas cuatro millones de personas quedaron sin empleo.

La huelga de obreros del vestido que se declaró en Nueva York fue sólo uno de los tantos movimientos laborales que se produjeron en el agitado territorio de los Estados Unidos.

A los ojos de Emma, en esos momentos el capitalismo mostraba nuevamente sus contradicciones intrínsecas; consideró que tenía el deber de retornar a Nueva York para ayudar a los huelguistas y colaborar en la organización de los desocupados. Aunque todavía enferma, partió de Rochester dejándole a Helena y al médico sendas notas donde les explicaba su conducta.

Al retomar de lleno sus actividades, Emma experimentó una extraordinaria mejoría. Organizó los primeros grupos de muchachas judías e italianas del sindicato del vestido y se dedicó ininterrumpidamente a pronunciar conferencias, asistir a reuniones de comisiones y a reunir alimentos para los necesitados.

También colaboró con Joseph Barondess, dirigente obrero radical, en la organización de mítines populares en Union Square. Obtuvieron permiso para realizar un acto el 21 de agosto. Declararon que éste tenía el propósito de buscar la manera de ubicar a los desocupados en establecimientos locales, estatales y públicos.

Aquel lunes por la mañana se cita en Union Square una multitud de tres a cuatro mil personas furiosas y amargadas, la mayoría de ellas sin trabajo. Estaban sumamente indignadas ante la poca disposición de la legislatura estatal para hacer algo en favor de quienes carecían de techo y alimentos. Emma comprendió inmediatamente cuál era el estado de ánimo del público.

Como le sucedía muchas veces en tales momentos de crisis, habló con ardor profético, aparentemente poseída por sincera y encendida indignación y simpatía; en dichas ocasiones estaba tan inspirada -tan llena de energía extrahumana- que elevaba a la audiencia casi hasta sus alturas de sentimiento y conciencia.

En síntesis, su discurso era una advertencia contra el Estado y los políticos obreristas; señalaba a los desocupados que debían desconfiar de ellos y los incitaba a levantarse y exigir lo que les correspondía por derecho; habrían de comenzar por pedir pan, evidentemente la primera necesidad que deben llenar los hambnentos. Sus palabras fueron saludadas con una ovación; incontables manos se agitaban con entusiasmo manos que le parecieron las batientes alas de blancos pájaros.

3

En las primeras horas de la mañana siguiente partiÓ hacia Filadelfia a fin de continuar allí su obra en favor de los desocupados.

Varios días más tarde, cuando entraba en el Buffalo Hall para hablar ante unas trescientas personas, fue arrestada por la policía. Un desafortunado anarquista llamado Albert H. anson entró presuroso al recinto y gritó: ¡Han detenido a Emma Goldman, Levantémonos!, lo cual le valió ser luego acusado de incitar a la rebelión y encarcelado. Algunas personas del público corrieron hacia Emma, pero los policías desenfundaron sus armas y las obligaron a retroceder. Un camarada alemán logró acércarse a ella y extenderle su billetera, en el deseo de ofrecerle una ayuda económica, mas a él también se le arrestó prontamente por tratar de arrancar a Emma de manos de la fuerza pública.

Cuando llegaron los papeles de extradición, el sargento Charles Jacobs escoltó a la agitadora anarquista de vuelta a Nueva York. Según Emma, el polida se mostró muy amistoso durante el viaje. Le comunicó que el jefe de policía se proponía retirar lbS cargos contra ella y ofrecerle una suma de dinero si colaboraba' con la autoridad manteniéndola informada de las actividades de los radicales de Nueva York. Ante semejante insinuación de que se convirtiera en confidente de la policía -y a sueldo, para peor- reaccionó sin tardanza arrojando a la cara de su acompañante el contenido de un vaso de agua helada.

A la mañana siguiente compareció ante Thomas F. Byrnes, superintendente de la policía. Naturalmente, estaba enterado de que Emma había respondido en forma negativa a su intento de soborno. Se dirigió a ella con furia: ¡Vaya tonta! -tronó-; merece que la encierren por varios años! Cuando Byrnes terminó su diatriba, Emma le dijo que se encargaría de hacer saber a todo el país hasta dónde llegaba la corrupción del jefe de policía de Nueva York. Éste levantó una silla en ademán de atacarla, pero se contuvo y ordenó que la condujeran de vuelta a su celda.

Por cierto que Byrnes no se abstenía de cometer actos brutales. Aunque no gozaba de la espeluznante reputación de uno de sus Inspectores, Cachiporra Williams, se sabía que maltrataba a los delincuentes.

En aquella época, el joven Lincoln Steffens, periodista del Post de Nueva York, que tenía a su cargo la zona de la calle Mulberry, se pasaba las mañanas observando con interés a los cabezas rotas -los obreristas y radicales golpeados sin piedad- que entraban y salían de las oficinas de Byrnes. Y es probable que éste último, cuyas relaciones con el mundo del hampa eran tan estrechas que conocía el radio de acción de cada uno de los ladronzuelos o carteristas de Nueva York, deseara establecer, por intermedio de Emma, un contacto más directo con el mundo de los radicales.

El jefe de la mejor de Nueva York renunció al año siguiente, durante la investigación de Lexow: se probó que el cuerpo dirigido por Byrnes recibía mensualmente dinero, en calidad de soborno, de las dueñas de burdeles, los jugadores profesionales, los propietarios de cantinas y que, además, percibía un tanto por ciento de las ganancias de los carteristas, los pistoleros y las prostitutas.

Tal el departamento de policía que estaba decidido a pescar a Emma Goldman.

4

Se presentaron tres cargos contra Emma, todos por pronunciar discursos que incitaban a la violencia.

La acusación formal aducía participación en reuniones ilegales y se fijó una fianza de 2.000 dólares.

Un simpatizante abonó la fianza. Emma debía entonces decidir si ella misma se encargaría de su defensa.

Al principio pensó hacerlo, ya que después de todo no creía en la ley ni en los abogados; pero sus amigos la instaron a buscar ayuda de un profesional. Por su parte, Berkman escribió que, aunque seguía pensando que un anarquista no debía tener abogado, creía que Emma podría hacerse oír mejor en la corte si su derecho a la palabra estuviese protegido.

El asunto quedó definido cuando el ex alcalde A. Oakey Hall ofreció prestar sus servicios sin cargo alguno.

Extraño defensor para Emma. Este señor Hall había sido alcalde de Tweed hacia 1860; durante su gestión, ayudó a su jefe político a terminar con el soborno municipal que alcanzaba proporciones increíbles. En la década de 1890 Hall se encontraba ya fuera de actividad, aunque mirando con ojos golosos las candidaturas de Tammany; tenía la esperanza de que el caso de Emma le sirviera para entrar nuevamente en la palestra.

A pesar de que (confesión que le hiciera a Emma) admitía ciertas ideas liberales y estaba en contra de la policía y de sus corruptos métodos, no era, ni con mucho, un gran jurista, como generosamente lo calificó Emma.

Aparentemente, se juzgaba a Emma por los conceptds expresados en el discurso pronunciado durante la reunión de Union Square. El testigo principal de la acusación era el detective Jacobs. Este reconoció que no era taquígrafo, pero sostuvo que había podido tomar una versión literal de la parte de la alocución dicha en alemán. Por cierto que Emma había exhortado al pueplo a la violencia y a la insurrección:

Pero sólo con inútiles palabras -citaba Jacobs-, lograréis muy poco. Debéis tener coraje. Queréis pan, pero ¿quién os lo dará? Nadie. Nadie os lo dará. Si lo deseáis, debéis tomarlo. Si no lo obtenéis cuando lo pedís, no vaciléis en tomarlo por la fuerza.

Ahora bien, es muy improbable que Emma se expresara así. En primer lugar, esa sintaxis incisiva no era propia de su estilo, oral o escrito; bien podría haber sucedido que, al llegar al punto culminante de su discurso, hubiera pronunciado una serie de oraciones breves y cortantes, pero jamás semejante serie de oraciones.

Aunque Emma caía muchas veces en contradicciones, es sumamente difícil que haya cometido Una tan manifiesta en cortísimo lapso:

Queréis pan, pero, ¿quién os lo dará? Nadie ... Si no lo obtenéis cuando lo pedís, no vaciléis en tomarlo por la fuerza.

Además, era virtualmente imposible que Jacobs, incapaz de escribir en taquigrafía, pudiera tomát nota literal de las palabras de Emma desde una platafonna répleta de gente y en medio de una ruidosa multitud.

No prejuzgamos al pensar que Jacobs mintió cuando, en un interrogatorio, le dijb a Hall que el oír esas cosas de naturaleza incendiaria no le produjo ningún placer.

En efecto, si él y Byrnes planeaban obligar a Emma a convertirse en su espía, cabe suponer que sintiera gran satisfacción al ver que ésta incitaba al pueblo a la rebeldía o que, por lo menos, su discurso pudiera tildarse de llamado a la sublevación. Lo cierto es que Jacobs y Byrnes, especialmente después de haberse negado Emma a actuar para ellos, tenían gran interés en que fuera condenada.

Por su parte, Emma contaba con argumentos igualmente fuertes en contra de las acusaciones de la policía. Declaró que todo lo dicho por Jacobs era falso. Hizo la aclaración de que acostumbraba a preparar sus discursos de antemano para luego aprendérselos de memoria. Tras leer el texto original que memorizó para aquella ocasión, afirmó que las palabras tomadas y falseadas por Jacobs eran en realidad éstas:

No, trabajadores, debéis proteger lo que os pertenece, lo que vosotros mismos habéis producido y, en primer lugar, debéis tomar vuestro pan, procuraros pan para llenar vuestras necesidades del momento. Trabajadores, debéis exigir lo que os pertenece. Id hasta donde habitan los ricos, presentáos ante los palacios de quienes os dominan ... y hacedles temblar.

Desgraciadamente, también es muy probable que éstas no fueran literalmente las palabras que pronunció en su discurso. Quizá, influida por la tensión y la amargura que dominaban a la muchedumbre, no se atuvo exactamente al texto memorizado. Además, el testimonio que prestó durante el interrogatorio hace poner en duda su veracidad, habitualmente irreprochable.

Cuando se le inquirió acerca del atentado cometido por Berkman, respondió que no lo aprobaba aunque simpatizaba con su compañero y admiraba su valentía. Al contestar de esta suerte, sólo refirmaba su declaración del año anterior: que no había sido cómplice en el intento de asesinato de Frick.

Mas como sabemos que Emma había colaborado directamente con Berkman, su negativa nos obliga a dudar del resto de su testimonio. En aquella época Emma creía que el fin justifica los medios: con tal de poder seguir luchando por concretar sus ideales, es probable que haya considerado aceptable todo medio que evitara la injusticia capitalista.

Tras oír los testimonios, y convencido de que las declaraciones de Jacobs respondían a la verdad, el jurado declaró culpable a Emma; pero es de reconocer que estaba predispuesto en su contra, aun antes de que se le presentara algún elemento de juicio.

La mayor parte de los hombres designados como jurados suplentes admitieron que el hecho de ser la acusada anarquista y atea, habría influido sobre su dictamen. Durante el interrogatorio, el fiscal de distrito McIntyre casi no tocó el tema del discurso sino que insistió en las preguntas referentes a la ideología política y religiosa de la acusada.

P. - ¿Cree usted en un Ser Supremo, señora Goldman?
R. - No, señor, no creo.
P. - ¿Hay en el mundo algún gobierno cuyas leyes apruebe usted?
R. - No, señor, pues todas están en contra del pueblo.
P. - Y si no le gustan nuestras leyes, ¿por qué no abandona este país?
R. - ¿Adónde podría ir? En toda la Tierra las leyes están en contra de los pobres; además, me dicen que no puedo ir al cielo ni tampoco me interesa ir allá.

De tal manera, McIntyre procuró hacer entrar en juego los prejuicios del jurado (a la manera establecida por Meletos dos mil años atrás, en el juicio contra Sócrates), creó confusión presentando testimonios que no guardaban relación con lo que se trataba y sólo apelaban a los prejuicios y, en general, contribuyó a que el jurado no supiera juzgar el caso imparcialmente.

Como bien señaló el Times de Nueva York en uno de sus artículos de fondo, el solo hecho de que Emma no creyera en Dios y en la ley inclinaría al jurado a encontrada culpable:

Es fácil ver cuánto influirá esto para que se la condene.

Las observaciones que formuló el juez Randolph B. Martine al jurado son otra prueba de que se juzgaba a Emma por sus opiniones. De mala gana, el magistrado reconoció que la acusada era una mujer de inteligencia superior al término medio. No sabía qué había aprovechado de su educación, pero resultaba evidente que no cree en nuestras leyes.

En opinÍón de Martine, quienes creen en la ley -y tengo la satisfacción, de decir que la mayoría de nuestro pueblo sí cree-, no pueden aceptar en esta comunidad a semejante persona ... Considero que usted y sus doctrinas son peligrosas.

Tras este ataque frontal contra las creencias e ideas de Emma, no quedaba duda de que al juez poco le importaban los actos de la acusada. No podemos menos que preguntamos si este jurista esperaría encontrarse con Un anarquista que creyera en las leyes y que le interesaban hasta tal punto como cosa de su propiedad; tanto él como el jurado mostraban hacia los agitadores la actitud popular que Finley Peter Dunne parodió magníficamente. Los agitadores nunca tienen que agitarse -se mofaba el señor Dooley-, y ellos y la policía deberían ser los Mejores Amigos.

Comprobamos, pues, que el eje del proceso de Emma no fue precisamente el que hubiera o no aconsejado a la multitud reunida en Union Square que tomara el pan por la fuerza (1). Para la prensa, el jurado y el juez, el discurso pronunciado por Emma era menos importante que sus ideas.

En cualquier época la policía no habría tenido dificultad alguna para fabricar un proceso contra un anarquista, pero aquel año de 1893, cuando el gobernador John Peter Altgeld indultó a los restantes mártires de Haymarket, era especialmente propicio pues existía intenso encono contra toda persona que pensara como Emma. Siendo así las cosas, era imposible que absolvieran sus ideas: sus creencias iban más allá de lo que podía comprender la corte.

5

El epílogo fue un año de cárcel en la Isla de Blackwell.

Allí la pusieron casi inmediatamente al frente del taller de costura. Al principio, las otras mujeres se mantenían apartadas de Emma pues se les había advertido que no creía en Dios ni en el gobierno. Pero cuando se negó firmemente a obligarlas a trabajar más, ganó enorme popularidad. Se dio cuenta de que estas pobres criaturas estaban tan sedientas de bondad que la menor muestra de benevolencia aparecía como un rayo de Sol en su limitado horizonte. Desde entonces, muchas veces venían a contarme sus promesas ...

Al poco tiempo, por considerarse que no era suficientemente estricta en la driección del taller, le asignaron una nueva tarea¡ la de enfermera de la prisión.

Hasta los funcionarios quedaron impresionados ante la ternura con que cuidaba a los enfermos. Según un artículo exageradamente sentimental publicado por él Herald de Nueva York, las autoridades se sorprendieron grandemente al ver cómo esta mujer que incitaba a la violencia, caminaba entre aquellos catres, levantando a los pacientes con gran dulzura y vigilando sus pobres rostros pálidos con una tierna sonrisa.

Para el personal de la cárcel Emma Goldman¡ era una anomalía, pero les gustaba tal como la veían. En realidad, los funcionarios estaban equivocados: sus actos e ideas no eran anómalos, sino de una sola pieza.



Notas

(1) Es cierto que el problema principal no fue lo que había dicho realmente, pero, de todos modos, es muy improbable que en aquella oportunidad incitara al pueblo a una insurrección inmediata que habría resultado inútil y suicida. Durante toda su carrera como oradora, se condujo con considerable sentido de la responsabilidad, ignorando muchas veces las provocaciones de la policía o previniendo a su público sobre aquéllas. Dadas sus ideas sobre la revolución social, sabía que ésta no podia comenzar simplemente por iniciativa de un orador de Nueva York. Es más probable que en su discurso de Union Square se haya limitado a urgir a sus oyentes a que irguieran la cabeza, se prepararan para la llegada inevitable de la futura revolución social, se organizaran y adoptaran el pensamiento anarquista y, finalmente, que marcharan en demostración a lo largo de la Quinta Avenida hasta conseguir pan. Quizá sus palabras de entonces obedecieron a una idea similar a la que, veinte años más tarde, intentó poner en práctica Frank Tannenbaum. En el invierno de 1913-14, época de depresión, Tannenbaum organizó una marcha de desocupados que se dirigieron a la iglesia de Santa Alfonsina para solicitar casa y alimento. Aquél visitaba frecuentemente la Escuela Ferrer, donde Emma desarrollaba gran actividad, y cabe suponer, tal como sugirió el Times de Nueva York, que Emma fue la inspiradora de aquella demostración.
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