Indice de la edición cibernética Rebelde en el paraiso yanqui. La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa de Richard DrinnonCapítulo quinto - SueñosCapítulo séptimo - Una persona perniciosa y de mala índoleBiblioteca Virtual Antorcha

Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo sexto
Homestead: En el principio fue la acción



Al poco tiempo de llegar a Nueva York Emma tuvo que buscar un empleo, pues hasta los sueños más nobles necesitan el complemento del pan.

Insatisfecha con el fatigoso trabajq que cumpliera durante algunas semanas en una fábrica de corsés, alquiló una habitación en el East Side, montó allí su máquina, de coser y comenzó a trabajar por contrato para un taller de chalecos de seda situado en las cercanías.

Con este viejo sistema de producción se liberó de la tensión y de la irritante disciplina de la fábrica, a la par que ganaba tanto como antes. Por otra parte, disponía de más tiempo para dedicarse a su verdadera vocación.

Cuando su fama como conferenciante se extendió, los círculos avanzados comenzaron a reconocerla. En el Congreso Anarquista de 1890 fue designada miembro del Consejo Ejecutivo, pero pronto se retiró por serias disidencias con el resto del Consejo respesto al problema de la centralización alemana.

Cuando Joseph Barondess, representante de los trabajadores de la costura, acudió a ella para solicitarle que prestara su ayuda al nuevo gremio de la industria del vestido a fin de llevar adelante la huelga iniciada por el mismo, Emma supo convencer a docenas de muchachas para que se plegaran al movimiento sindical. Ya entonces sus días eran una serie continua de reuniones y conflictos.

Una de las figuras más estimulantes de su nueva vida era Alexander Berkman, el joven anarquista que conoció el día de su llegada a la ciudad.

2

El menor de cuatro hijos, Berkman nació en Vilna, Rusia, en noviembre de 1870. Su formación fue muy similar a la de Emma, pero a diferencia de ésta, creció en un medio relativamente acomodado.

Joseph Schmidt Berkman, a quien el hijo caracterizaría luego como mi burgués padre, era un próspero comerciante que vendía botines al por mayor.

Su aristocrática madre, Yetta Berkman, provenía de la aún más floreciente familia Natansohn.

En su calidad de judíos pudientes, no estaban sujetos a las mismas restricciones que los pobres y se trasladaron a San Petersburgo cuando Alexander tenía ocho o nueve años.

Las condiciones imperantes en la capital favorecieron la evolución de Berkman hacia un radicalismo intelectual convirtiéndolo en aquel tipo de radical ruso que, según definición de Berdiaev, se especializaba en revoluciones.

Un día, mientras estaba en clase, se oyó explotar una bomba; el alumnado no tardó en enterarse de que acababan de asesinar al zar Alejandro II. Berkman, quien ya poseía cierto grado de conciencia política, sintió la imperiosa necesidad de llegar a una interpretación ideológica de los acontecimientos.

En rigor, había comenzado desde joven a prepararse para lo que, con el tiempo, se convertiría en su especialidad. Mucho más tarde, en las notas que redactó para un proyecto de autobiografía, Berkman hizo algunas curiosas observaciones acerca de aquel período de su temprana adolescencia:

Contacto con estudiantes me inicia en nihilismo. Asociaciones secretas y libros prohibidos.

De baja estatura, tez oscura y vivo carácter, Berkman se habría sentido atraído por los libros prohibidos, las ideas prohibidas, los ideales prohibidos. Del mismo modo que Emma eligió a Vera Pavlovna como modelo supremo, Berkman quiso imitar a Rachmetov, el personaje más extraño de la galería de Chernishevski.

Rachmetov lo abandonó todo -hogar, novia, niños, seguridad- para servir a su ideal. Berkman trató de educarse para ser como él mismo dijo, un titán de la revolución.

Desde niño se preparó para cumplir el noble destino de morir por una causa sublime:

Vaya, la vida de un verdadero revolucionario -exclamó apasionadamente- no tiene otro fin que el de sacrificarse en aras del Pueblo bienamado: ése es el único sentido de su vida.

Por cierto que Berkman se consideraba capaz de sobrepasar a Rachmetov en celo y denuedo revolucionarios.

A pesar de mi gran admiración por Chernishevski, quien influyó tan poderosamente en la juventud rusa de mi tiempo, no puedo ocultar el aguijón del resentimiento que siento por un aspecto de su Rachmetov. No comprendo por qué el autor de ¿Qué hacer? lleva a su personaje a infligirse indescriptibles torturas voluntarias a fin de prepararse para los momentos difíciles que le reservaría el futuro. Lo considero un signo de debilidad. ¿Acaso un verdadero revolucionario necesita prepararse, templar sus nervios y fortalecer su cuerpo? Esta descripción del revolucionario como mera arcilla humana es para mí casi un insulto personal (1).

La juventud de Berkman fue muy turbulenta a consecuencia de su inflexible determinación. En el Gymnasium se lo tenía por alumno brillante pero demasiado rebelde. Finalmente lo expulsaron por haber escrito un mordaz artículo titulado No hay Dios.

Más tarde, furioso porque las autoridades rusas n9 admitieron a su hermano Max en la universidad por su origen judío, decidió emigrar. Los hermanos se separaron en Hamburgo, Max para cumplir sus planes de estudiar en Alemania y Alexander para buscar un pasaje de tercera clase en un barco con destino a los Estados Unidos. Arribó a Nueva York durante la gran tormenta de nieve del invierno de 1888.

3

Tanto por su formación como por su temperamento, Alexander Berkman y Emma Goldman tenían mucho en común.

Desde la noche misma en que trabaron conocimiento se sintieron mutuamente atraídos. Emma pronto descubrió que también Berkman había quedado muy consternado ante la tragedia de Haymarket y que se había desanimado al comprobar cuán grande era el abismo que existía entre la América de sus sueños y la cruda realidad.

En interminables conversaciones intercambiaban ideas y se comunicaban su entusiasmo. En una oportunidad, Berkman afirmó que Ling, el mártir de Haymarket, tuvo razón cuando dijo: Si nos atacan con cañones, contestaremos con dinamita. Emma aprobó esta idea de todo corazón.

Fue por eso que, cierto día, exasperada por las caricaturas de Most que publicaba la prensa, le preguntó a Berkman si, en su opinión, no habría que hacer volar, con todos los periodistas dentro, las oficinas de uno de esos inmundos periódicos. Afortunadamente, Berkman no consideraba que el periodismo necesitara una lección de esta clase pues, a su parecer, la prensa sólo era un agente asalariado del capitalismo. Había que ir a la raíz del problema.

La fuerza de Berkman y su absoluta dedicación a una causa subyugaron a Emma, quien encontraba sublimes dichas cualidades. Siguiendo la tradición de los revolucionarios rusos, unieron sus vidas por voluntad propia y no por los lazos de la ley. Además, Emma tampoco habría podido entrar nuevamente en un matrimonio convencional, pues todavía recordaba con claridad los horrores de su vida conyugal.

Emma y Berkman formaron, con otros dos jóvenes anarquistas, una pequeña comunidad y alquilaron un piso de cuatro habitaciones situado en la calle Cuarenta y Dos. Como verdaderos camaradas, lo compartían todo. Emma se ocupaba de los quehaceres de la casa y cosía chalecos de seda; su amiga, Helen Minkin, seguía trabajando en una fábrica de corsés; Berkman, que primero había entrado como empaquetador en una camisería, estaba ahora empleado en una fábrica de cigarros; Fedia, cuarto miembro del grupo, pintaba cuadros y trataba de venderlos por su cuenta.

Los gastos que significaba la compra de pinturas y telas para Fedia desequilibraban muchas veces las finanzas del grupo, pero ninguno pensó nunca en quejarse por ello. Cuando el pintor lograba vender uno de sus cuadros, celebraba la ocasión llevándole a Emma un gran ramo de flores o algún otro obsequio.

Esta liberalidad era el único motivo serio de dificultades entre los camaradas, pues el equilibrado Berkman se disgustaba grandemente ante tales extravagancias cuando tantas personas se encontraban sin trabajo y el movimiento anarquista estaba tan necesitado de dinero. Fedia prefería no responder a los ataques de Berkman, y se limitaba a encogerse de hombros y a decir sonriendo que era un fanático desprovisto de sentido de la belleza.

En sus memorias, Berkman y Emma ocultaron la identidad de su amigo bajo el nombre de Fedia, pues éste llegó a ganar renombre en todo el país como dibujante comercial. La elecciqn del seudónimo puede ser significativa. En efecto, en la obra El cadáver viviente (1911) de Tolstoi, hay un personaje llamado Fedia que llega a tomar conciencia de los males de la sociedad pero, por debilidad, deja de lado sus convicciones y se lanza a una vida de vagancia con un grupo de gitanos.

Sin duda, Berkman consideraba que su primo y mejor amigo tenía algo de sibarita y era tan indeciso como el Fedia de Tolstoi. Emma compartía la opinión de Berkman, pero al mismo tiempo, le atraían la delicadeza y el amor por lo bello que mostraba Fedia.

¿Es posible, se preguntaba, amar a dos hombres a la vez? Cuando le comunicó a Berkman sus sentimientos, quedó asombrada ante la belleza de su respuesta: Creo que tiene libertad de amar, le dijo, y añadió que era consciente de su tendencia a ser un individuo absorbente, inclinación que odiaba tanto como sus otras características personales resultantes de una formación burguesa. Ni siquiera el monstruo de los celos, generalmente invencible, pudo destruir su comunidad de ideales.

Los camaradas vivían un momento de entusiasmo supremo. Sin vacilar, hicieron seriamente un pacto por el que se comprometían a dedicarnos a la causa cumpliendo alguna acción importante y sublime, a morir juntos si fuera necesario o a seguir viviendo para luchar en pro del ideal por el cual quizá deberá sacrificar su vida cualquiera de nosotros.

Decidieron que tal vez Berkman serviría mejor a la causa volviendo a Rusia y retomando sus actividades revolucionarias en aquel país.

A fin de prepararse, Emma y Berkman se mudaron a New Haven, donde, el segundo comenzó a aprender el trabajo de imprenta. Con gran alegría de su parte, Emma pudo poner en práctica sU antiguo sueño de establecer un taller de costura en cooperativa. Aunque' la aventura tuvo buen principio, acabó inesperadamente cuando uno de los miembros de la cooperativa sufrió una hemorragia pulmonar y se le envió a un sanatorio.

Luego, en el invierno de 1891, Emma se fue a vivir a Springfield, en Massachusetts, donde Fedia había conseguido trabajo en una casa de fotografías. Poco después de su llegada, instalaron su propio estudio en Worcester e invitaron a Berkman a reunirse con ellos.

Desgraciadamente, cundió en el vecindario una epidemia de temor a la cámara fotográfica; los clientes eran tan escasos que, descorazonados, los tres camaradas se dispusieron a retornar a Nueva York cuando se enteraron de que en Rusia se estaban cometiendo nuevas atrocidades.

Esta noticia los azuzó en su esfuerzo por reunir fondos para volver a la triste patria; el trío abandonó el estudio fotográfico y le solicitó un préstamo de ciento cincuenta dólares al arrendador para abrir una confitería.

El establecimiento se hizo muy popular gracias al delicioso café, los sabrosos sandwiches y otros platos especiales que preparaba Emma. Nuestros empresarios estaban peligrosamente próximos a lograr el ansiado triunfo económico cuando les llegó la nueva de que la fábrica de la Carnegie Steel Company, Ltd., de Homestead, Pensilvania, había cerrado sus puertas a los trabajadores.

Siguieron de cerca el curso de la lucha de Homestead y creyeron, erróneamente, que había llegado el momento del despertar de los obreros de América, el esperado día de su resurrección.

Una tarde, Emma leyó en el diario de un cliente que la compañía había expulsado a los obreros de las casas que aquélla les arrendaba y que Henry Clay Frick, presidente del establecimiento, había amenazado con hacer venir a la policía privada de Pinkerton. Inmediatamente, los tres decidieron que era en Homestead y no en Rusia donde se los necesitaba. Cerraron su comercio definitivamente, y Emma y Berkman partieron hacia Nueva York con las ganancias del día.

Ya en Nueva York, Berkman redactó un explosivo llamado que llevaba por título: ¡Obreros, Despertad!.

Estaban buscando quien tradujera el llamamiento del alemán al inglés cuando recibieron atónitos la noticia de que el 6 de julio de 1892 se había entablado una batalla entre los trabajadores de Homestead y los policías de Pinkerton.

La sucesión de acontecimientos que culminaron en esta batalla tenía que conmover profundamente a hombres de ideas como las de nuestros amigos.

La Asociación de Obreros del Hierro y del Acero, gremio fundamentalmente conservador integrado por obreros especializados, tenía con Carnegie un contrato que expiraba en junio de 1892. Aparentemente, aquella disputa entre los obreros y la compañía era muy simple. La escala de salarios se basaba en el precio de venta de los lingotes de acero; la empresa manifestó que era necesario reducir el escalafón de salarios porque se había producido una baja en el precio de los lingotes y el establecimiento había incorporado nuevas maquinarias.

Frick propuso una escala que significaba una disminución promedio del dieciocho por ciento.

Ambas partes estaban aún en negociaciones cuando Frick anunció de modo repentino qUe se suspendían definitivamente las reuniones. Resultó entonces evidente, que el verdadero problema en juego era la existencja del propio sindicato.

Decidido a destruirlo, Frick mandó un telegrama a Robert A. Pinkerton solicitando el envío de trescientos guardias para poder reiniciar las actividades del establecimiento el 6 de julio.

Los guardias debían llegar en barcazas, de donde desembarcarían para defender la fábrica parapetándose detrás de la empalizada de madera de cinco kilómetros de largo -formidable barricada coronada de alambres de púa y acribillada de troneras- que Frick había hecho construir.

Pero cuando en la madrugada del 6 de julio hicieron su entrada los hombres de Pinkerton, los obreros estaban preparados para recibirlos; se entabló entonces una lucha en la cual murieron tres guardias y diez trabajadores. El hecho de que los obreros hicieran retroceder finalmente a los policías de Pinkerton no disminuyó en nada la furia que el suceso despertó en Berkman, Emma y otros rebeldes. Se había recurrido a asesinos mercenarios para matar a obreros.

Todo indicaba que había llegado el momento de entrar en acción.

Ya no es tiempo para palabras -observó Berkman-. Los obreros de todo el país se han hecho eco del desafío lanzado por los hombres de Homestead. Los trabajadores del acero se unieron valientemente para defenderse; los asesinos de Pinkerton fueron arrojados de la ciudad. Pero la sangre de las víctimas inmoladas al dios de la riqueza a orillas del Monongahela (2), clama con fuerza. Es el llamado del Pueblo. ¡Ah, el Pueblo! Ese algo grande y misterioso, y, sin embargo, tan cercano y real ...

No podían desoír este llamado. Emma acordó con Berkman que aquel era el momento psicológico para realizar un attentat.

Berkman resolvió atentar contra Henry Clay Frick, el responsable de la batalla de Homestead.

El trabajo afiebrado de toda una semana se perdió en la hora decisiva: falló la bomba de tiempo que Berkman preparara siguiendo las instrucciones que figuraban en la obra Science of Revolutionary Warfare (Ciencia de la Guerra Revolucionaria), de Most. Años más tarde, Emma recordaba aquella extraña semana con cierta incredulidad:

Sasha experimentaba durante la noche, cuando todos dormían. Mientras él trabajaba, yo vigilaba. Vivía en un constante temor por la vida de Sasha, los amigos que estaban con nosotros, los niños, y el resto de los inquilinos de la casa. ¿Qué ocurriría si algo salía mal? ¿Pero acaso el fin no justificaba los medios? Nuestro fin era la sagrada causa de los oprimidos y explotados ... ¿Qué importaba que murieran unos pocos? La mayoría podría alcanzar la libertad y vivir en un mundo hermoso y lleno de comodidades (3).

Afortunadamente, aquel artefacto mortal no llegó a explotar, ya porque las instrucciones de Most eran incorrectas, ya por error de Berkman o, según creyó éste, por la dinamita húmeda.

Era imperativo cambiar de planes. Emma quedó muy desilusionada al saber que no podría acompañar a Berkman a Pittsburgh pues sólo les quedaban quince dólares después de su fracasado experimento con la bomba, dinero que apenas alcanzaba para pagar un pasaje y del que sólo restaría Un dólar para los gastos del primer día.

Emma fue a despedir a Berkman a la estación; quedaba a su cargo la difícil tarea de reunir fondos para comprar un traje nuevo, que le daría a Berkman el aspecto necesario para lograr acceso a la oficina de Frick, y un revólver con el cual mataría al amo del acero.

Se sentían cual personajes de una novela rusa. Como si quisiera mantener esta ilusión, Emma siguió el ejemplo de Soma Marmeladov, personaje de la obra Crimen y Castigo (1866), de Dostbievski.

Sonía se había hecho prostituta para proveer al sustento de su familia. Emma consideró que ella no podía hacer menos por Berkman: él daba su vida; ella debía, aunque más no fuese, dar su cuerpo.

Guiada por esta idea, la noche del sábado 16 de julio de 1892, Emma se cubrió con algunas galas baratas y se unió a la procesión de muchachas que se ofrecían en la calle Catorce. El incidente terminó de modo peculiar: a despecho de sus firmes intenciones, rechazó las proposiciones de varios hombres que se mostraron interesados. Horas más tarde, casi terminada la noche, seguía aún recorriendo las calles y se sentía cada vez más disgustada ante su falta de decisión. Hizo un último intento, pero esa vez le tocó en suerte un hombre mayor que la llevó a tomar cerveza y luego le obsequió diez dólares aconsejándole que no se dedicara a aquella profesión. Saltaba a la vista que era novata y que le faltaba garra.

Después de pagar los zapatos de tacones altos y la ropa interior fina, sólo le quedaron cincb dólares. Pero debía reunir más; como último recurso, le envió un telegrama a Helena diciéndole que estaba enferma y necesitaba quince dólares. Le dolía engañar a su querida Helena, quien también era pobre y precisaba el dinero; le pareció que estaba cometiendo un acto criminal. Mas el fin supremo que significaba la liberación del Pueblo restaba trascendencia a su delito.

4

Al igual que la mayoría de los hombres de cierta notoriedad, Henry Clay Frick era una expresión de su tiempo y algo más: un ejemplo clásico del capitalista industrial que alcanzó preeminencia en el último tercio del siglo XIX.

En aquella época, todos los problemas inherentes a la rápida industrialización y urbanización del país, y los derivados de la terminación formal de la frontera del Oeste parecieron aunarse para transformar a los capitanes de la industria en figuras de proporciones colosales.

Hacia el filo de 1890, los capitanes de la industria y los grandes financistas pasaron a dominar definidamente la economía y, en extraordinaria medida, la sociedad misma.

Un olimpo de banqueros, diría Henry Adams, fue ejerciendo un poder cada vez más despótico sobre el imperio de las ranas de Esopo. Ya nadie podía croar, salvo para votar por el Rey Contubernio o -a falta de cigüeñas-, por Grover Cleveland (4), pero nunca se sabía con certeza dónde acechaba el Rey Banquero.

Tomemos, por ejemplo, el símbolo supremo de la época: el trust. El trust del whisky, el trust del petróleo, el trust del azúcar y multitud de otros trusts engullían a todas las ranitas.

En 1892 se formó la Carnegie Steel Company, Ltd., con un capital de 25.000.000 de dólares, empresa que, bajo la hábil dirección de Frick creció hasta tal punto que, al cabo de nueve años, esa suma se había multiplicado varias veces.

Luego, Morgan y sus socios fundaron la United States Steel Corporation con un supuesto capital de 1.402.847.000 dólares. Trust a un tiempo horizbntal y vertical, la United States Steel era al parecer el tipo de corporación que la Ley Anti-Trust Sherman (5) prohibía explícitamente.

Sin embargo, mucho más tarde, la Corte Suprema sostuvo que la Ley Sherman no se aplicaba a este trust de trusts.

El crecimiento de los grandes monopolios industriales corría parejo con el de las megalópolis. Estos inmensos centros industriales y financieros, donde la corrupción alcanzaba cúspides frenéticas, se afanaban desvergonzadamente por engrandecerse, por conquistar poder y riquezas.

Chicago, por ejemplo, extendió su imperialismo urbano por todo el valle del Misisipí y llegó a influir sobre ciudades tan alejadas como San Francisco.

Y también estaba el Oeste, agotado, se decía, cual los búfalos y las palomas viajeras.

Después de haber eludido sus problemas durante tres siglos, los norteamericanos se vieron repentinamente enfrentados a la aterradora posibilidad de que todas las vías de huida quedaran cerradas.

Como expresó tan acertadamente Alfred Kazin, el espíritu se ensombrecía ante el cuadro de una frontera cerrada, de una economía de corporaciones, de un proletariado urbano oprimido y rebelde. Y al decir que estas perspectivas ensombrecían el espíritu, Kazin describió con justeza el ánimo del momento pues, finalmente, los norteamericanos comenzaban a percatarse de las cbnsecuencias de la impresionante concentración de poder, tal como el detentado por Carnegie y Frick, que se estaba produciendo en una América que volvía sobre sus pasos. Pero los esfuerzos por poner freno a los modernos césares tuvieron algo de ópera bufa.

En aquellos vertiginosos años, los populistas (6) y los partidarios de Bryan (7), creyeron por un momento que la plata libre era la llave que abriría la puerta de oro. Pero aun cuando William Jennings Bryan hubiera ganado aquella disputadísima elección de 1896, no existía la menor posibilidad de que Rey Banquero y Barón Ladrón pudieran ser refrenados, para cambiar la figura, con una brida de plata.

Tampoco la Ley Sherman ofrecía muchas esperanzas, especialmente desde que perdiera vitalidad a causa de la decisión tomada por la Corte en el caso Knight, cuando se declaró que la misma no se aplicaba a los trusts industriales sino a los que tendían a dominar el comercio.

Por otra parte, se utilizó la ley para acallar las manifestaciones de protesta del ejército de Coxey así como contra Gene Debs y su Gremio Ferroviario.

El impuesto a la renta, que la Corte Suprema declaró inconstitucional, fue otra de las armas favoritas de los populistas y sus amigos.

Durante un tiempo -antes de que buena parte de la frustración y del idealismo paralizado se canalizaran hacia la guerra española (8), conflicto que comenzó con miras idealistas y terminó por llenar ambiciones imperialistas, muchos pensaron que se acercaban serios conflictos de clase.

El poder estaba tan mal distribuido que una octava parte de las familias que habitaban el país tenía en su poder las siete octavas partes de la riqueza nacional, pero la restante porción de la población resolvió hacer valer sus derechos.

Chicago, la ciudad de la Costa de Oro y de la Jungla, ofrecía la mejor ilustración de tal estado de cosas. En esta urbe se levantaban dos monumentos relacionados con la tragedia de Haymarket, que simbolizaban la creciente desesperación del pueblo y la creciente hostilidad entre clases.

Poco después de las ejecuciones de 1887, los radicales norteamericanos erigieron una imponente estatua sobre la tumba de los mártires sepultados en el apartado cementerio de Waldheim. La efigie de la Justicia, erguida, rebelde, compasiva, miraba tristemente al mundo que asesinaba a los hombres que luchaban por la libertad, la misma libertad que ella representaba.

Ningún radical de la época podía mirar la estatua sin experimentar la dolorosa esperanza de que la frase de August Spies, inscripta sobre la base del monumento, fuera realmente profética:

Llegará el día -predijo Spies-, en que nuestras voces serán más poderosas que las que hoy lográis ahogar.

En la plaza de Haymarket, las fuerzas del capitalismo, las leyes y el orden imperante habían levantado un monumento que simbolizaba todo lo contrario de la idea de Spies. Representaba a un policía, la cabeza cubierta con su casco, la cara adornada por los flotantes bigotes que se acostumbraba llevar entonces, una gran cachiporra colgando ostensiblemente sobre su flanco.

La ciudad de Chicago dedicó esa estatua, que no era por cierto una figura autoritaria y varonil, a quienes la defendieron en el motín del 4 de mayo de 1886.

Con tranquilizadora firmeza, el policía, el brazo en alto, conminaba a los radicales a cesar sus actividades:

En nombre del pueblo de Illinois, ordeno paz (9).

Esta estatua daba a los amigos del orden establecido una bienvenida sensación de seguridad, poder y confianza.

Tal la época de conflictos violentos y grandes cambios, de la cual Frick era una figura sumamente representativa. Mas aquel período debía sus características en parte al hecho de que Frick viviera en él y le imprimiera su sello.

Henry Clay Frick nació en 1849 en el Condado de Westmoreland, en Pensilvania; era la cuarta generación norteamericana de una familia que descendía por la línea materna de inmigrantes provenientes del Palatinado. El abuelo fue un piadoso menonita que fundó la destilería del whisky Old Overholt. Frick trabajó en la pequeña granja del padre hasta 1863, año en que pasó a la tienda de un tío. En esta nueva tarea demostró profundo interés por la contaduría y todo el amor por las artes que cabía en su espíritu se manifestó en su adornada caligrafía.

Si hubo alguien llamado a la vida comercial ése fue, sin duda, Frick. El comercio se transformó en el centro de su vida; para lograr su meta no podía perder el tiempo -la ociosidad erá el mayor de los pecados- en conversaciones sin objeto, haciendo vida social o en la contemplación inactiva.

Hacia 1860, época en que llevaba la contabilidad del establecimiento del abuelo, su vida transcurría de la siguiente manera: se levantaba a las siete de la mañana, iba a pie hasta la destilería, trabajaba de ocho a seis de la tarde, luego se dírigía a la escuela de comercio nocturna donde estudiaba teneduría de libros y operaciones bancarias'hasta las nueve y treinta; finalmente se dirigía a la casa, acostándose en seguida.

Tenía pocas relaciones sociales y no era lector demasiado asiduo. Sus libros favoritos eran los Pensamientos de Marco Aurelio, las Memorias de Cellini, la Autobiografía de Franklin y, en años posteriores, la obra de William George Jordan titulada Self Control: lts Kinship and Its Majesty.

Tras la muerte del abuelo, acaecida en 1870, entró en el comercio del coque, para lo cual solicitó dinero en préstamo del padre, de la propiedad de la madre, y de algunos granjeros de la vecindad.

Llegó a consolidar sus ganancias trabajando con la energía de un poseído. De acuerdo a su biógrafo Henry George, una noche de 1879 Frick revisó sus cuentas y comprobó que, merced a la habilísima administración de lo que su biógrafo denominó incremento no ganado, había alcanzado su primer millón, el primero de muchos otros que le seguirían.

George cuenta, no sin orgullo, que Frick volvió a revisar sus cuentas y a verificar sus cálculos, luego encendió un habano de cinco centavos y salió de la oficina para dirigirse, con su andar mesurado e impasible, a su habitación de la Washabaugh House, que se encontraba en la misma manzana.

Es muy probable que su sueño haya sido siempre muy tranquilo, pues, aparentemente, jamás puso en duda la naturaleza su profesión ni trató de comprender las ideas hechas que había internalizado en su niñez.

Nunca mostró la inseguridad interna de Carnegie ni sintió la necesidad de argumentar estridentemente en favor de especiosas leyes de acumulación y competencia como hiciera éste en su Gospel of Wealth (Evangelio de la riqueza).

Para Frick, en el universo reinaba la competencia como orden natural que no exigía justificación alguna. Tampoco encontraba necesario, como Carnegie, expresar falsas simpatías por los derechos de los obreros a organizarse. Frick estuvo siempre abiertamente de parte del patrón, actitud que no le avergonzaba, y no tenía reparos en tomar otros hombres para reemplazar a los que porfiadamente ponían en tela de juicio su prerrogativa de administrar sus propiedades como le pareciera conveniente.

Cuando, en 1889, entró como administrador de Homestead y presidente de la Compañía de Aceros Carnegie, el poder avasallador y la monstruosa disciplina del establecimiento encontraron en él su expresión final y más plena.

Después de la batalla del 6 de julio de 1892, Frick demostró que era casi tan inflexible como sus lingotes de acero.

5

Los choques del 6 de julio despertaron gran preocupación en todo el territorio de los Estados Unidos. Como es natural, los radicales fueron quienes condenaron más duramente el suceso.

En una reunión en masa del Partido Socialista Obrero, por ejemplo, se adoptó una resolución propuesta por Daniel De León y Lucien Saniel, por la que se pedía que H. C. Frick, Robert y William Pinkerton sean ejecutados por asesinos.

Y fueron estos acontecimientos, desde luego, los que despertaron enorme furia en Emma Goldman y Alexander Berkman e impulsaron al último a embarcarse en un tren para Pittsburgo.

Una antigua leyenda rabínica prometía que, si la justicia reinara en el mundo judío aunque más no fuera por un solo instante, el Mesías haría su aparición sobre la Tierra. Quizá Berkman se consideró por lo menos un apóstol del Mesías de la revolución cuando se propuso hacer brillar la justicia en Pittsburgo por un fugaz instante.

Por su parte, Frick se sentía absolutamente seguro de estar en lo justo, de que su oposición a los gremios era una actitud sancionada por la propia estructura del Universo: el derecho del hombre a hacer lo que le plazca con su propiedad es el axioma más eterno de todos los que rigen, nuestra vida.

Fue así que el sábado 23 de julio de 1892, a las 13.55, se encontraron en la oficina de Frick, instalada en el edificio del Pittsburgh Chronicle Telegraph, dos de los hombres más decididos y opuestos de aquella época.

Para lograr que lo admitieran en el despacho del magnate, Berkman se presentó como Simón Bachman, jefe de una inexistente agencia dedicada a romper huelgas.

Frick estaba en conferencia con el vicepresidente John Leishman cuando Berkman entró apresuradamente tras hacer a un lado al ordenanza negro. Conozcamos el relato del propio Berkman:

Fr ..., empiezo. La mirada de terror que aparece en su rostro me deja sin habla; es el temor que le despierta la conciencia de estar en presencia de la muerte. Ha comprendido, es la idea que cruza mi mente. Con un rápido movimiento saco el revólver. Mientras levanto el arma, lo veo aferrarse con ambas manos al brazo del sillón y tratar de levantarse. Apunto a la cabeza. Quizá use armadura, reflexiono. Mientras aprieto el gatillo, desvía rápidamente la cara con una mirada de horror. Se produce un fogonazo y la habitación, de techo alto, reverbera como si hubiera explotado una bomba. Oigo un grito agudo y penetrante, veo a Frick caer sobre sus rodillas, la cabeza apoyada contra el brazo del sillón. Me siento tranquilo y dueño, de mí mismo, atento a todo movimiento del hombre. Está tirado, cuan largo es, debajo del gran sillón; no se mueve ni emite sonido alguno. ¿Estará muerto?, me pregunto. Debo asegurarme (10).

Frick no había muerto. Mientras luchaba con Leishman, Berkman disparó otras dos veces sobre su víctima antes de que un carpintero, que estaba trabajando en el edificio, lo derribara, de un martillazo. Pero aun en el suelo, Berkman oyó nuevamente, la voz de Frick:

¿No está muerto ... Me arrastro hacia el lugar de donde provienen los sonidos, llevando conmigo a los hombres que forcejean para contenerme. Tengo que tomar la daga qUé guardo en el bolsillo ... ¡Aquí está! La hundo varias veces en las piernas del hombre que se encuentra cerca de la ventana. Oigo como Frick grita de dolor -se oyen infinidad de gritos y golpes-, me tiran de los brazos y me los retuercen, me levantan en vilo del suelo.

Luego, según la crónica del Times de Nueva York, aunque hubo un conato de linchar a Bachman allí mismo, éste no demostró amilanarse o sentir miedo. Se dice que Frick, todavía consciente, pidió que no se lastimara a Berkman; la ley tomaría el asunto en sus manos.

Debe reconocerse que ambos hombres se comportaron con valentía. Frick pronto pudo volver a su trabajo, después de una cortísima convalecencia de las múltiples heridas que recibió: dos de bala y dos de cuchillo. Frick no perdió la cabeza; no se dedicó a recorrer el país clamando por el exterminio de todos los radicales (11).

6

Berkman tenía la intención de suicidarse después de cumplir su cometido. No deseaba escapar, sólo quería vivir el tiempo necesario para exponerle al pueblo los motivos y propósitos de mi acto. Por eso llevaba escondida una cápsula llena de fulminato de mercurio que proyectaba tomar después de finalizado su juicio.

Mas la tarde siguiente del día en que atacara a Frick lo descubrieron mascando la cápsula, la que le fue arrancada de la boca por la fuerza. Al parecer no se sentía capaz de esperar hasta el momento de explicar su acción.

Durante el proceso tuvo muy poca oportunidad de presentar sus razones. La fecha en que se abriría la causa se mantuvo en secreto hasta la misma mañana en que lo condujeron a la corte.

Lo que es más grotesco aún, el jurado ya estaba instalado cuando Berkman entró en la sala presidida por el juez McClung.

Acorde con sus principios, declinó toda defensa legal aduciendo que no creía en las leyes hechas por los hombres y que un attentat pudiera medirse con la estrecha vara de la legalidad.

Su proceso fue pura formalidad. Se presentaron seis demandas contra Berkman: una por intento de asesinato en la persona de Frick; otra similar por su supuesto ataque contra Leishman; tres por entrar otras tantas veces en las oficinas de la Compañía Carnegie con prdpósitos criminales, y una por portación ilegal de armas.

El acusado alegó que los cargos menores estaban todos incluid9s en el principal, referente al ataque contra Frick, posición que más tarde la mayoría de los abogados reconocieron como válida; además sostuvo que sólo había visitado el edificio de la Compañia Carnegie en una oportunidad.

La Corte desestimó estas objeciones. Lelshman testificó que Berkman había tratado de matarlo; otros testigos declararon que el reo había estado tres veces en él despacho de Frick; éste también prestó testimonio, tras lo cual el proceso quedó virtualmente terminado.

Sólo faltaba que Berkman leyera su defensa, y la Corte designó un intérprete que tradujera el alegato. Horrorizado, Berkman descubrió que el tal intérprete era un anciano ciego que traducía vacilante y literalmente sus palabras del alemán.

Cuando hubo leído una tercera parte de su discurso, el juez ordenó que se pusiera fin a aquella patética escena y dio por finalizado el juicio.

Berkman fue condenado a cumplir veintiún años de prisión en la Western Penitentiary y un año en la Allegheny Workhouse.

Aquella vez la justicia no fue ciega. No se le avisó a Berkman en qué fecha se abriría el proceso para evitar que se preparara; no se le dio ninguna oportunidad -hecho que puede haber sido de imp9rtancia capital- de examinar a los jurados suplentes.

Más significativo aún; los múltiples cargos presentados contra él tenían simplemente el propósito de burlar la ley que imponía una prisión máxima de siete años para el delito cometido por Berkman. Desgraciadamente, al no presentar el reo recusaciones formales, le fue imposible apelar a las cortes más altas. Además, todo probaba que Leishman había mentido cuando atestiguó que el acusado trató de matarlo, pues cada uno de los movimientos de éste estuvo dirigido contra Frick. Siguiendo esta lógica, cabe inferir que si en la oficina de Frick no hubieran estado dos hombres sino una docena, se le habrían hecho doce cargos por intento de asesinato contra cada uno de ellos. Por otra parte, Berkman sostuvo que él era el único responsable de su acto, pero los mismos testigos que juraron que el acusado había entrado en el edificio del Chronicle Telegraph en tres oportimidades declararon también que lo habían visto allí en compañía de Carl Nold y Henry Bauer, dos anarquistas de Pittsburgo.

En base a este testimonio se entabló luego juicio contra Nold y Bauer, a despecho de que este último, adicto a Most, era en realidad hostil a Berkman, a quien creía un espía, y por lo tanto difícilmente se habría prestado a seguirlo en aquella desesperada aventura.

Pese a que se los declaró culpables, es muy probable que Nold y Bauer no hayan estado complicados. A todo esto se añade un detalle interesante: el proceso se llevó a cabo a un ritmo indecorosamente acelerado, ya que la Corte no buscaba imponer duradera justicia sino tomar rápida venganza.

Quizá la Compañía Carnegie influyó para acelerar el procedimiento.

Berkman sostuvo siempre que Reed y Knox, abogados de Carnegie, fueron quienes en realidad dirigieron la acusación utilizando al fiscal meramente como figura. Este último se sintió obligado a informar al jurado de que no estaba al servicio de ningún individuo o corporación, tal vez porque su situación le pareció demasiado evidente.

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Pero Berkman era indudablemente culpable de intento de asesinato en la persona de Frick. Su acto obedeció a fines de propaganda y tenía el propósito de terminar con Frick, mas no logró ninguno de estos dos objetivos.

El magnate siguió viviendo y su oposición a los obreros se hizo aún más inflexible, si ello era posible.

Tiempo después, Berkman tuvo una experiencia que le demostró cuán profundamente se habían equivocado él y Emma al juzgar a los obreros de Homestead.

En un emotivo pasaje de su Prison Memoirs, Berkman relata cómo trató de explicarle su acto a Jack Tinford, trabajador de Homestead que se encontraba en prisión aguardando que lo procesaran por haber arrojado dinamita contra las barcazas de Pinkerton.

En voz baja, Tinford le dijo que era una pena que no hubiera logrado matar a Frick. Asunto de negocios, ¿no?, le preguntó el obrero. Cuando Berkman quiso aclararle, Tinford le replicó con enojo que los hombres de Homestead habían considerado bienvenida a la milicia y no querían saber nada con los anarquistas, que Berkman no debía haber intervenido y que, con su acción, sólo había perjudicado a los obreros del acero. Tinford prefería el asesinato por motivos comprensibles, por un asunto de negocios. Y ésta fue, naturalmente, la reacción general de los obreros de todo el país. Up miliciano de Pensilvania, W. L. Iams, propuso que se vivara tres veces al hombre que había disparado contra Frick, iniciativa que le valió el castigo de ser colgado de los pulgares y luego expulsado con deshonra pública de la milicia (lo que significaba la pérdida de los derechos civiles).

Pero, en general, la reacción ante el acto de Berkman fue de asombrosa incredulidad o de suspicacia; para los norteamericanos era imposible creer que aquel hombre no actuara guiado por intereses personales.

Cuatro añqs más tarde, por ejemplo, John McLuckie, dirigente de Homestead, le confesó a Emma que tanto él como sus compañeros creyeron que Berkman no había tenido realmente la intención de matar a Frick, y que su único fin era ganar simpatías para el amo del acero. Pensaron también que Berkman había sido puesto en libertad, sin que nadie lo supiera, poco después de cerrada la causa.

Los historiadores han considerado siempre que el acto cometido por Berkman quebró la espina dorsal del movimiento de los obreros del acero, pues sólo logró hacerle perder las simpatías de la población y traerle gloria a Frick, juicio éste que no soporta un análisis profundo.

En realidad, el lockout pudo imponerse gracias a la intervención de la milicia. Además, como bien señalara Henry David, la acción de Berkman fue objeto de repudip general y hasta algunos periódicos demostraron fehacientemente que el atentado había sido obra de un hombre que nada tenía que ver con la lucha obrera.

(Berkman aseguraba que, de haber muerto Frick, Carnegie se habría apresurado a llegar a un acuerdo con los trabajadores, tesis sumamente interesante pero que, por su índole, no pudo pasar de simple conjetura).

Mientras tanto, en Nueva York, Emma y Fedia habían decidido hacer volar el edificio de la Corte del Condado de Allegheny si Berkman era condenado a muerte. Afortunadamente, no tuvieron que poner en práctica su idea, aunque Fedia resolvió terminar la obra de Berkman.

Sin embargo, según cuenta él mismo, poco después de su llegada a Pittsburgb tuvo que salir apresuradamente de la ciudad cuando por alguna misteriosa razón se supo que estaba allí. Entonces pasó prudentemente cierto tiempo en Detroit; a medida que se afirmaba su reputación como dibujante comercial, se iba alejando del movimiento anarquista.

De todos modos era muy improbable que fuera capaz de realizar una hazaña como la de Berkman.

El attentat causó la ruptura definitiva entre Emma Goldman y Johann Most, y condujo a uno de los capítulos más lamentables de la historia del anarquismo.

Ya hemos dicho que existía cierta hostilidad entre Most y sus dos antiguos seguidores, pues éstos habían criticado su conducta dictatorial. Además, había entre Berkman y Most una situación de celos respecto a Emma que nada tenía que ver con el anarquismo. Por ende, cuando Emma y Berkman se unieron al círculo Autonomie, grupo centrado alrededor de Joseph Peukert, rival y enemigo de Most, este último juró no tener más relaciones con aquéllos.

Pero todavía faltaba lo peor. En la época en que Berkman cometió su attentat, Most acababa de salir de la prisión donde había cumplido una nueva condena de un año por un discurso pronunciado a raíz de la ejecución de los mártires de Chicago.

En una conferencia que dio inmediatamente después del acto de Berkman, Most presentó la hipótesis de que el atentado contra la vida de Frick era un engaño de los periódicos y Berkman, un chiflado o, quizá, hasta un hombre pagado por Frick para ganarse la simpatía de la gente.

Se comprende que Emma quedara horrorizada ante semejante ataque contra Berkman. Most parecía haber cambiado totalmente de opinión en cuanto a la oportunidad de los actos terroristas. Después de pasar una década ensalzando el valor supremo del attentat y en momentos en que todos se unían para condenar a Berkman, Most llegó a la conclusión de que había sobreestimado la importancia del terrorismo: éste era impracticable en un país donde el movimiento revolucionario aún no estaba maduro.

Si bien su razonamiento era acertado, aunque tardío, el hecho de que adoptara esa nueva posición en aquel momento nos hace pensar que la misma obedecía en parte a su temor de volver a la prisión (terminaba de cumplir su noveno año de cárcel), que no era producto de una sobria reflexión sobre las tácticas revolucionarias.

En todo caso, su apárente oportunismo y sus injustas insinuaciones contra Berkman enfurecieron a Emma. Most había unido su voz al coro de la burguesía que clamaba contra Berkman.

Emma lo desafió a que probara sus acusaciones y lo tildó de cobarde y traidor. Most no replicó. En la siguiente conferencia de Most, nuevamente le exigió que demostrara la verdad de sus insinuaciones.

El conferenciante se limito a decir algo entre dientes. Emma alcanzó a oir las palabras mujer histérica y, sin tardanza, tomó un látigo qde escondía debajo de su capa gris, se puso de un salto frente al atpnito Most y le pegó repetidas veces en la cara y en la cabeza; por último, rompió el látigo sobre sus rodillas y arrojó los trozos sobre el castigado conferenciante.

Actuó con tal rapidez que todo hAbía terminado antes de que alguien pudiera intervenir.

Y así, con esta triste nota de violencia personal, se cerró el episodio de la hazaña de Berkman. Aquel muchacho de veintidos años debía cumplir una condena de tantos años como los que había vivido; nadie creía que saldría con vida de la prisión. Frick, en cambio, estaba más firme que nunca. Emma había castigado con un látigo a su antiguo maestro e ídolo, lo cual ahondó todavía más la escisión entre las dispersas fuerzas anarquistas.

Cuando en 1906 falleció Most, Emma y Berkman se convirtieron en las figuras centrales del anarquismo norteamericano. Para entonces, empero, poco quedaba ya del movimiento.

Aunque el acto de Berkman resultó de consecuencias désastrosas tuvo la virtud de afirmar a Emma definitivamente en su inflexible oposición al mundo burgués. Sólo la falta de fondos le había impedido acompañar a su camarada a Pittsburgo, pero le había mandado el dinero para el revólver y, por lo tanto, su complicidad era incuestionable aunque no hubiera sido probada públicamente. Sentía que una mitad de su ser estaba en la Western Penitentiary, con un traje a rayas. De modo que tenía muy valederas razones para tratar de dar un sentido a la hazaña de Berkman, para llevar adelante la lucha contra el presente e intentar traer al mundo un instante de justicia.



Notas

(1) Prison Memoirs of an Anarchist, New York, Mother Earth Publishing Assoc., 1912, p. 9.

(2) Río que pasá por Homestead.

(3) Living My Life, p. 88.

(4) Grover Cleveland: Presidente de los Estados Unidos durante dos períodos, 1885-89 y 1893-97. Recurrió a los banqueros para resolver la crisis económica por lo cual se lo acusó de servir a los intereses de Wall Stret. (Nota de las traductoras).

(5) Esta ley sólo sirvió para favorecer a los trusts y perjudicar a los obreros, a quienes se les negó el derecho a la huelga por falsa interpretación de sus términos. (Nota de las traductoras).

(6) Populistas o Partido Popular, formado en 1892 por los granjeros y deudores del Oeste que luchaban contra el imperialismo económico del Este. (Nota de las traductoras).

(7) Joven político demócrata, varias veces cándidato a la presidencia; decía defender al pueblo contra Wall Street. (Nota de las traductoras).

(8) Se refiere a la guerra iniciada por EE. UU. pretextando el hundimiento del acorazado Maine en el puerto de La Habana y que terminó con la derrota de España en Cuba.

(9) Según se cuenta entre los radicales, esta estatua fue derribada de su pedestal por un tranvía que descarriló el 11 de noviembre de 1927, dia en que se cumplían cuarenta años de las ejecuciones. Mas allí no terminó su grotesca historia pues luego la trasladaron al Union Park, situado en la esquina de Ogden y Washington, donde todavía se la puede ver. Desde allí, el representante de la ley parece esforzarse en vano por evitar que la estatua del alcalde Carter H. Harrison, que se levanta enfrente, proclame desafiante que el genio es pura audacia ... Por lo demás, el policía que sirvió de modelo fue Thomas Birmingham, el espécimen más hermoso y perfecto del Departamento de Policía de Chicago y uno de los héroes de los tumultos de 1886. Durante la Feria Mundial de 1893, se dispensó gran atención a la egregia figura del agente. Tanta popularidad embriagó a Birmingham, quien poco tiempo después cayó en la intemperancia y fue destituido del cuerpo; murió en el hospital del Condado de Cook en 1912, sumido en la pobreza.

(10) Prison Memoirs, pp. 33-34.

(11) La encomiable reacción de Frick no alcanzó la altura de la actitud que mostrara en circunstancias similares Voltairine De Cleyre. Esta anarquista de Filadelfia no quiso que se juzgara a un hombre que intentó asesinarla disparándole tres tiros. Llegó hasta el extremo de publicar en la prensa anarquista un llamamiento en defensa de su atacante.
Indice de la edición cibernética Rebelde en el paraiso yanqui. La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa de Richard DrinnonCapítulo quinto - SueñosCapítulo séptimo - Una persona perniciosa y de mala índoleBiblioteca Virtual Antorcha