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Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo vigésimoctavo
Una extraña en todas partes



Aunque parezca extraño, el único lugar donde Emma Goldman pudo realmente atravesar el muro de indiferencia que se había levantado a su derredor tras su llegada a Inglaterra, fue la Universidad de Oxford. Cuando varios miembros del American Club de Oxford la invitaron a hablar ante el grupo, aceptó en seguida.

Si se conmovió al saber que los muchachos norteamericanos deseaban oírla, el recibimiento dispensado a su conferencia la emocionó aún más.

Reproduzcamos los recuerdos del estudiante de Rhodes que la presentó:

Habló durante dos horas, sin notas, dando copiosos detalles; trató magníficamente el tema y despertó un entusiasmo arrebatador en el público con sus jeffersonianos conceptos finales sobre la libertad del espíritu. loró emocionada cuando cien muchachos norteamericanos se arremolinaron a su alrededor para saludarla. No vio a otros cien jóvenes ingleses también ansiosos de felicitarla (1).

También Rebecca West, mujer muy brillante y de gran valor moral, dio su cálido apoyo a los puntos de vista de Emma. Pese a sus múltiples ocupaciones, la señorita West encontró tiempo para ayudar a Emma a encontrar un editor y para escribir una larga introducción a la edición inglesa de My Disillusionment in Russia.

Por nuestro propio bien, debemos comprender qué significa la Rusia bolchevique -declaraba-, y no hemos de arredrarnos si el análisis nos conduce a las mismas conclusiones voceadas por el partido conservador respecto de lo poco que hay de admirable y digno de imitación en el gobierno bolchevique.

Para comprender este importante problema era imprescindible leer My Disillusionment, por cuanto Emma Goldman es una de las personas más extraordinarias del mundo. Es una cumbre de integridad.

Desgraciadamente, los compañeros socialistas de la señorita West, maravillados por los milagros que, según el informe de la delegación de gremios británicos, realizaba el Estado comunista, no quisieron convencerse de lo contrario.

Tras un triunfal acto en el South Place Institute, los esfuerzos de Emma por llegar al público en general se vieron sistemáticamente frustrados. No le quedó más remedio que dedicarse a sus conferencias en idisch en el East End de Londres y conformarse con pronunciar esporádicamente alguna en inglés cuando, por milagro, conseguía un local. Pero las salas que le cedían eran cada vez más pequeñas, frías y lúgubres.

Seis meses de dolorosos esfuerzos sólo la condujeron a un callejón sin salida. Todos estos fracasos la afirmaron en su idea de que el clima húmedo y fresco de Inglaterra, que le resultaba más insoportable que los helados inviernos rusos, era menos frío que el carácter de los ingleses.

Hasta los mejores ingleses me dejan paralizada -le decía a Berkman en una carta-. Son tan indiferentes, tan condenadamente egoístas, nada los conmueve. Así me los describió el profesor (Samuel Eliot) Morison: Traté de enseñarles algo de historia norteamericana a los estudiantes ingleses, pero obtuve los mismos resultados que usted. Si tan solo uno pudiera hacer enojar a los ingleses. El único que lo consiguió fue Samuel Adams, cuando arrojó té en el puerto de Boston ... Por cierto que nada en el mundo puede provocar la ira del aristocrático inglés; sólo la destrucción de la propiedad llega a irritarlo (2).

La entusiasta recepción dispensada a Emma por los mineros de Gales y sus familias fue un bienvenido contraste. Mas al comprobar cuánta hambre y pobreza sufrían los trabajadores del carbón, Emma tomó conciencia de que era su deber atacar al sistema culpable de tanta miseria. En sus reflexiones, llegó a la conclusión de que, por dedicarse a censurar la dictadura rusa sin referirse jamás a la opresión económica imperante en Inglaterra, se asemejaba en cierto modo a esos misioneros que solicitan ayuda para China, mientras sus compatriotas pasan necesidades. Sin embargo, poco o nada podía hacer ella para solucionar los problemas internos de Inglaterra, por cuanto no era más que una visitante tolerada exclusivamente por su actitud hacia Rusia.

Afortunadamente, un amigo a quien Emma conoció en Escocia hacia 1890 tuvo un noble gesto que le salvó la vida.

James Colton, viudo de unos sesenta y cinco años de edad, le propuso matrimonio. Conocido en los campos carboníferos del Sur de Gales como individuo que no respeta a las personas -lo cual era una manera de decir que se trataba de un rebelde, Colton se había instruido prácticamente por sí sólo y había adoptado, sin influencias externas, las ideas libertarias. Su propuesta fue una prueba de amistad hacia Emma y un desafío a lo establecido.

En una carta dirigida a Berkman, decía:

Vine a Inglaterra para hacer un trabajito importante, eso es lo que me trajo a Londres. para mí será un recuerdo de cómo dos luchadores frustraron los poderes existentes. estoy seguro de que usted ya sabe de qué se trata. tenía un deber de camarada que cumplir, devolver el golpe a nuestro enemigo por la crueldad con que los trató a usted y a Emma, y por eso estoy Agradecido (3).

Emma aceptó el ofrecimiento de Colton con profunda gratitud, pues le brindaba la oportunidad de obtener un pasaporte y otros documentos. Le pagó a Colton el viaje de ida y vuelta a Londres, y le entregó, además, una suma equivalente a la que había perdido por los dos días y medio que no trabajó en la mina.

Poco después de su casamiento, Emma escribió a su esposo para expresarle su reconocimiento: había conseguido el pasaporte merced a su generosidad, fiel camarada. No encuentro palabras para decirle cuánto aprecio su noble solidaridad (4).

2

Por ser ya súbdita británica, legalmente al menos, Emma podía tratar de echar raíces en InRlaterra. Tras tantos meses de actividad en pro de los presos políticos de Rusia, se le presentó el apremiante problema de cómo ganarse la vida. Carecía totalmente de seguridad económica, no contaba con ingresos fijos.

Llegó a pensar en la conveniencia de abrir un salón de belleza, pues no conocía en Londres ningún lugar donde se hiciera lavado, masaje y tratamiento del cuero cabelludo como el que se sabe dan en América.

Todo su capital, a falta de otro más tangible, era una fórmula para la cura de la caspa que tiene efectos milagrosos (5).

Si bien en Nueva York había obtenido buenos resultados con una empresa similar, en aquella época dichos planes no eran más que una medida de su estado de perplejidad.

Mucho más serios fueron sus intentos de ganarse la vida escribiendo.

Cada tanto publicaba artículos en el Westminster Gazette, el Weekly News y el Times de Londres; colaboraba regularmente can Time and Tide. Pero el trabajo como escritora independiente no constituía una verdadera solución. La publicación mencionada en último término le pagaba apenas una guinea por cada una de las columnas a su cargo, suma de la cual abonaba diez chelines a la dactilógrafa. Con este salario de hambre, como ella misma lo calificó, depender de su pluma era lo mismo que apoyarse en una paja.

Obstinada en no dejarse vencer por una vida cercada por los peniques, Emma volvió a la tribuna pública y a sus conferencias sobre teatro. Pero para llevar a la práctica sus propósitos debía vencer innumerables obstáculos.

Era poco conocida en Inglaterra. Sus compañeros anarquistas, pobres y dispersos, poco podían auxiliarla. Además, hecho de mayor peso, en Inglaterra sólo se podía actuar por intermedio de alguna organización. Una y otra vez se le informó cortésmente que el tipo de trabajo independiente practicado por ella no se hace en Inglaterra.

Emma, siempre dispuesta a apartarse de lo establecido, no se arredró. Su oportuno nombramiento como representante en el exterior de la American Provincetown Playhouse le permitió entrar en contacto con el movimiento teatral inglés de vanguardia.

Walter Peacock y Bache Matthews, del Birmingham Repertory Theater, y Barry V. Jackson, fundador del mismo, recibieron a Emma cordialmente y se ocuparon de interesar a la British Drama League por su obra.

Ya introducida en el ambiente, envió cientos de cartas y circulares a las distintas sociedades de aficionados al teatro.

En una de dichas circulares anunciaba:

Puedo disertar sobre cualquiera de los dramaturgos rusos enumerados en la lista adjunta, sobre la vida y obra de Augusto Strindberg, el autor sueco, sobre los expresionistas alemanes, Eugenio O'Neill y sus dramas o los trabajos de la señorita Susana Glaspell.

En Londres organizó un Círculo para el Estudio del Teatro y también pronunció algunas conferencias en idisch acerca de la dramaturgia rusa.

Cuando se prohibió la representación de la nueva creación de O'Neill, El Deseo Bajo los Olmos, trató de que la Liga Teatral auspiciara un acto público de protesta.

Pese al sistemático fracaso de todos sus esfuerzos, obtuvo algunos resultados positivos: al menos logró que la contratara para pronunciar una conferencia o una serie de ellas durante el otoño y el invierno en las ciudades de Londres, Bristol, Bath, Birmingham, Manchester y Liverpool.

A fin de prepararse, se sumergió en el mar sin fondo del Museo Británico, el majestuoso puerto donde tantos otros maltrechos exilados habían buscado refugio y sostén intelectual.

Pasó la mayor parte del verano, días enteros, en el Museo, leyendo obras en ruso, alemán, idisch e inglés. Este quehacer diario la llevó a descubrir en sí misma una insospechada pasión por la investigación.

No tardó en escribirle a Berkman:

Lo que hago es empaparme bien de lo atinente a cada autor, de todo o casi todo lo que se ha escrito sobre él, sus obras ... esto es muy beneficioso para mí, me permite avanzar de modo sistemático y disciplinado. Nunca tuve tiempo para estudiar de esta manera. Quizá ahora, en la vejez, aprenda a hacer mejor las cosas.

Estaba decidida a preparar conferencias más profundas y meditadas que las que acostumbraba pronunciar en los Estados Unidos.

En una carta a un amigo, decía:

Tengo que trabajar con doble ahínco para no hacer quedar mal a los amigos norteamericanos e ingleses que responden por mí (6).

En todos los casos, la recepción dispensada a sus conferencias no respondió a sus esperanzas. Especialmente desalentadoras fueron las charlas que organizó por su cuenta en Bristol y Londtes pues había esperado demostrar con las mismas qué se hacia en Inglaterra.

A despecho del apoyo de Rebecca West, Frank Harris, Barry Jackson y otros, la serie sobre el teatro ruso que pronunció en Londres no atrajo demasiado público. En Manchester, en cambio, hubo lleno total de la sala cuando habló sobre O'Neill, pero se percató de que muy pocos de los presentes comprendieron sus conceptos:

¡Dios mío, qué gente estos ingleses de la clase media! -le escribió a Berkman-; en comparación con ellos, los norteamericanos son la libertad y la viveza personificadas(7).

Pese a todo, la actividad que pudo ir desarrollando en las sociedades de amigos del teatro y otras agrupaciones la llevaron a pensar que, con el tiempo, tal vez un par de años, lograría una entrada regular con sus conferencias.

También recibió el aliento de C. W. Daniel, su editor inglés, quien demostró gran interés por su obra. Daniel le entregó una copia taquigráfica de sus disertaciones y la instó a recopilarlas para formar un libro.

Emma se alegró mucho de poder apartarse algunos meses de la agobiante rutina. Se estableció en Saint-Tropez, pueblecillo del sur de Francia, donde pronto completó su Vida y Obra de los Grandes Dramaturgos Rusos. Su análisis de los precursores del teatro ruso, y también de Griboiedov, Gogol, Ostrovski, Pisemski, Turgenev, Tolstoi, Chejov, Gorki y Andreiev, mostró, como siempre, que sabía captar el sentido explícito y el espíritu del tema tratado. Las semanas pasadas en el Museo Británico y su afinidad con los autores que lucharon con el problema de la creación en su tierra natal, confirieron al estudio una intensidad y una penetración que faltaban en la mayor parte de sus ensayos previos sobre el teatro. Era también obvio que su trabajo se vio grandemente beneficiado por el cambio de concepto acerca del arte. Éste ya no debía ser imitación sino que: La época ordena al hombre perderse en la colectividad y le exige el sacrificio de su individualidad, de sus sentimientos, de su felicidad personal.

También impone obediencia y reprueba la meditación, pero el hombre sigue defendiendo su derecho al pensar ávido, el amor impetuoso, el cariño enternecedor, las pasiones irresponsables y la libertad espiritual que ha conquistado. Emma ya no consideraba el arte como un simple reflejo de la realidad.

En septiembre de 1926, cuando terminaba la redacción de la obra, Daniel le envió una noticia inquietante. Su casa editorial había sufrido grandes pérdidas a consecuencia de la huelga general de la pasada primavera, motivo por el cual le resultaba imposible publicar el manuscrito de Emma (8).

Por aquel entonces, un amigo de Nueva York que le había prometido ayuda financiera para una gira de conferencias por el Canadá, envió un telegrama donde le anunciaba que la misma debía ser cancelada. Luego Emma descubrió que dicha anulación respondía al temor de que sus enemigos comunistas la hicieran víctima de algún ataque material. Pero Emma no estaba dispuesta a perder el terreno que tan laboriosamente había logrado ganar. Remitió un llamado a otros conocidos solicitándoles un préstamo para costearse el viaje al Canadá. El dinero llegó a sus manos casi Ínmediatamente.

En el otoño de 1926 partió hacia Canadá, mirando con ojos tristes esa Inglaterra donde tantas cosas no se hacían.

3

Cuando dictó su primera conferencia en Montreal, los comunistas amenazaron atentar contra ella, lo cual probó que no eran infundados los temores del amigo que no había querido respaldar su gira.

Alarmadas personas de su amistad la instaron a requerir protección policial, pero Emma rechazó con desprecio la idea recordándoles secamente: Jamás he ido a la policía; fue ella quien a menudo vino por mí (9).

Siempre que pudo ignoró a sus contrincantes comunistas y, llegada la ocasión, supo replicarles como se merecían.

Pese a los obstáculos, pronunció una serie de conferencias en idisch, habló en inglés en un importante acto en favor de los presos políticos rusos y organizó un grupo femenino permanente cuya misión era reunir fondos para estas víctimas de la opresión comunista.

En Winnipeg también colaboró en la formación de un grupo similar y realizó con buen éxito varias charlas sobre teatro ante diversos públicos. En Edmonton otra vez tuvo que hacer frente a las irónicas y mal intencionadas preguntas de los oyentes comunistas, a pesar de lo cual salió airosa en las disertaciones que pronunció ante casi todos los sectores obreros y liberales de la ciudad.

Pero fue en Toronto donde obtuvo su mayor triunfo. Al principio, sufrió una desilusión. Conocida como la ciudad de los intelectuales, Toronto hacía poco honor a su reputación. Es cierto que contaba con cinco mil estudiantes universitarios, como dijo en una carta dirigida a un amigo, pero la vida que se lleva en la universidad está muy apartada de la vida de la población general; es como si esta casa de estudios estuviera situada en Moscú y no en Toronto.

Las iglesias más importantes poco hacían para fomentar la actividad intelectual:

Católicos y anglicanos tienen a la ciudad asida por el cuello; moldean las costumbres y las opiniones de los habitantes de Toronto. Ningún libro o ninguna conferencia son bienvenidos si no llevan el sello de aprobación de las iglesias. Quizá comprendas mejor la situación cuando te diga que el encargado de la biblioteca pública ... declaró: No, no censuramos los libros, simplemente no los compramos. Por cierto que de su boca salió una gran verdad (10).

Emma no se arredró y se dedicó con entusiasmo a participar en actos, dictar conferencias y publicar artículos en la prensa.

Si bien complacía a los canadienses diciéndoles que en su país existía más libertad que en Rusia, no dejaba de fustigarlos por su complacencia. Ejemplo ilustrativo de tan censurable actitud era la completa apatía pública frente al arresto y encarcelamiento de Ernest V. Sterry.

Este librepensador, que en una oportunidad vendió folletos para Emma en Nueva York, había sido condenado por blasfemia contra Dios, a quien se refirió como ese viejo colérico. En opinión de Emma, Sterry había sido encerrado simplemente por hacer uso de su derecho a la libertad de palabra y de pensamiento.

Gradualmente, merced a sus insistentes reproches por la indiferencia general ante la represión de tan fundamentales derechos civiles, otras personas comenzaron a unir su voz de protesta a la de Emma.

El reverendo W. A. Cameron, eminente bautista ortodoxo, por ejemplo, censuró duramente aquella persecución religiosa por parte de las autoridades civiles.

La condenación de Sterry era, según Cameron, un retorno a los antiguos días de esclavitud religiosa (11).

Aunque Sterry tuvo que cumplir la sentencia de sesenta días de cárcel, la reacción desatada por Emma hacía suponer que, en el futuro, ya no sería tan fácil cometer injusticias similares.

Se sentía tentada de seguir desafiando a los poderes religiosos pero, le escribió a Berkman, con esa estúpida ley contra la blasfemia, muy rígida por cierto, uno no sabe en qué momento comete una transgresión. No tengo ninguna gana de ir a la cárcel por el Señor (12).

Prefirió atacar indirectamente con sus conferencias sobre la limitación de la natalidad. Defendió la procreación planeada, pero se cuidó muy bien de describir los métodos aplicables.

Aclaraba que, previamente, en los Estados Unidos, había analizado las tecnicas por considerarlo una importante protesta social, pero correspondía a cada uno solicitar orientación en una clínica o a su médico particular.

Cuando se levantó el inevitable clamor contra las disertaciones de Emma, el inspector McKinley, de la policía de Toronto, declaró que nada podía hacerse contra ella desde el momento en que no describía los métodos anticoncepcionales.

C. J. Hastings, médico del Ministerio de Salud Pública, tuvo la osadía de afirmar que la conferencia de Emma sobre la limitación de la natalidad contenía un sano espíritu y que le impresionaba favorablemente su enfoque desde el punto de vista de los derechos de la mujer (13).

El Star de Toronto, uno de los diarios más importantes de la ciudad, brindó inesperado apoyo a Emma en sus esfuerzos tendientes a despertar el interés público por los problemas de importancia.

Acostumbrada a periodistas poco comprensivos y de mala voluntad, se sorprendió mucho al encontrar a uno, C. R. Reade, del Star, que conocía bien la teoría anarquista y se mostró seriamente dispuesto a secundarla.

Para Emma fue una placentera novedad leer en la prensa comentarios imparciales y hasta admirativos acerca de sus conferencias.

El 30 de noviembre de 1926, por ejemplo, el Star se refería a una Brillante Disquisición sobre Ibsen por Emma Goldman y afirmaba que el conocimiento de las ideas fundamentales del autor noruego y de los mínimos detalles de sus obras hacía de la disertación de Emma una manifestación superior. Para este periódico, era ridículo que no se hubiera permitido a la notable conferenciante hablar en la Universidad de Toronto: al parecer, las autoridades temían que cual flautista de Hamelin, Emma arrastrara tras de sí al estudiantado en pleno.

En una entrevista publicada por el Star (18 de diciembre de 1926), se reproducían con generosidad los conceptos vertidos por Emma contra el formalismo académico:

En la actualidad, todas las ciencias, las artes, la literatura y la música exhiben el mismo deseo de librarse de los lazos de las fórmulas académicas y limitadoras. Los futuristas, los cubistas, ¿qué han sido sino anarquistas, rebeldes que se levantaron contra la coerción de la tradición que todo lo anquilosa? ¿Por qué existen tantos movimientos ultrarrevolucionarios en la música? ¿Y el jazz? Sí, el jazz es anarquista, es el espíritu mismo de la juventud, en esencia una rebelión contra las restricciones y las tradiciones caducas.

En un importante artículo intitulado Visitante Anarquista en Toronto, Frederic Griffin informaba a los lectores del Star Weekly (31 de diciembre de 1926) que la ciudad tenía el honor de contar con la visita de la mujer quizá más interesante del mundo, una mujer que había vivido más plenamente, se había sublevado con mayor tenacidad y desinterés, había sufrido más profundamente y pensado con mayor vigor que ninguna otra:

Es difícil conciliar la Emma Goldman que vemos hoy en Canadá, esta señora plácida y experimentada, de actitud filosófica y mente cultivada que, al parecer, no encuentra en estos momentos nada más interesante que pronunciar ante los burgueses que desean oírla académicas conferencias sobre Ibsen, Chéjov y otros gigantes del teatro, con la imagen de la indómita mujer encarcelada en los Estados Unidos por sus ideas incendiarias y, finalmente, expulsada de dicho país por sus revolucionarias enseñanzas.

Al disponer de una tribuna pública para difundir su pensamiento y de semejante publicidad para su obra, Emma pudo estimular el interés público por sus ideas a la par que descubrir una oculta corriente cultural que tendía hacia las mejores manifestaciones literarias y artísticas de renovación y hacia una nueva perspectiva social, según su expresión.

Nunca, le aseguraban sus amigos de la ciudad, había respondido Toronto tan notablemente a las ideas libertarias. ¿No deseaba permanecer allí para seguir con tan buen trabajo? Ellos se ocuparían de mantenerla. Emma decidió quedarse en Toronto todo el año 1927, pero en ningún momento pensó aceptar que los anarquistas pagaran sus cuentas, ya que se trataba en su mayoría de obreros con familia que no estaban en condiciones de hacer semejante sacrificio. Logró sostenerse con las ganancias proporcionadas por sus conferencias sobre el teatro y con los regalos en efectiyo que le enviaban parientes y amigos de los Estados Unidos.

Pero a pesar de la afectuosa hospitalidad de Toronto, vivía atormentada por la cercanía de los Estados Unidos y desesperada, por saber que para ella era tan imposible entrar en ese país como viajar a la Luna.

Sin embargo, se encendió una pequeña luz de esperanza: Isaac Don Levine, periodista de su amistad, inició por intermedio de Frank L. Polk, subsecretario de Estado durante el gobierno de Wilson, gestiones tendientes a obtener permiso para un retorno temporario de Emma a los Estados Unidos.

Polk habló con el secretario de Estado Kellogg, quien declaró que en principio no tendría inconveniente en concederle una estada limitada; pero, adujo, aquel problema no le concernía. ya que entraba en la jurisdicción de las autoridades de migración.

Finalmente, el procurador Davis le informó a Levine que su proyecto era impracticable debido a la situación de China y los acontecimientos de Haití (14).

Muy consciente de que siempre mediaría una situación crítica en China o en Timbuctú, Emma pensó seriamente en el recurso de tomar, sin más ni más, el tren que la llevara a Detroit. Sabía que no la dejarían permanecer en el país pero, reflexionaba, las autoridades se verían forzadas a deportarla por segunda vez, lo cual volvería a poner en ridículo a los norteamericanos, según predijo a Berkman (15).

Por último, decidió no realizar aquella maniobra sensacional. Descartó tan descabellado plan pese a que en su pecho seguía ardiendo con igual fuerza el deseo de volver a sus amigos y actividades en los Estados Unidos. Por cierto que éste fue el principal motivo de su viaje al Canadá. Así lo confirma una carta a Berkman:

Quiero que sepas, querido, que nunca podré librarme de los lazos que me atan a A (mérica) y que siempre me sentiré una extraña en todas partes ... Esto ha pasado en mi corazón desde que nos echaron, y es la razón por la cual vine al C (anadá) (16).

En agosto de 1927 lamentó más que nunca no encontrarse en los Estados Unidos. Su alejamiento la torturaba, escribió Evelyn Scott en una de sus cartas, porque en aquellos momentos, precisamente, el Estado de Massachusetts mostraba la firme decisión de matar a Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, el zapatero y el vendedor de pescado, condenados a causa de prejuicios y en base a endebles pruebas, por el asesinato de un pagador y de un guardián durante un asalto perpetrado en South Braintree (17).

La misma ola de histeria antirradical que había provocado la expatriación de Emma, alcanzó en 1920 a aquellos hombres que serían enviados a la muerte por un crimen que, probablemente, nunca cometieron.

Emma compartía con muchas otras personas la convicción de que no se los condenaba por asesinato, sino por sus ideas anarquistas.

En Toronto, imposibilitada de hacer más, organizó en el Labor Temple un acto de protesta contra la determinación de Massachusetts de ejecutar a sus victimas y reunió dinero para la Comisión Internacional de Defensa de Sacco y Vanzetti.

Amargada, se decía que, de estar en los Estados Unidos, podía haber desarrollado una labor más efectiva:

Me siento estúpida hablando acerca de problemas teóricos, pronunciando conferencias sobre nada -le confesaba a Berkman en una carta-, en lugar de correr a unir mi voz al clamor contra la inminente carnicería.

Una misiva de Rosa Sacco fue pobre consuelo.

En la misma le informaba a Emma que su esposo y Vanzetti habían hablado de ella con respeto. Emocionada, abrió su corazón a Berkman:

Estoy pasando por la misma agonía de cuarenta años atrás, pero mucho más conscientemente. Entonces tenía toda la vida por delante para defender la causa de las víctimas sacrificadas. Ahora no me queda nada. Veo cuán poco he hecho en cuarenta años de labor si está a punto de cometerse un nuevo crimen mientras el mundo se limita a protestar de palabra (18).

A fines de febrero de 1928, aún hundida en la desesperación por su sentimiento de impotencia, Emma sacó pasaje para Francia. Desde hacía años, varios amigos, entre ellos Howard Young y Theodore Dreiser, la exhortaban a escribir su autobiografía.

Antes de partir de Toronto, Emma se enteró por boca de Peggy Guggenheim que Howard Young había comenzado a reunir fondos que le permitirían iniciar su obra. La señorita Guggenheim puso la contribución inicial de 500 dólares. Cuando Emma salió de Montreal, un grupo de amigos y simpatizantes, encabezado por Edna St. Vincent Millay, había reunido ya 2.500 dólares, suma suficiente para que la vieja luchadora pudiera ponerse a la tarea de escribir una historia de su vida.



Notas

(1) Wright Thomas, en una carta dirigida al autor con fecha 29-3-1956. Samuel Eliot Morison, entonces profesor invitado en Oxford, escribe: Fue la mejor oradora que he oído en mi vida. (Carta, 6-2-1957).

(2) EG a AB, 28-5-1925, IIHS, AB.

(3) Colton a AB, 22-7-1925, IIHS, AB. Colton no había recibido casi educación formal pues tuvo que ganarse la vida desde los ocho años.

(4) EG a Colton, 20-11-1925. Esta carta está en manos del señor J. C. Colton, de Lougher, Glamorganshire, Gales del Sur. En su obra Red Rase: A Novel Based on the Life of Emma Goldman (Londres, Jarrolds, Ltd., sin fecha), Ethel Mannin deja volar su fantasía al relatar este episodio. Una vez terminada la ceremonia, según lo imaginado por la señorita Mannin, la Roja Emma se aleja prestamente de Jim Evans tras deslizar en su mano un billete de 10 chelines para que festejara yendo con uno o dos muchachos al cine. Pero la Emma de la vida real no tuvo semejante actitud desdeñosa hacia Jim Colton, por quien hizo mucho más que darle unas monedas para el cine. En los años posteriores le envió dinero siempre que sus magros recursos se lo permitieron. En 1929, por ejemplo, consiguió reunir un atado de ropa para Colton, quien entonces pasaba por grandes dificultades económicas. Adjuntó una misiva en la cual le aseguraba que era merecedor de la mayor simpatía y ayuda: Sé muy bien cuán extraordinario es su espíritu. Muchas veces aprendemos a apreciar la bondad y a responder a ella en los momentos de necesidad. (EG a Colton 18-5-1929, también en posesión de J. C. Colton). Nunca perdía oportunidad de manifestar cuán reconocida estaba a aquel hombre. Así, en una carta a Berkman, recordaba que debía su pasaporte a la generosidad del minero: Jamás podré agradecerle bastante al querido y buen Colton. (EG a AB, 11-1-1932, IIHS, AB.) Es innecesario añadir que la prensa recibió con júbilo una notícia tan jugosa y se lanzó inmediatamente a fantasear sobre el asunto. El Times de Nueva York (21-11-1926) afirmó que el romance entre Goldman y Colton databa de veinte años atrás: Armado de una pica de minero, Cupido le abrió camino hasta el corazón de Emma Goldman. El director del World de Nueva York (22-11-1926) llegó a la conclusión de que Emma debía de haber perdido su aparentemente inextinguible llama de rebeldía. Desilusionada y apagado su antiguo ardor, había vuelto la espalda a su pasado: ¿No está claro por qué, finalmente, buscó un solaz tan evidente como el matrimonio? Tan claro como las turbias aguas del Kast River, podríamos responder.

(5) EG a AB, 11-7-1925, IIHS, AB.

(6) EG a AB, 23-9-1925, IIHS, AB; EG a Harry Weinberger, 15-5-1925, CCW.

(7) EG a AB, 9-11-1925, IIHS, AB.

(8) La obra sobre los grandes dramaturgos rusos (IIHS, EG) nunca fue puesta en letras de imprenta. Pasó de una editorial a otra, rechazada por todas. No obstante, en este ensayo Emma estudiaba mucho más a fondo el problema que en su Significación Social del Teatro Moderno, libro para el cual encontró fácilmente editor en 1913.

(9) Daily Star de Montreal, 29-10-1926.

(10) EG a Ben Capes, 27-1-1928, IIHS, EG.

(11) World de Nueva York, 10-4-1927.

(12) EG a AB, 17-5-1927, IIHS, AB.

(13) Daily Star de Toronto, 28-4-1927.

(14) Levine a EG, 19-11 y 15-12-1926, IIHS, EG; W. S. Van Valkenburgh a EG, 8-4-1927, IIHS, EG.

(15) EG a AB, 22-12-1926, IIBS, AB.

(16) EG a AB, 23-12-1927, IIHS, AB.

(17) Este es otro de los crímenes judiciales de los EE. UU. para destruir el movimiento anarquista. Ya ha sido suficientemente probado que los dos revolucionarios no tuvieron ninguna intervención en el hecho utilizado como pretexto. (E.)

(18) EG a AB, 8-8-1927, IIHS, AB; EG a Rosa Sacro, 3-9-1927, IIHS, EG.
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