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Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo vigésimoseptimo
El mito bolchevique



Los dos camaradas arribaron a Riga, Letonia, a principios de diciembre de 1921, junto con Alexander Shapiro, veterano gremialista que también huía de Rusia. Esperaban poder pasar de allí a Alemania, donde se celebraría un congreso anarquista a fines de aquel mes. Tras varios días de irritante demora, se enteraron de que su solicitud de entrada a Alemania había sido rechazada. Su inquietud aumentó cuando el gobierno de Letonia se negó a ampliarles el permiso para permanecer en Riga. Viéndose en situación tan incierta, sin tener donde estar ni adonde ir, Berkman volvió a explorar las posibilidades de entrar subrepticiamente en Alemania. A último momento llegó la noticia de que los compañeros de Estocolmo les habían conseguido una visación sueca.

Mas esta felicidad duró poco. Cuando viajaban hacia Reval, Estonia, la policía secreta letona los hizo descender del tren, los revisó cuidadosamente y los dejó incomunicados durante las fiestas de Navidad; finalmente, fueron puestos en libertad en medio de inútiles disculpas por tan desgraciado error.

Por la policía letona y algunos amigos de Berlín supieron más tarde que todas aquellas dificultades habían sido obra de la Cheka. Al parecer, los cínicos bolcheviques habían concedido los pasaportes a los efectos de evitar protestas internacionales, pero, al mismo tiempo, la policía secreta rusa había hecho todo lo que estuvo a su alcance para que dichos pasaportes les fueran de poca utilidad.

Secretamente dirigidos por la Cheka, otros países se encargarían de realizar el trabajo sucio, declarando a los dos oponentes de los bolcheviques personas no gratas.

De cumplirse estos planes, Emma y Berkman se habrían visto obligados a retornar a Rusia, por no tener adonde ir, sin poder contarle al mundo lo que habían visto allí. Esta interpretación era plausible y existían algunas pruebas que la abonaban.

Pero había otros hechos que ni Emma ni sus amigos conocían, hechos que bien podrían hacer pensar que los Estados Unidos habían intervenido para decidir el curso de los acontecimientos.

El comisionado en Riga, un señor de nombre Young, trasmitió a Washington fragmentos del diario de Berkman, copias de sus cartas personales, la descripción de las credenciales que llevaban para el congreso anarquista, listas de nombres y direcciones tomados de las libretas de apuntes de Berkman. Ahora bien, ¿cómo llegó a manos de Young este material robado? ¿Hizo detener a los aborrecidos exilados para este propósito? Es menos probable, aunque no inconcebible, que trabajara en colaboración con los agentes rusos en el deseo de obtener lo que buscaba. Más que seguro recibió, simplemente, dicha información de las complacientes autoridades letonas.

Cualesquiera hayan sido los motivos de su arresto, los dos anarquistas pudieron comprobar cuán largos son los brazos del Estado.

El 3 de enero, Young comunicó al secretario de Estado Hughes que Emma Goldman y Alexander Berkman habían partido hacia Suecia el día anterior.

2

Apenas llegados a Estocolmo, su primer pensamiento fue hacerle conocer al mundo el terror reinante en Rusia. Los periódicos anarquista y anarcosindicalista Arbetaren y Brand publicaron entrevistas donde Emma y Berkman hacían un llamamiento a la humanidad para que socorriera a todos los presos políticos de la Unión Soviética.

Berkman envió algunos articulos al Call de Nueva York, diario socialista, y a otros periódicos radicales. Emma consideraba un deber ineludible llegar al mayor número de lectores no sólo en bien de los detenidos políticos sinb también a modo de expiación por haber escrito, durante sU estadía en Norteamérica, el tan ingenuo folleto La Verdad Acerca de los Bolcheviques.

Es así que, a los pocos días de entrar en Suecia, le envió por correo a su sobrina Stella Cominsky un artículo donde relataba el martirio de María Spiridonova, la veterana revolucionaria rusa, indicándole que tratara de hacerlo publicar en el Nation o en el New Republic.

Era propio del carácter de Emma dar sus escritos a la prensa liberal sin desear retribución alguna, pero no por ello esta actitud deja de ser loable.

En Riga, y más tarde en Estocolmo, los representantes del World de Nueva York y del Tribune de Chicago le habían ofrecido sumas considerables por tales artículos. Y recordemos que, en aquellos momentos, Emma y Berkman se encontraqan virtualmente en la pobreza y sin la menor posibilidad de obtener ingresos (en Rusia le habían robado a Berkman unos 1.600 dólares, de manera que, cuando él y Emma llegaron a Riga, contaban con menos de 700 dólares). Pero Emma se negaba a ayudar a los enemigos de la revolución rusa -establecía una neta distinción entre la revolución y el subsiguiente desgobierno bolchevique-, por lo cual le informó a la sobrina que no estaba dispuesta a aceptar ofertas de la prensa capitalista: Desde luego, no pienso darles nada.

Desgraciadamente, los liberales se resistían a publicar el relato de la brutalidad comunista para con los presos políticos.

En cada uno de los periódicos que visitó -Nation, New Republic, Freeman-, Stella Cominsky recibió siempre la misma respuesta: un ¡No, gracias!, amable pero firme.

Emma se encontró con un terrible dilema: si no cedía sus trabajos al World o al Tribune, entonces sólo podría hacer cónocer la verdad a un pequeño círculo de revolucionarios. Pero si lo hacía, la acusarían de venderse al enemigo por unas monedas de plata.

Berkman y Shapiro le aconsejaron insistentemente que no aceptara los ofrecimientos de aquellos diarios pues, aseguraban, los trabajadores de todo el mundo desconfiarían de sus afirmaciones al verlas publicadas en la prensa capitalista.

A Emma le dolió que Berkman criticara sus intenciones, aunque reconocía que tenía buena parte de razón; anteriormente, ella misma había censurado a Catalina Breshkovskaia por haber recibido apoyo de personas adineradas para sus conferencias contra los comunistas.

Por otra parte, algunos camaradas, especialmente Errico Malatesta, Max Nattlau y Rudolf Rocker, opinaban que, dadas las circunstancias, era primera obligación de Emma hacer conocer al mayor número de individuos las experiencias vividas en Rusia.

Contara con la aprobación de sus compañeros o no, Emma sentía la impenosa necesidad de hablar, aun cuando ello significara el oprobio. Envió un telegrama a Stella Cominsky para comunicarle que aceptaba el ofrecimiento del World de abonarle 300 dólares por cada avtículo de una serie de cinco o seis. Por último, dicho peridico publicó, entre fines de marzo y principios de abril de 1922, siete artículos de Emma.

3

Mientras tanto, Emma y Berkman trataban de encontrar un refugio relativamente fijo en algún país.

Cuando comenzaron a aparecer los artículos de ambos, Karl Branting, el primer ministro socialista, les advirtió que no era conveniente que publicaran sus trabajos. Evidentemente temía que aquello obstaculizara, sin quererlo, las delicadas gestiones que estaba realizando para lograr el reconocimiento del nuevo régimen ruso.

Con gran valor, el primer ministro desafió los ataques de la prensa opositora y amplió el permiso de los exilados, autorizándoles a permanecer en el país durante un mes; pero también les previno que aquélla era la última concesión.

Los camaradas anarquistas de varios países -Alemania, Francia, Checoslovaquia, Austria- redoblaron sus esfuerzos para lograr la visación de los pasaportes de los dos parias.

Finalmente, Checoslovaquia le otorgó a Emma un permiso de entrada.

Cansado de pedir favores oficiales, Berkman rechazó iracundo los ruegos de Emma en el sentido de que iniciara los trámites a fin de poder acompañarla; prefirió viajar clandestinamente en un barco mercante con destino a Alemania.

Justo antes de que partiera su buque, recibió la visación austríaca, pero nada pudo hacerlo desistir de sus planes, sobre todo porque el ministro del exterior de Austria puso la condición de que firmara una declaración jurada por la cual se comprometía a no desarrollar actividades políticas mientras estuviera en dicho país.

También Emma se negó a firmar tal documento y, con gran pesar, comenzó a planear un viaje subrepticio a Alemania.

Estas gestiones iban muy bien encaminadas pues ya un amigo se había puesto de acuerdo con algunos marineros para que hicieran entrar a Emma secretamente en Dinamarca. Por fortuna, no fue necesario utilizar este medio puesto que, a su retorno a Estocolmo, el cónsul alemán le entregó una visación válida para diez días.

4

Una vez en Berlín, Emma logró fácilmente que ampliaran su plazo de estadía. Se instaló en un pequeño departamento donde emprendió la tarea de reunir los recuerdos de su vida. Su proyecto más ambicioso era un libro acerca de sus experiencias en Rusia. Pero antes de empezar tenía necesidad de unos días de descanso para organizar sus ideas; además, esperaba poder reiniciar una relación amorosa comenzada en Estocolmo.

En dicha ciudad, Emma había entablado una dulce amistad con un joven llamado Arthur Swenson, lo cual era verdaderamente halagüeño para ella pues tenía cincuenta y dos años, en tanto que su amigo apenas contaba treinta.

La inteligencia de Swenson, su fluido inglés -había vivido un tiempo en los Estados Unidos y todavía mostraba orgullosamente el escudo del I.W.W.-, su devoción y apostura -tenía cabellos rubios y ojos azules-, la atrajeron con inmensa fuerza.

Esta intensidad de sentimientos nos hace pensar que, a través de él, Emma esperaba recuperar su propio pasado y así borrar el triste presente.

Cuando Emma partió para Berlín, Swenson le escribió una plañidera carta en la cual decía que la extrañaba tanto que no podía dormir. Emma había cambiado su vida:

Antes de conocerte, yo no vivía. Dudaba de todo y lo condenaba todo. Ahora, el sol brilla radiante y sé que en el mundo hay bondad, no sólo maldad.

La diferencia de edades nada significaba, pues su amor sólo a ella le pertenecía. Su deseo más vehemente era reunirse con su amada en Berlín.

Tras cierta vacilación, Emma lo hizo venir. A la llegada del joven vio cumplido su mayor temor; inmediatamente se dio cuenta de que el ardor de éste se había enfriado.

Siguieron ocho meses de sufrimientos. Al principio trató de recuperar algo de lo perdido para siempre y, luego, de conformarse con la amistiad de Swenson; no se decidía a separarse, pues el joven carecía de medios y estaba en dificultades con las autoridades suecas por haber evadido la conscripción militar. Además, cuando Berkman se percató de que el afecto del sueco por Emma había desaparecido, llegó a la conclusión de que esta última se estaba dejando utilizar por el joven, y comenzó a mostrarse muy hostil hacia él.

La situación llegó a un punto insostenible para Emma. Por fin, decidió terminar con aquel penoso episodio, sobre todo cuando Swenson demostró francamente su amor por la joven secretaria de Emma.

En una emotiva carta, le decía que no lo culpaba, aun cuando mi corazón se resista a aceptar el veredicto de mi mente. Tú tienes treinta años, y yo, cincuenta y dos. Según los cánones aceptados, es natural que tu amor por mí haya muerto. Más bien, es asombroso que naciera. ¿Cómo puede, entonces, ser tu culpa? Una tradición secular ha creado la cruel injusticia que otorga al hombre el privilegio de pedir y recibir amor de una mujer más joven que él, pero no le da el mismo derecho a la mujer.

Le imploraba que no se alejara de su lado con enfado sino con la misma tranquilidad de espíritu que sentimos al separarnos de algo muerto, de algo que se ha amado y valorado.

Swenson evidenció su buena disposición y comprensión: se alejó silenciosamente de la vida de Emma sin que ella volviera a saber nada de él hasta diez años después.

5

Fue durante tan difícil período de su vida que Emma empezó la redacción de su libro.

Tras un lento comienzo, pronto se situó nuevamente en Rusia, reviviendo la marcha de los acontecimientos que habían llegado a su culminación con la masacre de Kronstadt. Como de costumbre, buscó la ayuda de Berkman para el trabajo de corrección y compilación.

En esta oportunidad, una absorbente preocupación por sus propios intereses la llevÓ a abusar de la buena voluntad del amigo. Berkman ya había escrito algunos folletos sobre diversos aspectos del problema ruso, pero proyectaba también preparar un libro sobre El Mito Bolchevique, para el cual le eran indispensables las anotaciones diarias que realizó durante su estadía en Rusia.

Cuando Emma, irreflexivamente, le solicitó acceso a su diario, Berkman experimentó gran desesperación. Después de haber accedido al pedido de Emma, supo que un editor antes interesado en su diario ya no tenía intención de publicarlo. En una carta dirigida a un amigo en octubre de 1922, Berkman comenta:

Sabes, querido Mac, el señor que me había hecho aquel ofrecimiento es el representante local de la editorial que imprimirá el libro de E. Comprenderás hasta qué punto prefiero cumplir con los deberes de la amistad si te digo que he consentido, con gusto y de buen talante, que E. utilizara para su libro todos los datos, el material, los documentos, etc., que yo reuní y traduje. Además, el fuerte de E. es la tribuna pública; no la pluma, como ella misma bien lo sabe. Es por eso que ahora debo dedicar mis horas y mis dias por entero a la tarea de corregir y compilar el trabajo de Emma. Y no sólo me falta tiempo para mi propia obra sino que, además, si alguna vez llego a escribir el libro, éste y mi diario contendrán necesariamente los mismos hechos, datos y documentos que el de E., y hasta la redacción será la misma puesto que yo hice las traducciones. Y como su libro saldrá primero, ¿qué interés podría tener el mio si ambos versan sobre el mismo tema? Ni siquiera mi diario interesaría ... Es una situación trágica. Desde luego, mi estilo literario es distinto y también, en cierto grado, difieren nuestros puntos de vista. Pero la substancia se la he tenido que dar a ella. Y sin embargo, no podía actuar de otra manera ...

Así y todo, el Bolshevik Myth de Berkman se puso en venta en 1925, pocos meses después que el libro de Emma.

Los críticos de discernimiento lo proclamaron superior al de esta última. Pero lo que importa recalcar aquí es que Berkman cumplió con el deber de proporcionar a la amiga los elementos de trabajo que había reunido y traducido para sí, el de abandonar su propia obra para ayudarla a componer su manuscrito y hasta a escribir su Apéndice Teórico; además, no pudo recibir una suma por adelantado, cosa que sí obtuvo Emma, teniendo en cambio que darles a Boni y Liveright garantías contra cualquíer pérdida que les ocasionara la edición del libro.

En otras oportunidades, Emma se había acercado peligrosamente a la explotación al aceptar pruebas semejantes de amistad por parte de Berkman; pero en esta ocasión su conducta mostró cierto grado de insensibilidad moral (1).

Mas cuando Doubleday y Page enviaron a Emma ejemplares de su libro, le tocó a ésta desesperarse. El título original, My Two Years in Russia (Mis dos años en Rusia), había sido substituido por el de My Disillusionment in Russia (Rusia: Una Desilusión, nombre que consideró absolutamente inapropiado pues implicaba que ella rechazaba la revolución, y no simple y específicamente la tiranía bolchevique, como sucedía en realidad. Y lo que era peor, faltaban los doce últimos capítulos. Envió furiosos telegramas a los editores, quienes, por fin, le respondieron que habían publicado la totalidad del manuscrito remitido por el McClure Syndicate; tal vez alguien de dicha agencia literaria había olvidado inadvertidamente incluir la entrega final del manuscrito de Emma el enviar el mismo a la editorial.

Tras recibir las debidas garantías por el costo de impresión, los editores acordaron publicar en volumen separado los capítulos omitidos, con el título de My Further Disillusionment in Russia (Rusia: Más Sobre Una Desilusión).

Pobre consuelo para Emma, pues ya su libro tenía tanto atractivo como un niño nacido muerto.

La respuesta de los críticos literarios constituyó el broche que faltaba. Sólo dos se dieron cuenta de que la edición era incompleta, cosa bien notable, por otra parte. Uno fue el encargado de la sección literaria del Plain Dealer de Cleveland y el otro un bibliotecario de Buffalo.

Sucedió, simplemente, que algunos de los críticos leyeron el libro sin cuidado, y otros no lo hicieron del todo.

En general, los de ideas liberales se contentaron con exponer argumentos ad hominem y descartar las pruebas presentadas por Emma. Ejemplo típico de este enfoque fue la crónica escrita por Jerome Davis para el New Republic.

Este señor encontraba natural que Emma y Berkman se opusieran al régimen comunista ya que, en su calidad de anarquistas, no podian aceptar ninguna forma de gobierno sea donde fuere; eso sí, admitía que sus obras encerraban buena cantidad de sabrosos chismes,

Muy diferente fue la crítica publicada en el Post de Nueva York por Henry Alsberg, viejo amigo de la autora.

Alsberg admitía la validez general de las acusaciones de Emma, pero censuraba su romanticismo, su incapacidad para reconocer que es la imperiosa necesidad, la urgencia de preservar, no la revolución sino los restos de la civilización, lo que obligó a los bolcheviques a echar mano de cualquier arma, el terror, la Cheka, la represión de la libertad de palabra y de prensa ...

La reacción de la prensa comunista podía preverse fácilmente. La misma afirmó que el libro era obra de una agente de los reaccionarios, de una norteamericana mentirosa y sensacionalista, de una mentirosa histérica y desvergonzada.

Los críticos conservadores mostraron en general una actitud de beneplácito, cual si le dieran a Emma una palmadita de aprobación en la espalda, por su oposición a los comunistas.

Hasta el director del Herald Tribune de Nueva York abandonó su inveterada hostilidad hacia Emma y Berkman cuando afirmó que los libros publicados por ambos eran más bien desconcertantes comentarios sobre la así llamada capacidad de la civilización para utilizar los materiales de que dispone ... ¿Estamos nosotros equivocados en parte? ¿Tienen ellos parte de razón?

H. L. Mencken puso las cosas en su punto en un artículo intitulado Berkman y Emma Goldman: Sensible Pérdida para los Estados Unidos. Las obras de estos anarquistas, quizá lo mejor publicado hasta entonces sobre el desastre ruso, eran prueba de que sabían escribir un inglés excelente, simple y brillante. Mencken terminaba diciendo que el país no contaba con tantos talentos literarios ni críticos honestos como para poder darse el lujo de expulsar a tales valores.

Estoy convencido de que fue un gran error dejar ir a un hombre tan recto y franco, de tan aguda inteligencia; lo mismo puede decirse respecto a la Goldman. Nuestro sistema tiene el defecto de utilizar equivocadamente su material humano, de ahogar el genio en lugar de aprovecharlo (2)

Por haberse publicado el libro en forma incompleta, ningún crítico pudo comentar el apéndice, que consistía en un interesante análisis de las fuerzas escondidas detrás de la revolución rusa y un ensayo de teoría anarquista general sobre las revoluciones.

Con palabras y conceptos por momentos parangonables al análisis publicado hacía poco por George Kennan, Emma y Berkman presentaban convincentes argumentos en apoyo de su tesis de que, al principio, la revolución fue un estallido espontáneo, producto del deseo de libertad, de las apasionadas ansias de libertad alimentadas por un siglo de agitación revolucionaria entre todas las clases de la sociedad. Un buen día se terminó con el anacrónico poder de los zares, y en la primera etapa de la nueva era hubo una imperiosa necesidad de "ejercer al máximo el genio creador del pueblo.

Los soviets, las cooperativas, las organizaciones laborales y la intelectualidad eran instrumentos que podían servir para guiar eficientemente al país. Pero el pequeño grupo de bolcheviques tenía planes muy distintos.

Aunque, en principio, Lenin y sus partidarios siguieron la corriente popular proclamando a voz en cuello lemas ultrarrevolucionarios y permitiendo que las fuerzas populares se manifestaran, pronto comenzaron a ir contra dicha corriente.

Cuando se sintieron bien seguros, cercenaron el poder de los soviets, convirtieron a los gremios obreros en hijos del Estado comunista y destruyeron la autonomía de las cooperativas.

De tal manera, la revolución, que era esencialmente la negación de la autoridad y la centralización, fue encauzada por los bolcheviques hacia canales autoritarios y centralizadores.

El omnímodo Estado se apropió de todo el poder existente al tiempo que, mediante la violencia sistemática, el partido comunista mantenía férreamente al primero bajo sus garras.

Una vez más, el pueblo había sido traicionado; la revolución sólo significó un cambio de amos.

Sin embargo, el principal culpable de aquella traición no fue el puñado de leninistas, sino el espíritu autoritario y los principios del Estado, el gubernamentalismo fanático del cual también era responsable el pueblo mismo.

Los anarquistas habían fracasado, no supieron despertar la conciencia de las masas y hacerles ver el peligro. Para evitar que las revoluciones terminen en regímenes coercitivos, declaraba Emma, los anarquistas tendrán que dejar a un lado sus actividades con grupos limitados y sus esfuerzos individuales aislados a fin de familiarizar profundamente a todos los hombres con los verdaderos principios libertaríos.

Por sobre todo, los anarquistas deben enseñar de modo más efectivo que no hay mayor falacia que la afirmación de que el fin justifica los medios.

Inevitablemente, los medios utilizados se hacen carne y uña con el propósito perseguido. Este propósito, o fin último de todo cambio social, es el de dejar bien establecidos la santidad de la vida humana, la dignidad del hombre, el derecho de todo ser viviente a gozar de libertad y bienestar.

Tan grandioso objetivo no puede alcanzarse de ningún modo en Rusia o en cualquier otra parte del globo donde se desprecia la vida humana, se practican el engaño, la hipocresía y el asesinato. Creer que tan nobles fines pueden lograrse con tan viles medios, es creer en el mito bolchevique.

6

Se comprende que semejante análisis de los tristes resultados de la revolución rusa provocara gran disgusto entre los comunistas alemanes. Cientos de ellos interrumpieron un gran acto convocado por Emma en Berlín para pedir la liberación de los presos políticos de Rusia. Tal acción no la molestó demasiado por cuanto suponía que los entusiastas del mito darían muestras de su fanatismo. En cambio, experimentó enorme desaliento cuando las autoridades le advirtieron que no debía seguir criticando públicamente el régimen ruso.

Como le era imposible expresarse abiertamente en Alemania, pensó, con escaso entusiasmo, en la posibilidad de establecerse en Inglaterra. No abrigaba grandes esperanzas, empero, pues dos años atrás Bertrand Russell y el coronel Josiah Wedgwood habían tratado en vano de conseguir que el Ministerio del Interior le concediera asilo. Afortunadamente, la atmósfera política había cambiado, y Frank Harris, que en aquellos momentos se encontraba en Berlín, le aseguró confidencialmente que el asunto se podía arreglar con bastante facilidad.

Harris garantizó al gobierno inglés que Emma nunca llegaría a ser una carga para las instituciones benéficas del país, pues, aparte de él, había docenas de personas deseosas de cuidar, cual si fuera la propia hermana, de aquella mujer que había dedicado su vida entera a una activa cruzada en bien de los desamparados y desposeídos.

También conquistó el apoyo de George Slocombe, editor del Daily Herald, Georges Lansbury, Hamilton Fife y otros laboristas.

Como resultado de todos estos trámites, el secretario del interior, Arthur Henderson, firmó la visación para Emma en el verano de 1924 (3).

El 12 de noviembre de 1924, poco después del arribo de Emma a Inglaterra, Rebeca West organizó una cena en su honor.

Durante la imponente reunión celebrada en Londres, la izquierda inglesa, representada por doscientas cincuenta personas, dio bienvenida formal a la veterana rebelde. Havelock Ellis, Edward Carpenter, H. G. Wells, Lady Warwick, Israel Zangwill y Henry Salt enviaron mensajes de salutación. El coronel Wedgwood, la señorita West y Bertrand Russell rindieron sentido homenaje a la carrera idealista de Emma.

Cuando ésta se puso de pie, fue saludada con un sonoro aplauso. No obstante, en cuanto comenzó a atacar vehementemente al gobierno soviético y a censurar el despiadado trato de que hacía objeto a los presos políticos, se oyeron gritos de protesta.

¿Renegaba de su pasado? ¿Se estaba convirtiendo al conservadorismo? Según recuerda Bertrand Russell, cuando Emma concluyó su discurso, reinaba un silencio profundo que sólo yo osé interrumpir.

Chocó con similar falta de entusiasmo en los izquierdistas cuando quiso formar una comisión de ayuda a los presos políticos rusos. De los dirigentes laboristas, la mayoría de los cuales se molestaron al observar la similitud existente entre su descripción de los acontecimientos de Rusia y las acusaciones anticomunistas de los tories, únicamente el coronel Wedgwood y la señorita West aceptaron colaborar con ella.

Después de una reunÍón realizada en la casa de Harold Laski, éste escribió que Emma debía seguir su camino sin esperar apoyo alguno del Partido Laborista; enumeró las razones presentadas por distintos líderes para negar su colaboración. Algunos consideraban que el atacar a los comunistas era una aventura en la cual los laboristas no deben embarcarse de ninguna manera.

Evidentemente, era poco político dar cualquier paso que favoreciera a la oposición conservadora. Otros opinaban que no convenía actuar hasta tanto se tuvieran pruebas contundentes, tales como las que aportaría el informe de la delegación gremial enviada a la Unión Soviética. Había quienes pensaban que Emma estaba más ansiosa por atacar a los bolcheviques que por obtener privilegios (!!) para los presos políticos.

Pero el argumento más interesante fue el presentado por Bertrand Russell, quien se había encontrado con Emma en Rusia y había recorrido Moscú guiado por Berkman.

En una carta dirigida a Emma, Russell le confesó que no podía participar en su obra:

... No sé de ningún otro grupo político capaz de reemplazar convenientemente al gobierno actual de Rusia. Estoy convencido de que cualquier otro partido cometería, por lo menos, iguales atrocidades. Por otra parte, considero que la abolición de toda forma de gobierno no será factible en nuestra época o durante el siglo veinte. Por estas razones, no deseo unirme a un movimiento cuyos fines parecerían señalar la necesidad de un cambio de mandatarios en Rusia. Encuentro muy censurables muchos aspectos de los bolcheviques, pero estimo igualmente reprobables a sus oponentes ... Lamento enormemente no poder responder a sus esperanzas, y le aseguro que antes de decidirme he dudado mucho. Pero los puntos de vista que acabo de exponer son, en último término, los únicos posibles para mí.

La posición adoptada por Russell significó una gran desilusión para Emma. Ya le había sugerido que, si no estaba dispuesto a unirse al movimiento podría en cambio formar su propia comisión; en todo caso, le imploró, no acepte en silencio tan tremendas injusticias

El respeto que le merecía Russell y el temor de ser importuna llevaron a Emma a interrumpir su correspondencia con el filósofo. Pero en su respuesta a Laski, analizó a fondo los conceptos de Russell, cuyo razonamiento, por irónico que parezca, encontró ilógico.

La idea de que ningún otro grupo políl1co de avanzada estaba capacitado para ocupar el lugar de los boltheviques le pareció inconcebible en un hombre de la inteligencia y cultura de Russell. Y aunque estuviera en lo cierto, ¿que tenía ello que ver con el deseo de justicia política para las víctimas del Estado? Además, por encontrarse todas las demás organizaciones políticas deshechas y sus adherentes pudriéndose en las cárceles y en los campos de concentración de Rusia, es difícil decir cuál de las agrupaciones tendría mejores títulos que los bolcheviques para ocupar el trono de ese país.

¿Debía interpretar, entonces, que sobre la base de un argumento sin asidero ni lógica, Russell postulaba que todos los hombres y las mujeres amantes de la libertad deben quedarse cruzados de brazos mientras los bolcheviques siguen asesinando impunemente? ¿Habría vacilado Russell en utilizar su pluma y su voz para defender a las víctimas políticas del zar?

Lo que aquí está en juego, a mi entender, son la Dictadura y el Terror que aquélla desata inevitablemente, y no el nombre del grupo particular que ejerce dicha tiranía. En mi concepto, éste es el problema príncipal al qué se ven enfrentados diversos hombres y mujeres de inclinaciones revolucionarias; no se trata de elegir entre perseguido y perseguidor.

Se preguntaba, por último, si Russell, al igual que el señor Clifford Allen y muchas buenas personas de los movimientos laborista y socialista, cree que los bolcheviques están realizando un experimento bien orientado.

Otro hombre muy admirado por Emma tampoco respondió a su confianza. Havelock Ellis se rehusó a censurar públicamente la persecución existente en Rusia. En su carta de respuesta decía benévolamente:

Por cierto que comprendo su actitud respecto de la Rusia actual, aunque es mi parecer personal que esa nación debe seguir su propio camino. Toda nueva situación social está afectada en cierto grado por la anterior; y si una es cruel, la que le sigue no puede ser enteramente buena. Por lo demás, todo edificio social sólo puede construirse con material humano, y puesto que la naturaleza humana es una masa de contradicciones, las mismas se reflejan necesariamente en el funcionamiento práctico del orden social levantado. Estoy seguro de que en cualquier sistema social usted encontraría siempre algo criticable, y al levantar su voz de protesta prestaría un valioso servicio a la humanidad.

Reflexionando quizá que la actitud de laissez-faire hacia el terror ruso adoptada por Ellis poco consuelo constituía para los marineros de Kronstadt masacrados y las víctimas encarceladas por los comunistas, Emma se preguntó si era verdad que el pasado tiene que repetirse siempre de modo idéntico.

No podía aceptar que el terror jacobino fuera un fenómeno inevitable en toda revolución, que el hombre no aprendiera nada con la experiencia. Ella misma había aprendido, en esta última revolución, que existía una impostergable necesidad de educar intensivamente al pueblo para librarlo de las supersticiones y los fetiches tan arraigados en su espíritu.

Al igual que muchos revolucionarios, creía tontamente que lo principio (sic) es conseguir que el pueblo se levante contra las instituciones opresoras y que lo demás viene solo. Pero luego aprendí que eso era un falso concepto de Bakunin, quien por lo demás sigue mereciendo mi mayor respeto ...

Tras cuidadosa consideración de estos intercambios de ideas entre Emma Goldman y los mejores intelectuales de Inglaterra, debemos llegar a la conclusión de que aquella mujer, virtualmente autodidacta, salió triunfante. Pero se trató de un triunfo meramente intelectual y moral por cuanto -siempre con la honrosa excepción de Rebecca West- todos los radicales y liberales eminentes de Inglaterra fueron declinando uno a uno su invitación a unirse al clamor contra el mito bolchevique.

A diferencia de Russell y Ellis, algunos mostraron a las claras que no deseaban ocuparse del problema. Enuneline Pethick Lawrence, miembro del parlamento, se negó abruptamente a tomar parte en una fútil protesta, aduciendo que su país no estaba afectado:

No quiero oír hablar de atrocidades ni leer descripciones detalladas de las mismas, aunque sé muy bien que se cometen ...

Otros simpatizaban con la obra de Emma pero estaban demasiado ocupados en distintas tareas. Henry W. Nevinson, por ejemplo, le deseó el mayor éxito en sus esfuerzos por hacerles más llevadera la vida a esas pobres víctimas; mas, añadía, le era imposible integrar su comisión pues el libro que preparaba absorbía todo su tiempo.

En una carta a Berkman, Emma resumía la situación diciendo que no había casi esperanzas de obtener ayuda de los intelectuales ingleses, que estaban envueltos por el fantasma ruso; lo trágico del asunto era que el bolcheviquismo se hizo carne en la gente de ideas avanzadas, quien ... no está dispuesta a hacer nada en contra de aquél, y las personas que no sufren los efectos de la ponzoña, pertenecen a la pandilla reaccionaria a la cual jamás me uniría.

El panorama era verdaderamente desalentador.

7

También los liberales y radicales norteamericanos la desilusionaron grandemente. Aun algunos de aquellos que otrora colaboraron con Emma estaban convencidos de que ésta había traicionado al proletariado internacional.

Rose Pastor Stokes propuso que, por lo menos, se quemara la efigie de Emma a manera de reprobación.

Otro radical la acusó furiosamente de haberse vendido a la prensa reaccionaria.

Moissaye J. Olgin, director del Freiheit, aseguró que Emma estaba ofendida porque en Rusia no se le había dispensado más atención. Declaró: Si los comunistas tienen las riendas en sus manos, es porque cuentan con la confianza de todo el pueblo, pero eso es algo que la señora Goldman no supo ver (4).

Scott Wood consideraba que Emma no había sabido comprender el proceso que se desarrollaba en Rusia.

Por su parte, Agnes Inglis y Ben Reitman expresaron simpatía por los comunistas y le participaron a Emma su opinión de que las críticas que hacía contra el nuevo orden eran injustas.

Reb Raney, antaño colaboradora de Mother Earth en Nueva York, proclamó a voz en cuello que Emma no se había ganado la admiración de los demás por recibir dinero de la prensa conservadora para atacar a los hombres que se esforzaban por levantar a Rusia ... ¿Quién, sino una mala persona, podría arrojar bárro en el camino de un niño que empieza a caminar?

Más razonable se mostró Agnes Smedley, quien escribió que los años vividos en China le habían enseñado que únicamente los comunistas ofrecían alguna esperanza para los campesinos. Le manifestó a Emma que no deseaba volver a verla porque no quiero guardar un mal recuerdo de usted.

Los liberales reaccionaron de manera muy similar. El editor B. W. Huebsch le decía en una carta a un amigo que la Emma que él conoció en los Estados Unidos había sido una figura positiva e interesante, pero la de entonces, desilusionada porque el gobierno soviético no era anarquista, parecía una mala copia de sí misma.

A su regreso de Rusia, John Haynes Holmes informó a un periodista que Emma era profundamente aborrecida en aquel país por los artículos publicados en el World de Nueva York. Luego le comunicó a la propia Emma que su posición frente a Rusia le había chocado terriblemente.

La correspondencia sostenida durante años entre Emma y Roger Baldwin, su antiguo protégé, muestra a las claras cuán formidable era el hechizo bolchevique.

En 1928 Baldwin reconoció que, si bien deploraba los males de Rusia, no protesto contra ellos como lo hago contra injusticias similares existentes en otros países, y no quiero hacerlo por la simple razón de que así ayudaría a nuestros enemigos comunes: la prensa imperialista y capitalista. Prefería una dictadura proletaria a la capitalista, y en este mundo práctico, uno no tiene más remedio que elegir.

En 1931 estaba dispuesto a admitir que en último término, tienes razón. Pero en tratándose de los fines últimos por los que se lucha en la actualidad, no concuerdo contigo en cuanto al camino más conveniente.

En otra carta manifiesta:

Soy tan pragmático que -con mala gana y vacilación- puedo aceptar el sistema soviético, porque busca una meta muy superior a la del capitalismo, sin abandonar mi idea de que los principios del anarcocomunismo son la única solución deseable para la batalla que libra el mundo en pos de su liberación.

Ante estos argumentos, ¿qué podía decir Emma?

Sabía muy bien cuáles eran las circunstancias atenuantes y recordaba perfectamente que ella misma había necesitado varios meses de vida en Rusia para sacudir el hechizo. En las cartas de Baldwin veía claramente reflejada aquella virulenta esquizofrenia moral cuyas víctimas protestaban en forma airada contra la opresión que reinaba en Occidente, mientras guardaban respetuoso silencio ante las injusticias mucho más graves que se cometían en el Este.

En un intercambio de cartas con Freda Kirchwey, del Nation, Emma expresó preocupación ante tal estado de cosas.

En su respuesta, la señorita Kirchwey expuso la posición de los liberales con todo lo grotesco que había en ella, incluyendo las tan repetidas frases hechas acerca de la ineludible necesidad de la revolución y de elegir entre comunismo y fascismo:

Puede ser, como usted dice, que los liberales y los radicales no denuncien las medidas represivas del gobierno soviético. Si no es estrictamente cierto, al menos lo es bastante como para justificar su acusación ... Estos grupos reciben con tanto beneplácito y admiración la mayor parte de los fundamentales cambios económicos, sociales y políticos introducidos por la revolución rusa que, necesariamente, una oposición directa como la suya, basada en la política del Estado ruso contra los disidentes políticos, tiene que parecer parcial y no basada en hechos reales. Es como si usted quisiera vaciar la bañera con la criatura dentro del agua ... (Además, en los primeros años de la revolución, la prensa capitalista practicó una crítica tan mal intencionada que periódicos como el Nation se sintieron obligados a contrarrestar tales malignos ataques contra los soviets) ... todos los gobiernos se mantienen mediante la fuerza, y el grado de represión que utilizan varía en razón casi directa con el de estabilidad y seguridad logrado por el grupo que detenta el poder ... (Rusia) por lo menos usa del poder para sostener un sistema que ha abolido en gran parte el dominio del capital privado y trabaja para formar por primera vez en el mundo moderno una sociedad colectiva ... Juzgo que en estos momentos, en que Europa ha recurrido a la dictadura fascista como medio de opresión, usted ha pecado al menos en un aspecto: ha exagerado desproporcionadamente los males de Rusia.

La respuesta de Emma dio en el corazón del endeble argumento de la señorita Kirchwey:

Su error, lo mismo que el de todas las personas que se han dejado enceguecer por el experimento soviético, es no ver que los métodos empleados por el Estado comunista son inherentes a la dictadura ... No puedo compartir su entusiasmo ... (por) la sociedad colectiva que el gobierno soviético está tratando de crear. No necesito aclarar cuál es mi posición respecto del capitalismo privado. He luchado contra él durante toda mi vida. Pero estimo que la esclavitud colectiva no es cosa que deba alegrar a nadie, ni tampoco constituye un adelanto en relación con la esclavitud impuesto por la clase capitalista. Se trata, simplemente, de un cambio de amos ... Que la prensa burguesa haya tergiversado los hechos acerca de Rusia, y siga haciéndolo, no tiene por qué influir sobre quienes han dedicado su existencia a combatir en pro de las ideas libertarias ... Me parece inaceptable que los liberales perdonen de modo indefectible toda atrocidad cometida en nombre del socialismo; mientras censuran acerbamente la represión de las ideas liberales en su propia patria.

Enemiga de abandonar al individuo a la buena merced de una necesidad histórica abstracta, Emma terminó la discusión con estos conceptos:

A mi entender, querida amiga, la revolución no debe consistir en el continuo exterminio de los oponentes políticos. En una oportunidad, Robert Minor me dijo que la vida humana individual no importa en absoluto. Opino que esta idea es una afrenta a la ética revolucionaria. El individuo es muy importante, no se le debe restar valor ni rebajar a la categoria de mero autómata. Tal mi mayor reproche al Estado comunista.



Notas

(1) Años más tarde, tras la muerte de Berkman, Emma leyó la carta arriba citada. Escribió luego sobre el margen una nota firmada con sus iniciales: Pobre viejo Sasha, tu preocupación era innecesaria. Mito Bolchevique una gran obra. Al parecer, ni siquiera entonces alcanzó a comprender totalmento en qué habia consistido la trágica situación de Berkman.

(2) En una carta dirigida a Frank Harris, Emma demuestra que el vehemente tributo de Mencken no la envaneció en ningún momento: Más bien dudo de la sinceridad de Mencken, sobre todo de su entusiasmo respecto de mi estilo. Me inclino a pensar que nos usa a Berkman y a mi como medio para herir la sensibilidad de los norteamericanos en cuanto a su literatura y a su cultura general. Si bien esta observación no carecía de agudeza, Mencken probó más adelante que no se había interesado por Emma exclusivamente con intención de utilizarla como medio o instrumento. En 1930 presentó ante el Departamento de Justicia una petición para que se permitiera el regreso de Emma a los Estados Unidos. También trató de ejercer presión con el mismo fin con intermedio de varios congresistas de su amistad. Cuando vió que todos sus esfuerzos eran inútiles, mostró sincero pesar.

(3) Berkman quedó en Berlín a fin de presidir la Comisión Conjunta para la Defensa de los Revolucionarios Presos en Rusia. Con la ayuda de Isaac Don Levine, Emma y otros, se dedicó también a reunir material para la obra Letters from Russian Prisons (Cartas de las Prisiones Rusas), compaginado luego por Roger Baldwin (Nueva York, Albert And Charles Boni, 1925), que aún constituye una importante fuente de información sobre los primeros tiempos de la opresión bolchevique.

(4) La acusación de que Emma se había vendido carecía de sentido. Ya hemos visto que primero ofreció sus artículos a los periódicos liberales sin cargo alguno y que, al rechazarlos éstos, debió publicarlos en el World. Tampoco tuvo intención de lucrar con el anticomunismo de My Disillusionment. Así, por ejemplo, no quiso que Frank Harris lo utilizara para convencer a las autoridades inglesas de que le visaran el pasaporte. Cuando en 1925 su editor norteamericano le informó sobre el tardío reconocimiento académico de su obra, al ser ésta adoptada como libro de consulta por la División de Extensión de la Universidad de Carolina del Norte, Emma escribió a su amigo: No estoy contenta con el asunto de C. del N. Sé que es por mi posición respecto de Rusia. Además, en el transcurso de los años, declinó diversos ofrecimientos provenientes de personas de dudosa filiación o rechazó propuestas que estípulaban condiciones inaceptables. Veamos dos ejemplos. En 1924, la revista Colliers ofreció abonarle 400 dólares por un artículo sobre las condiciones e instituciones de los Estados Unidos superiores respecto de las del Viejo Mundo. Emma replicó que, con mucho gusto, señalaría las buenas cualidades del país del Norte, siempre que también pudiera exponer los aspectos censurables. Pero a Colliers no le interesaba un enfoque tan equilibrado. En 1925, la Britich Women's Guild of Empire la invitó a pronunciar una conferencia acerca de las condiciones de vida en Rusia. En respuesta, Emma envió una nota a la señora J. D. Campbell, honorable secretaria de la Hermandad, para comunicarle que lamentaba no poder aceptar su invitación pues debía seleccionar cuidadosamente las instituciones que auspiciaban sus charlas: Ustedes son tan contrarias a la revolución como a los bolcheviques. Más sutil era la acusación, inspirada por los comunistas, de que Emma y Berkman estaban enconados contra el régimen ruso porque el mismo no les había dado trabajos fáciles, según palabras de Bill Haywood. En su obra Critics and Crusaders (Nueva York, Henry Holt & Co., Inc., 1948), el señor Charles Madison sacó nuevamente a relucir los viejos argumentos: Emma y Berkman supusieron inocentemente que la revolución rusa, a pesar de estar dirigida por marxistas extremos, pondría en práctica la utopía libertaria. Además, en su calidad de prominentes revolucionarios norteamericanos, esperaban que se les asignaran puestos importantes. Al comprobar que simplemente se los toleraba ... comenzaron a ver las cosas más negras de lo que eran, hasta que, finalmente, ya no fueron capaces de ver nada. En el deseo de refutar todas estas difamaciones, Angélica Balabanoff, primera secretaria de la Tercera Internacional, introdujo una digresión en su libro My Life As a Rebel para dejar constancia de que Emma y Berkman se sentían felices de poder contribuir de alguna manera a la construcción de la patria de los trabajadores, convicción nacida de su contacto directo con ambos durante su estadia en Rusia. Aun después de que comenzaron a desilusionarse, siguieron trabajando animosamente, sin quejas ni reproches. Lo único que habrían tenido que hacer Emma y Berkman para gozar de poder y comodidades era renunciar a su sentido de la justicia y la decencia. Particularizando, Emma habría podido ganar altos puestos en tareas de educación, enfermería y, tal vez, propaganda internacional, si se hubiese mostrado dispuesta a prestar obediencia absoluta a Lenin y su partido. Pero prefirió seguir fiel a sus principios. Una de las primeras personas de ideas radicales en declararse anticomunista, fue también una de las pocas que no se pasó por reacción a la derecha. Durante toda esta dura y oscura lucha contra el mito bolchevique, logró mantenerse en su punto céntrico.
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