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Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo vigésimosexto
Matushka Russiia



¡Viva, viva, viva! ¡Kerensky derrocado! ¡Dominan los bolcheviques! ¡La tierra volverá al pueblo! ¡Armisticio y paz! Estoy loco de alegría. Tales las expresiones de júbilo que Berkman anotó el 8 de noviembre de 1917 en su diario de prisión.

No recuerdo otro momento tan feliz como éste. En realidad, es el más dichoso de mi vida ,.. ¡Cómo me gustaría estar con algunos amigos y brindar con champaña para celebrar esta grande, maravillosa, bendita noticia!

Al poco tiempo, Emma Goldman puso en letras de imprenta La Verdad sobre los Bolcheviques (1918), folleto en el cual apoyaba vigorosamente la gloriosa obra de los bolcheviques.

Encendida por el deseo de defender aquella gran esperanza, definió el término bolcheviques como el sustantivo plural que designa a los revolucionarios representativos de los intereses de los grupos sociales más numerosos ...

Sostenía que esos hombres no estaban llevados por propósitos imperialistas. Siguen un plan libertario, y quienes comprenden los principios de la libertad no pueden en modo alguno abrigar el deseo de anexarse otros pueblos y países.

Es evidente que en la época de su deportación, Emma y Berkman estaban decididos a apoyar a Lenin y a los suyos.

En rigor, Emma tenía ciertas reservas que Berkman no compartía plenamente. Desde el Buford, le envió a su sobrina una carta en la cual expresaba su temor de no ser capaz de actuar con los comunistas:

Creo que jamás padría trabajar dentro de los limitados confines del Estado, sea bolchevique o cualquier otro.

Suponía con aprensión que, comparada con los Estados Unidos, Rusia no será tan linda ... Añoro la tierra que tanto me ha hecho sufrir. ¿Acaso no he conocido allí también el amor y la alegría? Y la obra que he realizado poco a poco, con tanta paciencia y penuria, y los amigos que dejo. Pese a todo, tuve grandes riquezas ...

A despecho de esta nostalgia y de sus dudas en cuanto a la posibilidad de trabajar en el Estado comunista, volvió a la madre Rusia en enero de 1920 con el corazón lleno de esperanzas y la firme resolución de colaborar con los bolcheviques:

Finalmente me dirigía a Rusia, y todo lo demás quedaba casi borrado. Volveria a ver con mis propios ojos a mátushka Russiia, la tierra liberada de los amos políticos y económicos; al mujik ruso, como se llama a los campesinos, levantado del polvo; al obrero ruso, el moderno Sansón, que con un golpe de sus poderosos brazos derribó los pilares de la sociedad decadente. Pasé como en un trance los veintiocho días de reclusión en nuestra prisión flotante. No tenía casi conciencia de lo que sucedía a mi alrededor (1)

2

Los dos años siguientes brindaron a Emma y a Berman la extraordinaria oportunidad de observar bien de cerca la Rusia revolucionaria.

Por conocer la lengua, no necesitaban de intérpretes para hablar con la gente del país, desde Lenin hasta los obreros de las fábricas y los campesinos.

Entre enero y julio de 1920 pudieron analizar el curso de los acontecimientos con ciertos rusos de Petrogrado y Moscú. Luego, en momentos en que viajar era una hazaña casi imposible debido a que el sistema de ferrocarriles estaba irremediablemente sobrecargado y desorganizado, realizaron una larga recorrida por Ucrania en su calidad de miembros de una comisión encargada de reunir material histórico para el Museo de la Revolución de Petrogrado.

Durante esta misión, que duró cuatro meses, visitaron ciudades tales como Jarkov, Kiev y Odesa, y pequeños pueblos del Sur como Kremenchug y Znamenka, donde Emma y Berkman recogieron no sólo documentos sobre la revolución sino también opiniones de muchos grupos: los comunistas locales, los perseguidos revólucionarios socialistas de izquierda, los dirigentes gremiales, lqs hostigados miembros de la intelectualidad, los acosados partidarios del anarquista agrario Néstor Majnó, las víctimas de la Cheka que habían estado en los campos de trabajos forzados, los sionistas y otros judíos de poblaciones siempre amenazadas por pogroms.

Las momentáneas victorias logradas por el general Wrangel sobre el ejército rojo les impidió llegar hasta el Cáucaso; pero en noviembre y diciembre, durante otra expedición para el museo, se internaron en el norte, hasta Arcángel.

La amplitud y profundidad de estas experiencias pronto les permitieron interiorizarse de la vida del pueblo ruso. Lo que vieron los inquietó enormemente.

A los pocos meses de su arribo, Emma descubrió que en el bosque encantado de Rusia rondaba el fantasma del absolutista Estado bolchevique. Las miríadas de papeles que fluían de Moscú ahogaban toda independencia local y toda forma de ayuda mutua. Era necesario contar con un propusk o pase para trasladarse a cualquier lugar.

Había treinta y cuatro clases diferentes de raciones, de las cuales las mejores, naturalmente, iban a parar a manos de los miembros activos del partido comunista.

En Moscú y otras ciudades, la gente corría frenéticamente sin verse, tan ansiosa de conseguir alimentos y tan asustada de la policía secreta que ni siquiera se detenía a ayudar a los niños y a las mujeres que caían vencidos por la debilidad. Arrogantes comisarios y sus subordinados perdían deliberadamente el tiempo mientras miles de personas perplejas pasaban días y semanas aguardando en corredores y oficinas que alguien las atendiera.

Por doquier observó una mala administración, un favoritismo, una corrupción y un autoritarismo centralizado verdaderamente increíbles.

Aquello era una pesadilla hecha realidad, uno de cuyos aspectos más terribles era la militarización del trabajo, tal como la que existía en el gran molino de Petrogrado, donde

... parecía que hubiera estado de sitio. Había soldados armados por todas partes, hasta dentro de los talleres. Me explicaron que, últimamente, habían desaparecido grandes cantidades de preciosa harina. Los soldados vigilaban a los trabajadores cual si fueran galeotes, y éstos, desde luego, se sentían vejados por tan humillante trato. Ni siquiera osaban hablar. Un joven, que me hizo muy buena impresión, me expresó sus quejas por las condiciones de trabajo. Estamos virtualmente prisioneros -me dijo-; no podemos dar un paseo sin permiso. Nos hacen trabajar sin descanso durante ocho horas y sólo nos dan diez minutos para tomar nuestra kipyatok (agua hervida); y cuando salimos del molino nos revisan. Pero esta vigilancia tan estricta, ¿no es para evitar los robos de harina? -pregunté. De ningún modo -replicó el muchacho-; los comisarios del molino y los soldados saben muy bien adónde va la harina. Sugerí que los obreros protestaran contra semejante estado de cosas. ¿Protestar? ¿Ante quién? -interrogó el joven-. Dirían que somos especuladores y contrarrevolucionarios y nos meterían en la cárcel. ¿No les ha dado nada la revolución? -inquirí. ¡Ah, la revolución! Pero eso ya se acabó -exclamó con amargura.

Al principio, Emma estaba dispuesta a aceptar los argumentos de los comunistas, quienes pretextaban la necesidad de defenderse contra la amenaza exterior. En primer lugar, existía el bloqueo aliado, señalaban Zinoviev, Gorki o Ravich en respuesta a sus preguntas, y también el peligro de Kolchak, Denikin, Yudenicih y otros contrarrevolucionarios, los traidores mencheviques y los revolucionarios sociales de derecha.

La fuerte centralización era absolutamente necesaria, pues los bolcheviques estaban obviamente obligados a defender la revolución. Sin embargo, Emma no pudo ahuyentar ciertos pensamientos que la acosaban. Quizá parte del mal estuviera dentro de Rusia, no exclusivamente fuera de ella. ¿Por qué no enviaban a la población de Petrogrado, que moría de frío, a los bosques de las afueras en busca de combustible?, le inquirió a Zinoviev. Éste reconoció que tal acción directa disminuiría los sufrimientos del pueblo, pero añadió que obstaculizaría las medidas políticas decisivas, especialmente la concentración de todo el poder en manos del partido comunista.

Tras reflexionar, Emma llegó a la conclusión de que aquél era un precio demasiado alto.

Naturalmente, lo que más perturbaba a Emma era el terror organizado. La primera noche en Petrogrado, Zorin, comunista en cuya casa se alojaba, le aseguró que se había abolido la pena capital y declarado una anmistía política general. Pero en las noches siguientes, mientras yacía despierta, oyó romperse el pesado silencio de la ciudad por ocasionales disparos. ¿Significaba ello que Zorin le había mentido?

Con gran dolor, descubrió que así era. Supo que las prisiones estaban repletas de anarquistas y de otros hombres que disentían con los bolcheviques; los encerraban por sus ideas, sin previo juicio, y hasta los condenaban a muerte. ¡Y todo esto sucedía en la Rusia revólucionaria!

El novelista Korolenko resumió muy bien el estado de cosas:

Si los gendarmes del zar hubieran tenido no sólo el poder de arrestar sino también el de fusilar, la situación habría sido entonces igual a la presente.

Angustiada, Emma suplicó a Angélica Balabanoff, fervorosa comunista todavía allegada a Lenin, que le diera alguna explicación plausible. Estaba tan desesperada que, al dirigirse a Angélica, prorrumpió en llanto. Esta última comprendió, como dice en sUs memorias, que en aquellas lágrimas Emma descargó toda su desilusión y amarga sorpresa, todo su dolor ante las injusticias que había presenciado y las que sabía se estaban cometiendo. ¡Quinientas personas ejecutadas simultáneamente por un gobierno revolucionario! ¡Una policía secreta que nada tenía que envidiar a la vieja Ojrana! Represión, persecución de honestos revolucionarios, tanta crueldad y tanto sufrimiento innecesarios, y para eso se había hecho la revolución? (2).

Luchando contra sus propias dudas, Angélica Balabanoff trató de explicarle a Emma que la vida misma era culpable de tanta injusticia: ella es la roca contra la cual se estrellan las más elevadas esperanzas del hombre. La vida desbarata las mejores intenciones y doblega a los espíritus superiores.

Prometió a Emma y Berkman conseguirles una entrevista con Lenin, quien todo lo sabía acerca de la vida.

Fiel a su palabra, le envió a Vladimir Illich una nota a la que adjuntaba un ejemplar de The Trial and Speeches of Alexander Berkman and Emma Goldman -1917- (Proceso y Discursos de Alexander Berkman y Emma Goldman).

A los pocos días recibió la réplica:

Querida camarada -escribió-; leí el folleto con inmenso interés (subrayó tres veces la palabra inmenso). ¿Quiere usted concertar una entrevista con E. G. y A. B. para la semana próxima y traerlos a verme? Le enviaré un auto (3).

Fue así cómo, un día, se encontraron con el poderoso del Kremlin.

Tras saludarlos con aparente cordialidad, Lenin fijó en ellos su aguda mirada y les espetó una andanada de preguntas: ¿Cuándo podría realizarse la revolución social en América? ¿Era la American Federation of Labor totalmente burguesa? ¿Y el I. W. W.? Lenin alabó a Emma y Berkman por los discursos que pronunciaron durante su proceso y prometió un brillante futuro en Rusia para los ideiny anarquistas -anarquistas de ideas- que quisieran colaborar con el gobierno.

Berkman le interrumpió para inquirir por qué se encarcelaba a los anarquistas.

Esas eran tonterías, aseguró enfáticamente Lenin; ningún anarquista de ideas estaba en prisión; sólo se había encerrado a algunos bandidos y secuaces de Majnó; pero a ningún ideiny anarquista.

Emma expresó cierto escepticismo respecto de la distinción establecida por Lenin y le confesó que no se sentía muy dispuesta a trabajar por el Estado soviético mientras sus compañeros se encontraban en la cárcel sólo por sus opiniones.

Lenin la interrumpió para atacar su concepto sentimental de la libertad de palabra: éste era simplemente una idea burguesa. No puede haber libertad de expresión durante un período revolucionario. Les aconsejó que iniciaran algún trabajo útil a fin de recuperar su equilibrio revolucionario.

3

Cada día que pasaba, a Emma le resultaba más difícil lograr la clase de equilibrio sugerida por Lenin, aunque sabía que en ello le iba la vida. No podía aceptar ningún puesto, pues todos le exigían una pérdida total de su independencia. Cuando le propuso a Lenin crear una sociedad rusa pro libertad americana, éste mostró interés pero impuso la condición de que la misma dependiera directamente de la Tercera Internacional.

Lunatharsky, comisario de educación, la invitó a colaborar con él siempre que estuviera dispuesta a dejar de ser un pájaro libre.

Cuando Petrovski le ofreció el cargo de directora de la Escuela Militar de Enfermeras, Emma estaba ya convencida de que no debía aceptar ninguna tarea que la atara al gobierno.

También Berkman encontró casi imposible adaptarse a las exigencias de Lenin y sus colaboradores.

En una oportunidad, Radek le pidió que realizara una rápida traducción del manuscrito de Lenin titulado El extremismo: enfermedad infantil del comunismo. Después de leerlo, Berkman se dio cuenta de que aquel ensayo era un ataque, deshonesto en su opinión, contra todos sus ideales.

Dejó atónito a Radek cuando se negó a hacer el trabajo, a menos que se le permitiera añadir un prefacio propio.

Después de semejante acto de lesa majestad, los dirigentes comunistas comenzaron a mostrarse más fríos.

Pese a todo, Berkman seguía defendiendo a quienes les daban asilo. Reconocía que la burocracia se había vuelto sofocante y que existían mucha desigualdad e injusticia, pero, respondía a las críticas de Emma, creía que Rusia llegaría a vencer estos males cuando se levantara el bloqueo. Lo importante era que la revolución había ido más allá de un mero cambio púlítico, logrando extirpar casi de raíz el sistema capitalista. En vista de tan extraordinaria hazaña, estaba dispuesto a perdonarle sus defectos momentáneos.

En el otoño de 1920 seguía preguntando a sus camaradas anarquistas que censuraban el régimen si tenían algo mejor que proponer:

No se discuten las fallas y los defectos de los bolcheviques -argumentaba-, sino la dictadura en sí. ¿No presupone el triunfo de la revolución la abolición violenta de la burguesía y la imposición de la voluntad del proletariado sobre la sociedad? En suma, ¿una dictadura? (4).

Ya bien avanzado el año 1921, Berkman no había abandonado aún la esperanza de que se establecieran mejores relaciones entre el gobierno soviético y los grupos políticos disidentes.

La pertinaz defensa de los bolcheviques por parte de Berkman y el creciente disgusto de Emma por los mismos, produjo serias dificultades entre los viejos amigos. Cuando Emma clamaba contra la brutal represión, Berkman le señalaba que no podía juzgarse a la revolución por unas motitas de polvo. Años después, en una de sus cartas, Emma le recordaba aquellas tristes discusiones:

Y lo que es más, querido Sash (,) en el fondo de tu corazón sigues siendo el mismo viejo Adán. ¿No te vi acaso en Rusia, cuando reñías encarnizadamente conmigo porque no quería tragarme los justificativos de la revolución? ¿Cuántas veces me arrojaste en la cara que nunca había sido más que una revolucionaria de salón, que el fin justifica los medios, que el individuo no cuenta, etc.?

Berkman sólo pudo responder:

Tu oposición a los bolches me parecía demasiado sentimental, cosa de mujeres. Necesitaba pruebas más convincentes y hasta que no las tuve, no pude cambiar honestamente de actitud.

En rigor de verdad, Berkman tenía más de revolucionario, y Emma, más de rebelde. Él era capaz de aceptar muchas cosas por considerarlas una necesidad histórica; ella nunca pudo hacer las paces con tal necesidad histórica.

Cuando la revolución adquirió caracteres de opresión, fue más propio del carácter de Emma reaccionar en contra de aquélla y convertirse en hereje.

Tom Bell (viejo anarquista escocés, amigo de toda la vida de Kropotkin, Emma y Berkman) fue directamente al fondo de la cuestión cuando le escribió a Berkman:

Bien sabes, Alec, que siento un gran afecto por tí, lo mismo que por nuestro querido Pedro. Si tuviera que dar sinceramente mi opinión acerca de vuestra conducta durante aquel oscuro período de la vida rusa, diría que no me habría sorprendido demasiado saber que uno de ustedes, o ambos, se hubiese olvidado de la parte anarquista de su anarcocomunismo, y dejado extraviar por la parte comunista ... ¡Pero Emma! Sus ideas nunca difirieron en modo alguno de las tuyas o de las de Pedro, de eso estoy seguro. Y sin embargo, en ningún momento, en ningún instante, dudé de que, a la larga, por lo menos Emma surgiría inmune, con su instinto seguro y buen sentido fundamental, y que, sin tardanza, iniciaría la lucha.

Sin embargo, también Berkman, aunque no tan firmemente como Emma, demostró ser en esencia un rebelde por cuanto, ya en el momento de elegir, prefirió la herejía a la ortodoxia, aun la revolucionaria.

4

Para Berkman y todos aquellos que no estaban totalmente enceguecidos, la hora de la decisión indiferible llegó en marzo de 1921.

Descriptos alguna vez por Trotski como el orgullo y la gloria de la revolución rusa, los marineros de Kronstadt habían luchado por los bolcheviques en el levantamiento de octubre que provocó la caída de Kerenski. Tres años más tarde, empero, al producirse una serie de huelgas en Petrogrado, estalló su descontento contra el opresivo régimen bolchevique. Los marineros apoyaron las demandas de los huelguistas, quienes solicitaban mejores raciones de alimento y mayor independencia para sus gremios; también aprovecharon la oportunidad para protestar contra el terror organizado, y exigir libertad de palabra, de prensa y de reunión.

Típicamente, Lenin" Trotski y Zinoviev interpretaron este pedido de mayor libertad como un complot contrarrevolucionario. Rápidamente se movilizaron todas las fuerzas de represión del Estado soviético.

Emma Goldman y Alexander Berkman observaban el giro de los acontecirnfentos con gran alarma. El 5 de marzo le enviaron una carta a Zinoviev, en la cual declaraban que había llegado el momento de hacerse oír:

Permanecer ahora en silencio es imposible, hasta criminal.

Pedían a los comunistas que crearan una comisión imparcial para arbitrar la disputa e imploraban:

Camaradas bolcheviques, reflexionad antes de que sea demasiado tarde. No juguéis con fuego; estáis a punto de dar un paso muy grave, decisivo.

La respuesta llegó la noche del 7 de marzo, cuando oyeron las descargas de la artillería que atacaba a Kronstadt.

La despiadada carnicería continuó durante diez terribles días con sus correspondientes noches, hasta que Kronstadt se rindió.

Emma y Berkman vagaban impotentes por las calles de Petrogrado o permanecían quietos en el Hotel Internacional, en una agonía de desesperanza.

Las breves observaciones anotadas por Berkman en su diario son suficientemente elocuentes:

Diez días de angustia y de cañoneo. Mi corazón está lleno de desesperación; algo ha muerto dentro de mí. En las calles, la gente parece agobiada de dolor, azorada. Nadie se atreve a hablar. El tronar de pesados cañones hiende el aire.

Los mismos cañones que Trotski envió para derribar a los contrarrevolucionarios cual si fueran patos mataron, en cambio, a unos dieciocho mil amigos de la revolución rusa.

Una fotografía tomada en Moscú, poco después de este terrible episodio, nos muestra acabadamente el estado físico y anímico de Emma. Aparece sin sus lentes, a la sazón rotos, mirando fijamente hacia la cámara, los ojos hundidos y rodeados de profundas ojeras. Todo su rostro se ve inusitadamente flaco, hasta macilento, lo cual es en parte explicable, sin duda, por la simple razón de que pasaba hambre. (Ella y Berkman tenían alimentos suficientes para ambos, pero con tantas personas desfallecientes de hambre en torno de ellas Emma comenzaba por preparar la comida para dos y terminaba dándole de comer a una docena. No necesito decirte -le escribió a un amigo-, que era yo quien se quedaba con hambre, no una vez simo todos los días). Pero, sobre todo, observamos en la expresión de su cara un sentimiento de horror, un horror insondable que se manifestaba exteriormente en una profunda desesperación y una agobiante angustia.

Más que penurias físicas, su rostro sugiere una conciencia en carne viva, cual una herida abierta.

Inevitablemente. Emma y Berkman reaccionaron de modo violento. Después de la masacre de Kronstadt se negaron a aceptar las raciones alimenticias que les brindaba aquel gobierno cuyas manos estaban tintas en sangre. Se mudaron a una casa modesta de Moscú; vivían como miles de rusos, es decir, recogían ellos mismos la leña, se preparaban la comida y se ocupaban de su ropa.

Frecuentemente. sus habitaciones estaban llenas de camaradas y amigos que llegaban a todas horas del día y de la noche. El estadQ de ánimo de sus visitantes era muy variado: desde el más profundo desaliento hasta la más impetuosa exaltación. Los anarquistas acudían en busca de ayuda, traían noticias de nuevas detenciones, de camaradas que hacían huelga de hambre en una de las cárceles de Moscú, o de otros actos de persecución por parte de los comunistas.

Muy otro era el espíritu de los visitantes provenientes de los Estados Unidos. Big Bill Haywood, en plena fuga de su condena en Leavenworth y de sus adictos norteamericanos, fue a verlos para hablar con entusiasmo acerca del glorioso experimento ruso, de la posibilidad de incitar a la revolución a las masas norteamericanas desde Rusia, y de la necesidad de comprender que el fin justifica los medios.

También florecía el fervor evangélico de antiguos conocidos tales como Bob Minor, Mary Reaton Vorse y William Z. Foster. Por diferentes razones, tanto los anarquistas perseguidos como los entusiastas e ingenuos norteamericanos, contribuían a aumentar la desesperación de Emma y Berkman.

Mas la primera no se dejaba abatir y les hacía los mejores honores, prodigándoles su arte culinario y sus fuerzas físicas y morales.

Poco podían hacer ambos camaradas, aparte de su actividad como anfitriones. Trabajaban desganadamente en la creación de un Museo Pedro Kropotkin -su gran maestro había muerto en febrero-, por saber a ciencia cierta que tal aventura era una anormalidad grotesca a la vez que un proyecto virtualmente imposible de concretar en un país dominado por el Leviatán de Lenin.En el verano de 1921 se dedicaron con todas sus energías a despertar el interés de algunos sindicalistas extranjeros, delegados ante el Congreso de Gremios Revolucionarios, por la suerte de los anarquistas encarcelados.

Si bien lograron ayuda para sacar de la prisión a un par de anarquistas, en realidad eran prácticamente impotentes frente al creciente estado de terror.

La gota de agua que hizo rebasar el vaso fue la ejecución de Fania Baron, su amigo íntimo, y de Lev Chorni, el bienamado poeta. Tras este acto de la Cheka, ya no podían seguir viviendo en la Rusia bolchevique.

Berkman inició negociaciones clandestinas para salir del país. Emma no quiso seguir este camino y solicitó los pasaportes que, para su gran sorpresa, le fueron concedidos.

En diciembre de 1921, Emma Goldman y Alexander Berkman cruzaron la frontera para entrar en Letonia. La inmensidad rusa que dejaban atrás les parecía una tumba que acababa de cerrarse sobre sus ilusiones.



Notas

(1) My Disillusionment in Russia, Londres, C. W Daniel Co., 1925, p. 3. La edición norteamericana del mismo título, publicada en 1923 por Doubleday, Page &. Co., está mutilada por omisión de la última parte del texto, equivalente a un tercio del mismo. Más tarde, se editó dicha porción con el título de My Further Disillusionment in Russia (Garden City, Nueva York, Doubleday, Page & Co., 1924). La edición inglesa, arriba citada, es completa.

(2) My Life as a Rebel, Nueva York, Harper & Bros., 1938, p. 254.

(3) Ibid., p. 255.

(4) Berkman, The Bolshevik Myth, Nueva York, Boni & Liveright, 1925; pp. 256-57.
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