Indice de la edición cibernética Rebelde en el paraiso yanqui. La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa de Richard DrinnonCapítulo vigésimotercero - Emma Goldman y otros 59 999 rojosCapítulo vigésimoquinto - La conformidad racionalizadaBiblioteca Virtual Antorcha

Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo vigésimocuarto
Más allá de la estatua de la libertad



Meses antes de que Palmer denunciara públicamente la Gran Conspiración, J. Edgar Hoover había puesto manos a la obra para lograr la deseada deportación de Emma Goldman y Alexander Berkman.

El 23 de agosto de 1919, estando la primera' todavía en la cárcel, Hoover presentó un memorándum respecto del caso ante John T. Creighton, asistente especial del fiscal general. Si recordamos que Hoover afirmaba orgullosamente que la Oficina de Investigaciones sólo exponía los hechos -únicamente la verdad objetiva, sin desfigurar ni añadir nada-, la conclusión a la cual arribó resulta muy interesante, por decir lo menos.

Emma Goldman y Alexander Berkman son, sin duda, dos de los anarquistas más peligrosos de este país, y si se les permite retornar a la comunidad (sic), ello redundará en perjuicio de la misma.

Fiel a su idea, trabajó sin descanso para evitar aquel perjuicio predicho por él.

Por alguna razón que desconocemos, Hoover temía que si se realizaba en St. Louis la audiencia donde se trataría la deportación de Emma, el veredicto podía no ser el deseado. Por tal motivo aconsejó que el procedimiento se efectuara en Nueva York.

Aunque estos casos correspondían a la jurisdicción del Departamento de Trabajo, Hoover dirigió prácticamente la acción del gobierno contra Emma. Así lo demuestra a las claras el siguiente pasaje de una carta dirigida a Anthony Caminetti por el inspector de Inmigración W. J. Peters:

Hoover considera gue este arreglo es el más conveniente y, visto la actitud del tribunal de la jurisdicción de St. Louis, estima que lo mejor es cumplir el procedimiento en Nueva York.

Y así se hizo.

Oficialmente se le informó a Weinberger que la fianza que debería depositarse por cada uno (válida para el período de preparación de la causa) sería de 15.000 dólares. Weinberger volvió a protestar, pero el Departamento de Trabajo se negó a reducir la suma.

Puesto que el secretario de trabajo W. B. Wilson había fijado como fianza para estos casos la cantidad de 1.000 dólares, ¿por qué razón se les exigía a Goldman y a Berkman quince veces más?

Aparentemente, los principales responsables de tal injusticia fueron Hoover y Caminetti, el servil comisionado general de inmigración.

El segundo recomendó que no se redujera la fianza pues, como él mismo expresara, las autoridades del Departamento de Justicia consideran que, de aceptarse una fianza por estos dos extranjeros, la misma debería ser superior a los 15.000 dólares; sin embargo, transigen en dicha suma a modo de arreglo.

¡En otras palabras, Hoover, que era quien se ocupaba verdaderamente de los dos casos, habría deseado que se exigiera una fianza mucho mayor! (1)

Antes de saljr de Atlanta, Berkman ya había sido sometido a una audiencia. J. Edgar Hoover y un inspector de inmigración oyeron las declaraciones de Berkman, en las cuales, pese a los terribles momentos que acababa de atravesar -estuvo en confinamiento. solitario durante casi ocho meses-, demostró que conservaba su antiguo espíritu.

Cuando afirmó que consideraba su deber hacer todo lo que estuviera a su alcance en bien de la comunidad, le preguntaron: ¿Sin respetar las leyes que la rigen? Su respuesta fue al fondo del conflicto que mantenían él y Emma con el Estado: Siguiendo los dictados de mi conciencia.

Como Berkman declaró abiertamente no creer en el gobierno ni en la violencia, por considerarlos sinónimos, y se proclamó ciudadano del mundo, su destierro era cosa prácticamente hecha.

Azuzado por una resolución del senado, el secretario de trabajo Wilson fijó el 16 de noviembre para la audiencia de Emma. Mas el Departamento de Justicia y el Congreso lo presionaron tanto que adelantó la fecha para el 27 de octubre.

Presidieron la audiencia el inspector de Inmigración A. P. Schell, Hoover y otros funcionarios; Weinberger actuó como aboado de la acusada.

Emma se mostró muy poco dispuesta a facilitar la tarea a sus jueces. Protestó vehementemente contra aquel juicio arbitrario pronunciando estas desafiantes palabras:

Si las presentes actuaciones tienen el propósito de probar que he cometido algún delito, algún acto antisocial o reprochable, protesto por el carácier secreto de este supuesto proceso y por los métodos de tercer grado que se emplean. Si no se me acusa, empero, de un delito o acto definido, si -como tengo motivo para creer- esto es puramente una investigación de mis opiniones sociales y políticas, elevo aún con más vigor mi protesta pues este procedimiento es absolutamente tiránico y opuesto a las garantias fundamentales que otorga una verdadera democracia. Todo ser humano tiene el derecho de adoptar las ideas que le son afines sin que ello le signifique la persecución de quienes no piensan como él.

Se negó rotundamente a aclarar si se consideraba ciudadana por la naturalización del padre o por la de Kersner. A despecho de su actitud poco amigable, fue puesta en libertad bajo fianza hasta tanto los funcionarios responsables llegaran a una decisión.

2

Pocos dias después, Hoover le comunicó a Caminetti que había recibido ciertas informaciones de Nueva York que le hacían pensar en la conveniencia de terminar cuanto antes con el caso de Emma Goldman. Es muy probable que Hoover sólo se hubiera enterado de que Emma y Berkman estaban a punto de iniciar una gira de conferencias.

En aquellos momentos en que la cacería de herejes cobraba impulso, el realizar una gira de conferencias equivalía más o menos a salir a dar un paseo en medio de un huracán.

Weinberger y otros amigos les aconsejaron insistentemente que no se lanzaran a tan descabellada empresa. Pero Emma y Berkman, haciendo oídos sordos a aquellos sabios consejos, cumplieron audazmente sus planes.

Juzgaban absolutamente necesario darle a conocer al pueblo la verdad sobre la revolución rusa y las incursiones de Palmer; al mismo tiempo se despedirían de muchos viejos amigos.

Para sorpresa de todos, visto el ánimo público del momento, la gira tuvo un éxito resonante. Las sensacionales crónicas de la prensa acerca de la intervención policial y todas las veladas amenazas semioficiales tendientes a lograr que se boicotearan las reuniones, no pudieron impedir que enormes cantidades de personas concurrieran a las conferencias pronunciadas en Chicago y en Detroit.

La cantidad de público que acudió a sus actos significó una manifestación de protesta contra la alarma roja a la par que un homenaje a los dos veteranos luchadores que tanto habían hecho por defender causas populares.

Pero el plazo había expirado. El 29 de noviembre, Louis F. Post, antiguo amigo de Emma que terminó administrando leyes con espíritu de know-nothingism (2), firmó la orden de deportación.

A manera de tímida protesta, Post aventuró la opinión de que Emma era una de aquellas personas que no creen en la violencia pero, por prever una resistencia a la aplicación pacífica de la política anarquista, justifican el uso de la fuerza en apoyo de tal política y como defensa contra la fuerza.

Verdaderamente atribulado, Post, sincero liberal, pensó renunciar pero desistió de la idea en base al siguiente razonamiento:

Me gustara o no, el hecho es que la ley existía. No era yo el encargado de crear leyes, sino de administrar las que ya regían constitucionalmente.

Emma nunca perdonó a Post ni aceptó su excusa de que se había visto obligado por su cargo. No podía menos que comparar la conducta de Post con la de otro amigo, Frederic Howe, quien prefirió renunciar a su puesto de comisionado de inmigración en la Isla de Ellis antes que ordenar deportaciones que juzgaba injustas. Pese a todo, no dejó de sentir simpatía por Post, cuyo angustioso intento de autojustificación en Deportations Delirium (1923) y otras observaciones incluidas en su autobiografía inédita señalan claramente que él mismo jamás pudo perdonarse.

Sea como fuere, la orden estaba firmada. Weinberger debía presentar a sus clientes ante las autoridades de la Isla de Ellis en horas de la mañana del 5 de diciembre. Emma y Berkman se encontraban en un banquete de despedida, organizado por sus amigos en Chicago, cuando algunos periodistas entraron presurosos en el salón para informarles que Henry Clay Frick acababa de fallecer. ¿Deseaba Berkman hacer algún comentario? Fue deportado por Dios, habría comentado secamente el viejo enemigo de Frick, según afirma la leyenda. En cambio, no era en absoluto apócrifo el telegrama enviado secretamente por Caminetti para comunicar que el caso de Emma Goldman estaba cerrado y la deportación de la extranjera firmada.

3

Sin embargo, aquel grito de victoria era prematuro. Ambas partes reconocían que la clave de todo el asunto residía en la disputada validez del retiro de la ciudadanía de Jacob A. Kersner. Emma había comenzado los trámites necesarios para apuntalar su situación aún antes de salir de la cárcel.

Estando recluida recibió un ofrecimiento de Sam Sickles, un desconocido deseoso de ayudarla.

Sickles era un ciudadano de cierta notoriedad residente en Carruthersville, Missouri; había leído en el Call de Nueva York las cartas enviadas desde su encierro por Kate O'Hare y se sintió tan conmovido que ofreció adoptar a Emma Goldman.

Luego, Harry Kelly, anarquista norteamericano asociado en una época a Kropotkin y viejo amigo de Emma, quiso casarse con ella para que no quedara ninguna duda respecto de la legitimidad de su ciudadanía. Weinberger le aconsejó que rechazara estas dos generosas propuestas.

Tras examinar cuidadosamente la documentación referente al caso Kersner, llegó a la conclusión de que había una razonable duda en nuestro favor; convenía entonces retomar el hilo Kersner, por débil que fuera, pues si el gobierno tratara de cortarlo, esta actitud se tomaría como persecución y no como aplicación de la ley.

Es así que el desaparecido, quizá falleciQo Kersner volvió a convertirse en eje del problema. De haber muerto antes de abril de 1909, o de estar vivo y poder probar que no había obtenido la naturalización por medios ilegales, tal vez seria posible darles jaque a los funcionarios del gobierno.

Uno de los sobrinos de Emma inició una investigación por su cuenta. Tras algunas discretas pesquisas en Nueva York descubrió que, probablemente, Kersner estaba escondido para evitar que lo juzgaran por ciertos delitos cometidos. El fugitivo había adoptado el nombre supuesto de Jake Lewis.

El sobrino llegó a la conclusión de que, desgraciadamente, no había posibilidad de establecer su muerte porque los datos que se conocen hasta el 20 de diciembre de 1906 son completos y concluyentes 3).

Con ayuda de esta información, Weinberger siguió los pasos de Kersner hasta Chicago, donde perdió el rastro debido a un imperdonable error de León Green, miembro de la Asociación Internacional de Protección a los Empleados de Comercio. Este señor aseguró no haber encontrado indicio alguno del desaparecido, sea en las oficinas de su supuesto patrón, sea en los archivos de las organizaciones similares a dicha asociación. Lamentablemente, Green no averiguó a fondo ni se preocupó lo suficiente. Mas si Weinberger y las otras personas que trabajaban para la defenza de Emma hubiesen contado con más tiempo, quizá una investigación más sistemática les habría permitido reencontrar las huellas de Kersner. Post, empero, se negó a conceder una prórroga.

El gobierno tenía grandes ventajas en esta carrera por hallar al desaparecido ex esposo de Emma. Entre 1906 y 1908 ya había gastado una suma considerable -25.000 dólares o más, según el cálculo de la persona que informó a Weinberger- en el esfuerzo por reunir datos acerca de Kersner. Ahora contaba con una dependencia nacional más desarrollada y amplia para realizar la cacería.

El Departamento General de Inteligencia de Hoover logró lo que Green no pudo. El 21 de noviembre, un funcionario de inmigración comunicó por telegrama a Washington:

El señor Hoover anuncia que tiene pruebas de la muerte del esposo de Emma Goldman. Es importante que se haga constar en la audiencia. Recomienda que se reabra el caso para incluir nueva evidencia.

Los agentes de Hoover habían reunido una pila de informaciones y documentos probatorios. Presentaron un certificado de defunción según el cual Jacob Lewis, sastre, había fallecido en Chicago el 8 de enero de 1919.

Muchas declaraciones juradas indicaban que el tal Jacob Lewis era en realidad Jacob Kersner.

Barney H. Joseph, quien treinta años atrás, en Rochester, había sido amigo y compañero de trabajo de Kersner, sugirió el motivo por el cual este último habría utilizado un nombre falso: no quería que nadie lo relacionara de ninguna manera con su antigua esposa porque en los años que siguieron, después de saber de su vida, no podia ni siquiera oírla nombrar; así me lo dio a entender.

Aunque no debemos descartar esta hipótesis, es más probable que el desafortunado Kersner cambiara de nombre principalmente para salvarse de la justicia. En todo caso, los documentos enviados a Washington eran precisamente lo que el gobierno necesitaba.

Triunfante, Hoover aseguró que los mismos bastaban para refutar todo alegato de Weinberger basado en la suposición de que el marido del Emma Goldman murió antes de 1909.

Dichos documentos llegaron justo a tiempo: el 8 de diciembre, dia en que se realizó la audiencia presidida por el juez Mayer.

Weinberger comenzó afirmando que el gobierno no tenía pruebas de que Kersner estuviera vivo cuando se le retiró la ciudadanía; añadió que, aun en ese caso, aquellas actuaciones judiciales no habían privado a Emma de su naturalización. Entonces, el fiscal federal Caffey se limitó a declarar que era un hecho (no existía constancia alguna al respecto) que Kersner se encontraba con vida el 18 de enero de 1919. (Se negó a darle al asombrado Weinberger el nombre del lugar donde aquél había muerto).

El juez Mayer dictaminó que Emma Goldman no fue en ningún momento ciudadana de los Estados Unidos; y volvió a repetir la opinión que expresara en 1917:

Este tribunal estima que ambos acusados son enemigos de los Estados Unidos de América, de la paz y del bienestar de su pueblo.

Pese a todo, Mayer les concedió el tiempo necesario para presentar una apelación ante la Corte Suprema, Sin demora, Weinberger elevó una petición ante el juez Brandeis. Éste la presentó a consideración de la corte en pleno, la cual denegó la prórroga a Berkman, pero le otorgó a Weinberger una semana para que sometiera su documentación y alegato en favor de Emma.

Ésta, sin embargo, prefirió acompañar a Berkman a Rusia; el 12 de diciembre hizo retirar la apelación. Tenían poco tiempo, los gastos de impresión de los documentos eran demasiado grandes y las posibilidades de obtener un dictamen favorable, demasiado pequeñas.

De haber decidido Emma luchar hasta el final, la Corte Suprema probablemente se habría pronunciado en su contra. De todos modos, los funcionarios del Departamento de Justicia lanzaron un suspiro de alivio, pues aquella apelación les había preocupado.

El procurador general Alex C. King le advirtió a Caffey que no debía proceder con indebida premura ya que la corte estudiaba a fondo todas las actuaciones tenidas por sumarias; en opinión del procurador King, si se presentan objeciones importantes, el alto cuerpo se vería obligado a conceder una reconsideración del caso, aunque, en último término, su dictamen podría ser adverso a la acusada.

El hilo se había cortado, con lo cual se dio término a la guerra entre Emma y el Estado. El comentario más cómico acerca del fin de la batalla salió de labios del fiscal Francis Caffey.

Tras sostener que en 1909 se había informado a Emma del proceso por el cual se le retiraría la ciudadanía a Kersner, añadió esta tranquilizadora declaración:

En su trato con Emma Goldman, el gobierno ha actuado en todo momento con la más estricta justicia.

4

Ahora sólo restaba sacar del país a Emma Goldman y a su consorte Berkman, según palabras de Hoover.

Pero, ¿cómo hacerlo? Se planteaba una situación sumamente delicada, ya que no correspondía arrojarlos a Rusia por cuanto en aquellos momentos los Estados Unidos no mantenían relaciones diplomáticas con la nueva Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Años más tarde, en 1922, los tribunales se opondrían al envío de extranjeros a un país no reconocido oficialmente. Pero entonces, cuando la furia antirradical alcanzaba su cúspide, este inconveniente no era más que un pequeño obstáculo que sólo sirvió como incentivo para el ingenio oficial.

Tal como dijera el diputado Isaac Siegel, de la Comisión de Inmigración, era necesario recurrir a alguna "maliciosa maniobra diplomática. Tenían el propósito de fletar antes de Navidad un barco que llevaría a los indeseables extranjeros más allá de la estatua de la Libertad, en viaje sin retorno hacia otras tierras.

El ocupadísimo Hoover eligió un viejo barco de transporte militar, el Buford, comprado a Inglaterra durante la guerra contra España.

El 17 de diciembre, las autoridades anunciaron que ya estaban hechos los preparativos para expulsar del país a todos los radicales extranjeros que aguardaban su deportación, entre quienes se encontraban los famosos Emma Goldman y Alexander Berkman.

En total, 249 anarquistas serían alejados del paraiso a bordo del Buford.

Para ser más exactos, entre los desterrados sólo había 51 anarquistas; de los restantes, 184 eran personas acusadas de abogar por el derrocamiento violento del gobierno, y 14 eran individuos declarados carga pública o culpables de depravación moral.

El secretario de trabajo Wilson había ordenado, que ningún extranjero casado o padre de familia fuera embarcado en el Buford, pero esta disposición no se respetó en la Isla de Ellis.

De las doce familias que las autoridades admitieron haber separado con estas deportaciones, sólo cinco pudieron volver a reunirse después de un año. Era tan grande la urgencia por salvar a los Estados Unidos de estos despreciables individuos, que a algunos no se les permitió siquiera recoger las ropas suficientes para soportar el crudo invierno.

Aunque el capitán del barco recibió las instrucciones en sobre lacrado, era un secreto a voces que los exilados serían desembarcados en algÚn punto de Rusia.

El día anterior a la partida, el Rusia Soviética, órgano oficial del gobierno bolchevique, publicó una carta abierta dirigida a Emma Goldman por Ludwig Martens, embajador no reconocido ante los Estados Unidos, quien en la misma daba la bienvenida a Emma y a los restantes refugiados.

En aquella carta, empero, se observaba una nota discordante que trae a la memoria los conceptos acerca de la disensión expresados por el juez Mayer al dar por terminado el proceso de 1917.

En efecto, Martens decía:

La Rusia Soviética no persigue a nadie por sus ideas o sus doctrinas políticas y económicas; uno podía decir lo que pensaba, siempre que no colabore en forma activa con los enemigos de los trabajadores rusos, especialmente en este momento crítico ...

El embajador revolucionario y el juez conservador concordaban en este punto: Emma Goldman, al igual que los demás, tenía, desde luego, libertad de palabra, pero ...

Así como este poderoso pero constituyó el arma que proscribió a Emma Goldman de los Estados Unidos, su amenazante presencia en el saludo de Martens fue anunciadora de la triste experiencia que le tocaría vivir en Rusia.

Emma estaba muy lejos de imaginar lo que le esperaba cuando, a las 4.15 de la helada mañana del domingo 21 de diciembre, ella y sus compañeros de exilio emprendieron el largo viaje que los llevaría de vuelta a su tierra natal.

Un periodista describió la partida con todo el vuelo literario de que era capaz:

Abrazando sus sacos de mano, sus anticuadas maletas de aspecto extranjero, sus baúles enchapados a la usanza del viejo mundo -adminículos de espantosos colores-, sobretodos, cajas de manzanas y naranjas, los rojos entraron en tropel en la amplia y tibia habitación brillantemente iluminada. A sus ojos, se asemejaban a un grupo de inmigrantes que esperaban en la Gran Estación Central el tren que los llevaría a su lugar de destino en un nuevo país de esperanza. En cambio, aguardaban una lancha que los conduciría al Buford.

Satisfechos funcionarios estaban allí para despedirlos. Entre ellos se encontraban el diputado Isaac Siegel, de la Comisión de Inmigración de la Cámara; William J. Flynn, nuevo jefe de la Oficina de Investigaciones, que tenía fama de ser un gran cazador de anarquistas, y J. Edgar Hoover, en no poca medida responsable del espectáculo, pues había luchado largamente por lograr que estos pasajeros especiales emprendieran aquel viaje sin retorno y se había encargado de arreglarlo todo para fletarlos sin demora.

Faltaba poco para el día en que se celebraba el nacimiento del Pobre Carpintero, y es de suponer que el espíritu festivo mostrado por las victoriosas autoridades se debía a la proximidad de tan grata fecha.

Fue así que uno de los diputados le gritó a Emma, mientras ésta subía al arca soviética: ¡Feliz Navidad, Emma!, a lo cual ésta respondió apoyando el pulgar contra la nariz, a modo de burla.

Tal es el relato de la anécdota (4). De cualquier modo, bien podía haber sucedido así, pues la imagen era perfecta: aquella mujercita permaneció de pie un instante, la mirada fija en sus torturadores oficiales, que la observaban desde su lancha, allá abajo, y en las fuerzas de represión del aletargado país que se extendía a sus espaldas; luego, con rápido movimiento, apoyó el pulgar contra la nariz en un gesto de desafío a todos aquellos que hacían la vida más difícil en la América que ella tanto amaba.

Sin duda, dicho cuadro difería notablemente del que presentara su llegada. Ya no era aquella joven de rostro patéticamente ansioso que había desembarcado en Castle Garden treinta y cuatro años atrás; muchas cosas habían sucedido en el ínterin. Como si quisiera ofrecer mudo testimonio, la estatua de la Libertad, que tambien había arribado al país hacía unas tres décadas, seguía mirando hacia Europa, cuyas apiñadas masas añoraban respirar un aire de libertad, pero su antorcha estaba apagada.

El dibujo de la Partida del Buford que Boardman Robinson realizó para el Liberator, supo captar magníficamente el sentido profundo de esta escena.

Aquella acerba crítica gráfica representa al viejo barco con su cargamento de herejes pasando plácidamente frente a la Isla de Bedloe, mientras el humo que surge de sus chimeneas deja una estela que oscurece el rostro y la parte superior del torso de la Madre de los Exilados.

Naturalmente, en los círculos oficiales la partida de los indeseables produjo una reacción muy distinta. J. Edgar Hoover, por ejemplo, predijo con gran entusiasmo que, a su debido tiempo, se deportarían más rojos en otras arcas.

El artículo de fondo publicado el 23 de diciembre por el Times de Nueva York es, quizá, la expresión más exacta del sentimiento conservador:

El Buford nos ha dejado la dulce tristeza de separarnos, por fin, de dos de los anarquistas más perniciosos: Emma Goldman y Alexander Berkman ... Bueno, sabemos ahora quiénes son los extranjeros revolucionarios, y estamos decididos a expulsar a estos soldados del desorden.

Pero lo más notable fue la melancólica observación de un abogado del distrito de Columbia: Se acerca la prohibición y se aleja Emma Goldman; esto se va a poner muy aburrido.



Notas

(1) La respuesta de Caminetti documenta sin lugar a dudas la verdad de lo dicho por Post, quien afirmó que el Departamento de Justicia tenia indebida influencia sobre el de Trabajo.

(2) Know-nothingism: partido secreto que se oponía a la naturalización de los extranjeros. (Nota de las traductoras)

(3) La relativa facilidad con que un particular logró conocer el itinerario de Kersner hasta tan avanzada fecha, sugiere que en 1909 las autoridades bien podrían haber averiguado el paradero del mismo.

(4) Probablemente, la misma se basa en los recuerdos de Hoover, pues figura en el libro semioficial de Don Whitehead intitulado The FBI Story, Nueva York, Random House, 1956, p. 48.
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