Indice de la edición cibernética Rebelde en el paraiso yanqui. La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa de Richard DrinnonCapítulo vigésimo - 1917Capítulo vigésimosegundo - Las pesadas puertas de prisiónBiblioteca Virtual Antorcha

Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo vigésimoprimero
Los Estados Unidos contra Goldman-Berkman



El procedimiento judicial comenzó con una nota de incongruencia. Emma arguyó que, habiendo sido Berkman y ella encarcelados sólo pocos días antes del proceso y habiendo sufrido el primero una dolorosa lesión en la pierna, era imperioso que se postergara la causa.

El juez Mayer denegó esta moción.

Acto seguido, Emma le informó que los acusados rehusaban seguir tomando parte en el proceso. Sorprendido, Mayer decidió en represalia que el tribunal designase un abogado defensor.

Al percatarse de que inevitablemente debían participar de alguna manera, Emma y Berkman optaron por defenderse solos.

Harry Weinberger los asesoró en lo atinente a los aspectos legales de la defensa.

Cuando los asistentes al juicio volvieron a la sala del tribunal después del receso del mediodía, tuvieron oportunidad de presenciar el curioso espectáculo de una escaramuza legal ehtre los dos anarquistas principales del país y el fiscal Content secundado por el juez Mayer.

Según Margaret Anderson, los reos eran encantadores. E. G. parecía más una grave predicadora que una fogosa revolucionaria; su modo de actuar fue muy efectivo. Berkman se mostró incontrolablemente temperamental. Provocó hasta tal punto al juez que muchas veces le hizo perder la calma, pero lo enfrentó de hombre a hombre de una manera que a éste parecía complacerle más que la cuidada cordura de E. G.

Llevó tres días formar el jurado. Los dos acusados sometieron a cada uno de los candidatos a un amplio interrogatorio destinado a poner de relieve algunos de los problemas sociales generales incluidos en el proceso.

- ¿Cree usted en la libertad de palabra -preguntaba Berkman a los posibles jurados-
- ¿Cree usted en el derecho a criticar las leyes?
- ¿Cree usted que la mayoría tiene siempre razón?

Y Emma, a su vez, les inquirió si sus ideas sobre la limitación de la natalidad, el matrimonio y la educación sexual de los jóvenes los predispondría en contra de ella.

Finalmente, el jurado quedó integrado por un perfumista como presidente, un joyero, un florista, el vicepresidente de una firma comercial, un vendedor de bienes raíces, dos empleados, dos contratistas, una secretaria y otras dos personas de ocupación desconocida.

Evidentemente, predominaban los representantes de los intereses comerciales y administrativos; los nombres de los jurados indicaban que la mayoría era de origen anglosajón. No había entre ellos ningún artista o estibador, intelectual o gremialista. Aparte del hecho de que estas personas podían también dejarse arrastrar por la ola de nacionalismo que barría el país, sus antecedentes señalaban que se trataba de individuos en quienes se había inculcado hostilidad hacia la causa representada por Berkman y Emma.

Por lo visto, los acusados sólo podían esperar que hubiera en el jurado algún individuo independiente con el valor necesario para oponerse a sus compañeros, alguien como aquel jurado que participó en el posterior proceso a los editores de The Masses, el cual informó a sus colegas que defendería a los reos hasta el día del juicio final.

El día 2 de julio, el asistente de fiscal Content inició la acusación. Su alegato se componía principalmente de cargos que no tenían absolutamente nada que ver con el delito por el cual se juzgaba a Emma ya Berkman.

Trató de demostrar:
1) que habían malversado fondos de la Liga de No Conscripción.
2) que habían aceptado dinero alemán para solventar sus actividades,
3) que en el acto realizado el 18 de mayo en el Harlem River Casino habían incitado a la violencia, y;
4) que habían conspirado para impedir el enrolamiento de los jóvenes.

Content no pudo probar que Emma y Berkman eran seudoidealistas que habían hecho un comercio de sus actividades ideológicas. Al final del proceso, los depósitos bancarios de Emma y Berkman sumaban 746,96 dólares, fortuna realmente exigua para treinta años de trabajo. El fiscal no siguió con este punto, limitándose a añadir algunas críticas sobre los métodos empleados por Berkman en la rendición de cuentas de las contribuciones y ciertas burdas reflexiones acerca de la honestidad de sus dos contrincantes.

Tampoco tuvo demasiado buen éxito con su segunda línea de ataque. En su número del 29 de junio, el Times de Nueva York informó que Content se proponía indagar a Emma sobre un misterioso depósito bancario de 3.067 dólares que había hecho tres días antes de abrirse la causa; en vista de los rumores de que el movimiento de agitación dirigido por los acusados estaba financiado con dinero alemán, Content anunció que aquel asunto le interesaba sobremanera. Quiso saber de dónde provenía aquella suma. Entonces la defensa llamó a declarar al octogenario James Hallbeck, quien atestiguó que un día, en la oficina de Mother Earth, entregó a Emma un cheque por 3.000 dólares (1).

Hallbeck, propietario de un viñedo en California y anarquista desde las ejecuciones de Haymarket, había nacido en Suecia, no en Alemania. Su testimonio desbarató el propósito de Content de demostrar que Emma y Berkman se habían ensuciado las manos con dinero alemán.

La acusación del fiscal tendía principalmente a probar que los reos habían incitado a la violencia. El testigo clave de Content fue William H. Randolph, taquígrafo de la policía, quien sostuvo obstinadamente que en el mitin del Harlem River Casino Emma había declarado: Creemos en la violencia y usaremos la violencia.

Otros testigos de la acusación corroboraron el testimonio de Randolph. Sin embargo, uno de los expertos presentados por Content, un estenógrafo llamado Charles Pickler, informó a la corte que lo dicho por Randolph era totalmente absurdo, pues nadie podía creer que éste, capaz de tomar apenas algo más de cien palabras por minuto en condiciones óptimas, hubiera alcanzado a taquigrafiar, de pie sobre una mesa situada a unos seis metros de la tribuna, las palabras que Emma pronunciaba con gran celeridad.

Exasperado por este sorpresivo giro, Content solicitó que se aclarara al jurado que Pickler no era testigo del fiscal sino de la defensa. (Anteriormente había excusado la omisión que hiciera Randolph del nombre del senador La Follette en su versión del discurso de Emma, aduciendo que La Follette no es un nombre norteamericano.)

Paul Munter, que había tomado copia taquigráfica de las conferencias de Emma sobre teatro, atestiguó que en sus disertaciones ésta decía unas ciento ochenta palabras por minuto. John Reed, Lincoln Steffens, Anna Sloan, Leonard Abbott, Bolton Hall y muchos otros testigos que conocían a la acusada desde hacía años, afirmaron no haberla oído jamás abogar por la violencia. Además, existían otras razones que impulsaban a dudar de la veracidad del testimonio de Randolph:

1) durante el juicio fue incapaz de seguirla cuando leyó algunos pasajes de su discurso;
2) en el interrogatorio aseguró que él no abrigaba ningún prejuicio contra los acusados; y,
3) la frase que atribuía a Emma estaba completamente fuera del espíritu y del estilo de ésta.

Pese a todo, Cantent no perdió la batalla. Realizó una inteligente maniobra: leyó trozos del explosivo número de Lexington (julio de 1914) de Mother Earth. Unos pocos pasajes referentes a la dinamita, escogidos de un artículo fulminante como el de Charles Plunkett, bastaron para convencer al jurado de que, indudablemente, Emma abogaba por la violencia, sin que importara si lo había hecho en un discurso particular.

Después de esto, poco se hizo para demostrar si Emma y Berkman eran verdaderamente culpables de los cargos que habían originado su enjuiciamiento. Randolph afirmó que la primera había dicho: Daremos nuestro apoyo a los hombres que se nieguen a alistarse y rehúsen pelear.

La defensa sostuvo que la oradora no se refirió al enrolamiento, sino que simplemente había ofrecido la ayuda de la liga a quienes no quisieran entrar en las fuerzas armadas. Emma y Berkman trataron de establecer una clara distinción entre el servicio militar y el empadronamiento, entre apoyo y consejo, pero sus intentos sólo revelaron una equivocación fundamental. No caben dudas de que ambos hicieron todo lo que estuvo a su alcance para combatir el servicio militar obligatorio; pero pudieron haber actuado dentro de los límites de la ley, es decir que debían haberse opuesto a la conscripción y no al enrolamiento como tal. Sin embargo, Berkman señaló una verdad cuando afirmó que era ridícula la pretensión legal de acusar de conspiración contra el alistamiento a quienes durante treinta años lucharon públicamente contra el militarismo.

Cualesquiera fueran los argumentos en pro y en contra, el veredicto sólo podía ser uno. Para colmo de males, Content y sus hombres no perdieron oportunidad de inflamar los ya encendidos sentimientos del jurado, que no escapaba a la epidemia de nacionalismo agudo.

En todo momento hicieron hincapié en el supuesto de que los acusados eran partidarios de la violencia, aunque seguramente el propio fiscal sabía -como luego dijo el juez Mayerque el testimonio sobre la incitación a la violencia no era pertinente.

Por lo menos en dos ocasiones, todos los presentes, salvo los reos, se vieron obligados a ponerse de pie cuando la banda que iba acompañando a unos vendedores de bonos de la libertad hacía resonar en la calle las notas del himno nacional. Expulsaron del recinto a las personas que no quisieron levantarse. Como coronación de todo lo hecho para fomentar los prejuicios del jurado, el alegato final de Content insinuó claramente que en 1901, Emmá había expresado que McKinley merecía la muerte.

En cuanto a las palabras finales de Emma Goldman, puede afirmarse que, por momentos, alcanzaron cimas comparables a las del famoso discurso pronunciado por Gene Debs un año más tarde ante el Tribunal Federal de Cleveland.

Al referirse a los hechos de fuerza, ratificó su concepto de que un acto de violencia política cometido por los de abajo es la culminación de la violencia organizada de los de arriba. Si los jurados creían que, por defender a quien perpetra un crimen político, ella abogaba por la violencia, del mismo modo podían considerar que Jesús era partidario de la prostitución porque se puso de parte de María Magdalena. Anticipándose a la conmovedora declaración de Debs -mientras haya un alma en prisión, no seré libre-, Emma hizo suya la suerte de las víctimas de la sociedad:

Me niego a arrojar piedras sobre el criminal político ... Estoy de su ladó porque sé que lo han empujado a la rebelión, que no le han permitido respirar libremente.

En su definición del patriotismo, Emma confirió estatura genuinamente lírica a tan vapuleado término:

¿Quién es el verdadero patriota? Mejor dicho, ¿cuál es el tipo de patriotismo que representamos? El tipo de patriotismo que representamos es aquél que ama a la patria sin enceguecimiento. Vemos al país de la misma manera en que el hombre muy enamorado ve a la mujer adorada; su belleza nos fascina, pero no hasta el punto de no advertir sus defectos. Por eso deseo expresar aquí, en mi nombre y en el de cientos de miles a quienes vosotros vituperáis y consideráis antipatriotas, que amamos esta tierra, amamos sus riquezas, amamos sus montañas y bosques, y amamos sobre todo al pueblo que ha producido esta riqueza y prosperidad, que ha creado tanta belleza; amamos a los soñadores, a los filósofos y a los pensadores que le dan la libertad. Pero todo esto no puede hacernos cerrar los ojos ante los males sociales de América.

No se trataba de un simple floreo de oratoria; eran palabras pronunciadas de corazón.

Impasible, el juez Mayer recordó con severidad que allí no estaban enjuiciando principios políticos, que el proceso no concernía a la libertad de expresión, pues ningún norteamericano digno de llamarse así puede dejar de creer en la libertad de palabra; pero ésta no significa licencia, no significa aconsejar a los demás que desobedezcan la ley. La libertad de palabra es la expresión franca, libre, plena y ordenada que se le permite en el país a todo hombre o mujer, ciudadano o extranjero, que haga uso de ella dentro de la ley y el orden ...

Con estos conceptos, Mayer se acercó peligrosamente a lo que Lenin denominó centralismo democrático. En efecto, el juez afirmó que, antes de convertirse en ley el decreto de enrolamiento, todos tenían derecho a hablar en contra del mismo, pero una vez promulgado, toda persona que vive bajo este gobierno quedó obligada a obedecer dicha ley. Ello no obsta para que el individuo pueda seguir manifestando libremente su opinión y participando en correctos movimientos públicos tendientes a lograr la derogación de la misma. Pero, de todos modos, desde el momento de su promulgación, todos deben obedecer la ley.

Imaginamos que Emma y Berkman habrían deseado preguntar qué sucede cuando la ley prohíbe que se discuta su conveniencia, aun dentro de los cánones aceptables.

El jurado tardó exactamente treinta minutos en llegar a un veredicto: los reos eran culpables.

Pese a las protestas de Emma en el sentido de que debía diferirse la sentencia, Mayer les impuso la pena máxima de dos años de prisión y una multa de 10.000, dólares a cada uno. Dijo lamentar que la extraordinaria capacidad demostrada por ambos acusados no haya sido puesta al servicio de la ley y el orden. El magnetismo personal de uno de ellos (Emma Goldman), podría haber sido de gran utilidad para concretar reformas por medios legítimos ...

Mirando desde la altura de su dignidad a aquellas viles criaturas, el juez recomendó que, al término de su castigo, fuesen deportados: No tenemos lugar aquí para quienes sostienen que la ley puede desobedecerse a voluntad del individuo.

2

A la una de la madrugada del día siguiente, 10 de julio de 1917, Berkman estaba en camino a la Penitenciaría Federal de Atlanta mientras Emma se dirigía a la prisión del Estado de Missouri, en la ciudad de Jefferson.

Durante el viaje en tren, Emma encontró tiempo para escribir a un amigo una carta en la cual decía que iba a la cárcel con la satisfacción de haber permanecido absolutamente fiel a mis ideales.

Por cierto que hasta sus enemigos tuvieron que admitir que no flaqueó en ningún momento, cuando la mayoría sólo se atreve a oponerse a la guerra en tiempos de paz. Pero Emma no llegó a ser mártir. Apenas había empezado el difícil proceso de adaptación a la rutina de la vida carcelaria cuando le comunicaron que el juez Louis Brandeis había firmado un auto por el cual aceptaba una apelación a la Corte Suprema.

Tres semanas después de su apresurado viaje a Jefferson, se hallaba nuevamente en The Tombs, aguardando que se fijara la fianza.

Esta vez el gobierno recurrió prácticamente a la intimidación en su esfuerzo por mantener tras las rejas a sus odiados adversarios. Las autoridades ya habían tomado 20.000 dólares de los 50.000 depositados por la fianza original como pago de la multa impuesta por el tribunal; exigieron también que se dedujera el uno por ciento en concepto de honorarios para los actuarios.

Por último, el fiscal Content comunicó que le interesaría conocer los nombres de quienes habían suministrado la fianza. Ahora bien; a pesar de que los funcionarios habían secuestrado los depósitos bancarios de los acusados y, por lo tanto, sabían perfectamente que ambos carecían de recursos, volvió a fijarse la suma de 25.000 dólares por cada uno.

Content no quiso aceptar bonos de la libertad del propio gobierno y hasta rehusó una propiedad evaluada, según Weinberger, en 250.000 dólares.

Por otra parte, el abogado defensor tuvo que enviar un telegrama al procurador general de los Estados Unidos para dejar constancia de que se había amenazado al propietario que ofreció bienes raíces como fianza. Es también probable que las autoridades hayan ejercido indebida presión sobre las compañías de fianza. Louis F. Post, subsecretario de trabajo del gabinete de Wilson, informó que una de tales empresas de Nueva York dio a entender que había recibido claras insinuaciones de que el gobierno no vería con buenos ojos la firma de fianzas para rojos extranjeros. Fue por eso, sin duda, que una compañía adujo supuestas razones patrióticas para negarles sus servicios a Emma y Berkman.

Finalmente, cuando Weinberger le entregó a Content 25.000 dólares en efectivo como fianza de Emma, el fiscal dio una respuesta limítrofe con lo ridículo:

No firmaré ningún papel -declaró acaloradamente-, que sirva para poner en libertad a esta mujer ni haré nada que contribuya a sacarla de la cárcel.

Weinberger obtuvo finalmente la libertad de Emma, pese a la oposición de Content (2).

También en otros campos sufrió reveses el vehemente fiscal. El juez A. N. Hand decretó que el gobierno no tenía derecho a apropiarse de 20.000 dólares propiedad de personas inocentes (es decir las que habían ayudado a Emma y Berkman a pagar la primera fianza), para cobrarse la multa impuesta a los acusados.

En setiembre, el juez Spiegelberg, del Tribunal Municipal del primer distrito de Nueva York, decidió que el alguacil McCarthy no estaba autorizado para embargar la suma de 329,13 dólares que Emma tenía depositada en el banco y ordenó al Produce Exchange Bank de Nueva York, que ya había entregado el dinero al citado funcionario, reembolsar dicha cantidad. Por rara ironía, hasta el gobierno se vio obligado a aceptar sus propios bonos de la libertad en calidad de fianza. Sin embargo, la balanza volvió a inclinarse en favor del Estado cuando la Corte Suprema falló, con la disensión de los jueces Holmes y Brandeis, que el gobierno podía tomar el uno por ciento de la fianza para abonar los honorarios de los actuarios. Siguiendo el parecer de la mayoría, el juez McReynolds dictaminó que no se habían atacado los derechos constitucionales de Emma Goldman y Alexander Berkman, por cuanto ellos mismos habían solicitado por propia voluntad depositar dinero en manos del escribano, y luego exigieron que se lo intimara a reintegrado.

La resolución de McReynolds era de una retórica poco persuasiva, por cierto¡ pues no se podía creer que los acusados quisieran depositar vóluntariamente la excesiva fianza que se les imponía. Pero, cualquiera haya sido la opinión que merecía a los acusados el razonamiento de McReynolds, el proceder de los funcionarios revelaba patentemente un sistemático esfuerzo oficial por evitar que aquéllos lograran su fianza, castigar a quienes los ayudaron a reunir la desmedida suma exigida y dejar sentado un precedente tal que ya nadie se atreviera a prestar su colaboración en los procesos contra anarquistas.

Al mismo tiempo, el gobierno se empeñaba en mantener encerrados a Emma y Berkman, además de tratar por todos los medios de impedir que el correo hiciera circular sus publicaciones (3).

En abril de 1917, el inspector de correos de Nueva York pidió la venia del fiscal de los Estados Unidos para poner en circulación el número de Mother Earth de dicho mes.

El funcionario decidió que aquel ejemplar no era de índole tal que conviniera iniciar un procedimiento judicial. Pero no tuvieron ninguna duda en cuanto a la edición de junio, dedicada al problema del enrolamiento, ya que la carátula de la misma representaba un ataúd envuelto en un paño negro sobre el cual aparecía la siguiente inscripción: In Memoriam - Democracia Norteamericana.

El procurador de correos llegó a la conclusión de que debía prohibirse la circulación de Mother Earth así como la de Blast, A partir de ese momento, el correo comenzó a tomarse la libertad de confiscar a su arbitrio los escritos de Emma o Berman.

Por alguna misteriosa razón, los funcionarios dejaron pasar el número de julio de Mother Earth, no así el de agosto. El procurador ordenó al jefe de correos de Chicago que destruyera todos los ejemplares y, para darle más énfasis a lo dispuesto, aclaró que debía destruirlos por completo.

Fue así como murió el hijo de Emma, su intento de periodismo personal, durante su decimosegundo año de vida.

En octubre de 1917, con la colaboración de su sobrina Stella Cominsky y M. Eleanor Fitzgerald, inició la publicación del Mother Earth Bulletin, pero en mayo de 1918 el correo se negó a dejarlo circular.

Quizá valga la pena reproducir aquí la carta enviada a su jefe por un funcionario de Nueva York. La misma nos dará una idea de la actitud, si no del nivel cultural, de los empleados de correos:

Está claro que los socialistas agitan en todas las formas (sic) que conocen para difundir la propaganda de paz y contra la guerra, y por eso se le debe negar el uso del correo a la edición de marzo de 1918 de este boletín.

Era obvio que algunos representantes del gobierno sólo se sentirían satisfechos cuando pudieran silenciar totalmente a Emma Goldman. Entre ellos, se destacaba el entusiasta alguacil McCarthy, quien decidió ocuparse especialmente de ella con el propósito de evitar que hablara durante los meses en que estaría libre a la espera del resultado de la apelación.

Cuando supo que Emma se presentaría el 11 de septiembre en el teatro Kessler, le informó que haría cerrar las puertas del local a menos que prometiera no pronunciar su disertación. De inmediato, Weinberger protestó por tal precensura ante el fiscal general Thomas W. Gregory, quien, a su vez, inquirió a William C. Fitts, su asistente y jefe inmediato superior de McCarthy, si le había dado a éste la orden de no molestar a la señora Goldman. Fitts replicó que no lo había hecho:

Creo que el alguacil se está extralimitando, pero si le ordeno dejar hablar a esa señora y ésta hace algo fuera de lo debido, entonces él me dirá: Ya ve, me mandó que le permitiera hacer lo que quisiera; ahora fíjese en el resultado. Mi intención es dejar que se arreglen entre ellos.

Al parecer, este funcionario se proponía caricaturizar la mentalidad burocrática.

El fiscal general Gregory rechazó tan ridículo concepto sobre la responsabilidad del Departamento de Justicia y ordenó al alguacil que cesara de tomar medidas anticonstitucionales.

Libre de obstáculos, Emma se puso a trabajar febrilmente para impedir que se condenara a Mooney; además, se lanzó a defender apasionadamente a los bolcheviques y a la revolución de octubre contra lo que entonces consideraba eran calumnias e infundios. No podía perder el tiempo; le quedaban muy pocos días de preciosa libertad.

3

Esta tregua entre Emma y el gobierno fue principalmente mérito de Harry Weinberger, su activo y enérgico abogado.

Nacido en el bajo East Side, Weinberger hizo la carrera de derecho en la Universidad de Nueva York, mientras trabajaba por las noches como taquígrafo. Este pacifista y partidario de Henry George se dedicó especialmente a los pleitos en los que se jugaba la libertad individual o de prensa. Conoció a Emma en 1917, en cuya oportunidad logró que la absolvieran de la segunda serie de cargos presentados contra ella por distribuir información sobre la limitación de la natalidad. Aquel mismo año asesoró legalmente a Emma y Berkman en su batalla contra las autoridades. Y como en aquella época los procedimientos judiciales eran tan abundantes, suponemos que Weinberger les dedicaría la mayor partp de su tiempo, lo cual presuponía un considerable sacrificio de su parte, ya que apenas le reembolsaban los gastos.

No fue Weinberger el único abogado que ofreció su colaboración. En julio, Clarence Darrow propuso encargarse del asunto, en caso de necesidad. Se mostró dispuesto a revisar cuidadosamente el sumario, a hacer sugerencias y ayudar en la redacción del alegato, si bien prefería que no se mencionara su nombre, pues ya había tenido demasiado de esto.

Weinberger aceptó gustosamente el ofrecimiento de Darrow, aunque, de todos modos, fue él quien realizó el trabajo principal.

En el alegato que pronunció ante la Corte Suprema los días 13 y 14 de diciembre, Weinberger señaló que no se habían podido presentar pruebas directas de culpabilidad, en especial por ser la supuesta conspiración una actividad desarrollada públicamente por los acusados; además, tampoco se había demostrado que la misma hubiera impulsado a alguien a desobedecer la ley.

Se concentró principalmente en la inconstitucionalidad del decreto de conscripción. Afirmó que el mismo viólaba la Enmienda Decimotercera, por la cual se prohíbe la esclavitud o la servidumbre involuntaria; transgredía la Primera Enmienda, en la cual se declara que no se promulgará ninguna ley Que coarte la libertad de palabra, y también faltaba a la prohibición expresa de hacer distingos de religión (porque estipulaba que se eximía del servicio militar sólo a los miembros de determinadas religiones); por último, manifestó que violaba la Quinta Enmienda con su cláusula sobre el derecho a debido proceso legal.

Pero, por valederos que fueran sus argumentos, Weinberger le exigía a la Corte Suprema un imposible, por cuanto el aceptar sus objeciones habría equivalido a oponerse al esfuerzo bélico en que estaba empeñado todo el país.

Tal como dijera Scott Wood unos días antes de que Weinberger presentara su alegato, la única esperanza de éste era exponer sus razones de manera tal que los jueces tuvieran un motivo para dejar en libertad a Emma y Berkman, sin que ello significara que tildaban de inconstitucional la ley de conscripción:

Eso nunca lo harán -predijo Wood-, puesto que son seres humanos carentes de educación radical y de simpatía por tales ideas.

Desde luego, Wood no se equivocó. En una decisión general dada a conocer el 7 de enero de 1918, el juez White declaró que el decreto de conscripción era constitucional (Selección de Procesos relacionados con la Ley de Conscripción, 245 U.S. 366). El derecho del Congreso a reclutar tropas se apoyaba en su poder constitucional para declarar 1a guerra y para formar y mantener ejércitos. La autonomía de la conciencia individual nada contaba frente a tal poder: Un poder estatal que no se puede ejercer más que cuando el ciudadano consiente ... no es un poder en el verdadero sentido de la palabra.

La Corte sostuvo que la idea misma del Estado implicaba una relación recíproca en la cual todo ciudadano tiene la obligación de prestar servicio militar y puede ser compelido a hacerlo.

En el consabido estilo polémico de sus predecesores -toda la historia demuestra-, el juez White afirmó que la acusación de que el decreto de conscripción establecía diferencias religiosas carece hasta tal punto de solidez que no merece siquiera nuestra atención.

En su concepto, el argumento de Weinberger de que el alistamiento obligatorio violaba la Decimotercera Enmienda, tampoco era demasiado válido:

Finalmente, siéndonos imposible concebir en base a qué teoria puede alguien decir que el Estado impone al ciudadano una servidumbre involuntaria por exigirle que cumpla el supremo y noble deber de contribuir a la defensa de los derechos y del honor de la nación, visto el estado de guerra, delarado por el gran cuerpo representativo del pueblo ... debemos llegar a la conclusión de que dicho argumento queda refutado por su propio contenido.

Según propia confesión, White sólo era capaz de concebir la conscripción como un deber noble y supremo (muchos soldados que no necesitaban de teorías ni deseaban participar en la guerra podrían haberle explicado algunas cosas al señor White); el juez terminó cayendo en el recurso retórico del ridículo.

La decisión de la Corte Suprema coincidía con el espíritu de la época, por cuanto en la misma se pedía una afirmación de fe y no razonamientos persuasivos.

Junto con otros casos de conspiración, el de Emma y Berkman fue sometido a ulterior estudio.

El 14 de enero, el juez White volvió a expresar el sentir unánime de la Corte:

Cuando una conspiración tendiente a cometer un delito va seguida de actos hostiles, la misma es punible háyase concretado el fin delictuoso o no.

(Goldman contra Estados Unidos, 245 S.U. 474).

El alto tribunal concluyó:

Tras revisar cuidadosamente todo el sumario, estimamos que la objeción de que no se presentó prueba alguna de culpabilidad ante el jurado carece totalmente de validez.

Cuando dio a conocer la decisión, Emma estaba realizando una gira de conferencias sobre la nueva esperanza de Rusia.

Tras su regreso a Nueva York, alcanzó a organizar una Liga para la Amnistía de Presos Políticos antes de que la fuerza pública la condujera nuevamente a la cárcel del Estado de Missouri.



Notas

(1) La existencia de este depósito no contradice lo antedicho acerca del estado de la cuenta bancaria de Emma y Berkman al finalizar el proceso, pues esa contribución de 3.000 dólares y otras más pequeñas se destinaron a la financiación de la defensa.

(2) Emma y otros amigos de Berkman prefirieron esperar un tiempo antes de conseguir la libertad de éste, pues temian que lo secuestraran y llevaran a California para ser procesado por su pretendida participación en el caso Mooney.

(3) Ya en 1908, el jefe de correos George von L. Meyer ordenó a algunos de los carteros del Middle West que suministraran el nombre y la dirección de los suscriptores del Mother Earth al Departamento de Justicia. Presumiblemente, el gobierno utilizó esta información para retirar la ciudadania a muchas personas. Una carta de C. L. James, de Eau Claire, Wisconsin, indica que los anarquistas estaban enterados de las intrigas del correo. En su misiva, James le comunicaba a Berkman que el número de Mother Earth que debía estar ya en sus manos, había sido retenido por dicha repartición estatal, la cual se estaba convirtiendo en un instrumento policial y de chantaje.
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