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Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo vigésimo
1917



Muchas veces se ha relatado cómo un día el pueblo nbrteamericano eligió para la presidencia al hombre que lo había mantenido fuera de la guerra y cómo, unos meses después, este mismo hombre prometía usar la Fuerza, la Fuerza al máximo, la Fuerza sin restricciones ni límites.

El mensaje de guerra pronunciado por Wilson ante el Congreso el 2 de abril de 1917 hacía mofa de Frank P. Walsh, amigo de Emma, y de los demás liberales, pacifistas y radicales que habían trabajado con todas sus energías para evitar que el militarista Charles Evans Hughes entrara en la Casa Blanca.

Aunque Wilson hizo intervenir al pueblo norteamericano en aquella terrible conflagración so pretexto de una noble Cruzada por la Democracia, la espantosa carnicería mostraba a las claras que se trataba de un desastroso militarismo.

Revolcándose día tras día en el espeso fango de las interminables trincheras, abriéndose paso desesperadamente a través de las marañas de alambres de púa, los hombres se mataban entre sí con fusiles, ametralladoras, artillería, gases venenosos.

Aquellos que no quedaban tirados en los campos de batalla, kilómetros cubiertos de cadáveres hinchados y malolientes, terminaban en las ambulancias, en los hospitales de campaña y, muchas veces, en los prados de amapolas.

Ni siquiera los sobrevivientes salían ilesos: a la primera etapa de exaltación moral siguió la desilusión de hombres cuyo espíritu quedó mortalmente herido.

Es triste reconocerlo, pero los más conspicuos adalides de tan inenarrable y vana masacre fueron proogresistas.

Años atrás, en su importante obra sobre The Promise of Amencan Life (La Promesa de la Vida Norteamericana) (1909), Herbert Croly había admitido francamente que la guerra es un instrumento justificable de la política nacional. Postulaba con entusiasmo la conveniencia de un Estado lamentablemente similar al que luego estableció Mussolini. Croly creía en el axioma de que la primera obligación del hombre era para con el Estado, y no para consigo mismo:

El individuo debe tener tantas oportunidades, tanta libertad y responsabilidad como sea necesario para que cumpla adecuadamente su deber.

¿Quién podía decidir cuál era el grado de libertad requerido por el ser humano? El Estado, naturalmente.

Siguiendo esta línea de razonamiento, la plataforma presentada por el partido progresista en 1916 incluía el servicio militar obligatorio.

En vísperas de la guerra, Croly, entonces miembro del influyente grupo New Republic, declaró públicamente que la nación norteamericana necesita el incentivo de una seria aventura moral (1). Pocos sabían mejor que Wilson hasta qué punto era seria la aventura moral en la que se embarcó el país en aquella tensa primavera de 1917.

La larga noche anterior al día en que pronunció su mensaje ante el Congreso, el presidente veló junto a los restos de su Nueva Libertad. En una oportunidad, le hizo a Frank Cobb, del World de Nueva York, esta profética observación:

Lleve usted este pueblo a la guerra y verá cómo pronto olvida que alguna vez existió algo llamado tolerancia. La lucha exige que seamos brutales y despiadados, y el espíritu de crueldad penetrará hasta las fibras más íntimas de nuestra vida nacional, infectando el Congreso, los tribunales, al policía de ronda, al hombre de la calle.

Wilson debería haber añadido a esta lista el poder ejecutivo, las dependencias, instituciones y oficinas nacionales, pues como expresó tan claramente en su discurso del día de la bandera, el 14 de junio de 1917, guay del hombre o del grupo de hombres que trate de interponerse en nuestro camino en este día de extrema resolución (2). Guay de ellos, por cierto.

La entrada de los Estados Unidos en el conflicto bélico tuvo una consecuencia que nunca dejaremos de lamentar: apagó el fuego intelectual y artístico que había comenzado a brillar con el siglo. Wilson -el Wilson de los primeros tiempos- había visto con claridad cuán desastroso podía ser este paso, pues en una oportunidad afirmó que el mismo consituiría una calamidad mundial.

Sólo unos pocos fueron capaces de mantener tal convicción cuando el virus de la guerra trajo la epidemia bélica. Uno de los que no claudicaron fue Randolph Bourne, otrora progresista, que nunca cejó en la búsqueda de la tan mentada promesa de América.

Bourne expresó su repudio por el irremediablemente turbio pasado progresista cuando lanzó esta advertencia desesperada: La guerra es el pilar del Estado.

Wilson, jefe supremo de la Guerra del Pueblo, veía en el Estado al órgano de la libertad; Bourne levantó el velo que cubría el rostro de este gran amigo de los progresistas, pero no vio nada de eso:

El Estado está íntimamente ligado a la guerra, por cuanto es la Organización de la comunidad cuando la misma actúa de modo político, y actuar de modo político hacia un grupo rival ha significado siempre una sola cosa: guerra.

2

También Emma Goldman siguió considerando una gran calamidad la entrada de los Estados Unidos en la conflagración.

A principios de 1917, dejó de ocuparse de la limitación de la natalidad para dedicar la mayor parte de su tiempo a bregar en contra de la guerra. En marzo informó a los Promotores de la Manía Bélica:

Por mi parte, me propongo hablar en contra de la guerra en tanto tenga voz, desde ahora y mientras dure la guerra.

Apenas habían llegado estas declaraciones a manos de los suscriptores de Mother Earth, cuando los Estados Unidbs declararon formalmente la guerra a Alemania.

En concepto de Emma y sus amigos, la iniciativa de Wilson de imponer la conscripción militar era la máxima afrenta que podía hacerse a la conciencia individual. Aquella práctica significaba una increíble regimentación del individuo por parte del Estado. Le era imposible comprender cómo los liberales pedían, en un momento dado, condenar el militarismb prusiano y, en otro, proponer una leva militar.

En colaboración con Berkman, Fitzgerald y Leonard Abbott, organizó a principios de mayo la Liga de No Conscripción.

En su calidad de mujer no sujeta al reclutamiento y como anarquista fiel a la idea de que todos deben seguir los dictados de su propia conciencia, consideraba que no le corresponodía aconsejar a lbs hombres que se negaran a entrar en el servicio militar; en cambio, estaba decidida a dar su apoyo a los que osaran hacerlo.

La Liga de No Conscripción tenía como fin primordial proteger a quienes se rehusaban a ingresar en el ejército.Como primer paso, la liga organizó un acto de protesta que se realizó el 18 de mayo en el Harlem River Casino.

Bajo el ojo vigilante de cien agentes de policía, unas ocho mil personas oyeron a Leonard Abbott, Harry Weinberger, Louis Fraina, Berkman y Emma Goldman hablar contra el servicio militar obligatorio. Entre el público se encontraban algunbs miembros de las fuerzas armadas que trataron de interrumpir los discursos; uno de ellos se comportó de modo tan censurable que los concurrentes amenazaron con expulsarlo, pero Emma insistió en que se le diera la oportunidad de decir lo que pensaba. Confundido ante este giro de las cosas, el militar sólo atinó a murmurar algo acerca de el dinero alemán; y luego emprendió la retirada con sus compañeros.

Aunque Emma aseguró a los presentes que aquella reunión no había sido pagada con dinero del káiser, al día siguiente el Times de Nueva York informaba escépticamente que entre el público hubo muchos alemanes y destacaba la presencia de dos taquígrafos de la policía que tomaron nota de cada una de las palabras pronunciadas en ese borrascoso acto en contra de la conscripción.

Es indudable que la liga se convirtió en el centro vital de la resistencia al reclutamiento. Durante las cuatro semanas que siguieron al mitin del Harlem River Casino, la misma desplegó una frenética actividad. Se formaron filiales en otras ciudades. Olas de jóvenes entraban y salían de la oficina de Emma, adonde acudían en busca de consejo. En un lapso increíblemente corto, la liga hizo circular cien mil manifiestos contra el servicio militar obligatorio.

En el siguiente acto importante organizado por la liga, y que se realizó el 4 de junio en el Hunt's Point Palace, se suscitó una situación que, gracias a la rapidéz mental y al valor de Emma, no terminó en tragedia.

Los soldados y marineros, presentes hicieron llover lámparas eléctricas sobre la plataforma. Cuando un militar propuso que invadieran el proscenio, casi se produjo un tumulto. Emma corrió a la tarima y advirtió al público que aquellos representantes de las fuerzas armadas habían sido enviados de propósito y estaban coaligados con la policía. Logró tranquilizar a los presentes y hacerlos salir en orden sin que ocurriera ninguna desgracia.

Era innegable que aquél había sido un momento muy difícil: dentro del salón se encontraban cerca de cinco mil personas y fuera de él por lo menos otras quinmil, ubicadas en el Southern Boulevard y la calle 163, a los que se sumaban unos cuantos batallones de policías y refuerzos policiales que aguardaban apostados en las cercanías.

El comportamiento de Emma en la ocasión dio motivo a que Leonard Abbott afirmara que el modo en que ella y Berkman hicieron frente al furor guerrero de 1917 fue la manifestación más conmovedora de puro coraje físico que yo haya visto.

En la última reunión, celebrada el 14 de junio en Forward Hall, el recinto estaba repleto y se observó en la concurrencia un vivo interés por el problema de la resistencia a la conscripción obligatoria. Pero al terminar el acto la policía procedió a detener a todos los jóvenes que no llevaban libreta de enrolamiento.

Al darse cuenta de que las autoridades utilizaban sus mitines para atrapar a los muchachos no empadronados, Emma y Berkman decidieron dedicarse principalmente a la propaganda escrita. Pero ya no había tiempo para demostraciones contra la guerra y el reclutamiento.

3

Las garras de una férrea represión se preparaban para aplastar toda forma de disidencia.

Después del primer gran mitin contra la conscripción, el fiscal de los Estados Unidos, S. Snowden Marshall, de Nueva York, recomendó al fiscal general tratar sumariamente a todos los que se oponían al servicio militar obligatorio:

Estimo que si hacemos despliegue de fuerza en el primer momento, el mismo tendrá un efecto saludable sobre todos aquellos que piensan resistirse ...

El alguacil federal Thomas McCarthy, que compartía totalmente este parecer, informó el 12 de junio al Times de Nueva York:

Arrestaré a la tal Goldman si organiza más actos.

A decir verdad, el arrebatado entusiasmo de McCarthy casi arruina los planes de las autoridades, que estaban preparando un proceso contra Emma y Berkman y necesitaban el relato taquigráfico de varias reuniones.

Los funcionarios de Washington reprendieron a Mc Carthy y lo conminaron a ser paciente. El incontenible alguacil no tuvo que esperar mucho ya que, el 15 de junio, recibió la orden de arrestar a los anarquistas.

Subió corriendo las escaleras que conducían a las oficinas de Mother Earth y Blast -Berkman había trasladado su revista de San Francisco a Nueva York-, y ya arriba, casi sin aliento, les comunicó a Emma y a Berkman que estaban detenidos. Sin demora, la primera exigió que le mostrara la orden de prisión, a lo cual McCarthy replicó con brusquedad que la misma no era necesaria. Es muy probable que el buen alguacil tuviera en su poder aquella orden, pero nos parece difícil que contara también con un permiso para realizar un inaudito registro y secuestro de las pertenencias de sus víctimas.

Con la colaboración de los siete lugartenientes que lo acompañaban, revolvió todo, dejando las oficinas literalmente patas arriba; arrojaron al suelo correspondencia, libros, folletos y otros objetos personales hasta formar una gran pila. En la requisa, Emma perdió manuscritos, los textos de sus conferencias, las listas de suscriptores y la correspondencia archivada. Terminada la tarea, los representantes del orden partieron en un coche lleno de materiales, como expresó con satisfacción el Times de Nueva York (16 de junio); el hallazgo que más les alegró fue un magnífico archivo con una detallada nómina de rojos, la cual simplificaría enormemente el trabajo del servicio secreto.

Entre los artículos secuestrados no figuraba la Cuarta Enmienda (3).

Emma apenas tuvo tiempo de cambiarse y tomar un libro -eligió El Artista Adolescente, de Joyce, por considerado adecuado alimento espiritual para la prisión- antes de que el impetuoso alguacil los llevara a ella y Berkman a gran velocidad por laa atestadas calles de Nueva York hasta el Federal Building.

Cuandb Emma le reprochó suavemente que faltaba a las reglas de tránsito poniendo en peligro la vida de los demás, McCarthy se limitó a responderle con impaciencia: Represento al gobierno de los Estados Unidos.

No fue casualidad que llegaran al Federal Building después de las horas de trabajo; como bien supuso Emma, se les envió a The Tombs para que pasaran allí la noche.

A la mañana siguiente comparecieron ante el comisionado de los Estados Unidos Samuel W. Hitchcock. En base a estatutos, promulgados durante la guerra civil y a una disposición del Decreto de Reclutamiento del 18 de mayo de 1917, se los acusaba de conspirar para inducir a las personas a no empadronarse.

El segundo fiscal, Harold A. Content, pidió que se fijaran fianzas elevadas, solicitud que el comisionado complació, estipulando la suma de 25.000 dólares por cada uno de los detenidos. En vano protestó Harry Weinberger, abogado de éstos, contra tan desorbitada fianza.

Weinberger y Fitzgerald lanzaron entonces una campaña para reunir los 50.000 dólares necesarios. Los amigos de Nueva York donaron sumas considerables. Agnes Inglis envió un telegrama desde Detroit prometiendo remitir 5.000 dólares en cuanto pudiera; sin embargo, se le presentaron dificultades pues, cuando trató de hacer efectivos algunos bonos de la libertad, su banquero, insistió en saber si aquel dinero sería empleado en bien del país y para fines constructivos.

Helena, la hermana de Emma, cuyo hijo pronto se alistaría en el ejército, mandó una contribución respetable. Pero la mayor parte del dinero provino de pequeños aportes que llegaban desde todos los puntos del país.

Para el 21 de junio, día en que se presentó la acusación formal contra Emma y Berkman ante una corte constituida por un jurado y el juez Julius Mayer,

se habían reunido 25.000 dólares en efectivo. Nuevamente solicitó Weinberger, sin resultado, que se redujera la fianza. Dejó constancia de que la National Surety Company no había querido dar fianza sobre 120.000 dólares en títulos y de que el segundo fiscal Content se había rehusado a tomar como garantía bienes raíces situados en BrookyIn.

Tras declarar que nada le importaba sobre las actividades de las compañías de fianza, el juez Mayer confirmó que se mantenía la suma fijada originariamente. Puesto que Berkman no quiso que se pagara primero por su libertad, se depositó el efectivo como fianza para Emma.

Recién el 25 de junio, vale decir dos días antes del anunciado para el proceso, consiguieron la suma que necesitaba Berkman.

Ahora bien, es indiscutible que la fianza exigida era excesiva desde todo punto de vista. Si bien es probable que la Octava Enmienda (4) no protegiera técnicamente a Emma por cuanto, al perder Kersner la ciudadanía, aquélla había quedado convertida en extranjera, ello no quita que la suma requerida fuera exorbitante.

Salta a la vista que los funcionarios se propusieron fijar una cantidad tan elevada que ninguno de los dos acusados pudiera salir en libertad bajo fianza. La certeza de que a los acusados les sería virtualmente imposible reunir tan enorme suma y la probabilidad de que, una cantidad mucho más pequeña hubiese garantizado de todos modos su comparecencia, no influyeron para que las autoridades se inclinaran a actuar con limpieza.

De tal manera, la guerra entre Emma y el gobierno se enmarañó con la gran guerra destinada a salvar al mundo para la democracia.

Emma no tenía ninguna esperanza en cuanto al resultado del juicio: el 26 de junio le escribió a Agnes Inglis que, en su opinión, ella y Berkman estaban prácticamente condenados. Tal el estado de ánimo con que entró en la sala del tribunal al día siguiente, precisamente el mismo en que cumplía cuarenta y ocho años de edad.



Notas

(1) Hacia 1920, Croly modificó, arrepentido, sus puntos de vista, pasando a abogar por la redención del individuo como principio fundamental. Pero ya era un poco tarde, aunque tal vez no tanto.

(2) Poco después, el fiscal general Gregory rogó a Dios que tuviera piedad de aquellos que se oponian a la guerra, pues nada pueden esperar de un pueblo ultrajado y de un gobierno vengador. Al parecer, el deseo de evitar la implantación de un Estado policial era interpretado como una falta de patriotismo. En el verano de 1917, Theodore Roosevelt exigió una lealtad, una bandera, una lengua, e instó a tomar vigorosas medidas policiales contra los oradores que predicaban una velada traición en las esquinas de las calles y por doquier. El 15 de agosto de 1917, Elihu Root advirtió a lps miembros del Union League Club de Nueva York que por las calles de esta ciudad andan hombres a quienes mañana mismo, al amanecer, deberíamos fusilar por traidores. Ver Horace C. Peterson y Gilbert Fite, Opponent's of' War, Madison, University of Wisconsin Press, 1957, en varias partes.

(3) Enmienda a la Constitución por la cual se protege al individuo contra injustificados arrestos, allanamientos y secuestros de la propiedad. (Nota de las traductoras)

(4) Enmienda por la cual se prohibe imponer fianzas desmesuradas. (Nota de las traductoras)
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