Indice de la edición cibernética Rebelde en el paraiso yanqui. La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa de Richard DrinnonCapítulo decimoctavo - Iniciadora del movimiento pro limitación de la natalidadCapítulo vigésimo - 1917Biblioteca Virtual Antorcha

Rebelde en el paraiso Yanqui.
La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa
Richard Drinnon
Capítulo decimonono
¡Muni! ¡Muni! El caso Mooney, 1916



Durante casi una década después de que se le retiró la ciudadanía a Kersner en 1908, la lucha entre Emma Goldman y el gobierno se mantuvo en una tregua. Su empecinada negativa a viajar al extranjero había atado las manos a sus enemigos, quienes debían limitarse a tener metódicamente al día su expediente. Pero, en dos ocasiones, las esperanzas de los funcionarios se avivaron momentáneamente: quizá, pensaron, podría demostrarse judicialmente que estaba complicada en algún acto de violencia o, por lo menos, que había abogado por medidas de fuerza.

Cuando Emma rehusó volverse contra los hermanos McNamara, que confesaron haber dinamitado el Times de los Angeles en 1910, sus enemigos creyeron que esta actitud podía darles base para incriminarla. Pero la negativa de Emma a unirse a los que condenaban a los terroristas partía de su convicción de que este trágico incidente era sólo una nueva manifestación del principio de que la violencia del patrón inevitablemente engendra la violencia de los obreros. No se pudo hacer nada para ligarla airectamente a los McNamara, gremialistas militantes pero católicos y conservadores en esencia, cuyo único antecedente radical era pertenecer a la American Federation of Labor. Emma sólo tuvo conexión indirecta con el asunto a través de su amistad con Matthew Schmidt y David Caplan, ambos acusados como los McNamara.

Cuando Schmidt salió de su escondite en 1914, Emma lo invitó a una reunión en su departamento, a la que concurrirían Lincoln Steffens, Hutchins Hapgood, Berkman y otros. Un tal Donald Vose, a quien Emma había admitido en su casa por tener amistad con la madre, entró cuando todos conversaban. Emma le presentó a Schmidt. Pocos días después, este último fue arrestado y Emma se enteró entonces de que Vose era agente a sueldo del detective William J. Burns y tenía la misión de espiarla a fin de localizar a Schmidt.

Mortificada por haber brindado hospitalidad a un informante de la policía, escribió una diatriba contra El Execrable Donald Vose, que apareció en el número de enero de 1916 de Mother Earth. Más tarde, el fiscal general Mitchell Palmer esgrimiría este artículo para fundamentar su acusación de que Emma había sido cómplice en el acto terrorista de Los Ángeles.

En cambio, no le faltaba razón a Palmer para afirmar que la edición de julio de 1914 de Mother Earth era prueba de que Emma abogaba por la violencia.

Dicho número de la revista estaba dedicado a nuestros mártires muertos, Arthur Caron, Charles Berg y Carl Hanson.

Estos tres compañeros habían perdido la vida en una explosión producida el 4 de julio en un atestado inquilinato de la Avenida Lexington, en Nueva York. No se sabía con certidumbre, y probablemente nunca se sabrá, si alguien había colocado una bomba en el departamento perteneciente a Louise Berger, miembro del grupo de Mother Earth, o si los tres hombres que se encontraban allí fueron destrozados por la explosión prematura de una bomba que estaban preparando para su lucha contra los Rockefeller (1).

Emma se encontraba en plena gira por el Oeste cuando recibió el número de julio de la publicación. Al verlo se sintió desmayar: Estaba lleno de palabrería sobre violencia y dinamita.

Hubo un artículo que despertó particularmente su ira. Lo firmaba Charles Robert Plunkett, escritor que nunca había oído nombrar, quien afirmaba salvajemente:

En cuanto a mí, soy partidario de la violencia. No sólo de la defensiva sino también de la ofensiva.

En concepto de Plunkett, la dinamita era la mejor respuesta para todos:

Tienen rifles, tienen cañones, tienen soldados, tienen disciplina, tienen ejército ... y nosotros tenemos dinamita. Para la opresión, para la tiranía, para las cárceles, los garrotes, las armas y los barcos, sólo hay una respuesta: ¡dinamita!

Deseando casi que Plunkett hubiera sido consumido por sus propias palabras incendiarias, Emma sintió ganas de tirar al fuego aquel maldito número de la revista. Pero la misma estaba ya en manos de sus suscriptores, y su desazón no disminuyó por el hecho dei que fuese Berkman, encargado de la publicación durante sus períodos de ausencia, el responsable directo de la inclusión de material tan explosivo.

En su calidad de editora de Mother Earth, era ella quien formalmente respondía por lo que allí se publicara. Además, cualesquiera fueran las presiones a que se la sometiese, jamás trataría ella de hacer recaer la responsabilidad sobre los hombros de su viejo amigo.

Pese a todo, los intentos de los funcionarios federales por ligarla públicamente a estallidos de violencia fallaron debido a la falta de pruebas contundentes. Por último, como si su frustración hubiera terminado por transformarse en una ironía del destino, las sorprendidas autoridades federales se encontraron en el mismo bando con Emma y Berkman en la lucha por evitar que el gobiemo de California cumpliera su propósito de ejecutar a Tom Mooney.

2

EL 22 de julio de 1916 estalló una bomba durante un desfile militar que se efectuaba en San Francisco. Murieron ocho personas y cuarenta resultaron heridas. El detective Martín Swanson, contratado por capitalistas interesados en los servicios públicos de la ciudad, ayudó a endilgar el crimen a Thomas J. Mooney, un elemento perturbador, como se lo calificó en las disputas laborales de la zona de la Bahía, y a Warren Billings, dirigente obrero de segunda categoría.

El fiscal de distrito Charles Fickert, que se había negado a procesar por soborno al presidente de los Ferrocarriles Unidos, estaba más que deseoso de enjuiciar a Mooney, enemigo de dicha empresa ferroviaria.

Mooney y Billings fueron detenidos, sin orden de prisión, el 26 de julio. (Dos días antes, los miembros de una Comisión Pro Orden y Respeto de las Leyes habían reunido 400.000 dólares destinados a librar a la comunidad de los elementos anarquistas.) El detective privado Swanson tomó a su cargo la investigación y dirigió la acción de las dependencias públicas encargadas de hacer valer las leyes. Swanson también hizo saber que se proponía pescar a Alexander Berkman; según palabras de un testigo, juró que Berkman sería colgado junto con Mooney.

Quiso la casualidad que Berkman y Emma Goldman se encontraran en San Francisco en aquellos días. El primero había ido al Oeste con el fin de publicar Blast, semanario obrero radical que también pensaba dirigir.

Por su parte, Emma tenía dispuesto pronunciar una serie de conferencias. Una de ellas, titulada Los Preparativos de Guerra, sería pronunciada el 20 de julio, pero cuando se enteró de que aquella misma noche se iba a realizar otro acto donde el orador hablaría en contra de los preparativos militares, decidió diferir su charla para el veintidós.

Esta postergación fue sumamente afortunada, pues si hubiera ofrecido su disertación antes del desgraciado desfile, es casi seguro que la habrían acusado de ser responsable de la tragedia.

El hecho es que, dadas las circunstancias, Emma y Berkman estaban en peligro. Seis días después de la explosión, la policía le anticipó al Examiner de San Francisco (28 de julio) que en la casa de Edward S. Noland, arrestado con Mooney y Billings, se había hallado correspondencia que demostraba que aquél estaba identificado con las actividades de Emma Goldman.

Esta falsa información era débil índice de la profunda duplicidad de la policía y de los fantásticos extremos a los que podía llegar en su vehemente deseo de establecer un nexo entre Emma y el acto terrorista; más tarde se supo que dicha correspondencia se refería exclusivamente a la visita que hacía Emma a San Francisco con el propósito de pronunciar algunas conferencias ¡sobre arte!

El fiscal de distrito Fickert también anunció que veía la mano de Berkman en este atentado y estaba considerando la posibilidad de poner bajo custodia a todos los rojos de cierta notabilidad que se encontraran en San Francisco.

Indiscutiblemente, algo se preparaba.

Para empeorar las cosas, los liberales y los sindicalistas, todavía afectados por la confesión de los McNamara, estaban dispuestos a dejar a MOoney y a Billings al cuidado de Swanson, Fickert y la Comisión Pro Orden y Respeto de las Leyes.

Así como en 1910 diera por sentado que los McNamara eran inocentes, ahora, en su casi totalidad, la izquierda aceptaba sin discusióp la culpabilidad de Mooney y de Billings. Hasta Fremont Older, que siempre había sido firme defensor de las libertades civiles, olvidó por un momento sus ideales cuando exclamó: ¡Que lo cuelguen a ese hijo de mala madre! (2) frase que expresa gráficamente el sentir popular respecto de Mooney.

Emma y Berkman fueron virtualmente los únicos radicales que se mostraron dispuestos a hablar en favor de los acusados. Aun cuando hubieran creído que éstos eran culpables, habrían tratado de que gozaran de los beneficios de una adecuada defensa.

Berkman, que conocía bien a ambos hombres, estaba convencido de su inocencia, y por ello él y Emma se pusieron inmediatamente a la tarea de brindarles toda la ayuda que pudieran.

Para empezar, Berkman combatió desde las columnas de su Blast la histeria que amenazaba con aniquilar a los acusados y, tal vez, a otros. Logró que su amigo Bob Minar se trasladara a San Francisco para dedicar a la causa su considerable talento artístico.

Pronto se hizo sentir el reconocimiento oficial del impacto producido por la revista, ya que la policía se presentó en las oficinas con un permiso de allanamiento; los representantes del orden se apoderaron de gran cantidad de documentos, listas de suscriptores y otros materiales, por los cuales no dieron recibo alguno. Tampoco dejaron constancia oficial de dicho permiso hasta que se vieron obligados a hacerlo durante el proceso de Mooney.

Berkman, Emma, Minar y M. Eleanor Fitzgerald, compañera de Berkman, organizaron la primera Comisión de Defensa de Mooney y Billings.

Después de semanas de infructuosos esfuerzos y de trabajar constantemente contra la negligente contemporización de los liberales, aquella comisión logró encender una chispa de interés entre los radicales y sindicalistas del Oeste.

Mientras tanto, Berkman le pidió a Emma que buscara a algún profesional capaz y destacado que tomara la defensa de Mooney. De mala gana, Emma interrumpió sus vacaciones en Provincetown, donde había ido a pasar un mes de descanso, para hablar personalmente con su amigo Frank P. Walsh, que entonces estaba a la cabeza del cuartel central de la campaña de Wilson en Nueva York.

Walsh se mostró interesado y bien dispuesto, pero en aquellos momentos deseaba por sobre todo trabajar para el hombre que había evitado la entrada del país en la guerra. Declinó apenado el pedido de la amiga y aprovechó la oportunidad para señalarle que era deber de toda persona liberal y amante de la paz reelegir a Woodrow Wilson (3).

Lo que Emma no pudo hacer, Berkman lo logró. Firmemente decidido a obtener los servicios de un abogado competente, atravesó el país despertando interés por el caso en los gremios de las ciudades por donde pasó.' Al llegar a Nueva York, fue a ver a W. Bourke Cockran, conocido y cotizado abogado de Tammany y orador del Partido Demócrata.

La elocuente descripción que le hizo Berkman de la conspiración que se tramaba contra Mooney le impresionó tanto que ofreció hacerse cargo de la defensa sin recibir remuneración.

Mientras estuvo en el Este, Berkman también consiguió que los sindicatos radicales y judíos comenzaran a ocuparse del caso Mooney y le brindaran su apoyo.

De tal manera, y con la ayuda de Emma, Berkman inició una campaña de alcances nacionales en favor de Mooney.

Cuando, años más tarde, los comunistas tomaron en sus manos la defensa de este último, escribieron una historia de la lucha donde, adrede, no se menciona siquiera la extraordinaria tarea cumplida por Berkman.

Mooney le escribió a su benefactor una carta de disculpas en la cual afirmaba que el relato hecho por los comunistas contemporáneos no les hace justicia a usted y a su camarada ... eso se debe a que ellos (los comunistas) los odian a ambos ... Pese a todo lo que digan estos historiadores bien catalogados que desean cambiar el pasado, es indudable que Berkman cumplió un papel capital en dicho proceso. Fue principalmente gracias a su incansable actividad que Mooney pudo gozar de una defensa legal y competente, que se reunieran fondos y que se obtuviera cierto apoyo de los radicales, liberales y obreros, apbyo tanto más valioso si se recuerda que en aquellos días -como escribió agradecido Mooney-, las cosas eran muy difíciles.

3

Desafortunadamente, todo esto no bastó. El 7 de febrero de 1917, Mooney fue declarado culpable y condenado a morir en la horca. Poco importaba que el veredicto se basara en testimonios patentemente falsos y que fuera producto de una evidente persecución oficial; después de todo, los 400.000 dólares reunidos por la Comisión Pro Orden y Respeto de las Leyes constituían de por sí elocuente testimonio.

Mooney debía morir.

Desde ese momento, Fickert tenía las manos libres para proceder contra otros rojos.

En su Informe sobre la Población del Estado de California, que presentó ante la Comisión de Intervención de los Estados Unidos, aseguró lisa y llanamente que era irrefutable la complicidad de Emma Goldman en el acto terrorista por cuanto Emma Goldman, la cabeza de los anarquistas de los Estados Unidos estaba de visita en San Francisco; no puede dudarse de que Mooney y sus compañeros, además de tener razones de índole general para desear interrumpir el desfile militar, se sintieran más ansiosos aún de hacerlo para demostrarle a su jefe y adalid cuán valientes y osados eran sus partidarios de San Francisco.

Por otra parte, era bien conocida la íntima amistad que ligaba a Emma con Berkman, y hemos demostrado que Thomas J. Mooney y Alexander Berkman trabajaban en estrecha colaboración en lo que se refiere a las actividades anarquistas.

Quizá Fickert tenía conciencia de que semejantes elementos de juicio difícilmente habrían convencido siquiera a una turba capaz de linchar al objeto de su furia. Pero no era esto lo que buscaba, sino utilizar el nombre de Emma Goldman para fundamentar sus cargos contra Israel Weinberg, otro acusado.

Durante el juicio, se le formularon a éste las siguientes preguntas:

P. - ¿Conoce usted a Emma Goldman?
R. - Si, señor, la he visto.
P. - ¿Recibió cartas de ella?
R. - No recibí ninguna carta de Emma Goldman.
P. - ¿No conoce usted una carta que Emma Goldman le escribió al señor Noland, en la que le decía que estaría en la ciudad para esta época?
R. - No.

Como bien observó la Comisión Norteamericana para el Cumplimiento y Aplicación de las Leyes, este interrogatorio demuestra mala fe porque sabemos que en ese entonces se había despertado la ira popular contra las ideas de avanzada, especialmente contra las doctrinas de Emma Goldman y Alexander Berkman.

En cambio, Fickert estaba más firmemente decidido a procesar a Berkman.

Durante el juicio de Mooney, comenzó a dejar deslizar informaciones a la prensa:

1) El Chronicle de San Francisco publicó el 1° de enero de 1917 la siguiente noticia:

La oficina del Blast, dijo Fickert, es el lugar donde se fraguó el complot.

2) Chronicle, enero 7: el segundo fiscal de distrito Cunha afirmó que trataría de demostrar que Berkman y Fitzgerald conspiraron en 1914 para hacer volar la casa de John D. Rockefeller en Tarrytown.

3) Chronicle, 8 de enero: Fickert acusó a Berkman de sobornar a un miembro de la Comisión de Relaciones Industriales para que modificara su informe.

4) Chronicle, 10 de enero: Fickert denunció a Berkman como el verdadero poder que se oculta detrás de la defensa. El fiscal de distrito hizo circular todos estos infundios en momentos en que se estaba formando el jurado de Mooney.

En julio del mismo año, ya condenado Mooney, Fickert logró que se iniciara juicio público contra Berkman por asesinato.

Afortunadamente, éste se encontraba recluido en The Tombs, de Nueva York, aguardando que se presentara una apelación por el fallo de culpabilidad dictado contra él y Emma por conspiración para entorpecer el enrolamiento.

Dada la atmósfera reinante en San Francisco, Emma se percató inmediatamente de que la entrega de Berkman significaría una muerte casi segura. Sin pérdida de tiempo, ella y M. Eleanor Fitzgerald organizaron una comisión de publicidad con el fin de frustrar los planes de Fickert.

Emma y sus colaboradores obtuvieron el apoyo de los Gremios Hebreos Unidos, la Unión de Trabajadores del Vestido, el Sindicato de Peleteros, el de Encuadernadores y otros. Gracias a sus esfuerzos, afluyó al Departamento de Justicia gran cantidad de peticiones contra el traslado.

Luego la comisión se preparó para enviar una gran delegación de dirigentes obreros a Albany, que presentaría sus protestas ante el gobernador Whitman y exigiría que no se trasladara a Berkmah a California.

Cuando esta delegación llegó ante el gobernador, en el mes de octubre, éste les aseguró que estudiaría el caso a fondo antes de tomar medida alguna. Es cierto que el apoyo popular dispensado a Berkman tuvo su importancia, pero habría sido la influencia de Washington lo que, en última instancia, determinó la decisión del gobernador.

Tiempo después, Berkman escribió que Wilson intervino personalmente en el asunto, enviando al coronel House a Albany.

No sabemos si la información de Berkman era correcta, pero es muy probable que House se haya comunicado de una manera u otra con Whitman ya que, indudablemente, el gobierno estaba interesado en el caso Mooney tal como lo revelara un memorándum confidencial mandado por dicho coronel a Wilson apenas unas semanas antes.

El hecho es que, finalmente, Whitman se negó a obrar hasta no haber leído las actas del jurado que procesó a Berkman.

Fickert quedó estupefacto ante tan inesperado giro de los sucesos. Para cubrir su retirada, anunció que por el momento dejaría a un lado el asunto Berkman. Se comprende que no sintiera deseos de hacerle llegar a Whitman las actas del jurado, pues las mismas mostraban que el fiscal de San Francisco no tenía más razones que sus desmesuradas ansias de venganza. Pero aunque hubiese decidido continuar su tarea, a pesar de todos los inconvenientes, se habría visto detenido por la acción del fiscal de Nueva York, quien solicitó que no se dejara salir a Berkman del Este mientras el tribunal competente no hubiera dado su fallo en el procedimiento federal que se seguía contra el mismo.

4

Para consternación de Fickert y otras autoridades de California, el caso Mooney adquirió dimensiones de escándalo internacional. Es así que la Comisión de Intervención, creada en buena parte debido a las protestas internacionales, informó a Wilson en enero de 1918:

Sabemos concretamente que la atención pública se concentró en la situación reinante en el Este debido a los actos de protesta realizados en Rusia contra la condena de Mooney. De Rusia y los Estados del Oeste, este clamor se extendió a todo el mundo ...

Es realmente fascinador seguir el hilo de estos sucesos.

Por extraña coincidencia, Lincoln Steffens conversaba un día con el embajador David Francis en la embajada norteamericana de Petrogrado cuando, asombrados, oyeron fuera una multitud que coreaba un nombre. Se acercaron a la puerta del edificio y allí Francis quedó petrificado al oír el repetido grito de ¡Muni! ¡Muni!. Un periodista que se hallaba presente adivinó por fin que aquellos rusos protestaban porque se había condenado a Mooney allá en California, a medio mundo de distancia.

Según Steffens, la multitud se tranquilizó cuando el embajador le aseguró que informaría a su gobierno sobre el asunto.

Tales demostraciones, que se produjeron varias veces en Petrogrado y Kronstadt en 1917 y a principios de 1918, eran una respuesta a los mensajes enviados a Rusia por Berkman y Emma Goldman.

Éstos habían encargado a algunos refugiados que volvían a la patria la tarea de incitar a los trabajadores rusos a realizar demostraciones contra la conspiración de California. Pese a la censura de tiempos de guerra, también lograron enviar por cablegrama instrucciones directas a sus camaradas rusos. De tal manera, cuando Fickert propuso la extradición de Berkman, Emma y la comisión mandaron un telegrama que decía: Tío enfermo de misma enfermedad que Tom. Comunicar a amigos.

Este cable logró burlar la censura y fue así que, a partir de ese momento, los manifestantes Vocearon el nombre de Berkman junto con el de Mooney.

Desde luego, el presidente Wilson se enteró de dichas protestas a través del embajador Francis. Para asegurarse de que el primer magistrado se percatara claramente de la importancia de tales manifestaciones, Berkman le sugirió a Emma que enviara a Ed Morgan, miembro del I. W. W. y amigo de ambos, a Washington para que tratara de aumentar el interés por el caso. Emma asintió, aunque no creía que un solo hombre pudiera hacer demasiado.

Estaba muy equivocada. Morgan logró maravillas; llenó los diarios favoritos de Wilson con excitantes noticias acerca de las demostraciones y luego despertó las simpatías de funcionarios influyentes al dar a conocer interesantes detalles sobre lo hecho por Fickert, Swanson y compañía.

Esta campaña publicitaria estaba tomando gran impulso cuando Wilson propuso que se investigara a fondo aquel penoso asunto; designó entonces a la Comisión de Intervención de los Estados Unidos para que realizara la debida indagación.

Las conclusiones presentadas por dicha comisión impulsaron a Wilson a solicitarle al gobernador William D. Stephens, de Califomia, el 22 de enero de 1918, que se postergara la ejecución de Mooney por lo menos hasta después de ventilada la causa que se le seguía por otros cargos.

El texto del telegrama enviado por Wilson decía así:

Le ruego respetuosa, pero encarecidamente que así lo haga, por cuanto este caso ha adquirido importancia internacional ...

Para ese entonces, los marineros de Kronstadt realizaron otra manifestación en masa frente a la embajada norteamericana de Petrogrado. Por boca de su intérprete, Louise Berger, amiga íntima, de Berkman y Emma, los marinos anunciaron que estaban decididos a tomar a Francis como rehén hasta que se dejara en libertad a Mooney, Berkman y los demás acusados.

En presencia de los manifestantes, Francis cablegrafió a Washington y prometió hacer todo lo que estuviera en sus manos para lograr la libertad de aquellos hombres.

Poco tiempo después (27 de marzo), Wilson hizo llegar un telegrama al gobernador Stephens expresando su esperanza de que se conmutaría la pena a Mooney, pues este paso tendría un saludable efecto sobre ciertos asuntos internacionales.

Pero Stephens no cedía. Luego (4 de junio), el presidente hizo una apelación final para conseguir la conmutación de la sentencia:

No me atrevería a volver a llamar su atención sobre el caso -le manifestaba Wilson a Stephens-, si no supiera cuán grande es la trascendencia internacional del mismo.

Recién cuando una segunda investigación federal sacó a luz otras graves irregularidades de Fickert, accedió Stephens a }as demandas de Wilson.

En una declaración dada a conocer el 28 de noviembre, Stephens afirmaba con enojo que Berkman era responsable de la agitación internacional que se había levantado en torno del caso Mooney:

... La propaganda en favor que se llevó adelante siguiendo los planes de Berkman ha sido tan efectiva que se extendió a todo el mundo.

A regañadientes, protestando, cual si le arrebataran dolosamente la libra de carne que le debían, Stephens firmó la disposición por la que se conmutaba la pena impuesta a Mooney. Mas la cobardía, la crueldad y la estupidez oficiales mantendrían a éste detrás de las rejas durante otros veintiún años. De todos modos, aquellos que anhelaban su muerte no tuvieron el placer de ver cumplido su deseo.El gobernador Stephens tenía razón en algo: fue Berkman, con la ayuda de Emma, el principal responsable de los movimientos internacionales de protesta que evitaron ia ejecución de Mooney. Un cuarto de siglo atrás, Berkman y Emma Goldman -impulsados por un idealismo mal interpretado- estuvieron a punto de quitarle la vida a Frick; ahora -llevados por un idealismo bien entendido- ayudaron a salvar la de Mooney. Sumando el debe y el haber, el balance muestra un definido saldo en favor de Emma y Berkman.



Notas

(1) La explosión ocurrió poco después dé la masacre de Ludlow, en Colorado, del desfile en señal de duelo de Upton Sinclair -en el cual participó Caron-, efectuado frente a las oficinas de Rockefeller situadas en Broadway 26, y de la batalla por la libertad de palabra librada en Tarrytown, donde residía Rockefeller.

(2) Older pronto recobró el equilibrio y trabajó desinteresadamente para lograr la libertad de Mooney. En una carta fechada en 1931 le decia a Emma que durante quince años había estado haciendo penitencia por su ceguera inicial en el caso Mooney.

(3) Es justo consignar que Walsh también dedicó luego generosamente su tiempo y su talento a ayudar al encarcelado Mooney. Pero cuando lo hizo habían sucedido dos cosas: 1) Wilson se había convertido en el pacifista presidente de guerra, y 2) Mooney había salvado la vida a duras penas pero perdido su libertad.
Indice de la edición cibernética Rebelde en el paraiso yanqui. La vida de Emma Goldman, una anarquista rusa de Richard DrinnonCapítulo decimoctavo - Iniciadora del movimiento pro limitación de la natalidadCapítulo vigésimo - 1917Biblioteca Virtual Antorcha