Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de LorenzoAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO NOVENO

MANIFIESTO Y PERIÓDICO

Desembarazados de los primeros obstáculos, resolvimos darnos una organización un poco sólida para formalizar las cuotas y formamos un peculio con que poder desarrollar nuestra actividad.

Alquilamos un primer piso en la calle de la Cabeza, lo amueblamos con lo más indispensable y allí nos reuníamos las veladas y los días festivos, entregándonos a la conversación y reflejando en ella la alegre viveza de nuestros sentimientos por la esperanza que nos animaba.

Las tres comisiones clásicas de administración, correspondencia y propaganda se reunían particularmente un día a la semana, y también semanalmente el Comité en pleno; cada mes se celebraba asamblea general, y allí, parodiando un poco las prácticas parlamentarias politicas, única manera entonces conocida de realizar la vida colectiva, íbamos marchando como podiamos, huyendo siempre, como del mal más grave, de la inacción; ardillas o cangrejos; es decir, siempre en movimiento, hacia atrás o en dirección variable, eso era lo de menos; pero quietos, jamás.

Las excitaciones del exterior distaban mucho de corresponder a la idea que de la gran Asociación nos habíamos formado; no recuerdo cuanto tiempo pasamos, mucho sin duda, sin saber nada del Consejo general, ni obtener contestación a nuestras comunicaciones; tengo sobre el particular muy vagos recuerdos, pero juraría que de Londres no nos vino por entonces ni un consejo, ni una chispa de excitación entusiástica, ni mucho menos aquellos millones que luego dijeron algunos periódicos que se recibían para sostener huelgas, perturbar la propiedad, la familia y la religión de nuestros padres. A decir verdad, de nada de eso necesitábamos, sobrándonos imaginación para emprender objetivos por la línea recta sin reparar en obstáculos ni menos temer vernos paralizados por ellos. La realidad, esa mezquindad que destruye, aniquila y sume en el olvido todas las grandezas que sin la solidez necesaria se forjan en el cerebro humano, pero que respeta y acata todas aquellas que reunen condiciones verdaderamente viables, era para nosotros poco menos que desconocida.

Pensamos que nos era indispensable un manifiesto a los trabajadores explicando nuestros propósitos y solicitando su concurso, y luego un periódico de propaganda constante y de lucha contra todo lo que nos proponíamos combatir, y la asamblea, sirviendo de comparsa parlamentaria, movió sus numerosas cabecitas de yeso con el signo afirmativo, por absoluta imposibilidad de manifestar su buena voluntad de otra manera, ya que no había otros individuos a quienes en materia de realidades económicas, autoritarias o de otra clase les alcanzase la vista más allá de las narices. Por el momento con eso teníamos bastante, ya que nos sobraba ánimo para luchar mano a mano con las dificultades, y las exigencias del entusiasmo inconsciente no se avienen con las dilaciones de la prudencia.

El manifiesto, primera parte de nuestro deseo, lo realizamos en seguida. Morago se encargó de la tarea, presentándonos un proyecto largo, difuso, lleno de doctrina, desmenuzando demasiado la crítica social y la de los partidos políticos, a los cuales queríamos arrebatar a todo trance los afiliados obreros, y lanzando por primera vez y con la claridad necesaria, pero sin dar el nombre, la afirmación o negación anarquista.

De aquel manifiesto son los siguientes párrafos:

TRABAJADORES:

Queremos haceros notar que todo aquel que se propone movernos en provecho suyo, siempre y cubierta con bonitas frases hábilmente combinadas, se reserva la clave que supone poseer de nuestra emancipación para que cuando la terrible realidad de nuestra posición nos haga desear el acabar de una vez con tantos sufrimientos como nos agobian, le encomendemos la simpática misión de redimirnos. ¿Y por qué razón así nos hemos de entregar atados de pies y manos por las indestructibles ligaduras de una fe ciega? ¿Quién nos asegura que puede desear de mejor buena fe que nosotros mismos la más inmediata destrucción del penoso yugo que nos oprime, de la criminal explotación a que vivimos condenados? Nosotros fabricamos los palacios, nosotros tejemos las más preciadas telas, nosotros apacentamos los rebaños, nosotros labramos la tierra, extraemos de sus entrañas los metales, levantamos sobre los caudalosos ríos puentes gigantes de hierro y piedra, dividimos las montañas, juntamos los mares ... y sin embargo, ¡oh dolor! desconfiamos de bastarnos para realizar nuestra emancipación! ¿Qué sería de la sociedad sin nosotros? preguntadles a los que se prodigan alabanzas porque recogieron un caudal de lo que llaman con cínico descaro su cosecha; preguntadles dónde dejó la huella el arado a sUs delicadas manos; decidles dónde apagaron la ardiente sed que se experimenta después de llevar algunas horas encorvado y sufriendo los candentes rayos de un sol ardiente durante la siega; preguntadles si les irritaban los ojos las abundantes gotas de sudor que mezcladas con el polvo abrasador penetraban en ellos; preguntad a los que sin grandes ni aun medianos conocimientos en el arte que explotan, pero dueños en cambio de un capital que en nada contribuyeron a producir, que por nada lo han merecido, pero que lo han heredado, ¡suprema razón! preguntadles cuando blasonan de que en pocos años han duplicado su caudal, qué parte de aquél es verdaderamente fruto de su trabajo, y si os contestan que todo (que así lo harán), dejad que su juicio imparcial determine, si tanto ganaron ellos por lo que hicieron, que fue muy poco, qué parte os correspondería a cada uno de los veinte, treinta o cien operarios por lo que trabajasteis, que fue mucho; ¡recibísteis un salario que no fue menor porque de haberlo sido no hubiérais podido sobrellevar el penoso trabajo que para él hicísteis! ¡los explotadores del trabajo, quieren mucho al pobre obrero! ¡Cuando le explotan, le dan lo absolutamente preciso para que se conserve en estado de rendir utilidades! nos dan el pan, como ellos dicen, y debemos estarles agradecidos cuando entre varios que nos ofrecemos a su explotación nos prefiere; después, si somos buenos! ... ¡Oh! ¿sabéis lo que quiere decir bueno! ... ¡Oh! ¿sabéis lo que quiere decir bueno, cuando es un explotador el que aplica este calificativo a su operario? Sí, debéis saberlo por experiencia. Quiere decir lo mismo exactamente que cuando habla de su máquina de vapor. Quiere decir que con mucho menos combustible que otras, desarrolla igual o superior fuerza; quiere decir que por cada parte de gasto, le rinde tres partes más de producto que los otros; quiere decir, en fin, que como le produce tanto y le consume tan poco, ha jurado tenerle en su casa ... hasta que deje de producir, en cuyo caso ... o hasta que se le presente otro que consuma menos y produzca más; con tales seguridades, no debe temblar por su porvenir el obrero que llegue a merecer el dictado de buen trabajador. ¡Triste es por cierto nuestra suerte! Obligados por la odiosa organización de la sociedad, no sólo a cumplir nuestro deber, esto es, a producir para tener el derecho de consumir, sino que además tenemos sobre nosotros la obligación de producir también para los que no hacen más que gozar, para los que nada producen, y a los cuales tenemos que ceder todavía una mayor parte de nuestro producto! ¿Y esto es inmutable? Porque a lo menos no es justo. Pues si no es justo, el progreso es y debe ser nuestra esperanza: el progreso que se verifica con la suma de todas las observaciones e ideas que unas generaciones legan a las venideras nos hace concebir muy halagüeñas esperanzas y nos presta muy provechosas lecciones.

La clase media, acaparadora de todos los privilegios; dueña del capital, de la ciencia; dueña, por consiguiente, de la magistratura: dueña de la tierra, de sus frutos, del ferrocarril, del telégrafo, dc las habitaciones, de las minas, de los caminos, de los puertos, de los mares, de los peces que la naturaleza multiplica en su seno, de los buques que recorren su superficie, de las primeras materias de producción, de los elementos, como máquinas y herramientas; dueña del Estado, y por consiguiente de todo, os concederá con la República federal todas las libertades políticas; tendréis libertad de comercio, pero ¿supone por ventura la libertad de comercio que nosotros tendremos, pobres desheredados, en qué ni con qué comerciar? Nos dará libertad de industria; pero a los que sin culpa nuestra nada poseemos, ¿nos dará la libertad de industria los medios de disfrutarla? Nos garantizará la libertad del pensamiento, nos permitirá el culto exterior de la religión que más nos plazca. ¡Cruel sarcasmo, que hace temblar de indignación nuestra pluma! ¡Libertad de pensamiento! ¿Acaso se la puede dar una ley al que es esclavo de la ignorancia? ¡Libertad de cultos! ¿Qué es, qué significa que nos den la libertad de cultos en una ley, si nos prohiben de una manera absoluta, por medio de la organización social, la entrada en el templo de la ciencia, verdadero culto que hace de cada hombre un Dios?

Pensamos que cuando, olvidando nuestros propios y únicos intereses, anteponemos a las reformas sociales las pasiones políticas y nos lanzamos como fieras sedientas de sangre a empuñar las armas fratricidas, desconociendo u olvidando que no son los hombres sino las instituciones lo que debemos destruir, somos más aún que el soldado, ciegos instrumentos de intenciones extrañas. Si morimos ambos en la lucha, este término fatal nos iguala a todos; si a consecuencia de una herida quedamos inútiles para el trabajo, quedamos aún peor que él; para nosotros no hay esas patentes de criminal laborioso que llaman cruces pensionadas o premios al valor; para nosotros no hay oficina donde poder firmar todos los meses y con el brazo que nos quedó el precio en que está tasado el que se ha perdido. Para nuestras mujeres y nuestros hijos, para las mujeres y los hijos de los trabajadores, para las familias de los canallas, para el populacho, no hay pensiones ni viudedades que acrediten y recuerden, ennobleciéndola, la memoria de un gran asesino de oficio. ¡Ah! ¡Trabajadores, pensad detenidamente nuestras palabras, y después juzgad!

Aquí todos somos trabajadores. Aquí todo lo esperamos de los trabajadores. Si acudís, cumplís un deber: si permanecéis indiferentes, conste que os suicidáis y tendréis que avergonzaros el día que no sepáis cómo responder a vuestros hijos, cuando os pregunten qué habéis construído vosotros para el edificio de la sociedad del porvenir que tan laboriosa y activamente se ocupan en levantar los trabajadores del resto del mundo.

SALUD, TRABAJO Y JUSTICIA.

Madrid 24 de diciembre de 1869.

Por la sección organizadora central provisional de España, el Comité.

Comisión administrativa.-Presidente: Bernardo Pérez, guarnicionero. Vice presidente: Fabricio Jiménez, guarnicionero.- Contador: Angel Mora, carpintero.- Tesorero: Francisco Oliva, papelista decorador.- Secretario general: Eligio Puga, tipógrafo.- Vocales: Luis Castillón, carpintero.- Miguel Jiménez, papelista decorador.

Comisión de correspondencia.- Presidente: Felipe Martín, cerrajero.- Secretario: Enrique Borrel, sastre.- Vocales: José María Fernández, broncista. Francisco Miñaca, cerrajero.- Juan Carpena, jornalero.- Claro Díaz, cerrajero.- Diego Basabilbaso, tornero en hierro.

Comisión de propaganda.- Presidente: Vicente López, zapatero.- Secretario: Hipólito Pauly, tipógrafo.- Máximo Ambau, tornero en hierro.- Juan Alcázar, papelista.- Anselmo Lorenzo, tipógrafo.- Francisco Mora, zapatero. Tomás González Morago, grabador en metales.

Respecto del periódico, los trabajadores de Barcelona se nos habían anticipado con La Federación, Órgano del Centro federal de las sociedades obreras y aunque no se nos ocurrió nunca esa susceptibilidad localista o regionalista que muchos llaman patriótica para encubrir una miseria con un nombre simpático, veíamos que aquel periódico no satisfacía las necesidades del ideal emancipador del proletariado: era socialista, defendía al obrero y sus sociedades combatía a los burgueses, daba cuenta del movimiento obrero internacional, etc., etc., pero se lee en su primer número:

La Federación declara que la República Democrática Federal es la forma de gobierno que más conviene a los intereses de las clases trabajadoras; forma política necesaria para obtener su emancipación.

Y esa declaración, impuesta por los convencionalismos políticos a la débil convicción del anarquismo naciente, era una especie de pecado original que le inhabilitaba para la gran obra revolucionaria.

Esa consideración venció nuestras vacilaciones: es verdad que no sabíamos escribir, que redactar un periódico era una obra que excedía en mucho nuestras facultades, pero no podíamos retroceder, porque parecíanos que llamarnos públicamente internacionales era lo único que faltaba para derrumbar el imperio burgués, y que el subtítulo de un periódico expresado con estas palabras: Órgano de la Sección española de la Asociación Internacional de los Trabajadores, era más poderoso que el Mane, Tecel, Fares que vió Baltasar y explicó Daniel la víspera de la destrucción del imperio de Babilonia.

En Enero de 1870 apareció, pues, La Solidaridad, con el subtítulo indicado, y debido a mi pobre pluma publicaba el siguiente programa:

Hoy el pueblo trabajador, después de conocer la realidad de su posición en la sociedad y haber experimentado la ineficacia de todos los sistemas religiosos, políticos y sociales para sacarle del inicuo estado de postración a que siempre ha estado condenado, se levanta decidido a tomar esta importante cuestión por su propia cuenta; se propone romper de una manera absoluta con la tradición; desconfía de todo lo que hasta aquí ha sido el fondo de donde sacaba sus preocupaciones; quiere empezar la vida de la razón. De hoy en adelante sus convicciones serán el fruto de un razonado análisis.

Ha sonado la última hora del imperio de la autoridad, ha nacido la libertad.

Reconocemos la igualdad de los hombres ante las leyes eternas de la naturaleza y queremos que la sociedad sea la fiel expresión de este principio. Encontramos lógico que si las escuelas autoritarias han concedido capacidad a ciertos hombres para hacer leyes y poder para hacerlas ejecutar, bien podemos nosotros, liberales igualitarios, hacer extensiva esta capacidad a todos los hombres.

Hasta aquí, como se ha tratado siempre de sostener la autoridad, ha sido también preciso sostener la esclavitud; como una clase ha representado la riqueza, la ilustraciÓn y el poder, otra ha sufrido la miseria, la ignorancia y la sumisión. Esta injusta diferencia, ha producido todos los males que los autoritarios suponen inherentes a la naturaleza humana.

Protestamos, pues, contra tan injustos principios y nos proponemos dedicar toda nuestra actividad al triunfo de la igualdad.

La Solidaridad sostendrá siempre el lema de La Internacional, No más deberes sin derechos, no más derechos sin deberes, desde el cual analizará todas las cuestiones que se relacionan con el trabajo, destruyendo todos esos vanos sistemas, en cuya exposición y defensa han brillado tantos ilustres publicistas y elocuentes oradores, pero detrás de los cuales han existido las mayores violaciones de la justicia y la más espantosa miseria.

Para esto contamos solamente con la firmeza y la resolución que da la posesión de la verdad.

¡Ah, trabajadores! un esfuerzo más y conseguiremos nuestra emancipación económico-social, o sea el completo desarrollo de todas nuestras facultades, el cumplimiento de todos nuestros deberes y el goce de todos nuestros derechos!

Vicente López, zapatero.- Hipólito Pauly, tipógrafo.- Máximo Ambau, tornero en hierro.- Juan Alcázar, papelista.- Anselmo Lorenzo, tipógrafo. Francisco Mora, zapatero.- Tomás González Morago, grabador en metales.

El éxito de La Solidaridad, sin ser notable, distó de ser un fracaso. Obra de sentimiento más que de conocimiento sirvió para crear entusiasmo en pro del ideal emancipador y atrajo a nuestro lado a muchos trabajadores que sin ese medio de propaganda no le hubieran quizá conocido.

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