Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de LorenzoAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO OCTAVO

PROPAGANDA PROTESTANTE

Al día siguiente de la última reunión de la Bolsa, la prensa dió cuenta del escándalo producido por mi discurso, de la brillante improvisación de Morago y de las declaraciones hechas por Gabriel Rodríguez.

A mí particularmente me presentaban como demagogo furibundo, de aquellos que, sin respeto ni consideración a instituciones divinas y humanas, sólo se inspiran en el desenfreno de las pasiones revolucionarias.

Ante juicio tan injusto la protesta es innecesaria. Harto sabido es que la prensa cree necesario muchas veces recargar de especies picantes las crónicas que ha de servir a un público indiferente.

Sobrevino entonces un incidente que, aunque poco relacionado con el asunto predominante en este trabajo, he de referirle, porque si bien es personal y exclusivamente mío, ejerció cierta influencia en el curso de mis ideas y en mi conducta. Para ello he de retroceder a los primeros días de la Gloriosa.

Trabajaba yo en la imprenta del Diario oficial de avisos de Madrid, situada en la calle de la Misericordia, esquina a la de Capellanes. En la misma imprenta se imprimía el El Constitucional y la Gaceta de Registradores y Notarios. De estos últimos periódicos, de uno era compaginador, ajustador dicen los tipógrafos madrileños, Eduardo Castro y del otro su hermano Pedro. Ambos, de más edad que yo, y acostumbrados a relacionarse con periodistas, tomaron afición a la política, y la circunstancia de mostrarse moderados y discutir frecuentemente conmigo, que optaba siempre por soluciones radicales, sin salirnos nunca de los términos de consideración y respeto propias de la buena educación, fue motivo de que entre nosotros se estableciese cierto grado de amistad.

Hacía poco tiempo que había yo leído París en América, de Laboulaye, y el contraste de las costumbres europeas con las americanas me causó grandísimo efecto. Sobre todo aquella tolerancia ilimitada respecto de las religiones, aquella multiplicidad de sectas, subdividida aún por lo infinito de las interpretaciones individuales, comparada con la férrea disciplina del catolicismo me hizo concebir cierto anhelo de facilitar la libertad de creencias, que no sabía como formular para traducirlo en hecho.

Conversando un día en la imprenta con los Castro sobre la libertad de cultos delante de todos los compañeros, se habló extensamente de los males causados a España por la intolerancia católica, de la Inquisición, de los frailes, de la decadencia española causada por el absolutismo de los reyes, que eran juguete de un encapuchado confesor, representante o delegado del poder clerical. Esto me trajo el recuerdo de la obra citada, donde se habla de un católico que pregunta en Nueva York por el templo de su religión a un transeunte, y éste se lo indica después de hacerlo pasar delante de numerosas iglesias de diferentes religiones, demostrando que en América viven en pacífica harmonía los fieles y los herejes, ya que lo son recíprocamente los unos respecto de los otros, como buenos vecinos, pensando que cada uno es responsable de sus actos y de sus creencias, si ya no tienen idea de que a pesar de la diferencia de cultos y de ritos existe entre todos un pensamiento común que tal vez por encima de todo consideran la religión verdadera: la adoración al Ser Supremo. Recordé también el sermón sobre este versículo del Evangelio de San Juan, XIV, 6. Yo soy el camino, y la verdad, y la vida: nadie viene al Padre sino por mí, brillante afirmación del predominio de la moral evangélica sobre todas las sectas cristianas que anteponen al libre examen la autoridad de una corporación dogmatizante, y se me ocurrió este pensamiento:

Señores, bueno es discurrir sobre los asuntos que agitan la opinión pública; esto contribuye a robustecer la individual, pero como una convicción determina precisamente una línea de conducta, creo necesario adoptar iniciativas individuales mejor que limitarse a juzgar lo que en nombre de todos se hace con carácter oficial: la verdadera democracia hace las cosas de abajo arriba, mientras el autoritarismo las impone al contrario y la generalidad las acepta por obediencia y sin convicción. ¿No les parece a ustedes que sería bueno hacer algo en este sentido? ¿Y si fuéramos a la embajada inglesa ofreciendo nuestra cooperación para el planteamiento del culto protestante?

La proposición causó un efecto extraño; se miraron unos a otros, y pareció como si algo semejante a la vacilación ante la idea de la comisión de un delito los contuviera.

Por mi parte, ni insistí ni quise desvanecer sus escrúpulos, limitándome a decir que estaba dispuesto a dar ese paso; pero Castro el mayor acabó por aceptar la idea y llegó hasta entusiasmarse con ella, y, los dos hermanos, como disponiendo de más tiempo, se ofrecieron a ir a la embajada.

Fueron, en efecto, y allí les dijeron que pronto llegarían dos señores de Londres, comisionados por una sociedad bíblica, y que cuando llegasen se les avisaría.

Todo cuanto la imaginación ha inventado acerca de la riqueza de esas sociedades y de la esplendidez con que retribuyen a quien les sirve, se removió con este motivo entre mis compañeros de trabajo, hasta el punto de hacérseme repugnante el asunto y declararlo así a los mismos, que acabaron por tomarlo a broma y le hicieron servir como tema para lo que en lenguaje tipográfico madrileño se llama tocar la gaita.

Sin embargo, el compromiso estaba hecho, y un día se recibió el aviso de que los dos delegados ingleses habían llegado y citaban para una reunión. Aceptamos la invitación los hermanos Castro, dos o tres compañeros más y yo; los demás, aunque instigados por la curiosidad, se retuvieron por cierto temor superstlcloso.

La reunión nos sorprendió por lo extraña. En vez de celebrarse en la embajada o en una casa principal, como imaginábamos, o, mejor diré, imaginaban que correspondía a la importancia del asunto y de los principales personajes que en él habían de intervenir, nos reunimos con los dos ingleses una veintena de individuos, trabajadores todos, en un cuarto bajo de la calle de Ministriles. Alguien nos había ganado por la mano, y, por lo que pude juzgar, se trataba de algún iluso que, imitando a mis compañeros, había soñado con las riquezas de las sociedades bíblicas. La sala destinada a la reunión era pequeña y amueblada a lo menestral, con una cómoda, sillas en su mayoría pedidas en préstamo a algún vecino, y en las paredes un cuadro grande con una figura de muy mal gusto que representaba la República, otro con los mártires de la libertad según rezaba una inscripción que llevaba al pie, y cuatro cuadros más con la historia de Guillermo Tell. Fuimos presentados a los dos ingleses, que nos recibieron con esa amabilidad distinguida que los proletarios agradecen mucho cuando se digna otorgársela persona superior: llamábanse Amstrong el uno y Campbell el otro; el primero era alto, como de cuarenta años, moreno, con ojos azules de expresión amable que a veces producían una mirada penetrante y excrutadora, ostentaba una hermosa barba negra, y el conjunto de su persona, según decían mis compañeros, tenía los rasgos que se necesitan para caracterizar un cristo; el otro era también alto, rubio, de ojos pequeños y vivos y maneras un tanto afeminadas; su barba rala y su vocecita de mujer le hacían poco simpático y hasta causaba un efecto algo ridículo.

Esperábamos que la reunión se dedicase a expansiones librepensadoras y anticlericales o a la exposición de la doctrina protestante; pero nada sucedió de lo que esperábamos: los delegados ingleses creyeron o afectaron creer que éramos un grupo de creyentes ya iniciados en la práctica del culto protestante (evangélico decían ellos), y nada dijeron que explicara el objeto de la reunión, ni qué propósitos tenían, ni mostraron deseos de averiguar cuáles eran los nuestros, ni entre nosotros hubo quien planteara esas cuestiones.

Así pues, cuando pasaron algunos minutos de silencio en que, sentados todos, nos aburríamos esperando a ver en qué pararía aquello, se levantaron los ingleses y nos pusimos en pie todos, nos distribuyeron unos libritos que eran el Evangelio según San Juan. Mister Campbell bajó la cabeza, cerró los ojos, se puso la mano derecha en la frente y la izquierda bajo el sobaco; lo mismo hizo su colega, y en esta actitud, y con un lenguaje en que dominaba una frase correcta dicha con una pronunciación detestable y su voz atiplada, pronunció el primero una oración de un misticismo exagerado. Entre tanto los circunstantes evitábamos mirarnos, porque de tal modo nos retozaba la risa por el cuerpo, que sólo mediante esfuerzos supremos conseguimos retenerla, mientras los ingleses continuaban tan serios e inmóviles que no era posible conocer si se daban cuenta del estado de los fieles allí reunidos.

Terminada la oración nos sentamos porque así lo hicieron los pastores, y mister Amstrong nos invitó a abrir el librito por determinada página; en seguida leyó un versículo, invitó al que estaba a su derecha a que leyera el siguiente y así se dió la vuelta al corro por dos veces, o si se quiere echamos dos rondas, como decían luego mis compañeros en lenguaje tabernario, durante las cuales llegamos hasta lo imposible para contener la risa, sin contar que hubo alguna escapada y algún ¡puf! contenidos a tiempo y que no llegaron a mayores. Una oración de mister Amstrong, tan insubstancial como la de su compañero, aunque más seria por la gravedad propia del sujeto, dió fin a la sesión, y viendo que nada se hacía y nadie hablaba, mis compañeros y yo comprendimos que nada teníamos ya que hacer allí y salimos a la calle, donde desahogamos ampliamente nuestra comprimida risa y nos dimos cuenta de nuestras mutuas impresiones, en general, poco favorables a la inauguración del nuevo culto.

Seguimos, no obstante, frecuentando las reuniones protestantes, que se celebraron en distintas casas y hasta en un pequeño club republicano situado en la calle de las Aguas y que fueron alcanzando mayor interés, porque después de la ceremonia religiosa, siempre monótona, amenizada alguna vez con cánticos, se hablaba algo de lo referente a los intereses de la secta, y esto permitía a veces ciertas consideraciones filosóficas o políticas, que solían iniciar los ingleses, aunque reservándose sus opiniones después de iniciadas, como si tuvieran el propósito de dejamos hablar y tomar el pulso a la inteligencia de los neófitos.

Los Castro se fueron interesando cada vez más en el asunto, visitaban con frecuencia a los ingleses, impulsados tal vez por la idea de sacar todo el provecho posible, así como por la intención, de acuerdo con el dueño de la imprenta, de obtener la impresión de los libritos y las hojas de propaganda, de los cuales se hacía un verdadero derroche.

Por mi parte seguí asistiendo a las reuniones hasta el día que conocí a Fanelli; desde entonces, considerando que había encontrado un objeto digno de mi actividad, abandoné en absoluto el protestantismo, en el que los Castro hacían progresos y al que se habían arrimado ciertos individuos que me fueron antipáticos, entre ellos cierto ex-cura que arrojó la sotana para adquirir la libertad del vicio.

No fue sólo la constitución del núcleo fundador de La Internacional lo que influyó en mi resolución, aunque por sí solo era causa suficiente, sino que hubo además la circunstancia de que llegué a juzgar perniciosa la propaganda protestante, a causa de las tendencias de algunos de sus opúsculos, de los cuales recuerdo uno titulado El Mal y su Remedio, malísimo, y los discursos y oraciones de algunos de sus pastores llegados últimamente. Según ellos, despojado de todo artificio místico-retórico, se recomendaba al pobre la paciencia, el sufrimiento constante y el aniquilamiento de la voluntad para respetar a sus superiores en las jerarquías sociales y en el mecanismo autoritario, que por obra de la omnipotencia divina ocupaban aquellos elevados puestos, y en tal concepto se les debe acatamiento y sumisión. Esa interpretación del libro santo que da autoridad a tantas iniquidades, me pareció ocasionada a dar frutos análogos a los del catolicismo, me desengañó por completo y me demostró que no había diferencia esencial apreciable entre los curas de sotana y los de levita.

Mi alejamiento de las reuniones protestantes fue notada por los Sres. Amstrong y Campbell, y algunas veces me enviaron recados e invitaciones de que no hice caso; pero cuando leyeron en los periódicos la reseña de la última reunión de la Bolsa, Amstrong me dirigió una esquela invitiándome a una entrevista en su casa. Esta vez acepté la invitación.. y satisfice su deseo.

Me recibió con su acostumbrada cortesía, a la que procuré corresponder lo mejor que supe, y después de los saludos y los rodeos propios de la buena educación, entró de lleno en su objeto, diciéndome que por los periódicos se había enterado de mi nueva actitud, tan contraria a la anteriormente seguida, lo que deploraba en el alma.

Contesté que la diferencia era sólo aparente. Tengo por norma, dije, satisfacer ante todo mi razón, guía de mi conciencia, y en esto soy absolutamente consecuente. Las diferencias de conducta que usted ha notado son una especie de tanteos necesarios cuando carece uno de aquella infalible seguridad que solamente puede dar la ciencia y la experiencia.

En el curso de la conversación, que fue breve y rápida por la precisión y presteza de mis réplicas, el inglés se mostró primero hipócrita y luego desvergonzado traficante: hablóme como misionero de la palabra de Dios, de la salvación de mi alma, de los méritos que contraería contribuyendo a la regeneración de mi patria y a la salvación de mis compatriotas, y como a todo eso repliqué despreciando la fraseología y dirigiéndome al bulto por la línea recta, el hombre creyó más prudente ser franco, y planteó sin rodeos la proposición de compra.

- Nosotros, me dijo, habíamos contado con usted para contribuir a la obra de la conversión de España; necesitamos jóvenes inteligentes, apreciados de sus conciudadanos y de aspecto simpático, quedando a nuestro cargo su envío a Suiza para verificar sus estudios para que puedan luego predicar el Evangelio, y usted es uno de los designados. Piénselo usted bien, y vea que es cuestión de hacer una buena obra y labrarse una buena posición.

- No, respondí secamente. No iré nunca donde mi conciencia no lo apruebe, ni menos abandonaré una idea por un interés. Contra el cristianismo, que por la palabra de su maestro enseña que siempre habrá pobres en el mundo, es decir, que en él reinará siempre la iniquidad, se levanta limpia y resplandeciente la fórmula de La Internacional: No hay derechos sin deberes, ni deberes sin derechos.

- Vea usted, replicó, que antepone la palabra de la criatura a la revelación del Creador.

- Si el concepto de justicia del hombre, contesté, es superior al de ese supuesto ser infinito, no resultará más sino que creador y revelación son una superchería.

- Considere usted, insistió, que por seguir a unos hombres malos como son los fundadores de La Internacional, con los cuales sólo puede obtener miseria y persecuciones, abandona a Jesús y pierde un porvenir brillante en la tierra y una recompensa eterna en el cielo.

Estas palabras pusieron término a mi paciencia y salí de aquella casa después de expresar categóricamente mi desprecio a su dueño.

Al día siguiente los hermanos Castro censuraron mi conducta, pero yo impedí que continuaran; habian comenzado a percibir recompensas materiales y no podían ponerse en frente del que había rehusado venderse.

La idea utilitaria llegó en aquella imprenta a un punto vergonzoso. Para conceder la impresión de algunos folletos, los ingleses lograron permiso para venir a ella tres días cada semana a predicar media hora. Los días designados, todos dejaban el trabajo a las doce y media y se reunían en la sección del periódico, por ser el local más espacioso, menos yo, que me negué a asistir y quedaba trabajando en la del Diario. Nunca pudo decirse más a propósito lo de predicar en desierto, porque mis compañeros, indiferentes en religión como en todo, tomaban a broma la predicación, y más de una vez soltaron la risa sin miramientos, y luego se burlaban hasta lo sumo.

Un día ocurrió un episodio.

En una de sus excursiones fueron los ingleses a Toledo, y en el Círculo republicano de aquella ciudad conocieron a mi hermano Dionisio y a su hijo, niño de pocos años a la sazón, y sobre éste concibieron ciertas ilusiones.

En el día a que me refiero, terminado el sermón, y mientras mis compañeros se vestían para salir a comer, se me acercó mister Amstrong, y como si nada hubiera sucedido y afectando creer que era yo uno de sus oyentes, me dijo sin más preámbulos:

- Creo que su sobrino de usted es un niño listo, según hemos tenido ocasión de juzgar en nuestro último viaje a Toledo, y merece pensar en instruirle para hacerle predicador del Evangelio.

- Sí, le contesté; es un niño inteligente; pero mi hermano le educa para que no sea cristiano.

- ¡Cómo! dijo el inglés como espantado.

- Así se lo he aconsejado yo, y creo que sigue mi consejo.

El inglés volvió la espalda y se fue como perro con cencerro, causando admiración y risa a mis compañeros, entre los cuales dijo alguno:

- ¡Vaya un mico que se lleva el inglés!

Nunca más me ocupé de ese asunto; las predicaciones continuaron en la imprenta poco tiempo más y acabaron entre el tedio y la rechifla de todos. Los hermanos Castro continuaron la marcha emprendida, especialmente el menor, que se entregó por completo a la sopa bíblica.

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