Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de LorenzoIntroducción de Anselmo LorenzoSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO PRIMERO

EL FOMENTO DE LAS ARTES

El Fomento de las Artes era el punto de reunión de los elementos liberales ilustrados de Madrid. Todo liberal de la categoría de burgués de poco pelo o trabajador, capaz de sustraerse a la sugestiva y predominante influencia de la taberna, era socio del Fomento; por eso el número de socios era relativamente escaso: no pasaría tal vez de seiscientos durante los primeros años de su instalación en la calle de Tudescos, después del relativo apogeo que logró ya en la del Prado, lo que no es gran cosa para una población de más de 400,000 habitantes en que no existía ninguna otra sociedad popular.

En la época a que me refiero, aquella sociedad, a diferencia de otras muchas sociedades y casinos modernos, carecía de café, y su único aliciente para las veladas ordinarias consistía en la sala de lectura, donde había biblioteca, diarios politicos e ilustraciones; y en las salas de recreo, con tres mesas de billar y mesas de tresillo y ajedrez, ocupadas generalmente las primeras por jóvenes obreros, y por pacíficos burgueses del vecindario las segundas.

Dedicado también a la instrucción de la clase obrera, tenía el Fomento clase de instrucción primaria para niños durante el día, y por la noche, para los socios y sus hijos adultos, clases de instrucción primaria, dibujo, aritmética, gramática y francés. Como asistente aprovechado y constante a estas tres últimas clases tuve, allá por los años 64 o 65, la honra de ser considerado merecedor de dos medallas que el entonces inspector de cátedras Sr. Moret y Prendergast colocó en mi pecho en día de reunión solemne de la sociedad convocada para la distribución de premios a los alumnos aplicados.

El elemento inteligente, a despecho del que sólo consideraba la sociedad como un centro de recreo, obtuvo en una junta general ordinaria, que se celebraban mensualmente, el establecimiento de sesiones semanales de estudio y controversia sobre temas filosófico-sociales, que se verificaban los sábados, y allí se dieron a conocer muchos jóvenes oradores, exponiendo teorías económicas y manifestando con entusiasmo ideales políticos y de regeneración.

Presidían por turno aquellas sesiones o conferencias D. Manuel Becerra, a la sazón jefe de los republicanos demagogos y futuro ministro monárquico; D. José Siro Pérez, hombre de extensos conocimientos, pero falto de convicciones y escéptico amable, que tenía el don de dejar contentos a todos sin conceder lo más mínimo, y otro señor menos significado cuyo nombre no recuerdo.

En las discusiones descollaba por su elocuencia el entonces joven catedrático de economía política D. Segismundo Moret y Prendergast, que había quizá tomado aquellas conferencias como ensayo de oratoria para elevarse luego a las cumbres de la política, y solían contradecirle con teorías socialistas dos jóvenes catalanes llamados Cuaranta y Simón, terciando en último lugar los más o menos aventajados descípulos de Pi y Margall y Castelar, que se denominaban respectivamente socialistas e individualistas, y andaban por entonces muy soliviantados por efecto de aquella famosa polémica sostenida por los dos personajes citados en La Discusión y La Democracia.

Allí conocí a Serrano y Oteiza, principal inspirador luego de La Revista Social; a él y en aquella ocasión oí por primera vez expresar el puro criterio revolucionario, que coincidía perfectamente con el que algunos años más tarde había de traernos Fanelli.

Discutíase un día sobre la participación del obrero en los beneficios de la industria en sustitución del jornal, y los que querían pasar por radicales se alargaban hasta proponer las granjas y fábricas modelo que con sentimentalismo cristiano expone Eugenio Sué en El Judío errante, Los Misterios de París y Martín el Expósito. Los conservadores llevaban a sus contrincantes la ventaja de presentarse más prácticos, porque a los sueños de ricos viciosos que, arrepentidos y por espíritu de penitencia, elevan a sus explotados a la categoría de hombres libres, sin librarlos, no obstante, de la ruina por las asechanzas jesuíticas, que suministra el autor citado y de que echaban mano aquellos radicales, oponían ellos datos estadísticos y opiniones de ilustrados economistas, sosteniendo que no puede forzarse el curso de los sucesos derivados de leyes económicas inmutables, y por tanto, lo mejor que en su concepto podía hacerse era (y lo encajaban en francés para que la cosa no perdiera su prestigio) laisser faire, laisser passer.

Serrano y Oteiza, con ideas propias, recto juicio y lógica contundente desvaneció como si fueran castillos de naipes aquellos argumentos aprendidos de memoria y faltos de arraigo en el entendimiento y en la voluntad de sus expositores.

Paréceme estar oyendo su voz de timbre agudo, y ver su figura un tanto rechoncha, pero realzada por lo fino de sus modales y la vigorosa expresión de su rostro, en el que sobresalía la mirada, ora brillante con reflejos vivísimos producidos por el fuego del entusiasmo, o húmeda y afectuosa denotando amor, simpatía o lástima, dominando al auditorio por su ingenua sincerídad y por la firmeza de su convicción.

Se trata, decía, de recompensar debidamente el trabajo. Plantear la cuestión con ánimo decidido de buscar la verdad y de ser justos es resolverla. En efecto, ¿qué es el trabajo? Yo respondo sin vacilar: la transformación de la materia operada por el hombre para la satisfacción de nuestras necesidades, y si esta definición os parece demasiado restringida, añadiré: para transformar la materia es necesario conocerla, y ahí tenéis el trabajo en concordancia con la ciencia desempeñando una misma función, llenando un mismo objeto. Nuestras necesidades son de distinto género, según que se refieran a nuestro sustento y conservación, o a nuestras facultades morales e intelectuales, y ahí tenéis nuevamente a la ciencia acompañada del arte, trabajando también y haciendo patente que no sólo de pan vive el hombre sino también de la satisfacción de aquella necesidad inmensa que tiene de lo bello, de lo bueno y de lo verdadero. Y ahora pregunto yo: ¿dar pan, belleza, bondad y verdad a las gentes ha de ser una empresa eternamente dirigida por agiotistas y desempeñada por esclavos, como quieren los economistas conservadores? Tanto valdría como decir que hay una clase de hombres superiores que se salen o exceden de lo natural para erigirse en amos y directores, y otra tan ínfima, desgraciada y mísera que se queda por debajo y vive para desarrollar por obediencia fuerza material e intelectual, y así, entre empresarios, consumidores satisfechos y siervos del terruño o de la fábrica, dividiríamos la humanidad en tres clases enemigas, separadas tan profundamente como las castas indias, rompiendo aquella hermosa concepción que hace de todos los hombres un conjunto solidario de seres que no se interrumpe por las distancias ni por la sucesión de los siglos. Y si criterio tan torpemente cerrado no prevalece, como no puede prevalecer, porque el progreso lo destruye, ¿hemos de contentarnos con mejoras relativas y mezquinas que ofusquen la intangible majestad del derecho con las ruines concesiones de la caridad, que aceptan aquí los que quieren pasar por raodicaIes? No; al trabajo no puede ponérsele precio, como no puede ponerse tasa a la necesidad, y si por desgracia se hace es porque antes se cometió otro mal fundamental, cual es apropiarse unos cuantos lo que es de todos, y apoderarse de los medios de saber y de los de producir, dándose a esá iniquidad sanción legal y dedicando a su defensa esa fuerza coercitiva de que dispone el Estado, que fue siempre enemiga jurada del verdadero derecho.

Palabras de tan alto sentido moral no fueron contestadas ni tal vez como prendidas; pero lo cierto es que allí quedó plantado un jalón revolucionario.

También conocí en el Fomento al cura Tapia, joven tonsurado a quien no le sentó bien el dogma, y andaba en componendas entre el Evangelio interpretado libremente y las teorías democráticas, sin conseguir nada de provecho.

Sirvieron aquellas conferencias para la exhibición de los diversos elementos que componían aquella sociedad, donde se cobijaban y hacían campo de sus propagandas carbonarios, masones, republicanos barricaderos, republicanos teóricos, filósofos anticlericales y todo cuanto había de servir pocos años después para producir efervescencia en el período del triunfo de la revolución de Septiembre.

D. Fernando de Castro, rector de la Universidad, hombre sabio y virtuoso, que después fue víctima de las iras clericales, por haber puesto la rectitud de su conciencia frente al dogma, entidad soberbia que quiere tener bajo su dominio al mundo y no soporta que nadie se le ponga delante (1), vino al Fomento a explicar una serie de conferencias que tituló La Moral del Obrero.

El conferenciante cautivaba al auditorio por la sabiduría, la elocuencia y la amable sencillez con que en previsión de los apasionamientos que habían de sobrevenir después, predicaba la calma evangélica al par que las racionales iniciativas.

Recuerdo que en una de sus conferencias trató de la inmoralidad del robo, y tal vez como recurso ingenioso empezó el asunto y lo dejo suspendido para la sesión siguiente.

El robo, dijo, o sea la apropiación de lo ajeno contra la voluntad de su dueño, es censurable en absoluto, sin que haya circunstancias que puedan atenuarle.

Quiero suponer un caso extremo, aunque perfectamente verosimíl: un hombre va por un camino, tiene hambre y carece de todo aliniento y de medios de procurárselo. Por las tapias de una gran posesión se desbordan las ramas de frondosos árboles frutales, y entre ellas preséntase una rama al alcance de su mano cargada de sazonadas y riquísimas peras. Tal vez aquel hombre, además de su apremiante necesidad, recordará haber oído algo de injusta distribución de la riqueza, acaso le diga su memoria que alguien ha dicho que el derecho a la vida es una patente de inmunidad contra la propiedad, presentable y perfectamente valedera ante las apremiantes exigencias del hambre; pero yo afirmo que si aquel hombre es cristiano, si tiene valor para elevar su razón, constituirla en juez y oir con imparcialidad la contienda entre la conciencia y el estómago, debe pasar de largo. Quizá encuentre luego un prójimo como el samaritano del Evangelio; pero no debe fundar su juicio en esa esperanza; si le encuentra, bueno; si no, debe morir.

Al llegar a este punto, encajó el obligado final he dicho, y terminó su conferencia.

No fueron pocos los comentarios que la siguieron. En uno de los grupos de comentadores se hallaba D. Manuel Becerra, con su zamarra y su bastón de hierro, con el que daba fuertes golpes que hacían estremecer el pavimento.

Esa moral del obrero, decía, no es racional; por habarla impuesto coercitivamente y haberse sujetado demasiado a ella existe la opulencia insultante y la miseria pacífica y conformada. Por mi parte, no pasaría de largo ante la rama repleta de fruto, y declaro que antes de la muerte de inanición prefiero el robo. ¡Pues no digo nada si mi hijo me pidiera pan y no tuviera que darle! Saldría a la calle y al primero que encontrase le diría: ¡So ... tal (y la soltó en castellano claro), dame para pan para el pequeñuelo!

Y al decir esto cogió por las solapas al que tenía delante, le echó una mirada feroz con sus ojos bizcos y le zarandeó hasta el punto de hacerle perder el equilibrio. Los circunstantes celebraron aquella manifestación con risas y muestras de asentimiento.

En la conferencia siguiente el P. Castro continuó su tema anatematizando el robo; pero esta vez, tomando el asunto desde un punto de vista más práctico, habló de las relaciones del capitalista con el trabajador, del comercio con los consumidores, del negocio, de la usura, de cuanto tiene relación con la riqueza y de todas estas cosas en sus relaciones con la ley, denunciando el robo legal y llegando a conclusiones de acerba crítica social que terminaron con bellísimos ideales de fraternidad humana.

El efecto causado por aquel discurso fue muy grande, mucho más teniendo en cuenta que era un cura quien así se expresaba y aquellas ideas exponía.

Muchos años después he visto alguno de mis antiguos amigos dedicados con fe inquebrantable a la propaganda de la emancipación de los trabajadores, que aun conservan como cariñoso recuerdo el de aquella conferencia, y he pensado que eso era el eco de aquellas verdades traducido en hechos de trascendencia positiva. ¡Quién puede calcular las consecuencia de la manifestación de una idea! Acaso esta consideración me ha salvado alguna vez del escepticismo.

D. José Flores Laguna obtuvo autorización para formar un Orfeón en aquella misma sociedad, y a inscribirse en él acudimos unos sesenta jóvenes, que por la simpatía que inspiraba el carácter bondadoso del maestro y por las amistades que entre nosotros trabamos los coristas se constituyó poderoso y fuerte.

Entre todos descollaba Tomás González Morago, por varias circunstancias, y principalmente por su inteligencia, a la par que por la mezcla extraña de actividad e indolencia de que alternativamente se hallaba poseído. Contribuía a esa superioridad su posición: era grabador, tenía su tallercito en el portal de la casa No. 8 de la calle del Caballero de Gracia y vivía en un cuartito interior del patio. Gozaba de gran independencia: trabajaba sin prisa, alternaba su labor con la conversación, y a veces pasaba días enteros en la cama entregado a un sueño soporífero del que no le sacaban ni su paciente mujer, ni sus amigos, ni los compromisos que pudiera tener con su trabajo. Su taller era el punto de reunión de todos sus amigos desocupados, y allí, constituidos en sesión permanente, se trataba de cuanto apasionaba de momento. Con todos amable y condescendiente, a todos excedía en inteligencia y subyugaba con la fogosidad de su imaginación y la grandiosidad de sus concepciones. Si a su inteligencia y a su imaginación hubiese correspondido en talento organizador para dar forma práctica y viable a un pensamiento de aquellos que, basados en la inteligencia y en la voluntad, se desenvuelven en el tiempo e influyen poderosamente en la sociedad, nadie en mejores circunstancIas que Morago para haberle practicado, porque llegó a alcanzar gran prestigio entre sus jóvenes amigos, los cuales hubieran podido constituir un apostolado decidido a todo. Por desgracia era una contradicción permanente: lo que he dicho de su actividad y su pereza puede decirse de las alternativas de su idealismo y de su escepticismo. Como idealista rayaba en lo sublime, y cuando mas elevado se manifestaba transportado por la mas amplia concepción de la justicia en la sociedad y de la fraternidad humana, súbitamente se desempeñaba en el escepticismo más desesperante. Sin duda en él dominaba la imaginación al pensamiento el arte a la razón, y cuando veía a Ios que le escuchaban esforzarse penosamente por seguirIe sin lograr conseguirlo, antes por el contrario, por sus dudas y objecIones se mostraban torpes e incapaces, su genio de artista se rebelaba contra la fealdad moral de sus contradictores mostrándose escéptico tal vez por sarcasmo. Así le vimos en el Orfeón trabajar como uno de sus más entusiastas organizadores al mismo tiempo que enviaba anónimos al maestro poniendo de relieve faltas, defectos y palabras, a la vez que ridiculizando a los individuos, para darse el gusto de reirse a costa de los que dirigían amenazas al ignorado autor de los anónimos. Esa misma conducta siguió después, movido por la idea de burlarse de los que juzgaba demasiado pequeños para realizar cosas grandes.

El mismo refería a sus amigos algunos episodios importantes de su vida, que puede decirse le retrataban de cuerpo entero: era su padre católico ferviente y entusiasta carlista. Respecto de las ideas políticas se emancipó por completo de la influencia paterna con el trato de los amigos; no así de las religiosas, puesto que surgió gran lucha en su inteligencia entre el dogma y sus dudas. Esta situación de ánimo le llevó a cometer ciertas extravagancias hasta dar en la fe del ateo, ya que no pudo conseguir la del cristiano. La popularidad del famoso P. Claret le decidió un día a confesarse con él, presentándose como un hereje a su pesar, toda vez que sus errores provenían más de su inteligencia que de su voluntad. De tal modo expuso sus dudas ante el obispo de Trajanópolis in partibus infidelium, que éste pareció más dispuesto a atraérsele por la ambición que a persuadirle por la fe, invitándole a estudiar teología y hacerse cura, para lo cual le facilitaría los medios, y dado su talento podría llegar a ocupar lugar preeminente en la Iglesia. A esta proposición contestó Morago levantándose, y repitiendo estas palabras del Evangelio: ¡Apartate, Satanás, me eres escándalo! salió a la calle dejando corrido al confesor.

Tal es la semblanza que, sólo con el auxilio de mis recuerdos, me ha sido dable hacer del Fomento de las Artes, sociedad pacífica, escéptica y burguesa en la actualidad según mis informes y lo poco que da que hablar; pero alegre, animosa y entusiasta en aquellos años en que la presidieron Aguilar, Abascal y León, tenía fresco el recuerdo de su antecesora La Velada de los Artistas y bullían en ella elementos tan ricos de vida y de energía como los iniciadores del Proletariado Militante.


Notas

(1) En carta dirigida a Salmerón, con fecha 3 de noviembre de 1871, felicitándole por su discurso en defensa de la Internacional y aludiendo a ciertas frases del mismo, don Fernando de Castro dice de si propio que ha perdido la virginidad de la fe; pero que ha ganado, en cambio, la maternidad de la razón y una nueva creencia en Dios, y que, después de las fatigosas horas que preceden a todo alumbramiento, vive hoy la vida de la conciencia con fuerzas antes desconocidas, y en medio de un bienestar moral tan tranquilo, plácido y sereno, que ni la duda le atormenta, ni la calumnia le contrista, ni el fin de la vida le preocupa.

Índice de El Proletariado Militante (Memorias de un internacionalista) de Anselmo de LorenzoIntroducción de Anselmo LorenzoSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha