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LA REORGANIZACION DEL PARTIDO LIBERAL

Inutilidad de los viejos caudillos

Desde que el general Díaz, con la espada enrojecida por la sangre de sus conciudadanos, escaló la primera magistratura de la nación, el Partido Liberal sufre en México la más implacable y encarnizada de las persecuciones. Díaz, que no tuvo nunca otro anhelo que el de satisfacer sus personales ambiciones, que el de imponerse y tiranizar, vió en el Partido Liberal un serio obstáculo para sus planes de opresión, y dedicó tanto sus energías como sus astucias a debilitar y destruir ese partido, cuyos ensueños de democracia pura no podrían coexistir con las tendencias monárquicas del falaz motinero de Tuxtepec.

La energía del insipiente dictador se tradujo en ferocidad y la astucia en corrupción. A los honrados, los suprimió, a los dúctiles, los compró. Y así fue como el pueblo liberal vió desaparecer a sus caudillos o a los que hubieran podido serio, y lloró indignado sobre la tumba de los mártires, y se alejó, con la amargura en el alma, de los que cobardemente lo traicionaron.

Los conservadores y los tránsfugas del Partido Liberal fueron llevados por el autócrata a los puestos públicos; el clero fue cómplice de la dictadura y compartió su poder; la brutal acción desorganizadora de la tiranía cayó sobre los liberales que no transigieron ni se humillaron, y ante la dolorosa perplejidad del pueblo, que se encontró aislado, sin directores, sin caudillos, el dictador se sintió satisfecho y creyó haber triunfado definitivamente sobre todos los elementos viriles y sanos de la nación.

La profunda decepción del pueblo lo condujo al escepticismo en política; el escepticismo lo hizo indiferente y la indiferencia lo hizo abyecto. No tuvo él la culpa; él, antes de abismarse en el escéptico indiferentismo de los esclavos resignados, esperó ansiosamente que la voz prestigiada de sus antiguos jefes lo llamara a la defensa de la patria. Pero esa voz no vibró; una cobardía desmesurada sellaba todos los labios y doblegaba todas las frentes; la dignidad desaparecia bajo una avalancha de oprobio; y ante el trono del dictador, confundidos con los más viles lacayos, enlodaban sus prestigios y sus laureles los antiguos patricios y los héroes, ignominiosamente sometidos.

Antes que el pueblo fueron abyectos sus caudillos: ellos le dieron ejemplo de cobardía, de ductilidad, de servilismo; ellos lo decepcionaron y engendraron en él esa indiferencia política que lo llevó a la más absoluta servidumbre; ellos son los culpables de que la dictadura se haya robustecido y de que el Partido Liberal se haya desorganizado hasta tal punto que se le ha podido juzgar desaparecido para siempre.

Ha sido un inmenso error del pueblo su ilimitada confianza en ciertos hombres que alguna vez merecieron su cariño y su aplauso, pero que más tarde se han envilecido, haciéndose acreedores al desprecio. Largos años ha gemido el pueblo en la esclavitud, sin intentar siquiera sacudirla, esperando que esos hombres le señalen el camino de la redención; esperando que esos antiguos luchadores enarbolen, como en otros tiempos, la bandera de la libertad. Y han corrido seis lustros de tiranía, y se ha presentado el problema de la sucesión del dictador actual y ha llegado a ser urgente la necesidad de preocuparse por el porvenir de la nación, sin que los héroes y los patricios del pasado salgan de su catalepsia vergonzosa, sin que pronuncien una palabra de aliento esas esfinges mudas de terror, sin que resuciten a la dignidad y al civismo esas momias que yacen envueltas en el sudario de sus manchadas glorias.

Es preciso ya convencerse de que nada debe esperar el pueblo de sus antiguos caudillos. En treinta años de sumisión a la dictadura han probado suficientemente su irremediable degradación y han perdido por completo su autoridad.

Para trabajar por el bien de la patria no debemos esperar ni su iniciativa ni su apoyo, que si en ellos siguiéramos confiando y si imitáramos su conducta, tendríamos que contemplar impávidos, sin preparamos y sin fortalecemos, la aproximación de la muerte del dictador, que será la señal de la revuelta de los campos nacionales.

Debemos trabajar los liberales, sin preocuparnos porque figuren o dejen de figurar en nuestro partido hombres que en otro tiempo tuvieron un prestigio que no han sabido conservar. Hagamos abstracción de esas glorias inútiles, y los que anhelamos el triunfo de la democracia, los que deseamos que un régimen de libertad y de orden constitucional suceda a la presente dictadura, unámonos, reorganicemos el Partido Liberal y preparémonos para impedir en el futuro el entronizamiento de Ramón Corral o de cualquier otro tirano. No importa que seamos obscuros, si somos honrados; no importa que carezcamos de gloriosos timbres, si abundamos en buena voluntad para servir a la patria. Lo que urge es constituir el Partido Liberal y para eso no se necesitan próceres; bastan los ciudadanos.

En un número anterior de nuestro periódico explicamos la necesidad de esta reorganización de nuestro partido y expusimos las ventajas que de ella obtendrá la patria en un futuro no lejano. Hoy continuamos sosteniendo que es urgente dar principio a los trabajos de reorganización, y para enseñanza de los que todavía esperan la reaparición imposible de sus viejos caudIllos, hemos querido mostrar lo pernicioso que ha sido para nuestro pueblo el rendir fervoroso culto a determinadas personalidades, cuyos antiguos méritos no negamos, pero cuya degeneración presente no podemos desconocer.

No debemos ya esperar: debemos obrar. De día en día se aproxima el desenlace de la dictadura, que puede estar más cercano de lo que suponemos, y para entonces, si queremos verdaderamente ser útiles a la patria, necesitamos los liberales estar unidos, tener organización, tener fuerza, constituir un partido que legítimamente represente las aspiraciones de la nación y sea una garantía de que se lucha puramente por principios.

Nuestra insistencia sobre lo urgente que consideramos la reorganización del Partido Liberal, se debe a la importancia intrínseca del asunto; pero no significa en modo alguno que nuestros correligionarios hayan permanecido indiferentes a nuestra anterior iniciativa. Nuestra iniciativa -lo decimos con verdadera satisfacción- ha sido acogida mejor de lo que esperábamos, y con la aprobación calurosa de ella, hemos recibido proposiciones honrosÍsimas que agradecemos profundamente, pero que no podemos aceptar mientras no expresen la opinión de la mayoría de nuestros correligionarios.

Confiamos en que esa opinión nos será conocida muy pronto, y fundamos nuestra confianza en el interés con que vemos a nuestros correligionarios preocuparse por los destinos futuros del pueblo mexicano.

Vemos florecer por todas partes, cada vez más robusto y vigoroso, el anhelo de libertad; vemos renacer el civismo con poderoso empuje: vemos romperse el hielo de la indiferencia política y alentamos la seguridad de que nuestro llamamiento a la unión será atendido por los buenos patriotas.

¡Adelante, pues! A unirnos, a organizamos, a fortalecernos para la irremisible lucha que se avecina ... y mañana, cuando el despotismo haya caído, cuando sobre los escombros de la tiranía se yerga la República triunfante, recogeremos, con satisfacción y legítimo orgullo, los frutos preciados de la fraternidad liberal.

(De Regeneración, No. 20 del 18 de marzo de 1905).

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