Índice de El programa del Partido Liberal Mexicano de 1906 y sus antecedentes Recopilación y notas, Chantal López y Omar CortésArtículo anteriorEscrito siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

MANIFIESTO

La Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano A la Nación

MEXICANOS:

En nombre de la patria oprimida, que reclama para su redención el esfuerzo de sus buenos hijos, venimos a llamar a vuestros corazones de patriotas, con el ansia de despertar en ellos aquellas hermosas y legendarias virtudes ciudadanas que en tiempos mejores os animaron para conquistar las libertades que habéis perdido y las glorias que habéis dejado empañar. No pueden haber muerto en vuestro corazón los sentimientos patrióticos que en otro tiempo lo inflaron. Vosotros los que tantas veces habéis hecho morder el polvo a los tiranos, los que habéis hecho flamear el estandarte de la libertad sobre las ruinas de tronos y dictaduras, no permaneceréis indiferentes ante las actuales desventuras de la patria ni será para vosotros esclavitud irredimible la opresión con que hoy os agobia el más infame y odioso de los déspotas.

Vosotros reaccionaréis. El sopor que os envolvió después de vuestras épicas fatigas, dejandoos a merced de los tiranos, se disipará al grito de ¡alerta! de vuestros hermanos que vigilan, y una vez más, estremecidos a la vibración de un verbo de libertad y de justicia, emprenderéis como siempre la lucha a que os provoca el despotismo y a que os impele el deber.

MEXICANOS:

La necesidad imperiosa de batir y derrocar al despotismo antes de que cause mayores y quizá irremediables males a la patria, reclama vuestro esfuerzo. Prestadlo decididos; haceos acreedores al honroso título de buenos ciudadanos; agrupaos bajo la bandera inmaculada del Partido Liberal, y unidos, organizados, fuertes, combatid sin vacilaciones por salvar a vuestro país de los infortunios y de las ignominias que arrojan sobre él la tiranía. Nosotros estamos a vuestro lado, con vosotros luchamos, y ya que ahora no se levanta otra voz más autorizada, levantamos la nuestra y nos atrevemos a señalaros los derroteros para llevar a cabo esa campaña organizadora y eficaz a que os llamamos.

Observad la situación del país; meditad si son apropiados los medios de lucha que vamos a proponeros, y resolved si los aceptáis o los rechazáis. Confiamos en que vuestra resolución no será inspirada en el egoísmo o la cobardía, sino en el patriotismo puro y desinteresado, teniendo en cuenta que nuestras palabras no son dictadas por otro móvil que por el anhelo ardiente de servir a nuestro país.

Desolador es el cuadro que presenta la patria después de treinta años de espantosa tiranía. Tras la muerte de Juárez y el ostracismo de Lerdo de Tejada, tras la desaparición, por causas diversas, de esos dos sostenedores titánicos de la democracia implantada en México con la Constitución de 57, cayó sobre la patria desamparada, como sobre tierra de conquista, la horda famélica y salvaje de los motineros tuxtepecanos. Después de algunos años de gobierno civil, que comenzaba a encauzar a la nación por vías de verdadero progreso, de educación cívica y de ilustración popular, el país volvió a agitarse con una convulsión morbosa, inesperada ya en tal época. Era el nefando pretorianismo, esa inacabable gangrena de nuestro ser social, que humillado algún tiempo por los hombres de ley, se levantaba contra el último de ellos, contra el más tolerante, contra el más pacífico, contra Lerdo.

El pretorianismo sublevado tuvo un caudillo digno de aquel crimen: no podía ser ni el más honrado, ni el más glorioso, ni el más patriota; fue simplemente el más ambicioso, el más audaz, el más vil: fue Porfirio Díaz, que después de haber amargado los últimos días de Juárez, pagó el más generoso perdón de Lerdo con la más criminal de las rebeliones.

Con el acero tinto en sangre hermana, llegó a la presidencia de la República ese caudillo de la infamia, y al empuñar las riendas del gobierno -objeto único de sus ambiciones- arrojó descaradamente lejos de sí la bandera con que se había levantado y en la cual, para engañar a los incautos, había hecho grabar estas frases que resultaron un amargo sarcasmo: Abolición del timbre, sufragio libre, no reelección.

Con estos principios y tales antecedentes, se formaron los cimientos de una dictadura que lleva ya cerca de seis lustros de pesar sobre nosotros. Desde sus comienzos está manchado el que llamamos gobierno tuxtepecano. La actual tiranía no es, como lo cree la superficialidad, una degeneración de ideales puros; Porfirio Diaz no tiene ningún mérito de haber sido alguna vez honrado y patriota y de haber degenerado por las circunstancias y los tiempos. Fue siempre un ambicioso, con ambición desmesurada que para entronizarse aceptaba todos los medios, hasta los infames. Infame fue ensangrentar el suelo patrio para substituir en él la República por la dictadura; infame fue levantar un motín canallesco al amparo de la tolerancia extremada de un gobernante que merecía tanto respeto como el que tuvo con los derechos de su pueblo.

Con Juárez y Lerdo la nación progresaba, pero en 1876, Porfido Díaz, con esa mano férrea de que hablan propios y extraños, la obligó a detenerse primero, y después a retroceder. Recibió el impulso, nos lanzamos hacia atrás en abierta carrera, y hoy nuestro descenso es ya vertiginoso, ciego, como si fuésemos arrastrados por un derrumbamiento sobre un abismo. No supimos mantenemos en la cumbre que tanta fatiga costó escalar, no supimos vivir en la democracia, en la República, bajo la ley, y retrocedimos a los tiempos de los cuartelazos, y de las dictaduras. Sólo que el úlbimo cuartelazo nos fue más funesto que ninguno y la última dictadura está ya a punto de asfixiarnos irremediablemente.

¿A qué punto hemos llegado en nuestra vergonzosa caída?

¿En qué situación nos encontramos? ¿Podemos todavía redimirnos y vamos a descender más aún y a hundirnos para siempre en mayores oprobios y más negros infortunios?

Nuestra situación es ya bastante sombría para que no hagamos un esfuerzo por remediarla. No habrá corazón mexicano que no se sienta oprimido ante el doloroso espectáculo de las desventuras nacionales.

Pretendemos engañarnos nosotros mismos llamando República a nuestro infortunado país, pero vivimos bajo un absolutismo más feroz que el universalmente anatematizado de los zares de Rusia. Nosotros mismos maldecimos a esos lejanos opresores y nos dolemos del pueblo que lo sufre, pero no maldecimos al opresor nuestro ni nos dolemos de nuestra propia desgracia. Celebramos las derrotas del imperio moscovita por un enemigo más pequeño; sabemos, por qué toda la prensa lo dice, que el enorme imperio es débil por su corrupción interior, por su mal gobierno, por el despotismo que lo tiene agobiado, y no consideramos que México está en iguales condiciones, que la tiranía con sus corrupciones nos debilita y que estamos expuestos, como todos los países oprimidos a ser fácil presa de los grandes pueblos libres.

Cosa extraña, y sin embargo explicable, -es que pensamos más en Rusia que en nosotros. Del tirano moscovita habla la prensa con verdad e independencia, pero no así del opresor de México, que, más tartufo y malvado, tiene el cuidado de subvencionar en todo el mundo periódicos que lo adulen.

Nos pagamos de palabras. Quizá si Podirio Díaz se prociamara rey y se hiciera coronar, no lo toleráramos en el poder; en cambio parece tenernos sin cuidado que obre como el monarca más absoluto, con tal que se llame presidente.

Deberíamos fijarnos más en los hechos que en la apariencia, más en el fondo de las cosas, que en el nombre caprichoso que se les dé.

No existe en México más ley que la voluntad del dictador, cuyos caprichos por absurdos o perjudiciales que sean, se consideran decretos inapelables. Todas las facultades, todos los poderes, todos los derechos, están reunidos en manos del dictador. Fuera de él, nadie tiene en México, ni funcionarios ni ciudadanos, derechos, autoridad o facultades propias. Ya por sí es odioso este monopolio del gobierno por un solo hombre, pero más odioso aparece en un país como el nuestro, en que las leyes tienen perfectamente señalada la esfera de cada funcionario público. ¡Sería preferible destruir por completo nuestro código fundamental, a conservar ese monumento de la grandeza de otros tiempos sólo para burlarlo y encarnecerlo!

No se ha atrevido, sin embargo a hacer tal cosa el autócrata de México, quizá sólo porque le ha faltado el valor de otros tiranos para hacerlo francamente, o quizá porque nos conoce a los mexicanos y sabe que toleramos los ultrajes de hechos, con tal que se guarden ciertas formas. No ha suprimido, pues, la Constitución de 57; conserva el aparato republicano, las cámaras legislativas, los tribunales, los municipios, etc., pero vulnera a cada paso la ley suprema, deshonra el republicanismo al convertirlo en indigna farsa, y mancha los cuerpos legislativos, judiciales y municipales, formándolos con asquerosos lacayos. ¡Y nos contentamos con que se nos oprima bajo formas republicanas!

¡Parecemos satisfechos con que una tiranía efectiva ultraje a la democracia, y la tome como disfraz, para mayor ludibrio de la libertad! Nos duele que se viole la democracia pero nos consuela que se la mofe. Tal vez a una opresión menos hipócrita, aunque fuera también menos brutal que la que hoy sufrimos, no la hubiéramos soportado con esa impasibilidad con que hemos dejado que nos triture una tiranía disfrazada con el manto de la República.

Los ministros de Porfirio Díaz no son hombres aptos para el desempeño de sus respectivos cargos. Los que no son idiotas, apenas llegan a medianías, pero todos tienen el triste mérito de la sumisión absoluta al dictador, y su bajeza moral es la que les ha procurado su elevación política.

No son los colaboradores de una obra patriótica, sino los cómplices de un crimen. Mariscal, después de haberse sentado entre los hombres gloriosos del constituyente, secunda hoy al opresor de México en ese extranjerismo repugnante, que si ha producido alabanzas y condecoraciones al mendicante dictador, ha causado serios perjuicios al bien efectivo y al decoro de la patria. Las cuestiones de Belice y Fondos Piadosos, la concesión de Pichilingue, las cobardes complacencias con Guatemala, el yankismo llevado hasta el extremo de negar la historia: todo esto, si más no hubiera, bastaría para enlodar los cacareados prestigios del ministro de Relaciones.

La hacienda está en manos de Limantour, financiero hábil para enriquecerse y proporcionar buenos negocios a sus amigos, al mismo tiempo que extorsiona a los contribuyentes y arroja sobre la nación la carga de enormes y repetidos empréstitos. El extranjero Limantour, hijo de padres franceses, desdeñoso para nuestro país y que no tuvo la ocurrencia de hacerse ciudadano mexicano sino hasta la edad de cincuenta años cuando comenzó a soñar con la presidencia, ha sido útil al dictador, salvándolo de la bancarrota a que estaba condenado por su mala administración, con empréstitos y combinaciones diversas; pero ha sido perjudicial al país porque lo ha comprometido peligrosamente para el porvenir. Un ministro honrado hubiera dejado naufragar a la dictadura antes que arruinar a la nación; Limantour ha salvado al despotismo comprometiendo al país, y su nombre será maldecido con el del autócrata cuando se haga completa luz en la historia de esta época sombría. Ramón Corral vicepresidente a la vez que ministro, ha sido un aventurero audaz que, predestinado a la galera o al patíbulo, ha podido burlar su destino, gracias a que en México están hoy invertidas las leyes y gozan los bellacos de privanza, mientras los hombres honrados sufren persecuciones y amarguras. En Sonora despojó a los indios yaquis de sus terrenos y luego les hizo la guerra para lucrar con ella. Sus raras aptitudes para el crimen deslumbraron al dictador que lo llamó a la capital y lo colmó de honores, nombrándolo hasta heredero de la silla presidencial. La labor de Corral como ministro se reduce a la expedición de unos cuantos reglamentos ridículos, con pretensiones de moralizadores, que están en abierto contraste con el público y notorio libertinaje del aventurero encumbrado. Justino Fernández, que no sabemos por qué lamentable casualidad, fue, como Mariscal, constituyente, ha llevado la prostitución de la justicia hasta un grado intolerable. Lleno él mismo de vicios y degeneraciones, no es extraño verlo servir de instrumento para muchas infamias y muchas persecuciones. Sus canas de octogenario están manchadas con todas las deshonras. BIas Escontría, después de haberse distinguido en San Luis Potosí, persiguiendo brutalmente periódicos y clubes liberales, ha ocupado un lugar entre los lacayos favoritos del autócrata. Procura beneficiar a su amo, pero no al país. Entregado a los frailes, servil con los extranjeros, complaciente con sus amigos los clericales, aborrece al pueblo y es una rémora para la prosperidad de la nación. Ramo tan importante como la instrucción pública, depende de Justo Sierra, que subió al ministerio lamiendo las plantas del déspota. ¿Qué educación puede dar a un pueblo quien tiene por norma de conducta el servilismo? Justo Sierra podrá formar esclavos para futurás tiranías, pero nunca ciudadanos capaces de servir y defender a su patria. Leandro Fernández es una momia inútil a la cual no llegan los clamores de un público desesperado por los abusos de las compañías ferrocarrileras yanquis, que se entregan, insolentadas a los mayores desmanes. Puede el público reclamar amparo para su vida y sus intereses: el ministro momia, fiel a la consigna del dictador, no pondrá ningún remedio, para no atentar contra la inviolabilidad de los yanquis. En guerra está González Cosía, que como imbécil se haría perdonar, si no fuera también malvado.

Tales son los lacayos favoritos del dictador, que tienen más de lacayos que de favoritos; tales son los encargados de los más importantes ramos del gobierno.

Las cámaras, ese santuario augusto del pueblo en las verdaderas democracias, sólo sirven a nuestro país como pretexto para que el tirano mantenga una falange de eunucos a costa del erario público. ¿Para qué mencionar a los que hoy deshonran la representación nacional? Con pocos epítetos se les designa a todos. Hablad de abyectos, de cobardes, de viles, y hablaréis de las cámaras de México, repletas de corrupción, degradadas, hediondas. En ellas no vibra la voz del Pueblo, sino las consignas del tirano, ante las que doblan la frente cientos de hombres que mejor debían llamarse esclavos. Un esclavo no es hombre, dijo con justicia una célebre mujer.

Los tribunales de justicia son mercados de favores; el magistrado es un comerciante; la judicatura un gremio de explotadores. La ley se desprecia, y el oro es el que determina los fallos de los jueces. La conciencia ha desaparecido.

Y sobre ese mercado indigno, sobre esa turba de negociantes de toga, se cierne la consigna del dictador, ley suprema de los siervos que están en los puestos públicos. La Suprema Corte de Justicia de la Nación es quizá la más deshonrada. Ella tiene que resolver los asuntos más importantes, y por tanto, sus fallos injustos tienen consecuencias más graves.

Pero esta consideración nunca ha detenido a sus miembros para obedecer una consigna infame del dictador o para venderse a los particulares.

De las leyes de Reforma, como de la Constitución, no quedan sino el nombre y el recuerdo. El clericalismo, combatido y casi dominado por Juárez y Lerdo, ha vuelto a robustecerse a la sombra de Porfirio Díaz. Los gobiernos republicanos lo rechazaron; la dictadura lo acogió. Aquellos buscaban el bien de la patria, y procuraron aplastar a la falange negra y traidora, sedienta de oro y de poder; la dictadura busca su propio beneficio, y toma como aliados a los frailes, que tienen la misión de embrutecer y hacer abyectos a los pueblos, y de preparar el campo maldito en que han de fecundar las tiranías.

No hay déspota que no lleve una escolta de sotanas, porque no hay tiranía que no necesite como base la ignorancia del pueblo. Los pueblos que creen que cualquier fraile prostituido es un representante de Dios, bien pueden creer que cualquier soldado ambicioso es un admirable gobernante. El fanatismo, las supersticiones, el terror a los castigos eternos a la esperanza imbécil de la gloria celestial, hacen a los hombres y a los pueblos impotentes para buscar la felicidad en la tierra y para sacudirse los yugos que los audaces quieran imponerles. Se es cobarde ante la opresión, con el pretexto de acatar la voluntad de Dios. Se tiene abyecta resignación ante el crimen, porque se considera inútil -así lo dice el fraile- oponerse a lo que Dios ha dispuesto. Y es la religión, religión de cobardías y abyecciones, religión de eunucos, la que arroja a los pueblos, después de robarlos, a morir bajo el látigo y el grillete de los opresores.

Es pues, natural, que la dictadura haya tendido la mano al clericalismo humillado por los gobiernos democráticos, y que el clericalismo contribuya al sostenimiento de la dictaduta. El pueblo es la víctima que ambos explotan por igual, es la presa que ambos devoran en complicidad infame, en espantosa armonía, ayudándose a conservarla, poniendo cada quien sus medios para que no se les escape de las garras.

La dictadura pone su fuerza, exhibe sus bayonetas, sus cárceles, sus esbirros; el clero pone su labor tenebrosa, siembra ignorancia, intoxica abyección y en nombre de Dios y del infierno, demanda resignación porcina ante todas las miserias y ante todos los dolores.

Porfirio Díaz es incensado por los clericales. Para la prensa conservadora no ha habido mejor gobierno que la actual tiranía. Ni el pirata Maximiliano satisfizo tanto a los clericales como el dictador de ahora, lo que prueba que, en esencia, el imperio del Habsburgo era más liberal que la República de Díaz. Los conservadores tienen razón en alabar al tirano. Este les ha devuelto sus prerrogativas y les ha permitido recuperar las riquezas que perdieron, dejándolos violar a su antojo las leyes de Reforma. El país está inundado de frailes, los conventos vuelven a levantarse; los curas vuelven a ser influyentes e inviolables y hacen alarde de escandalosa corrupción, sin recibir el castigo que merecen.

Son los protegidos del gobierno, de un gobierno que por hacer traición a la República, llegó a tomar bajo su amparo al mÍsmo Leonardo Marquez, el execrado asesino de la reacción. Los más conspicuos clericales están en los puestos públicos; los traidores, repudiados por las administraciones honradas, han sido recibidos por Díaz con los brazos abiertos, y toman parte en la orgía tuxtepecana.

La dictadura es clerical, y no podía menos que serlo, puesto que frailes y opresores siempre se dan la mano para arruinar a los pueblos.

En las vociferaciones vulgares de sus proclamas revolucionarias, acusaba Díaz a Lerdo de atentar contra la soberanía. de dos o tres Estados. ¿Qué diremos nosotros ahora que todos los Estados han perdido su soberanía?

El hombre que proclamó la rebelión porque creyó ultrajada la soberanía de dos o tres Estados, tiene ahora implantado el más abrumador centralismo. Sus mismas biliosas palabras del 76, podrían hoy servimos para atacarlo, pero preferimos decir algo de más fondo que las pedestres y vacías declamaciones con que el falso demócrata tuxtepecano acusaba a un gobernante que había de ser absuelto y glorificado por la historia.

Los gobernadores de los Estados en la actualidad, son simples lacayos de Porfirio Díaz, que, para encumbrarlos, no les ha exigido sino dos cualidades: sumisión incondicional a la dictadura y carencia hasta del más ligero escrúpulo para tiranizar. Todos los gobernadores llenan las condiciones exigidas: son obedientes como un perro para con el dictador, y feroces como un tigre para con el pueblo. Darlos a conocer uno por uno, publicar su historia, sus crímenes, sus corrupciones, sería imposible en las dimensiones del presente manifiesto. Pero por lo que la prensa independiente publica desde hace años, tenemos lo bastante para saber que el dictador ha colocado al frente de todos los Estados, a hombres de la más ínfima escoria, aventureros, antiguos salteadores, soldados de ocasión, seres, en suma, ignorantes, rudos, casi primitivos, propios para ser instrumentos ciegos de una voluntad superior. Hay también algunos que parecen ilustrados y hasta tienen títulos profesionales, pero tal circunstancia resulta a la postre agravante, porque éstos, como los primeros, son igualmente ciegos para obedecer y brutales para oprimir.

Estos tiranuelos, con la condición de servir bien al autócrata, tienen garantizada la impunidad para cometer toda clase de crímenes y atentados, y a su vez garantizan esa impunidad a sus inferiores a cambio de igual sumisión. Por eso en México los individuos investidos de alguna autoridad, abusan de ella hasta lo inaudito, roban, matan, violan, sin la menor responsabilidad, y por eso el pueblo gime miserable y azotado, mientras la tiranía se yergue floreciente. Los opresores, ligados del primero al último por el lazo de complicidades, de servicios mutuos y mutuas complacencias, reinan fácilmente por su solidaridad inquebrantable, sobre el pueblo desunido y disperso.

Las legislaturas y los tribunales de los Estados los integran lacayos a gusto de los respectivos gobernadores, y las designaciones que éstos hacen son conocidas y aceptadas o reformadas por el autócrata. Hasta los más humildes municipios son constituidos a capricho del gobierno y no por elección popular.

¿Cuáles han sido las consecuencias sociales de semejante género de gobierno? Cualquiera las ve y las palpa. Son: miseria pública, ignorancia popular, abatimiento general, lo suficiente para que el más optimista confiese que estamos en el colmo de la ruina. Ruina, sí, ruina espantosa que si es negada por la dictadura para seguimos engañando, debe ser reconocida por nosotros para buscar el modo de remediarla. ¿Somos acaso un pueblo ilustrado, rico, formado por ciudadanos ejemplares? No lo somos, y debemos confesarlo lealmente aunque la confesión nos amargue los labios; no lo somos es verdad, pero podemos serlo si lo procuramos con viril decisión. La contemplación de nuestros infortunios, lejos de abatimos, debe damos aliento para la lucha por la redención, lucha que debemos ya emprender; porque si la retardamos hasta que una desesperación suprema nos impulse a ella, tal vez sean estériles nuestros esfuerzos, tal vez miremos dibujarse en el horizonte pavoroso estas desconsoladoras palabras: ¡es tarde!

La ruina crece de día en día, nos aplasta, nos ahoga. El reducido grupo de los que oprimen y explotan, extrema cada día más su crueldad y su ambición, insolentado por la impunidad en que lo ha dejado el pueblo durante treinta años.

El esclavista, el encomendero, el señor feudal de otros tiempos resucitan al calor de la dictadura, y esos anacronismos horribles se multiplican, desafiando la civilización y las luces del siglo XX.

No puede darse división territorial más imperfecta que la de México. Allí encontramos que un hombre solo, tiene acaparadas extensiones inmensas de terreno que ni cultiva ni deja libre para que otros lo cultiven. Y menos mal si esta imperfección dependiera de antiguas raíces, de pasados malestares que simplemente hubieran quedado sin corregirse.

No es así: en gran parte, la culpa corresponde a la época de Porfirio Díaz y la rapacidad de sus parciales. El dictador, para premiar a los que lo ayudaron a encumbrarse, les regaló, sin método ni cuidado, enormes porciones de terrenos baldíos, disponiendo para fines particulares de los bienes de la nación. Los favoritos del tirano, no contentos con la adquisición, aumentaron su propiedad despojando a sus colindantes, y aquellos de los favoritos que no obtuvieron tierras en el primer reparto, buscaron a quién despojar y se apoderaron descaradamente de ajenas propiedades, con el apoyo de autoridades fieles al dictador. Como siempre, las víctimas de estos despojos, fueron de la clase más humilde y más desamparada. Muchos indígenas, que poseían pequeños terrenos desde tiempos inmemoriales, fueron robados y lo siguen siendo, en provecho de los eunucos de Díaz. La pequeña propiedad, tan benéfica a los pueblos, ha ido desapareciendo en México, devorada por los acaparadores.

La mejor prueba de que la dictadura ha producido tal estado de cosas es que todos los tuxtepecanos que hoy tienen grandes propiedades no las poseían antes de la caída de Lerdo. Son ricos improvisados; sus fortunas se levantaron en un día, por el robo brutal y no por el dilatado esfuerzo del trabajo. Así han llegado a ser poderosos capitalistas los funcionarios de esta época, cuyas riquezas representan la ruina de muchos pequeños propietarios y la desaparición de muchas fortunas modestas. El volumen de la riqueza criminalmente acaparada por los funcionarios desde Díaz hasta los últimos caciques, es enorme. Si esa riqueza hubiera quedado entre los antiguos poseedores y hubiera seguido su evolución natural, expansiva, en vez de ser encaminada forzosamente hacia un solo punto (el bolsillo de los tiranos), los que hoy la disfrutarían, no serían unos cuantos bandoleros, sino millares de ciudadanos que con su prosperidad personal, formarían la de la nación.

En México el trabajo es profundamente despreciado, porque no se le considera factor de la riqueza. Se considera mejor y más fácil enriquecerse por medio del poder, robando a los demás, que trabajando. Las clases trabajadoras han quedado reducidas a una condición espantosamente miserable, la tiranía las priva de todos los derechos, las hace ignorantes y miedosas, las convierte en turbas de ilotas desamparados. Entonces viene el capitalista, amigo del gobierno, y toma a su servicio a esos parias, a veces sin pagarles y a veces pagándoles ínfimos jornales por su trabajo. ¿Qué hace el paria ante la odiosa explotación que sufre, qué hace cuando el poder y el dinero se coaligan contra su debilidad y su pobreza? Se somete, se resigna a vivir como víctima, y va almacenando en su pecho amarguras inmensas que tarde o temprano tienen que estallar.

Todos los capitalistas, con rarísimas excepciones, son amigos de la dictadura o imitadores de su rapacidad. No hay labor en que el trabajador mexicano sea siquiera regularmente pagado. En todas partes se roba; en la mina, en la fábrica, en el campo. Trabaja doce horas o más por jornales de setenta y cinco centavos y mucho menos. Y por feliz se daría si percibiera íntegro el jornal que tiene asignado; no percibe sino una parte de él, porque las compañías para las que trabaja, le deducen de sus míseros alcances un tanto por ciento para infinidad de cosas inútiles: para un médico que nunca les sirve, para el culto católico que los embrutece, para tal o cual fiesta en que no se divierten, etc. También les deducen lo que deben a la tienda de raya, que siempre es demasiado, pues en esa tienda se les cargan a precios elevadísimo s los peores efectos. Es muy frecuente que los trabajadores, después de una semana de privaciones y fatigas, todavía resulten adeudados con sus explotadores.

Hay partes en que a todos estos males, se agrega el de no hacer los pagos con moneda corriente, sino con boletas que representan cierta cantidad y sólo son aceptadas en la tienda de raya a cambio de pésimas mercancías. El trabajador que necesita dinero en efectivo -y no hay quién deje de necesitarlo-, sólo puede procurárselo dando sus boletas con descuentos enormes, que representan una gran pérdida para sus insignificantes haberes. En resumen, el jornal del trabajador con ser demasiado bajo, se reduce hasta lo más ínfimo con tantas contribuciones, descuentos, y deudas, que son verdaderos latrocinios.

Las tiendas de raya han arruinado a multitud de comerciantes establecidos en las cercanías de las fábricas o en los minerales. Las grandes negociaciones pagan a sus obreros por semanas, quincenas, y aún mensualidades vencidas y los obliga así a pedir fiado lo que necesitan para vivir.

Las tiendas de raya fían, en la seguridad de no perder, pues la misma negociación descuenta a los operarios, el día de pago, lo que adeudan a la tienda. Poco o nada alcanzan los trabajadores, después de las deducciones de costumbre, y por tanto, aunque el comercio independiente les ofrezca mercancías mejores y más baratas y aunque desearán recurrir a él, no pueden hacerla por falta de fondos. Sin consumidores que lo sostengan, el comercio se arruina, y la tienda de raya se enriquece robando a los trabajadores.

El jornalero del campo vive todavía en peores condiciones. Trabaja de sol a sol, y en la mayor parte de la República, su jornal no pasa de treinta y siete centavos diarios, descendiendo hasta dieciséis centavos. Si en algunos lugares llega a ganar cincuenta centavos es excesivamente raro. Casi a todos los jornaleros les tienen inventada sus amos una deuda fabulosa, que, naturalmente, los infelices no pueden saldar. Con esa deuda, los jornaleros están para siempre atados al servicio de un señor feudal, que los explota y los veja. En muchas haciendas es costumbre aplicar a los jornaleros crueles castigos por la menor falta. El fanatismo y la ignorancia pesan soberanos sobre la gente de campo, que carece de escuelas y tiene sobra de frailes.

En muchos puntos de Yucatán y en Orumacin y Valle Nacional, de Oaxaca, existe la esclavitud, esclavitud absoluta y efectiva, reproducción de los tiempos bárbaros, motivo de vergüenza y de luto para la patria infortunada. Hombres de nuestra raza y nuestra sangre, mexicanos, hermanos nuestros, se arrastran bajo el látigo de los esclavistas, agotan sus energías en labores tremendas, y mueren abandonados, solos, maldiciendo a sus verdugos, sin que nadie recoja de sus labios la historia de sus penas inmensas y la herencia de sus odios formidables.

Los mexicanos todos deberíamos recoger esos odios justos y vengar a esos parias sacrificados. En la consciencia de la nación entera debería pesar ese crimen de que son víctimas los más humildes de nuestros hermanos, los más desamparados, los más dignos de protección. Sus infortunios deberían conmovernos.

Esos desgraciados siervos están condenados a trabajar como bestias, a sufrir tormentos inquisitoriales y vivir hambrientos y desnudos. La finca en que trabajan es para ellos una prisión, pues jamás se les permite salir por temor de que se fuguen. Algunos lo hacen, sin embargo, burlando la vigilancia de sus verdugos, pero al conocerse su fuga son perseguidos, no ya por el esclavista a quien pertenecen, sino por las fuerzas del gobierno, que están al servicio de los negreros. Cuando los esclavos no pueden ya trabajar o enferman a consecuencia de las fátigas y los tormentos sufridos, se les abandona, se les niega alimentos y medicinas y se les deja morir miserablemente.

No sólo los nativos de los Estados en que hay fincas de esclavistas proporcionan contingentes para ellas. De muchas partes de la República se llevan rebaños de siervos para esos lugares de desolación y de muerte. Los indios yaquis que han logrado escapar a la muerte en la guerra inicua que se les hace, después de haberles robado sus tierras, son vendidos por Ramón Corral a los esclavistas yucatecos. A los mismos esclavistas y a los de Oaxaca, les venden hombres muchas de las autoridades del país. El vil comercio de carne humana florece en México, autorizado y practicado por los servidores de la dictadura.

Sobre el pueblo mexicano pesan todas las opresiones y todas las miserias. El gobierno y el clero lo oprimen y lo embrutecen para robarlo. El capitalista se aprovecha de las condiciones en que la tiranía ha puesto al pueblo, y lo roba también. Los extranjeros, que quizá llegaron al país dispuestos a trabajar, se encuentran con el ejemplo de los opresores, con la complacencia servil del gobierno, con un estado social, en que nada produce el trabajo honrado, en que sólo el abuso y la infamia dan medro y poderío, y los extranjeros, sin afecto al país, sin piedad, para un pueblo que no es el suyo, favorecidos por el gobierno que les humilla, arrojan de su conciencia los pocos escrúpulos que pudieran tener, y se entregan, como todos, al latrocinio.

En México no hay riqueza pública ni prosperidad nacional. Si hay simplemente riqueza y prosperidad, ellas son exclusivo patrimonio del grupo opresor y explotador, formado por el gobierno y el clero, y por sus amigos, unos cuantos capitalistas nacionales y extranjeros. La miseria de la inmensa mayoría de los mexicanos, afecta más al país que los millones acaparados por unos pocos, y constituye nuestra miseria pública; pública, porque es de la mayoría, porque es general, porque dondequiera se siente y se lamenta.

Así vivimos. Arriba, una casta privilegiada de gobernantes, sacerdotes, ricos y extranjeros, en la opulencia, en la dicha, disfrutando de todos los honores, embriagados en todos los placeres, sin pensar en las víctimas con cuya sangre y cuyas lágrimas amasaron esa felicidad en que se mece abajo, la falange inmensa de los oprimidos, de los parias sin derecho a la libertad ni la dicha, haraposos y hambrientos, extenuados por la fatiga, sombríos por los dolores, con relampagueos de odio y llamaradas repentinas de indignación en la pupila reveladora y taciturna ...

La tiranía con todo su rigor y sus brutales represiones, no ha podido impedir que contra esa situación insoportable se levanten protestas rugientes y se inicien patrióticos esfuerzos. Se ha luchado, y uno tras otro, han ido encadenándose los distintos esfuerzos que se han hecho ya por el país en general o ya por algunos de los Estados, hasta llegar a la última campaña que indudablemente será la definitiva.

En los primeros tiempos, el dictador trató de evitarse la oposición haciendo desaparecer a los luchadores y a los hombres de popularidad. Así cayeron Corona, García de la Cadena, Donato Guerra, Ignacio Martínez, Olmos y Contreras y tantos otros, cuyo recuerdo guardamos con veneración y con cariño. Pero esos crímenes no podían transformar en satisfacción el descontento que se sentía; y si como medida de terror, pudieron detener fugazmente los ataques a la tiranía, produjeron sordas indignaciones que se manifiestan hoy arrojando al rostro de Podirio Díaz aquellos asesinatos infames.

Algunos mal organizados movimientos revolucionarios, fueron fácilmente aplastados con hecatombes como la del veinticinco de junio y con otras medidas terribles, y el país, cansado de tanta revuelta y horrorizado de tanta sangre, se propuso no emplear en sus luchas contra la dictadura otros medios que los del civismo y del orden.

Esas pacíficas intenciones no se han llegado a quebrantar. Cuantas oposiciones han surgido en distintos puntos del país, han sido ordenadas y respetuosas, sin embargo de lo cual nunca han llegado a obtener el triunfo más insignificante. Una tras otra fracasaron a pesar de su legalidad y a pesar de que humildes y modestas se acercaban al autócrata para pedirle una concesión o un beneficio que se atrevían a reclamar con energía, precisamente para salvarse de los cargos de trastornadoras e insolentes. Nadie pudo creer entonces que el civismo era ineficaz para combatir a la opresión; se consideró más bien, y no sin razón, que no era civismo sino a medias levantarse en oposición contra un cacique secundario y al mismo tiempo rendir su misión al verdadero tirano. En los criterios más independientes quedó la convicción de que el pueblo todavía podía triunfar si ejercitaba el civismo con independencia, esto es, si ejercitaba sus derechos enérgicamente, desdeñando cualquier transacción con la dictadura y resolviéndose a conquistar lo que anhelará con su propio esfuerzo. Se conservaba la absoluta seguridad de que el civismo sería la salvación, siempre que estuviera bien ejercitado, pero se temía no ver nunca en México, bajo la tiranía imperante, un espectáculo de verdadero y completo civismo.

Pero el espectáculo se vio, ejemplar, admirable, sin precedente. El pueblo de Coahuila, al combatir contra la última reelección del funesto y rapaz gobernador Cárdenas, se reveló como pueblo poseedor de todas las imaginables virtudes ciudadanas. Su campaña política fue irreprochable, nada en ella podía criticar el más exigente demócrata.

El pueblo todo de Coahuila, en masa, en abrumadora unanimidad, sin que faltará en él una sola clase o un solo grupo social, se alzó en viril oposición contra su tirano, resuelto a recobrar sus libertades y a darse a sí mismo un gobernante honrado que no fuera un lacayo del dictador. En clubes y periódicos se sostuvo la lucha, una convención designó el candidato popular, y por él se aprestaron a votar todos los coahuilenses dignos. El pueblo era fuerte por su número y su organización; el gobierno era débil por su desprestigio inmenso y su abosluta impopularidad; el triunfo no era dudoso.

Llegó el día de las elecciones, el domingo diecisiete del presente mes. El pueblo acudió a las casillas a depositar su voto, y allí se encontró con que los esbirros del gobierno, que de antemano habían establecido todas las mesas, se negaban a recibir votos que no fueran para Cárdenas. Las protestas, la lectura de artículos constitucionales y otros medios cívicos, fueron impotentes para arrancar a los esbirros de las casillas usurpadas o para obligados a tomar en cuenta los votos contrarios a su amo. En vista de ello, el pueblo se retiró, profundamente decepcionado al ver que sus esfuerzos de meses enteros, su civismo ejemplar, su respeto al orden y a la ley, nada valían ante el cinismo de unos cuantos rufianes que cumplían tranquilamente la consigna de hacer triunfar a Cárdenas por unanimidad de votos.

Los coahuilenses desconocerán seguramente estas elecciones llenas de ilegalidades y de vicios. La nación los verá protestar como los ha visto luchar, y quedará perfectamente convencida de que en Coahuila se cometió una gran infamia al usurpar el gobierno un triunfo que era del pueblo. Pero todos los medios legales a que acudan los coahuilenses y todo el civismo que puedan desplegar para denunciar la infamia de que son víctimas, no evitarán que Miguel Cárdenas se declare electo por unanimidad de votos y siga saqueando y oprimiendo al Estado, vengándose, además, de los que lo combatieron.

Un hecho queda evidente y doloroso: que el civismo, aun llevado a su mayor perfección como en Coahuila, es impotente como medio de que el pueblo se haga respetar por la tiranía. Los fracasos anteriores pudieron dejar incólume el prestigio del civismo, porque se podía argumentar que otras oposiciones carecían de tal o cual elemento, que no fueron completas, que su falta de organización o de independencia las hacían débiles y las exponía a irremediable derrota. Pero en Coahuila nada faltaba, no tenía la oposición una sola insuficiencia ni un solo defecto, y sin embargo, fracasó en absoluto. Es que el civismo, la legalidad, la razón, se estrellan sin remedio ante la fuerza brutal del despotismo.

Los coahuilenses hicieron una declaración de que se aprovechó la tiranía. Manifestaron que, no obstante considerarse los más fuertes, no emplearían la fuerza contra sus enemigos, conservarían el orden a todo trance y soportarían burlas y ofensas, antes que dar lugar a que se les llamará revoltosos. La tiranía, pues, vio asegurada su impunidad para cometer abusos: confiada en que el pueblo guardaría el orden, cometió en las elecciones arbitrariedades irritantes, y burló y ofendió a los que se habían declarado dispuestos a soportar burlas y ofensas. Y una campaña admirable, que conquistó simpatías y aplausos universales, que hizo estremecerse de esperanza a la nación, sedienta de libertad, tuvo el doloroso epílogo de una derrota silenciosa y obscura.

Multitud de sacrificios, derroche de energías, sumas inmensas de trabajo, de perseverancia, de abnegación; todo fue inútil, todo lo hizo estéril la tiranía con su salvajismo inapelable. El pueblo llegó pacífico a las urnas electorales, y de ellas fue brutalmente rechazado. No quiso repeler la fuerza con la fuerza, la recomendación de guardar la paz cruzó por su mente, y se retiró, aunque hubiera podido aplastar a sus insultadores, con sólo quererlo. No fue un pueblo vencido: fue un pueblo que se dejó vencer.

La tiranía sonrío satisfecha y burlona. Eso quería: luchar ella sin escrúpulos, sin ley, brutal y canallescamente. Eso quería el despotismo: ultrajar impunemente al pueblo, ahogar la libertad, escudado por el orden; pisotear la justicia al amparo de la tranquilidad pública; ser inviolable, sin respetar el derecho ajeno, y seguir enarbolando en nombre de la paz, el estandarte negro de la opresión.

El precedente es funesto. De hoy en adelante la tiranía extremará sus desenfrenos, segura de que el pueblo no intentará castigarla, por no turbar la paz. La iniquidad ha quedado sancionada: el despotismo tiene el derecho de oprimir, de robar, de asesinar, y el pueblo tiene el deber de soportar todos los ultrajes y todas las infamias; el despotismo tiene el derecho de atentar contra la paz con sus crímenes, y el pueblo tiene el deber de conservar la paz con sus resignaciones.

Tenemos fanatismo por la paz. Pero si tan inviolable la consideramos, ¿cómo es que nos abrogamos para nosotros solos el deber de respetarIa y no exigimos a la dictadura que la respete también? ¿Por qué no somos justos? Deberíamos nivelar nuestros derechos con nuestras obligaciones. Aceptemos el deber de conservar la paz; pero exijamos que la dictadura lo acepte también. Esto no es proclamar un derecho revolucionario, sino sencillamente igualitario.

A grandes rasgos hemos examinado la situación política y social de México en la actualidad. Encontramos males inmensos que corregir, gangrenas horribles que es preciso curar.

El despotismo nos ha dado ignorancia y miseria: necesitamos que la libertad nos proporcione ilustración y bienestar. Somos parias: es preciso que nos hagamos hombres.

La dictadura y las camarillas que a su sombra florecen como envenenados hongos, han creado esta situación que lamentamos. El reyismo y el cientificismo pretenden suplantar al Partido Liberal, pero no lo consiguen, ni conseguirán tampoco adueñarse del poder a la muerte del dictador actual.

Ambos grupos llevan imborrables manchas. El primero está capitaneado por el célebre criminal Bernardo Reyes, autor de la hecatombe del 2 de abril de 1903 y de mil crímenes más; el segundo grupo lo encabeza el aventurero Ramón Corral, conocido por sus robos a los Yaquis y por la guerra infame que desencadenó contra esos indios laboriosos y viriles. Científicos y reyistas, aunque odiándose entre sí por rivalidades de baja ambición, sirven a la actual tiranía y con ello han contribuido eficazmente a crear la espantosa situación en que se asfixia nuestra patria. Siendo necesario para el bien de los mexicanos que desaparezca la dictadura, precisa también la desaparición de las camarillas cómplices que con su sed de sangre y oro son una grave amenaza para nuestro porvenir.

Siendo evidente que nuestra situación reclama corregirse sólo queda por resolver de qué medio debemos valernos para combatir al actual despotismo y levantar sobre sus ruinas la democracia augusta que anhelamos. Hasta hoy se ha luchado pacífica y francamente, por medios cívicos que si fueron en un principio deficientes, alcanzaron la mayor perfección en la reciente campaña política de Coahuila. ¿Debemos continuar con esos medios, o abandonarlos por ineficaces y buscar otros que mejor garanticen el triunfo de nuestros ideales?

Esto es lo que sometemos a la consideración de todos los ciudadanos.

Por nuestra parte, no podemos desconocer ni dejaremos de apuntar, como se apunta una verdad amarga, el hecho de que el civismo ha sido hasta hoy impotente para combatir la tiranía, como lo prueba sin ir más lejos, el tremendo fracaso de Coahuila. No consideramos factible en las presentes condiciones, una lucha política y abierta, y los medios que vamos a ofrecer para combatir al despotismo de un modo eficaz y seguro, son los que consideramos como los únicos posibles.

Necesitamos hacernos fuertes, y para conseguirlo debemos unirnos y organizamos. Mientras estemos divididos y aislados, la liga poderosa de nuestros enemigos nos batirá fácilmente, y no podremos adelantar un paso. Somos miembros dispersos de un Partido, el Partido Liberal, y no nos falta sino unirnos para hacernos respetar. Organicémonos para que los hombres de principios liberales se agrupen bajo la misma bandera y que todos y cada uno contribuyan con sus energías y sus elementos pecuniarios e intelectuales al fortalecimiento y progreso del partido libertador.

He aquí, en pocas cláusulas, los medios de reorganizar nuestro partido:

1. Se constituye la Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano con el personal que firma el presente manifiesto. La Junta existirá públicamente y residirá en un país extranjero para estar a salvo, hasta donde es posible, de los atentados del gobierno de México. Trabajará por la reorganización del Partido Liberal y con los elementos que los correligionarios le proporcionen, luchará por todos los medios, contra la dictadura de Porfirio Díaz. REGENERACION será el órgano oficial de la Junta.

2. Los ciudadanos mexicanos que estén de acuerdo con las ideas de este Manifiesto y anhelan la libertad de la patria, constituirán en las poblaciones en que residan, agrupaciones secretas que estarán en comunicación con esta Junta. Se aconseja a los correligionarios que sus dichas agrupaciones prescindan de inútiles formalidades. Lo único que se pide es que los ciudadanos liberales de cada población se reúnan de tiempo en tiempo para tratar de los asuntos políticos del país y mantengan correspondencia con esta Junta, ya para comunicarle noticias políticas, ya para proponerle proyectos, o ya, simplemente, para conservar con ella las relaciones establecidas.

Se encarece a los correligionarios que constituyan uniones lo más numerosas posibles, pero si en algunas partes sólo hay un ciudadano de nuestras ideas, que no por su aislamiento deje de dirigirse a nosotros.

3. Los grupos o ciudadanos que secunden la presente excitativa, lo comunicarán a esta Junta, que inscribirá sus nombres entre los miembros del Partido que se reorganiza. Esos grupos y ciudadanos enviarán mensualmente a la Junta según los recursos y voluntad de cada uno, una contribución que se invertirá en los gastos que requiera el cumplimiento de la cláusula siguiente:

4. La Junta, aparte de sus trabajos propios, procurará el fomento de publicaciones oposicionistas en México, distribuirá fondos entre los luchadores liberales que se encuentren en la pobreza, sostendrá a los que la dictadura encarcele o despoje; y si se dan casos de que un funcionario público pierda su posición por haber cumplido con su deber, también lo ayudará. Anhelamos hacer efectiva la solidaridad entre los liberales y para ello contamos con el apoyo eficaz de nuestros correligionarios.

5. La Junta guardará absoluto secreto sobre los nombres de los adeptos. No comunicará entre sí a las distintas agrupaciones o personas afiliadas, sino hasta convencerse de que son verdaderamente leales a la causa. Pero si algún miembro del Partido no desea en ningún caso ser comunicado con los demás, se servirá declararlo y la Junta respetará su voluntad.

Por estos medios nos organizaremos sin peligro, y cuando tenga fuerza nuestro Partido podrá desplegar sus banderas y entablar la lucha decisiva frente a frente de la odiosa tiranía.

MEXICANOS:

Inmensos son vuestros infortunios, tremendas vuestras miserias, y muchos y terribles los ultrajes que han humillado vuestra frente en seis amargos lustros de despotismo. Pero sóis patriotas, sóis honrados y nobles, y no permitiréis que eternamente prevalezca el crimen. El Partido Liberal os llama a una lucha santa por la redención de la patria: Responded al llamamiento, agrupaos bajo los estandartes de la Justicia y del Derecho y de vuestro esfuerzo y de vuestro empuje, surja augusta la patria, para siempre redimida y libre.

Reforma, Libertad y Justicia.

St. Louis, Mo., U.S.A. Septiembre 28 de 1905.

Presidente, Ricardo Flores Magór.

Vicepresidente, Juan Sarabia.

Secretario, Antonio I. Villarreal.

Tesorero, Enrique Flores Magón.

Primer vocal, Prof. Librado Rivera.

Segundo vocal, Manuel Sarabia.

Tercer vocal, Rosalío Bustamante.

(De Regeneración, No 48 del 30 de septiembre de 1905).

Índice de El programa del Partido Liberal Mexicano de 1906 y sus antecedentes Recopilación y notas, Chantal López y Omar CortésArtículo anteriorEscrito siguienteBiblioteca Virtual Antorcha