Índice de Lecciones de historia patria de Guillermo PrietoTERCERA PARTE - Lección VIIITERCERA PARTE - Lección XBiblioteca Virtual Antorcha

LECCIONES DE HISTORIA PATRIA

Guillermo Prieto

TERCERA PARTE

Lección IX

Don Juan de Palafox y Mendoza, 18° Virrey (1642). Don García Sarmiento de Sotomayor, conde de Salvatierra, 19° Virrey (1642). Don Marcos de Torres y Rueda, obispo de Yucatán, 20° Virrey (1648). Don Luis Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Aliste, 21° Virrey (1650).


Hemos tenido ocasión de reconocer en el señor obispo Palafox, sucesor del marqués de Villena, elevados talentos y clarísimas virtudes; en su gobierno, que apenas duró cinco meses, tuvo motivo para realzar aquellas dotes y caracterizarse como el primero que con verdadera resolución emprendió la reforma del clero.

Como todo reformador, el señor Palafox, aun después de muerto, tuvo encarnizados enemigos, y a ellos se debe que no le haya hecho plena justicia la historia.

Al principio de su Virreinato mandó destruir muchos ídolos que se habían conservado como trofeos en varios lugares públicos de la ciudad. Alentó a los defensores de España; levantó y organizó milicias para que en un caso dado resistieran la invasión de los portugueses; visitó y arregló los colegios no sujetos a regulares; hizo importantes economías, y puso personas tan entendidas en el manejo de la hacienda pública, que logró como ninguno de sus antecesores, la buena inversión y aumento de los caudales públicos; a la Universidad le dio los estatutos que le sirvieron por muchos años, y en los reglamentos de los abogados y de la Audiencia se admira su rectitud y su deseo de corregir abusos.

Su intento de reivindicar el poder civil, desconocido por el clero, y esencialmente por los jesuitas, le empeñó en una lucha que le produjo amargos desengaños; él, no obstante su carácter y sus profundas creencias, defendió la prerrogativa del gobierno civil, y no cejó un ápice de lo que creyó su buen derecho.

Tratábase de saber si privativamente y con independencia total del poder público, y aun contra las órdenes de éste, podrían los sacerdotes manejarse en sus relaciones públicas.

Los jesuitas, que tenían subyugada esta sociedad, rehusaron obediencia al obispo Virrey, éste amonestó que no funcionasen los jesuitas; despreciaron el mandato; entonces el Virrey excomulgó a los desobedientes; y los padres llevaron al último punto sus hostilidades. Por último, las cosas quedaron sin que se tomase una resolución definitiva, y el Virrey renunció el mando, con verdadero sentimiento de los mexicanos honrados.

19° virrey, don García Sarmiento de Sotomayor, conde de Salvatierra (1642). En los primeros días de su Virreinato, logró sincerarse de los cargos que le hacía el marqués de Villena, quien fue nombrado Virrey en Sicilia, erigiéndose en honor de Sarmiento la villa de Salvatierra.

El señor Palafox, aunque separado del Virreinato, quedó con la visita que antes se le había encomendado y desempeñaba sin interrupción; así es que en 1647 fue cuando se verificaron los ruidosos sucesos de que hemos dado idea, y fueron entre el obispo de Puebla y los jesuitas.

El año 1648 despachó el conde de Salvatierra una expedición a California, y promovido al Virreinato del Perú, dejó el mando en manos de don Marcos Torres y Rueda, obispo de Yucatán, quien aunque enumerado entre los Virreyes, sólo tomó el título de visitador de México; mandó suspender la obra del desagüe, y falleció el 22 de abril de 1649.

En la época del conde de Salvatierra, celebró su auto la Inquisición en que fue condenado entre otros reos, como falso celebrante, Martín Salazar y Villavicencio, conocido con los nombres de Martín Droga, Martín Lutero, y Martín Garatuza. El primer auto de la Inquisición fue en 1574, el segundo en 1575, llegando a siete en 1590; el décimo se verificó en 1596.

Gobernando el señor Torres y Rueda, se verificó el auto más famoso que ha tenido sin duda la Inquisición y del que se han publicado más curiosos pormenores. Aconteció en 1649.

El 11 de enero del año referido, a son de trompetas y atabales, salió por las calles el alguacil mayor, acompañado de toda la nobleza, en caballos ricamente enjaezados, a pregonar el auto, convocando para que lo presenciaran a todos los fieles cristianos, a la plaza del Volador, advirtiendo que con ello ganarían las muchas indulgencias que a los asistentes concedían los sumos pontífices.

Colocóse un gran tablado donde hoy está la iglesia de Porta Creli, comunicada con el entonces colegio de dominicos, donde se alojaron los jueces.

En la mitad del tablado se veía un gran dosel negro, y bajo de él una mesa revestida de terciopelo también negro.

Adornaban el tablado ocho columnas, y en su frontis se veían las palabras que debían servir de texto al sermón; al frente se levantaban colosales las estatuas de la Fe y la Justicia.

Del lado de la Universidad se construyó la media naranja con asientos para los reos, sostenida por arcos decorados con los escudos de Santo Domingo, la Inquisición y San Pedro Mártir.

Se calculó que en todo el espacio dispuesto para la celebración del autO, cabrían sobre dieciséis mil personas.

En el centro del tablado en que deblan de colocarse los reos, se elevaba una inmensa cruz de caoba y oro, y de su pie empezaba una crujía, para que caminasen por ella, uno a uno, los reos, a escuchar su sentencia.

El solemne doble de todas las campanas de la ciudad anunció el principio de la ceremonia.

Rompían la marcha los alabarderos, comisarios y caballeros de las órdenes militares, yendo al fin el ilustre hijo del conde de Santiago, llevando el estandarte del Santo Oficio, honor de que siempre disfrutaron las religiones todas. Los reverendos predicadores, con vela en mano, seguían después, precedidos por la terrible cruz verde, de tres varas de alto, cubierta de un velo negro. A su alrededor caminaban los cantores de Catedral entonando el himno de Vexilla Regís.

La procesión, en medio de un inmenso gentío, partiendo de la Inquisición, siguió las calles de la Encarnación, Reloj y en línea recta al Volador, llegando de noche después de haber salido a las tres y media de la tarde.

Al llegar la procesión, la cruz fue colocada en el altar que había en el tablado. El tablado estaba iluminado por cien colosales cirios de cuatro pabilos y por otra multitud de cirios de distintos tamaños y proporciones.

En los tablados pasaron la noche, entonando preces, las diferentes religiones, y celebrando misas desde las tres de la mañana.

A la Inquisición fueron llamados multitud de sacerdotes para que auxiliaran a los reos.

A la madrugada del día en que se verificó el auto, se hizo por los inquisidores entrega de los reos a las parcialidades de los indios.

Al amanecer, comenzó la procesión de los reos; presidíanla dieciséis familiares de vara, las cruces del Sagrario, Santa Catarina y la Santa Veracruz, con velos negros, entre multitud de clérigos, sesenta y siete estatuas de los reos prófugos y muertos, y veintitrés cajas con huesos.

Tras de los grupos que describimos, iban los reos reconciliados con sus velas verdes y sambenitos, y cerrando este otro grupo los trece reos relajados, con dos confesores cada uno, llevando sus corazas de llamas y demás insignias con que se proclamaba su condenación.

Cerraba la procesión la mula ricamente enjaezada que conducía en una caja las causas de los reos, y doce alabarderos, el alguacil mayor y el secretario don Eugenio de Sarabia, que la custodiaban.

Apenas salió la procesión de los reos, siguióse otra que recorrió las calles de Santo Domingo, Portales, Arco de San Agustín, etcétera, entrando por Porta Creli: componíanla multitud de individuos a caballo; familiares y nobleza, consulado, claustro de doctores, cabildo, inquisidores, etcétera, y al fin el arzobispo, familiares y coches de la inmensa comitiva.

A las siete de la mañana comenzó el auto con la lectura de la bula de S. Pío V, que concede indulgencia a los que concurrían a esas ejecuciones bárbaras. Predicóse un sermón larguísimo y se procedió a la lectura de las causas.

A las tres entregaron los reos al alguacil mayor para que los juzgase, recomendándole tuviese piedad con ellos.

Inmediatamente marcharon los reos a un tablado que se había dispuesto en la Diputación, donde se instaló el tribunal, sentenció a los reos a la hoguera después de haberles dado garrote, y a Tomás Treviño a ser quemado vivo.

Los reos fueron conducidos como era costumbre al brasero, que estaba junto a San Diego; allí les salió a recibir el Señor de la Misericordia, y después de darles garrote, se hicieron a su alrededor montones de leña y ardieron a la vez estatuas, cadáveres y cajas de huesos.

Treviño fue quemado vivo, tirándole piedras los muchachos, y se cuenta que él mismo atraía hacia sí la leña con los pies. El suplicio duró hasta las siete de la noche.

Entonces en el tablado de la plaza del Volador, concluyó la lectura de las causas.

El oficiante cantó algunas oraciones mientras los clérigos azotaban a los pacientes reconciliados, concluyendo todo con un repique general en todas las iglesias.

En este auto memorable fueron sentenciados ciento siete reos.

La Audiencia ejerció el gobierno antes de morir el señor Rueda (22 de abril), y mandó embargar sus bienes al oidor decano, que era el doctor don Matías de Peralta, hasta la llegada del Virrey don Luis Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Aliste, marqués de Villaflor, que fue el 13 de junio de 1650.

21° Virrey, don Luis Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Aliste (1650). A pocos días de gobernar este Virrey, se sublevaron los indios tarahumares, que unidos a los conchas y otras tribus dieron muerte a dos misioneros franciscanos, un jesuita y a los soldados que guardaban el presidio. Con ese motivo se instaló el presidio en Papegochi, dando para ello las órdenes correspondientes el gobernador de Durango.

Aunque antes del Virrey Guzmán había disminuido mucho la población indígena, que en los primeros días de la Conquista era de cerca de trescientos mil habitantes, la ciudad aumentaba en belleza e importancia, ya por ser la residencia de la corte, ya por la actividad de su tráfico y ya por su excelente posición.

Veíase entonces, aunque sin concluir, la Catedral. con bastante grandeza, al norte de la inmensa plaza. Al oriente se hallaban las casas reales, hoy Palacio Nacional; al sur y occidente los portales, y en uno de ellos las casas de Cabildo y el cuartel del regimiento de la ciudad.

Además de la Catedral, existían siete parroquias, dos para españoles y cinco para indígenas, en los barrios.

Contábanse, como edificios notables, la Universidad, los conventos de Santo Domingo y Jesús María, San Juan de Letrán con su colegio para niños y huérfanos, y el Hospital Real, de naturales, en la calle que conserva ese nombre.

Estaban en aquella época, ya instituidos, los colegios de San Ildefonso, de los jesuitas; el de Christus, calle de Cordobanes, donde estuvo la imprenta de don Nabor Chávez, destinado a los hijos de familias principales, y el de Santos en la calle de la Acequia.

Los conventos de monjas llegaban a quince.

En tiempo del señor Guzmán se dieron disposiciones benéficas para los indios, que seguían siendo tratados impíamente, y se puso algún arreglo en la recaudación de los tributos. No obstante, la administración pública se encontraba en fatal estado.

Eran frecuentes las quiebras entre los que manejaban caudales; las minas se encontraban paralizadas por causa de la escasez, desigualdad y mala provisión de azogue, aunque se descubrían nuevas minas; y las luchas entre el poder civil y el eclesiástico producían frecuentes escándalos y autorizaban abusos que cedían en perjuicio del pueblo.

En la época del Virrey Guzmán murió, cerca de Orizaba, doña Catalina Erazo, personaje novelesco conocido con el nombre de la Monja Alférez.

Esta señora profesó de religiosa, tuvo en el convento un disgusto con una monja, de resultas de lo cual abandonó el claustro, ocultóse, se procuró un vestido de hombre, corrió el mundo, distinguióse en el manejo de las armas, entró al servicio militar y sobresalió por su valor; fue herida en alguna riña parcial; hablóse de su matrimonio con una joven, sin que nadie sospechase su sexo, hasta que habiéndolo declarado en la confesión, vivió con una pensión del Rey, con la que compró una recua que ella propia cuidaba, falleciendo al fin en Orizaba.

En 1652, un año antes de marchar el Virrey para el Perú, se quemó el palacio del marqués del Valle.

Notará, quien coteje la sucesión de los Virreyes, entre el señor Roa Bárcena y señor Rivera Cambas, que el primero pone al señor Guzmán como vigésimo Virrey y el segundo como vigésimo primero. Esto lo explica el señor Roa Bárcenas, diciendo, que aunque al obispo Rueda se cuenta entre los Virreyes sólo tomó el título de gobernador de México, y con esta explicación nos hemos conformado.

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