Índice de Gesta Guillelmi (Historia de Guillermo, Duque de Normandia y Rey de Inglaterra) de Guillermo de PoitiersAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Segunda parte

(15) Que la arenga, con la que, brevemente a causa del tiempo, aumentó con el mayor ardor el valor de sus soldados, fue magnífica, no lo dudamos; aunque a nosotros no nos ha sido relatada en toda su dignidad. Recordó a los normandos, que en muchos y grandes peligros, sin embargo habían resultado siempre vencedores bajo su propio mando. Les recordó a todos su patria, la nobleza de sus gestas, la grandeza de su nombre. Ahora debían probar con sus brazos de qué valor eran capaces, qué espíritu les animaba. Ya no se trata de quién obtenga el reino, sino de quién salve la vida de un peligro inminente. Si luchan virilmente, obtendrán la victoria, honor, riqueza. De otro modo, o serán asesinados sin poder evitarlo, o, una vez prisioneros, servirán de escarnio a los más crueles enemigos. Además, serán infamados con eterna ignominia. No hay ninguna posibilidad de fuga, puesto que, aquí, se oponen las armas y un país hostil y desconocido; allí, el mar y armas también. No es propio de hombres dejarse aterrorizar por la multitud. A menudo los anglos habían caído, vencidos por el hierro enemigo, la mayoría de veces, derrotados, se habían rendido al enemigo; nunca habían gozado de gloria militar. Inhábiles en el arte de la guerra, con la fortaleza y el valor de pocos podían ser contenidos fácilmente. Sobre todo, dado que el auxilio celeste no falta a la causa justa. Tan sólo deben atreverse y no ceder jamás: rápidamente gozarán del triunfo.

(16) En este acertadísimo orden avanzan, siguiendo el estandarte que el Papa les había enviado. A los infantes los colocó en primera línea, armados con flechas y ballestas, asimismo más infantes iban en segunda línea, más seguros y protegidos con coraza; en último lugar colocó los escuadrones de caballería, en cuyo centro se colocó él mismo, entre la flor y nata de la tropa, desde donde podía impartir órdenes a todos con la mano y la voz. Si algún autor antiguo hubiera descrito el ejército de Harold, hubiera dicho que a su paso los ríos se secaban y los bosques se convertían en lisas llanuras. Pues con él se habían reunido numerosísimas tropas de anglos, llegadas desde todas las regiones. Parte de ellos luchaba por Harold; pero todos, por su patria, a la cual, aunque injustamente, querían defender de unos extranjeros. También Dinamarca, con la que tenían vínculos de sangre, les había enviado numerosos auxilios. Sin embargo, no atreviéndose a luchar frente a frente contra Guillermo, pues lo temían más que al Rey de Noruega, ocuparon un lugar más elevado, un monte cercano al bosque a través del que habían llegado. En seguida abandonaron los caballos y todos, a pie, tomaron posiciones, agrupados muy estrechamente. El Duque, con los suyos, sin dejarse aterrorizar por la dificultad del lugar, empezó a ascender poco a poco la ardua cuesta.

(17) El terrible clamor de las trompetas dio la señal de ataque de uno y otro lado. La ardiente audacia de los normandos dio comienzo a la lucha. De tal modo, cuando los oradores se querellan en un juicio sobre un caso de rapiña, es el demandante quien primero toma la palabra. Por ello los infantes normandos provocan a los anglos, junto con sus proyectiles, les arrojan heridas y muerte. Ellos, a su vez, resisten, cada uno según sus posibilidades. Lanzan jabalinas y diversos géneros de armas arrojadizas, algunas de sus crudelísimas hachas y piedras fijadas a trozos de roca. Por tal ataque, como por una masa mortal, hubieras creído que los nuestros rápidamente se verían aplastados. Acuden en su ayuda los caballeros y, quienes habían ocupado la última línea, devienen los primeros. Les repugna luchar de lejos y osan emprender la lucha cuerpo a cuerpo. El enorme clamor, de una parte normando, de otra bárbaro, era superado por el chocar de las armas y los gemidos de los moribundos. Así se lucha de ambos lados con gran violencia durante un cierto tiempo. Los anglos tienen mucha ventaja debido a lo favorable de su posición en un lugar superior, que pueden mantener sin necesidad de avances rápidos, y al hecho de hallarse todos agrupados; y también debido a su propio número y a la potencia de su cantidad; además, gracias a los instrumentos con los que luchan, qué fácilmente se abren paso entre los escudos u otras protecciones. Así pues, con toda su fuerza resisten o empujan a los que se atreven a atacados de cerca con la espada. Hieren también a aquellos que desde lejos lanzan sus dardos contra ellos. En consecuencia, aterrados ante tal ferocidad, retroceden los infantes y los caballeros bretones, así como todas las tropas auxiliares que formaban el ala izquierda; cede casi toda la tropa del Duque, lo cual sea dicho con la benevolencia del pueblo invicto de los normandos. El ejército de la majestad romana, luchando contra tropas de Reyes, aunque solía vencer por tierra y mar, algunas veces emprendió la huida, si sabía o creía que su jefe había sido muerto. Creyeron los normandos que su Duque y señor había caído. Por consiguiente, su fuga no fue demasiado vergonzosa; desde luego, en absoluto dolorosa, aunque resultara lo más conveniente.

(18) El príncipe, viendo que una gran parte del ejército enemigo se lanzaba a la persecución de los suyos, salió al encuentro de los que huían y los detuvo, golpeándolos o amenazándolos con su lanza. Además de esto, se descubrió la cabeza y se quitó el casco, exclamando: ¡Miradme! Estoy vivo y venceré, con la ayuda de Dios. ¿Qué camino se ofrecerá a vuestra fuga? Los que vosotros podéis sacrificar como ganado, os rechazan y os dan muerte. Estáis dejando escapar la victoria y un honor eterno, mientras corréis a la ruina y al perpetuo oprobio. Si os marcháis, ninguno de vosotros escapará de la muerte. Con estas palabras recobraron los ánimos. Él mismo corrió adelante fulminando y destrozando con su espada las filas enemigas, que, al rebelarse contra él, su auténtico Rey, habían merecido la muerte. Enardecidos, los normandos rodearon a algunos millares que los habían seguido, en un momento los aplastaron, de modo que no sobrevivió ni siquiera uno.

(19) Así confirmados, con mayor vehemencia hicieron frente al numerosísimo ejército (enemigo), que, aunque había sufrido un enorme daño, no parecía disminuido. Los anglos luchaban confiados, con todas sus fuerzas, esforzándose sobre todo en no ofrecer una brecha abierta a los adversarios que querían abalanzarse contra ellos. A causa de su enorme densidad, apenas podían caer al suelo los muertos. Sin embargo se abrieron en sus filas algunas brechas por diversos lugares, gracias al hierro de algunos guerreros valerosísimos. Los siguieron de cerca las tropas del Maine, franceses, bretones, aquitanos, pero, con el más destacado valor, los normandos. Un joven normando, Roberto, hijo de Roger de Beaumont, sobrino y heredero de Hugo, Conde de Meulan, por su madre y hermana de éste, Adelina, sostenía aquel día su primer combate y llevó a cabo lo que debía ser perpetuado entre alabanzas: con el batallón que él conducía en el ala derecha, atacó y abatió (al enemigo) con gran audacia. No está dentro de nuestras posibilidades, ni lo permite nuestro objetivo, el narrar según su mérito los actos valerosos de cada uno. Ni el escritor con una mayor capacidad narrativa, aunque hubiera contemplado el combate con sus propios ojos, muy difícilmente hubiera podido narrar todos los hechos en particular. Nosotros en este momento, nos apresuramos a concluir con la alabanza del Conde Guillermo, para escribir la gloria del Rey Guillermo.

(20) Advirtiendo los normandos y las tropas aliadas, que, no sin gran perjuicio propio, podrían vencer a tantos enemigos que resistían de forma compacta, volvieron la espalda, simulando hábilmente la huida. Recordaron qué ocasión para una victoria les había proporcionado poco antes su huida. Entre los bárbaros surgió una enorme alegría, así como la esperanza de la victoria. Exhortándose a sí mismos con risueñas voces, increpaban con maldiciones a los nuestros y los amenazaban a todos con darles muerte allí mismo. Como antes, algunos millares se atrevieron, tan rápidos que parecían volar, a presionar a quienes creían ver huir. De repente los normandos, dando la vuelta a sus caballos, rodeándolos y encerrándolos por todas partes, los exterminaron sin dejar uno.

(21) Después de usar por dos veces del mismo truco con similar resultado, atacan a los restantes con la mayor ferocidad: aún era un ejército terrible y dificilísimo de rodear. Seguidamente se produce un tipo insólito de lucha, en virtud del cual uno de los bandos se vale de asaltos y diversos movimientos, y el otro los soporta, como clavado en el suelo. Desfallecen los anglos y, como si confesaran su falta con su misma derrota, sufren la pena. Los normandos disparan flechas: hieren, atraviesan; parece ser mayor el movimiento de los cuerpos que caen que el de los mismos vivos. Los que sufren heridas leves no sólo no pueden huir, sino que la densidad de sus compañeros los hace morir aplastados. Así la fortuna acude a acelerar el triunfo de Guillermo.

(22) Estuvieron presentes en esta batalla Eustaquio, Conde de Boulogne; Guillermo, hijo de Ricardo, Conde de Evreux; Geoffrey, hijo de Rotrou, el Conde de Mortagne; Guillermo Fitz-Osbern; Aimeri, gobernador de Thouars; Gautier Giffard; Hugo de Montfort; Raúl de Tosny; Hugo de Grandmesnil; Guillermo de Varenne, así como otros muchos, celebradísimos por la fama de su valor militar y cuyos nombres conviene inscribir en los libros de historia entre los más belicosos. Pero Guillermo, su jefe, hasta tal punto los aventajaba en fortaleza, así como en prudencia, que, entre los antiguos generales griegos y romanos, tan alabados por los libros, a unos podía con todo mérito anteponerse, a otros compararse. Noblemente ejerció él su mando impidiendo la fuga, dando ánimos, asumiendo con todos el peligro; más a menudo ordenándoles ir con él, que marchar ellos solos. De donde se deduce claramente que el valor que a él lo guiaba, igualmente marcó el camino e infundió audacia a sus soldados. Una parte no pequeña de los enemigos perdió ánimo sin haber sufrido heridas, con sólo ver a este admirable y terrible caballero. Tres caballos cayeron atravesados bajo él. Por tres veces saltó de su montura, intrépido, y no quedó sin venganza la muerte de su cabalgadura. Allí pudo verse su rapidez, allí pudo verse su fortaleza de cuerpo y de espíritu. Escudos, cascos, corazas, atravesó con su espada airada y sin descanso; con su propio escudo golpeó a algunos. Admirados de que combatiera a pie, sus caballeros, la mayoría cubiertos de heridas, recuperaron su presencia de ánimo. Y algunos, a los que la pérdida de sangre ha dejado sin fuerzas, luchan valerosamente apoyados en sus escudos, algunos con la voz y los gestos, cuando no pueden valerse de otra cosa, exhortan a sus compañeros a no seguir al Duque con timidez, a no dejar que la victoria se les escape de las manos. Él mismo sirvió a muchos de auxilio y salvación.

Con Harold, al que los poemas comparan a Héctor o Turno, no menos se hubiera atrevido Guillermo a enfrentarse en combate singular, que Aquiles contra Héctor o Eneas contra Turno. Tideo, contra cincuenta adversarios que lo atacaban buscó la ayuda de una roca; del mismo modo Guillermo, en absoluto inferior, no temió enfrentarse solo a mil. El autor de la Tebaida o de la Eneida, que en sus mismas obras cantan acerca de los grandes hechos de un modo que aún más los enaltece, según las normas de la poesía, si hubieran cantado sólo la verdad de los actos de este hombre, habrían creado una obra igualmente magna, pero más digna. Ciertamente, si hubieran captado la enorme dignidad de la materia en versos apropiados, con la belleza propia de su estilo lo hubieran alzado a la altura de los dioses. Pero nuestra sencilla prosa que con toda humildad se ha propuesto mostrar a los Reyes su piedad en el culto del verdadero Dios, que es el único Dios desde la eternidad hasta el fin de los siglos y más allá, debe concluir breve y verazmente el combate en el que venció con tanta fuerza como justicia.

(23) Al caer el día, el ejército anglo comprendió con toda claridad que ya no podrían resistir más tiempo contra los normandos. Sabían que su número había disminuido por la destrucción de muchas tropas; que el Rey mismo y sus hermanos, así como algunos nobles del reino, habían caído; que cuantos habían sobrevivido, estaban ya al límite de sus fuerzas; que ya no quedaba ninguna ayuda que esperar. Veían que los normandos no habían tenido muchas bajas y, como si hubieran adquirido nuevas fuerzas en la lucha, los amenazaban con más acritud que al principio; conocían el rigor del Duque, que no perdonaría a ninguno de los que se le opusieran; su fortaleza, que no descansaría sino con la victoria. En consecuencia, se dieron a la fuga y se alejaron a toda prisa, unos con caballos de los que habían apoderado, algunos a pie; parte por caminos, la mayoría campo a través. En cambio, se quedaron yaciendo en su sangre, quienes, aunque emprendieron la fuga o lo intentaron, no fueron capaces de ello. A algunos les dio fuerzas su propio deseo ardiente de salvarse. Muchos acabaron por morir en lo más profundo del bosque, más numerosos todavía fueron los que, al yacer caídos por los caminos, sirvieron de obstáculo a los que les seguían. Los normandos, aunque desconocedores de la región, los perseguían con avidez, golpeando sus espaldas culpables y dando ya la última mano a aquella empresa que les había procurado la victoria. Los cascos de los caballos remataron a aquellos que yacían entre los muertos, al pasarles por encima.

(24) Sin embargo, la confianza volvió a los que huían cuando encontraron el lugar idóneo para renovar la lucha, con una profunda trinchera y lleno de fosas. Ciertamente, aquel pueblo siempre fue inclinado a las armas por naturaleza, pues descendía de la antigua estirpe de los sajones, los más feroces de los hombres. No habrían sido rechazados, sino apremiados por la más poderosa fuerza. Hacía poco que habían vencido con toda facilidad al Rey de los noruegos, que se apoyaba en un ejército grande y belicoso. Por su parte, el guía de las enseñas vencedoras, al ver que las tropas se reagrupaban de repente, aunque pensó que un nuevo auxilio había venido en su ayuda (de los enemigos), no desvió su camino ni se detuvo, sino que, más terrible con sólo parte de su lanza que los que blandían grandes jabalinas, conminó con resuelta voz al Conde Eustaquio, que había vuelto grupas con cincuenta caballeros y quería tocar la señal de retirada, a que no abandonara el campo. Él, a su vez, se inclinó al oído del Duque, persuadiéndolo de retirarse y anunciándole una muerte próxima si se quedaba. Mientras pronunciaba estas palabras, Eustaquio fue herido entre los hombros por un sonoro golpe, cuya gravedad demostró en seguida la sangre que salía por su nariz y boca; casi moribundo, consiguió escapar con la ayuda de sus compañeros. El Duque, despreciando del todo el miedo o el fracaso, se lanzó al ataque de los adversarios y los aplastó. En aquel encuentro cayeron algunos de los más nobles normandos, impedidos de mostrar su valor por la dificultad del lugar.

(25) Así consumada la victoria, regresó al campo de batalla y descubrió la matanza, que contempló no sin compasión, aunque hubiese estado dirigida contra impíos, aunque dar muerte a un tirano sea hermoso, aporte gloria y fama, así como un grato beneficio. En una amplia extensión el suelo se hallaba cubierto por los cuerpos ensangrentados de la flor de la nobleza y la juventud angla. Cerca del Rey fueron hallados sus dos hermanos. Él mismo, carente de todo honor, fue reconocido por algunos signos, de ningún modo por el rostro y llevado al campamento del Duque, quien lo entregó a Guillermo, de sobrenombre Malet, para que lo enterrase, no a su madre, que, por el cuerpo de su querido hijo, había ofrecido su peso en oro. Pues sabía que no era propio recibir oro por un tal comercio. Estimó también que sería indigno que fuera enterrado según el deseo de su madre aquel por cuyo exceso de ambición innumerables cadáveres quedarían insepultos. Se dijo, en broma, que convenía que se lo colocara como guardián de la costa y el mar, que en su locura había ocupado antes con sus armas.

A ti, Harold, nosotros no te insultamos, sino que, junto a tu piadoso vencedor, que deploró tu ruina, te compadecemos y te lloramos. Venciste con un éxito digno de ti, según tu mérito caíste en tu propia sangre y yaces en un túmulo de piedra; serás abominable para las generaciones venideras, tanto de anglos como de normandos. Suelen caer quienes consideran el supremo poder en el mundo como la suprema felicidad; y, a fin de alcanzar la mayor felicidad posible, arrebatan este poder y, una vez arrebatado, intentan retenerlo por la fuerza de las armas. Tú te empapaste también con la sangre fraterna, para evitar que la grandeza de tu hermano disminuyera tu poder. Después te precipitaste, furioso, en otra lucha, con tal de no perder el honor real, aunque tuvieras que ayudarte con la destrucción de tu patria. Por eso te ha arrastrado la ola de muerte desencadenada por ti mismo. Después de todo, no resplandeces con la Corona que pérfidamente arrebataste; no te sientas en el trono al que orgullosamente ascendiste. Tu final demuestra cuán legítimamente fuiste elevado (al trono) por donación de Eduardo en sus últimos instantes. El cometa, terror de los Reyes, que brilló poco después de tu elevación, te había anunciado tu ruina.

(26) Pero, omitidos los cantos fúnebres, hablemos del éxito que anunció la misma estrella. El Rey de los argivos, Agamenón, que tenía el auxilio de muchos jefes y Reyes, tomó la única ciudad de Príamo valiéndose de una treta y con esfuerzo, al cabo de diez años de asedio. Cuál fue el ingenio de sus soldados, cuál su valor, lo atestiguan los poemas. Del mismo modo, Roma, cuya fuerza creció de tal modo que deseaba ponerse a la cabeza de toda la tierra, venció a algunas ciudades empleando muchos años en conquistar cada una de ellas. Sin embargo, el Duque Guillermo sometió todas las ciudades de los anglos, con las fuerzas de Normandía, en un solo día, desde la hora tercia hasta el anochecer, y sin mucha ayuda del exterior. Si las hubiesen protegido las murallas de Troya, el brazo y la prudencia de un tal hombre en breve habrían demolido Pérgamo.

El vencedor hubiera podido acudir en seguida al trono real, coronarse, entregar las riquezas de aquella tierra como botín a sus caballeros, hacer matar a parte de los nobles y condenar a otros al exilio. Pero le pareció mejor actuar con moderación y dominar más bien con clemencia. Pues, desde su juventud, tenía por costumbre ornar sus triunfos con la temperancia. Hubiera sido justo que los cuerpos de los anglos, que se habían precipitado a sí mismos a la muerte por una injuria tan grande, fueran devorados por la voracidad de los buitres y de los lobos y que los campos se vieran sepultados por sus huesos insepultos. Pero le pareció cruel tal condena. A los que quisieron recogerlos para enterrarlos, les concedió la facultad de hacerlo.

(27) Una vez enterrados los suyos y dispuesta una guarnición en Hastings al mando de un hombre valeroso, se dirigió a Romney, a la que castigó a su placer por la muerte de los suyos, que, habiendo llegado allí por error, habían sido atacados por aquella fiera población y dispersados con las mayores pérdidas por ambas partes. Desde aquí se dirige a Dover, donde había tenido conocimiento de que se había congregado una enorme multitud, pues aquel lugar parecía inexpugnable. Pero, ante su proximidad, los anglos, aterrados, no confían ni en la protección de la naturaleza del lugar ni de las obras de fortificación, ni en el gran número de hombres. Esta plaza está situada en una roca contigua al mar, la cual, ya naturalmente aguda por todas partes, además está tallada cuidadosamente por herramientas humanas, de modo que se alza en forma de muro, cortada a pico en una altura de un tiro de flecha por el lado en que la bañan las olas del mar. Con todo, mientras los castellanos se preparaban para suplicar su rendición, los escuderos de nuestro ejército le prendieron fuego por el ansia de botín. Las llamas, volando con su ligereza propia, lo destruyeron casi todo. El Duque, no queriendo el daño de aquellos que habían empezado a tratar con él de su rendición, les concedió el precio de la reconstrucción de los edificios y los compensó por otras pérdidas. Con toda severidad hubiera ordenado castigar a los autores del incendio, si su baja condición y su gran número no los hubiera protegido. Una vez recibido el castillo, durante ocho días reforzó las fortificaciones que aparecían más debilitadas. Allí, muchos caballeros, tras haber consumido carne fresca y agua, murieron de disenteria, y la mayoría llegaron al límite de sus fuerzas, con gran peligro de su vida. Sin embargo, tampoco estas calamidades quebrantaron la fortaleza del Duque. Después de dejar allí mismo también una guarnición y a los enfermos de disentería, marchó a terminar de someter a los que había vencido.

(28) Los habitantes de Canterbury corren a su encuentro espontáneamente no lejos de Dover, le juran fidelidad y le dan rehenes. Tembló también de temor la poderosa metrópoli y, para evitar su destrucción total si oponía alguna resistencia, se apresuró a conseguir la salvación sometiéndose. Llegando al día siguiente hasta la Torre Quebrada, estableció allí su campamento; y en este lugar, debido a una gravísima enfermedad que se apoderó de su cuerpo, oprimió los ánimos de sus próximos con una similar angustia. Pero, como deseaba el bien común, a fin de que el ejército no sufriera por la escasez de todo lo necesario, no quiso concederse un descanso permaneciendo allí, aunque hubiera sido provechoso a todos y sumamente deseable que el excelente Duque hubiera convalecido hasta su restablecimiento.

Entretanto Stigand, arzobispo de Canterbury, que, del mismo modo que sobresalía entre los anglos por su poder y dignidad, también tenía la mayor influencia entre ellos con sus consejos, amenaza con presentar batalla junto a los hijos de Aelfgar y otros nobles. Habían elegido Rey a Edgar Aetheling, un muchacho de pocos años de la estirpe del Rey Eduardo. En efecto, el mayor deseo para ellos era no tener un señor que no fuera compatriota suyo. Pero, quien de veras debía dominarlos, se aproximó intrépidamente, hasta donde había oído que tenían lugar la mayoría de sus reuniones, y estableció su campamento no lejos de Londres. Baña esta ciudad el río Támesis, que le trae desde el puerto de mar ricas mercaderías llegadas desde lejos. Aunque sólo está habitada por burgueses, posee una defensa numerosa y renombrada por su valor militar. En aquel momento habían confluido a ella tal cantidad de defensores que debían alojarse allí, que, por más que su perímetro era muy amplio, no podía acomodarlos con facilidad. Enviados allí quinientos caballeros normandos, rechazaron a una tropa que había salido a enfrentarse a ellos y la obligaron a refugiarse de nuevo tras las murallas rápidamente, al paso que daban muerte a los rezagados. A las muchas calamidades añaden el incendio, quemando cuantos edificios hallaron a este lado del río, para golpear su soberbia feroz con un perjuicio doble. El Duque, avanzando seguidamente por donde quiso, atravesó el río Támesis por vado y por puente hasta llegar a la ciudad de Wallingford. Al mismo lugar llegó Stigand, el obispo metropolitano, quien le rindió homenaje, le juró fidelidad y destituyó a Aetheling, a quien había elegido a la ligera. El Duque avanzó desde aquí y, en cuanto Londres se ofreció a su vista, le salieron al encuentro los principales de la ciudad; le entregan completamente la ciudad, como antes los de Canterbury; le traen los rehenes que pidió y en el número que quiso. Después le rogaron que se ciñera la Corona, a la vez los pontífices y los restantes nobles, pues ellos estaban acostumbrados a servir a un Rey y deseaban tener un Rey por señor.

(29) Él celebró consejo con los normandos cuya prudencia y fidelidad tenía probadas y les expuso qué era lo que le disuadía sobre todo de satisfacer el deseo de los anglos. La situación era aún turbia; había algunos rebeldes; él deseaba más la paz del reino que la Corona. Además, si Dios le concedía este honor, quería que su esposa fuera coronada con él. En fin, no conviene darse demasiada prisa, mientras se asciende hacia la cúspide. Desde luego, no lo dominaba el ansia de reinar; comprendía que era sagrado el compromiso del matrimonio y como tal lo respetaba. A su vez, sus allegados lo persuadían de que era el deseo unánime de todo el ejército, y ellos lo sabían; con todo, reconocían que sus razones eran muy loables, puesto que surgían de lo más profundo de una riquísima sabiduría.

Estaba presente en este consejo Aimeri de Aquitania, gobernador de Thouars, no más noble por su elocuencia que por su diestra. Éste, admirando y ensalzando cortésmente una modestia tal, que consultaba los ánimos de los caballeros, para ver si querían que su señor fuera Rey, dijo: A una deliberación como ésta los caballeros nunca o raramente fueron convocados. No hemos de discutir por más tiempo lo que deseamos que suceda cuanto antes. Pero aquellos hombres tan prudentes y óptimos de ningún modo hubieran deseado colocado a la cabeza de aquella monarquía, si ante todo no lo hubieran reconocido idóneo, aunque estuvieran dispuestos a aumentar sus propios beneficios y honores mediante la elevación del Duque. Él mismo, reflexionando en su interior todo esto una y otra vez, accedió a tantos ruegos y tantas exhortaciones; sobre todo esperaba que, cuando empezase a reinar, los rebeldes se mostrarían menos audaces y más fácilmente podría él dominarlos. Así pues, envió a Londres hombres con la misión de construir una fortificación en la misma ciudad y encargarse de los numerosos preparativos propios de la magnificencia real, mientras él se disponía entre tanto a habitar en las cercanías. Todo se llevó a cabo sin ningún contratiempo, hasta el punto de que hubiera podido entregarse con seguridad a la caza y la cetrería, si hubiera querido.

(30) El día decretado para la coronación, se dirigió a los anglos con las palabras convenientes el arzobispo de York, gran amante de la justicia, de edad ya madura, sabio, bondadoso, elocuente, preguntándoles si consentían en que él (el Duque) fuera coronado como su Rey. Manifestaron todos su gozoso asentimiento, sin la menor vacilación, como si desde el cielo hubieran recibido una sola mente y una sola voz. La voluntad de los anglos fue secundada con toda facilidad por los normandos, una vez que el obispo de Coutances les hubo hablado y preguntado su parecer. Pero, los que habían sido dispuestos alrededor del monasterio, armados y montados, para su custodia, al oír aquel enorme estrépito en una (lengua) desconocida, pensando que se trataba de algo siniestro, incendiaron imprudentemente los lugares cercanos a la ciudad. Así, consagró al Rey electo el mismo arzobispo, querido igualmente por la santidad de su vida y por su fama inviolada, le impuso la Corona real y lo colocó en el trono, con el consentimiento de los muchos obispos y abades, en la basílica de San Pedro apóstol, que se honraba con el sepulcro del Rey Eduardo, en la sacrosanta solemnidad del nacimiento del Señor, en el año mil sesenta y seis de la Encarnación. Rechazó ser consagrado por Stigand de Canterbury, pues había sabido que había sido anatematizado por el justo celo apostólico. Y no eran las insignias reales menos adecuadas a su persona, que sus virtudes resultaban idóneas para el mando real. Sus hijos y nietos poseerán en justa sucesión la tierra inglesa, que él mismo posee, tanto por sucesión hereditaria, ratificada por los juramentos de los anglos, como por derecho de guerra. Fue coronado con el consentimiento de los mismos ingleses, más bien por el afán de los principales de este mismo pueblo. Y si se pregunta por la razón de la sangre, es de sobra conocido qué próxima consanguinidad unía al Rey Eduardo y al hijo del Duque Roberto, cuya tía, Emma, la hermana de Ricardo II, e hija del primero, fue madre de Eduardo.

Una vez celebrada la coronación, no empezó a abandonarse en la ejecución de obras loables, como suele suceder tras un aumento de honor, sino que se volvió hacia las acciones honestas y extraordinarias con un nuevo y admirable ardor el dignísimo Rey; porque este nombre adoptará gustoso nuestro escrito, ya abandonando el de Duque. Se afanaba con celo en los asuntos seculares y divinos por igual; sin embargo, su corazón se inclinaba más bien hacia el Rey de todos los Reyes; pues precisamente a Él imputaba sus éxitos y sabía que contra Él ningún mortal puede disfrutar largo tiempo del poder o la vida; de Él esperaba una gloria interminable, cuando finalizara su gloria temporal. En consecuencia, sacó para distribuir largamente, como un tributo a este Emperador, los tesoros que el erario del Rey Harold encerraba avariciosamente.

Índice de Gesta Guillelmi (Historia de Guillermo, Duque de Normandia y Rey de Inglaterra) de Guillermo de PoitiersAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha