Índice de Gesta Guillelmi (Historia de Guillermo, Duque de Normandia y Rey de Inglaterra) de Guillermo de PoitiersAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Primera parte

(1) Efectivamente, una noticia cierta llegó de improviso: que Inglaterra había quedado privada de su Rey Eduardo y que Harold se había ceñido la Corona. Aquel anglo insensato no esperó a ver cuál era el resultado de la elección pública, sino que en el mismo triste día en que aquel excelente varón fue enterrado, mientras todo su pueblo le lloraba, el perjuro ocupó por aclamación el solio de los Reyes, gracias al favor de algunos inicuos. Fue ordenado por la sacrílega consagración de Stigand, que se había visto privado del ministerio del sacerdocio por un anatema, dictado por el justo celo apostólico.

El Duque Guillermo, tras celebrar una consulta con los suyos, decidió vengar la afrenta con las armas, con las armas exigir su herencia, por más que muchos de sus nobles intentaron ingeniosamente disuadirlo de ello, como de una empresa demasiado ardua, muy lejos de las fuerzas de Normandía. En aquel tiempo, tuvo Normandía como consejeros, además de obispos y abades, los más excelentes varones del orden de los laicos, que en la asamblea constituían la más brillante luz y ornamento: Roberto, Conde de Mortain; Roberto, Conde de Eu, hermano del obispo de Lisieux, Hugo, sobre cuya vida hablamos antes; el Conde de Evreux, Ricardo, hijo del arzobispo Roberto; Roger de Beaumont; Roger de Montgomery; Guillermo, hijo de Osbern; el Vizconde Hugo. Con su ingenio y esfuerzos, la República romana hubiera podido conservarse incólume y no hubiera necesitado doscientos senadores, si hubiera estado apoyada por estos hombres, en el caso de que tuviera hoy tanto poder como antaño. Sin embargo, en toda deliberación sabemos que todos cedieron ante la prudencia del príncipe, como si, por inspiración divina, pudiese conocer de antemano qué debía hacerse o evitarse. A los piadosos Dios concedió la sabiduría, dice un profundo conocedor de las cosas sagradas. Pues Guillermo actuaba piadosamente desde su infancia. Cuanto ordenó, todos lo obedecieron, a no ser en caso de una necesidad insoslayable.

(2) Así pues, ¡con qué prudente disposición ordenó que se construyeran naves y que se las equipase con armas, hombres, provisiones y otras cosas necesarias para la guerra! De qué modo toda Normandía hervía de actividad sería demasiado largo explicarlo con particularidad. Y no con menos prudencia dispuso a quienes debían gobernar y proteger Normandía durante su ausencia. Acudieron también en su ayuda soldados extranjeros en gran número, a los que en parte había atraído la famosísima liberalidad del Duque, pero a todos la confianza en la justicia de su causa.

Dado que estaba prohibida cualquier rapiña, cincuenta mil caballeros eran alimentados a sus expensas personales, mientras los vientos adversos los detuvieron en el puerto del Dives durante todo un mes. Así fueron su moderación y su prudencia; al proveer en abundancia a caballeros y huéspedes, a nadie se le daba ocasión de robar nada. Los rebaños de los lugareños, ya fueran de vacas u ovejas, pacían con toda seguridad por los campos o los yermos. Las mieses esperaban, intactas, la hoz del segador, sin que las destruyeran el orgulloso paso de los caballos ni las devastara el saqueador. Cualquiera, ya fuera débil o desarmado, podía cabalgar cantando por donde quisiera; aunque viera las tropas de caballeros, no les tenía miedo.

(3) En aquel tiempo ocupaba la cátedra de San Pedro en Roma el Papa Alejandro, el más digno de velar y hacerse obedecer por toda la iglesia. Pues sus palabras eran justas y saludables. Éste, obispo de Lucques, aunque de ningún modo ambicionaba un grado más alto, debido a la impetuosa acción conjunta de muchos, cuya autoridad sobresalía entonces entre los romanos, y con el asentimiento de un numerosísimo Concilio, fue colocado en la primacía, a fin de que se erigiera en cabeza y maestro de los obispos de toda la tierra. Había merecido esta elección por su santidad y su doctrina. Por ellas brilló después de Oriente a Occidente. Y el sol, por naturaleza, no tendía la trayectoria de su curso más inmutablemente que él lo hacía en su vida, a través de la recta verdad; corrigió cualquier iniquidad en cualquier parte del mundo, sin ceder ante nada.

El Duque pidió el favor apostólico, tras comunicarle la empresa que pensaba realizar y recibió de su benignidad su estandarte, como señal de la aprobación de San Pedro, para que con más confianza y seguridad pudiera invadir al adversario. Por otra parte, de nuevo se unió a la amistad de Enrique, emperador de los romanos, hijo del emperador Enrique y nieto del emperador Conrado; en virtud de un edicto suyo, Germania acudiría a ayudarle contra cualquier enemigo, si Guillermo se lo pedía. Incluso el Rey danés Svend le prometió fidelidad mediante embajadores, pero se mostraba fiel amigo de los enemigos de Guillermo, como verás más adelante, al leer las calamidades que provocó.

(4) Entretanto Harold, pronto a librar combate, por tierra o mar, cubrió la mayoría de la costa con un enorme ejército y astutamente envió espías en secreto. A uno de ellos, que fue capturado e intentó disculpar la causa de su llegada con la excusa de que le le había sido ordenado, el Duque le mostró la magnanimidad de su ánimo con estas palabras: No necesita Harold comprar con oro o plata tu fidelidad y astucia ni las de cualquier otro, para que vengáis a escondidas a espiarnos. Lo que aquí se decide y se prepara, ¿qué otro testimonio lo informaría con más certeza de la que él mismo quisiera, y, según su opinión, con más rapidez, que mi propia presencia? Llévale de mi parte este mensaje: que no tema ninguna adversidad de nuestra parte y que viva tranquilo el resto de su vida, si dentro del plazo de un año no me ha visto allí donde espera encontrar un refugio más seguro.

Pero, estupefactos por la magnitud de su promesa los nobles normandos, muchos de ellos no ocultan su desconfianza. Con palabras que les dictaba la desesperación, exageran las fuerzas de Harold y subestiman las propias. (Dicen) que el primero posee en abundancia tesoros con los que puede ganarse a poderosos jefes y Reyes; una numerosa flota y hombres expertísimos en la navegación, que a menudo se han probado en los peligros y combates marinos; que su propia tierra es superada con mucho por la de él, tanto en riquezas como en abundancia de soldados. ¿Quién, pues, podría esperar que en el tiempo fijado estuvieran terminadas las naves o, si lo estaban, pudieran hallarse los remeros, y todo ello en el espacio de un año? ¿Quién con esta expedición no temería reducir el afortunadísimo estado de su patria a la completa miseria? ¿Quién afirmaría que las fuerzas de un Emperador romano no serían vencidas por aquella dificultad?

(5) El Duque reforzó la moral de los reticentes con estas palabras: Es evidente para nosotros la prudencia de Harold; ésta nos inspira terror, pero aumenta nuestras esperanzas. Precisamente, él hace dispendios inútiles, gastando su oro, y no por ello consolida su honor. No posee el ánimo necesario para poder atreverse a promover ni la mínima parte de lo que me pertenece. En cambio, yo prometo y daré, según mi criterio, tanto lo que es ya mío, como lo que él llama suyo. Sin duda superará al enemigo quien es capaz de ser generoso no menos con los bienes del enemigo que con los propios. La flota, de la que en breve dispondremos en número suficiente, no constituirá un problema. Sepan ellos lo que nosotros verificaremos cuando una mejor suerte nos acompañe; que es con el valor, mejor que con el número de soldados, con lo que se ganan las guerras. Además, él luchará para no perder el fruto de su rapiña; nosotros exigimos lo que recibimos por donación, lo que conseguimos por nuestros beneficios. Esta confianza básica en nuestra causa, rechazando todo el peligro, nos proporcionará el más alegre triunfo, el mayor honor, el más famoso renombre.

Pues le constaba a este hombre cristiano y prudente, que la omnipotencia de Dios, dado que no puede soportar la iniquidad, no permitiría que fracasara una justa causa; además, consideraba que él mismo no pretendía aumentar tanto sus propios bienes y gloria, cuanto reinstituir el rito auténticamente cristiano en aquellas tierras.

(6) Por fin, toda la flota, magníficamente equipada, desde la desembocadura del Dives y los puertos vecinos, donde había esperado el Noto, para emprender la travesía, navegaba hacia la rada de Saint-Valery. También allí, mediante ruegos, oraciones y votos se confió a la ayuda divina el tan bien confiado príncipe, a quien ni la demora, ni los vientos desfavorables, ni los terribles naufragios, ni la cobarde fuga de muchos que habían prometido su fidelidad, pudieron hacer vacilar. Es más, saliendo al paso de las adversidades con la prudencia, ocultó en la medida que pudo la muerte de los que se habían ahogado, mandando enterrarlos en secreto; aumentando cada día los aprovisionamientos, disminuyó el hambre. Además, mediante exhortaciones diversas, hizo regresar a los atemorizados, animó a los que tenían miedo. Luchó con las armas de la plegaria hasta el punto de hacer sacar de su iglesia el cuerpo del confesor Valery, tan grato a Dios, para tratar de conseguir vientos favorables y conjurar los hostiles; en este combate de humilidad le acompañó la tropa que había de emprender con él la marcha.

(7) Cuando más tarde sopló el viento deseado, las voces dan gracias tendiendo las manos al cielo y, al mismo tiempo, gritan, infundiéndose mutuamente coraje; con la mayor celeridad se abandona la tierra, con el mayor afán se emprende un camino dudoso. En efecto, se dejan llevar por una tal rapidez, que, aunque alguno llame a su escudero, otro a su camarada, la mayoría, sin acordarse de sus ayudantes o compañeros, o de las cosas necesarias, sólo piensan y procuran no ser dejados atrás. Con todo, los increpa y apremia a embarcarse la ardiente vehemencia del Duque, si nota que por alguna causa se demoran algunos.

Pero, a fin de que, si llegan antes del amanecer a la costa a la que se dirigen, lleguen a perecer en un puerto hostil y desconocido, ordena mediante la voz de su heraldo que, cuando lleguen a alta mar, todos los navíos permanezcan quietos, durante una pequeña parte de la noche, flotando con el ancla echada no lejos del suyo, hasta que, tras ver una luz encendida en lo alto de su mástil, el sonido de la trompeta les dé inmediatamente la señal de emprender su marcha.

Recuerda la antigua Grecia que el átrida Agamenón marchó con mil naves para vengar el tálamo de su hermano: nosotros damos testimonio de que Agamenón fue a buscar la Corona regia con más de mil. Se cuenta que Jerjes unió mediante un puente de naves las famosas ciudades de Sestos y Ábidos, separadas por el mar. Nosotros no decimos sino la verdad, que Guillermo reunió bajo el único timón de su poder las tierras normandas y anglas. Pensamos que Guillermo, que sin ser vencido jamás por nadie, adornó su patria con ínclitos trofeos y la enriqueció con los más famosos triunfos, ha de ser equiparado a Jerjes, vencido y privado de su flota por una fuerza enemiga superior, y más aun ha de ser antepuesto a él por su fortaleza.

Después de que las naves zarparan de noche tras la calma, la embarcación que llevaba al Duque dejó atrás a las demás con toda rapidez, como obedeciendo con su propia velocidad el deseo del Duque, que se dirigía lleno de ardor a la victoria. Por la mañana, un remero, al que se le había ordenado vigilar desde lo alto del mástil si alguna otra nave venía detrás, indica que ninguna otra cosa sino el mar y el cielo se ofrece a su vista. En seguida, tras echar el ancla, para evitar que el miedo y la angustia turbaran a los que le acompañaban, el Duque, con una increíble presencia de ánimo, tomó una abundante comida, sin faltar el vino especiado, como si estuviera en el comedor de su castillo, con una alegría inmejorable; mientras tanto prometía que todos acudirían con toda seguridad y contando con la ayuda de Dios, a cuya tutela los había confiado. No hubiera considerado indigno el Mantuano, príncipe de los poetas, el intercalar entre las alabanzas de Eneas el troyano, que fue gloria y ancestro de la antigua Roma, la seguridad en sí mismo y el esfuerzo que requirió esta comida. Preguntado de nuevo el vigilante, anuncia que se acercan cuatro naves, y a la tercera vez, exclama que son tantas, que su enorme densidad ofrece el aspecto de todo un espeso bosque de velas. Hasta qué punto la esperanza del Duque se transformó en alegría, de qué modo glorificó la piedad divina en lo más íntimo de su corazón, lo dejamos a la conjetura del lector.

(8) Llevado por un viento favorable hasta Pevensey, desembarcó sin tener que trabar ningún combate. Precisamente Harold se había quedado en la región de York para luchar contra su hermano Tostig y Harald, Rey de Noruega. Y no te admires de que su hermano, movido por las injurias (recibidas) y deseoso de (recuperar) el honor que le había sido arrebatado, lanzara un ejército extranjero contra Harold, pues también su hermana, lo más distinta posible de él en cuanto a sus costumbres, le hacía frente con sus votos y consejo, ya que no podía hacerlo con las armas, a él, manchado por la lujuria, violento, homicida, soberbio por las riquezas que había robado, enemigo de la justicia y el bien. Por su parte, quiso esta mujer de viril prudencia, que albergaba toda honestidad en su mente y la practicaba en su vida, que los anglos fueran gobernados por Guillermo, al que su esposo, el Rey Eduardo, había adoptado como hijo para que le sucediera; a Guillermo, el prudente, el justo, el poderoso.

(9) Guerra entre el Duque Guillermo y Harold, Rey de los anglos. Llegados a la costa, los normandos ocuparon alegremente Pevensey con una primera fortificación y, con otra, Hastings; esperaban que estas dos plazas les sirvieran a ellos mismos de refugio y a las naves de calas fortificadas. Mario y Magno Pompeyo, eximios uno y otro, merecedores del triunfo, el primero por haber llevado a Roma a Jugurta encadenado; el segundo por haber forzado a Mitrídates a envenenarse; cuando avanzaban por territorio enemigo conduciendo a todos sus soldados, temían ponerse en peligro a sangre fría si se separaban, con una legión, del resto de la tropa. Aquellos tuvieron por costumbre, y la tienen hoy los jefes militares, el enviar exploradores, no ir ellos mismos como tales; y más bien para conservar su vida que la seguridad de su ejército. Pero Guillermo, acompañado por no más de veinticinco caballeros, audazmente exploraba en persona lugares y habitantes. Y al volver a pie, a causa de la dificultad del camino, y no sin reírse de lo ocurrido, por más que el lector pueda reír también, dio materia a serias alabanzas, pues traía él en su hombro, junto con la suya, la coraza de un compañero, liberando así de aquel peso de hierro a Guillermo Fitz-Osbern, tan célebre por la fortaleza de su cuerpo como por la de su espíritu.

(10) Un rico habitante de aquellos territorios, de nacionalidad normanda, Roberto, hijo de Guimara, una noble mujer, envió a Hastings un mensajero a su señor y pariente con estas palabras: El Rey Harold, después de luchar contra su propio hermano y el Rey de Noruega, que tiene fama de ser el más poderoso bajo el cielo, los mató a ambos en el combate y destruyó sus ingentes ejércitos. Animado con tal éxito, se dirige hacia ti, al frente de una tropa muy numerosa y fuerte; contra él no creo que valgan más los tuyos que otros tantos despreciables canes. Tienes fama de ser hombre prudente y con prudencia has actuado hasta aquí, en la paz y en la guerra. Ahora vela por ti, guárdate muy bien de precipitarte tú mismo en un peligro del que no puedas salir. Te aconseja que te quedes dentro de las fortificaciones, que, de momento, no combatas abiertamente. El Duque respondió al mensajero: Por el mensaje con el que tu señor ha querido precaverme, aunque habría sido más conveniente aconsejarme sin ofenderme, le doy las gracias y la siguiente respuesta. No me protegeré escondiéndome tras la empalizada o las fortificaciones sino que me batiré lo antes posible con Harold; y no desconfiaría de poder destrozarlo junto con los suyos, gracias a la fortaleza de los míos, si la voluntad divina no se opone, aunque tuviera sólo diez mil hombres, comparables a los sesenta mil que he traído.

(11) Un día, mientras el Duque inspeccionaba la guardia de las naves, casualmente se le anunció, mientras avanzaba junto a las embarcaciones, que había llegado un monje con un mensaje de Harold. Él rápidamente fue a su encuentro y le dirigió estas ingeniosas palabras: Soy allegado y senescal de Guillermo, Conde de Normandía. No tendrás posibilidad de hablarle sino es a través de mí; lo que tienes que decir, expónmelo. Él, gustosamente se enterará por mi conducto, porque a nadie aprecia más que a mí. Luego, gracias a mi intervención, acudirás a su presencia para hablarle, como es tu deseo. Tras oír el mensaje por boca del monje, sin demora ordenó que se hospedase al embajador y que se le atendiese con una obsequiosa consideración. Él mismo, entre tanto, deliberaba consigo mismo y con los suyos qué debía responder al mensaje.

Al día siguiente, sentado entre los principales de los suyos, dijo al sacro mensajero: Yo soy Guillermo, príncipe de los normandos por la gracia de Dios. Lo que me contaste ayer, repítelo ahora en presencia de éstos. El mensajero habló así: Esto te manda el Rey Harold. Has entrado en sus tierras; llevado por qué audacia, por qué temeridad, él no lo sabe. Recuerda, es cierto, que el Rey Eduardo decretó en primer lugar que tú fueras el heredero del reino de Inglaterra y que yo mismo te confirmé en Normandía la seguridad de esta sucesión. Sin embargo, sabe que, por derecho, este mismo reino le pertenece, puesto que le fue cedido por su señor, el Rey, en sus últimos momentos. En efecto, desde el tiempo en que Agustín, aquel santo varón, llegó a estas regiones, fue una costumbre común entre este pueblo, que la donación que alguien hacía en su último momento se tuviera como la legítima. Por tanto, te pide justamente que te vayas de sus tierras con los tuyos. De otra forma, romperá la amistad y todos los pactos que él mismo te confirmó en Normandía, dejando caer sobre ti absolutamente toda la responsabilidad.

(12) Tras oír la embajada de Harold, el Duque preguntó al monje si quería conducir hasta Harold a un mensajero de su parte, garantizando su seguridad. Él le prometió velar por la salvaguarda del mensajero, como por la suya propia. Inmediatamente el Duque instruyó de este modo a un monje de Fécamp, para que en seguida lo transmitiese a Harold: No temeraria o injustamente, sino llevado por el consejo y la equidad, he navegado hasta esta tierra; de ella me instituyó como heredero, tal y como el mismo Harold manifiesta, mi señor y pariente, el Rey Eduardo, a causa de los máximos honores y numerosísimos beneficios que a él, a su hermano y también a los suyos les proporcionamos yo y mis mayores; y puesto que me creía el mejor de todos sus familiares, de tal modo que era el más capaz, ya para ayudarlo mientras vivía, ya para gobernar el reino a su muerte. Y esto no lo hizo sin el consenso de sus nobles, sino por consejo del arzobispo Stigand, del Conde Godwin, del Conde Léofric, del Conde Siward, que también lo confirmaron, jurando con sus propias manos que, tras la muerte de Eduardo, me recibirían como señor y que, de ningún modo intentarían durante su vida poner alguna traba a que yo ocupara esta tierra. Me dio como rehenes al hijo y al nieto de Godwin. Por último, me envió a Harold mismo a Normandía, a fin de que, lo que su padre y los demás antes citados me juraron aquí, estando yo ausente, él me lo jurase de nuevo allí en mi presencia. Por el rito de las manos se entregó a mí como vasallo, por su propia mano me confirmó la seguridad acerca del reino de Inglaterra. Yo estoy dispuesto a llevar mi causa contra él en un juicio como a él le plazca, ya sea según las leyes de los normandos o, mejor aún, de los anglos. Si, de acuerdo con la verdad de la justicia, los normandos o los anglos deciden que es justo que él posea este reino, que lo posea en paz. Pero si acuerdan que, según la justicia, me ha de ser devuelto, que me lo entregue. Por el contrario, si rechaza esta propuesta, no considero justo que mis hombres o los suyos caigan en la lucha, puesto que ellos no tienen ninguna culpa de nuestro litigio. He aquí que estoy preparado para asegurar con mi cabeza contra la suya, que a mí antes que a él debe pasar por derecho el reino de Inglaterra.

Nuestro deseo es que estas palabras del Duque, diligentemente puestas de manifiesto, salten a la vista de la mayoría mejor que nuestra propia redacción, puesto que de la mayoría queremos procurarle la alabanza y el favor. Perfectamente se deducirá de esto que se mostró lleno de prudencia, justicia, piedad y fortaleza. Pues, como resulta claro para el que esté atento, la abundancia de razones, que no habría sido capaz de refutar ni siquiera Tulio, el máximo autor de la elocuencia romana, destruyó en cambio la razón de Harold. Por último, estuvo dispuesto a recibir el juicio que estableciesen los derechos de los pueblos. No quiso que sus enemigos, los anglos, perecieran por causa de su propia querella; su deseo fue decidir la causa en combate singular, con peligro de su propia vida.

(13) Así pues, cuando este mensaje se transmitió a Harold, que se aproximaba, por medio del monje, palideció de estupor y permaneció mucho tiempo en silencio, como mudo. Mas, al rogarle el emisario una y otra vez una respuesta, le respondió primero: Avanzamos sin interrupción; luego: Avanzamos hacia la victoria. Le instaba el legado a que respondiese de modo diferente, repitiendo: El Duque normando no desea la destrucción del ejército, sino un combate singular. Pues aquel hombre valeroso y bueno prefería renunciar a algo justo y beneficioso, antes que causar la muerte de muchos, pues confiaba en hacer caer a Harold, quien poseía una menor fortaleza y ninguna equidad. Entonces Harold, levantando el rostro al cielo, dijo: El Señor decida hoy lo que es justo, entre Guillermo y yo. Pues en verdad, cegado por el deseo de gobernar, y olvidado de su propia injusticia a causa de la excitación, escogió, para su ruina, a su propia conciencia como recto juez.

(14) Entretanto, unos probadísimos caballeros, enviados por orden del Duque para explorar, anuncian que la llegada del enemigo es inminente. Pues el Rey, furioso, aceleraba su marcha todavía más, porque había oído que los terrenos próximos al campamento normando habían sido devastados. También planeaba sorprenderlos desprevenidos mediante un ataque nocturno o repentino. Y, para que no pudieran hallar escape en un refugio, había preparado una flota armada de setecientas naves para oponérseles en el mar. El Duque, rápidamente, a cuantos se hallan en el campamento (pues la mayoría de sus compañeros había ido a forrajear aquel día), a todos les ordenó armarse. Él mismo, asistiendo al misterio de la misa con la mayor devoción, con la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor fortaleció y protegió su propio cuerpo y alma. También colgó humildemente de su cuello las reliquias, de cuyo favor Harold se había privado a sí mismo, al violar la fe que al jurar sobre ellas había sancionado. Se hallaban presentes dos pontífices venidos de Normandía: Eudes de Bayeux y Geoffrey de Coutances; también había un gran número de clérigos y algunos monjes. Esta reunión se dispone a luchar con sus oraciones. A otro le hubiera aterrorizado el ver que la coraza se dio la vuelta hacia la izquierda, mientras se vestía. Él se rió de esto como de una casualidad, no se atemorizó como ante un mal presagio.

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