Índice de Gesta Guillelmi (Historia de Guillermo, Duque de Normandia y Rey de Inglaterra) de Guillermo de PoitiersAnteriorBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO SEGUNDO

Tercera parte

(31) A esta tierra, fértil por su natural fecundidad, solían aportar una opulencia todavía mayor los comerciantes, a base de la riqueza que importaban. Enormes por su número, género y artificio, estos tesoros habían sido reunidos, ya para ser guardados por el vano placer de la avaricia, ya para ser consumidos por el torpe afán de lujo de los anglos. De ellos, una parte la cedió con magnificencia a los que lo habían ayudado a terminar la guerra; pero la mayor y más preciosa la distribuyó entre los pobres y monasterios de diversas provincias. A este afán de munificencia se añadió el no módico tributo que, de todas partes, cada una de las ciudades y personajes poderosos ofrecieron a su nuevo señor. A la iglesia romana de San Pedro le envió dinero en oro y plata, en mayor cantidad de la que resultaría creíble. Ornamentos que Bizancio consideraría del mayor valor, los puso en manos del Papa Alejandro. También el famoso estandarte de Harold, que tenía tejida la imagen de un hombre armado en oro purísimo; con este botín correspondía en iguales términos al regalo que le había enviado a él mismo la benignidad apostólica; y a la vez, indicaba bellamente su triunfo sobre el tirano, cosa ampliamente deseada en Roma. Cuántos colegios de siervos de Cristo cantaron entonces himnos de gracia por el vencedor, al que antes habían ayudado con las armas de sus oraciones, lo mencionamos brevemente. En mil iglesias de Francia, Armórica, Borgoña, sin olvidar Auvernia, así como en otras regiones, será eternamente celebrada la memoria del Rey Guillermo. La magnitud de sus beneficios, viviendo para siempre, no dejará que extinga el recuerdo del benefactor. Unas recibieron cruces de oro de enorme tamaño y bellísimamente amadas con gemas; la mayoría, libras de oro o vasos del mismo metal; algunas, palios o cualquier otro objeto precioso. Espléndidamente habría adornado una basílica metropolitana el menor entre estos dones que alegró algún pequeño cenobio. Estas cosas y otras muchas escritas en este libro, querría anotarlas para que sirvieran de ejemplo o estímulo a Duques y Reyes.

(32) En verdad, los más bellos regalos fueron a Normandía de parte de su dulce hijo, piadoso padre, enviados con un apresuramiento dictado por el afecto, puesto que la crueldad del tiempo y el mar, ya entrado enero, era terrible. Pero el anuncio de su llegada, por cuya expectación había estado tensa y ansiosa, le resultó mil veces más caro. En efecto, no tan gratamente habría recibido cuanto Arabia pudiera dar de bello y suave. Jamás lució para ella un día más gozoso que cuando supo con certeza que su príncipe, el autor de su pacificación, era ya Rey. Ciudades, castillos, villas, monasterios se regocijaban mucho por el vencedor, máximamente por el Rey. Una cierta luz de insólita serenidad parecía haber surgido súbitamente en la provincia. Normandía, aunque se consideraba privada de su padre común, mientras carecía de su presencia, sin embargo se alegraba de su ausencia, más para que así gozase él de mayor poder, que esperando servirse de él como defensa y honor, dado ahora su mayor poderío. Pues tanto deseaba Normandía su realeza, como él el beneficio o el honor de Normandía. Ciertamente, era dudoso si su patria lo amaba más a él o él a su patria, del mismo modo que en otro tiempo era dudoso también acerca de César Augusto y el pueblo romano.

También tú, tierra de Inglaterra, lo habrías amado y tenido en la mayor estima y toda tú te hubieras postrado, gozosa, a sus pies, si no contaras con aquella imprudencia y temeridad tuyas, a fin de que pudieras discernir con mejor entendimiento qué tipo de hombre era aquel en cuyo poder habías caído. No prejuzgues, reconoce sin más su dignidad, y a cuantos señores tuviste, poco los considerarás si los comparas con él. La belleza de su honestidad te adornará con el más puro brillo. Supo por medio de su embajador el valerosísimo Rey Pirro, que en Roma todos sus habitantes eran prácticamente como él mismo. Aquella ciudad, madre de los Reyes del orbe, cabeza y señora de la tierra, se hubiera alegrado de haber engendrado al que va a gobernarte, de ser defendida por su brazo, gobernada por su sabiduría, de obedecer a su mando. Sus tropas normandas poseen Apulia, han derrotado Sicilia, luchan contra Constantinopla, inspiran miedo a los babilonios. A los más jóvenes de tus hijos, jóvenes y ancianos, el danés Canuto los hizo matar con excesiva crueldad, para someterte a él mismo y a sus hijos. Éste no quiso que Harold muriese. Es más, quiso aumentar el poder de su padre Godwin y, tal como había sido prometido, entregarle a su hija, por demás digna del tálamo de un Emperador. Pero, si esto no te hace estar de acuerdo conmigo, por lo menos lo estarás en que quitó de tu cuello el soberbio y cruel yugo de Harold; acabó con el tirano abominable, que te oprimía con una esclavitud tan desastrosa como innoble. Y esto se considera un mérito grato y preclaro entre todos los pueblos. Mas los beneficios de la tan positiva dominación, por la que te verás exaltada, quedarán a continuación de manifiesto de algún modo y contra tu malevolencia. Vivirá, sí, vivirá durante largo tiempo el Rey Guillermo también en nuestras páginas, que hemos pretendido escribir en un estilo sobrio, a fin de que muchos puedan entender estos hechos tan notables con toda nitidez. Precisamente, porque los más eximios oradores, que poseen la capacidad de hablar con gran gravedad, acaban por usar un estilo sencillo, cuando cultivan el género histórico.

(33) En Londres, tras su coronación, adoptó muchas disposiciones con prudencia, justicia y clemencia; algunas, para provecho y dignidad de la ciudad misma; otras, para beneficio de toda la nación; algunas, que velaran por las tierras eclesiásticas. Promulgó algunas leyes. Nadie le pidió en vano un juicio justo. Bajo la especie de vengar los crímenes, la iniquidad de los Reyes esconde la mayoría de las veces su avaricia, entregando al suplicio a un inocente a fin de confiscar las posesiones del condenado. Él no sentenció a nadie, sino a quien fuera injusto perdonar; pues, así como tenía un espíritu libre de todo otro defecto, también lo estaba de la ambición. Había comprendido que era propio de la majestad regia el distinguirse por una ilustre munificencia y no recibir nada que desaconsejara la equidad.

También mostraba a sus nobles lo que era digno de sí y de su gravedad y con diligencia los encaminaba hacia la justicia. (Les aconsejaba) que habían de tener siempre en la mente al Emperador eterno, con cuya ayuda podrían vencer. Que no era en absoluto conveniente oprimir excesivamente a los vencidos, iguales a los vencedores en la fe cristiana; no fuera que con sus injurias incitasen a la rebelión a aquellos a los que justamente habían sometido. Además era conveniente no infligir deshonor a la tierra en la que había nacido y crecido, actuando torpemente en el extranjero. Pero a los caballeros de media nobleza y a los hombres de armas los mantuvo a raya con acertadísimos edictos. Las mujeres estaban protegidas de la violencia que a menudo les infligen los hombres encendidos por la lujuria. Incluso aquellos delitos que ocurren por consenso de las mujeres impúdicas quedaban prohibidos, a fin de evitar la infamia. Fue parco en conceder que los caballeros bebiesen en las tabernas, ya que la ebriedad suele generar lucha, y la lucha, homicidio. Prohibió las sediciones, el asesinato y todo tipo de rapiña; del mismo modo que contuvo a los pueblos con las armas, a éstas las contuvo con las leyes. Se constituyeron jueces que atemorizaran a la masa de los caballeros y, a la vez, se decretaron graves penas contra los delincuentes: y no permitía más libertades a los normandos que a los bretones o a los aquitanos. Nos proponen para la imitación a Escipión y a otros antiguos jefes que escribieron acerca de la disciplina militar. Sin duda es fácil tomar del ejército del Rey Guillermo ejemplos tan o más laudables. Pero démonos prisa en hablar de otra cosa, no retrasemos más el relato de su memorable regreso, que Normandía esperaba ansiosamente.

A los tributos y a todas las cargas que habían de ser entregadas al fisco real, les impuso un canon que no resultase gravoso. Rechazó dentro de sus límites todo tipo de latrocinios, ataques y fechorías. Ordenó que todos los puertos y caminos estuvieran abiertos a los comerciantes y que no recibieran ninguna injuria. No aprobaba en absoluto el pontificado de Stigand, pues lo sabía no canónico; pero creía mejor esperar la sentencia apostólica que precipitarse a deponerlo. También lo persuadían otras razones, de la conveniencia de mantener relaciones con él y tratarlo honoríficamente, pues su autoridad era enorme entre los anglos. Pensaba colocar en la sede metropolitana a un hombre santo por su vida, querido por su fama, poderoso por su elocuencia en la palabra divina, que ofreciera un modelo correcto a los obispos sufragáneos, estuviera al frente del rebaño del Señor y deseara servir a todos con un celo vigilante. Asimismo, reflexionaba acerca del ordenamiento de las otras iglesias. Sin duda, fueron del todo positivos los inicios de su reinado.

(34) Tras salir de Londres, se detuvo algunos días en la vecina Barking, mientras se concluían unas fortificaciones en la ciudad contra la veleidad de un pueblo numeroso y fiero. Pues ante todo se había dado cuenta que era sumamente necesario contener a los habitantes de Londres. Allí acuden a su encuentro para rendirle homenaje Edwin y Morkere, casi los más poderosos entre los anglos por su estirpe y su poder e hijos del famosísimo Aelfgar; suplican su perdón, si de algún modo se le han opuesto y se entregan a su clemencia a sí mismos y todos sus bienes. Del mismo modo actúan otros muchos anglos nobles y opulentos. Entre éstos estaba el Conde Copsi, quien, según sabemos, agradó al Rey y a todos los mayores nobles normandos a causa de su singular fortaleza y probidad. El Rey recibió de buen grado sus juramentos, tal como ellos pidieron, y les concedió liberalmente su gracia, restituyéndoles todo lo que poseían y tratándolos con gran honor.

(35) Avanzando desde allí, se dirigió a las diversas regiones del reino, ordenando en todas partes lo que fuera útil para sí mismo y para los habitantes del país. Por donde él pasaba, nadie se mantenía en armas. Sin que nadie le impidiese el paso, en todas partes corren a su encuentro, para sometérsele o entrevistarse con él. Él los mira a todos con clemencia y más aún al pueblo llano. A menudo asomó a su rostro la misericordia de su espíritu; tuvo muchas veces piedad a la vista de suplicantes o pobres, al oír a las madres dirigide sus ruegos acompañadas de sus hijos, mediante la voz y los gestos. A Aetheling, al que, tras la ruina de Harild, los anglos habían intentado coronar Rey, lo enriqueció con amplias tierras y lo contó entre sus vasallos más queridos, pues pertenecía a la estirpe de Eduardo y, por otra parte, a fin de que su edad juvenil no se lamentara demasiado de no poseer el honor para el que había sido elegido. Por don de su liberalidad, muchos anglos recibieron lo que no habían obtenido de sus padres o anteriores señores. Como guarnición de los castillos, colocó a guerreros valerosos, traídos de las Galias, en cuya fidelidad confiaba tanto como en su valor y a los que dotó de multitud de infantes y caballeros. Entre ellos mismos distribuyó opulentos beneficios, para que, con esto, tolerasen con mejor ánimo trabajos y peligros. Sin embargo, a ningún francés se le dio algo que hubiera sido arrebatado injustamente a cualquier inglés.

(36) La ciudad de Winchester es noble y valerosa. Tiene ciudadanos y vecinos ricos, infieles y audaces. Puede recibir rápidamente el auxilio de los daneses. Dista catorce mil pasos del mar que separa a los anglos de los daneses. También dentro de los muros de esta ciudad hizo construir una fortificación. Allí dejó a Guillermo Fitz-Osbern, que ocupaba el lugar principal de su ejército, para que entretanto gobernara en su nombre toda la zona norte del reino. A éste, entre todos los normandos; lo había visto conservar hacia su persona la mayor fidelidad, como un padre, tanto en la paz como en la guerra; asimismo, ser excelente por su valor y por su consejo en los asuntos internos y militares; y ello sin olvidar su mucha devoción sincera hacia el Rey del cielo. Sabía que éste era muy querido para los normandos; para los ingleses, objeto del mayor terror. A éste, desde la niñez de ambos, lo había amado y ensalzado en Normandía, por encima de sus demás familiares.

(37) El castillo de Dover lo cedió a Eudes, su hermano, con la región del sur, cuyo antiguo nombre es Kent y está cerca de la Galia, hacia la cual se orienta; su población, de carácter menos feroz, acostumbra a comerciar con los belgas. Cuentan también antiguas páginas de la historia que esta región marítima la poseyeron en otro tiempo los galos, a quienes, aunque habían hecho la travesía hasta allí, llevados por el deseo de botín y guerra, quedaron complacidos por sus fértiles campos. Aquel Eudes, obispo de Bayeux, tenía fama de ser capaz de llevar adelante, de la mejor manera posible, tanto asuntos eclesiásticos como seculares. Su bondad y prudencia las atestigua sobre todo la iglesia de Bayeux, a la que él, con ardiente celo, ordenó y embelleció; pues si bien era aún joven por su edad, sin embargo aventajaba a los ancianos por la madurez de su espíritu. Tiempo después fue útil a toda Normandía y la llenó de honor. En los sínodos, donde se trataba del culto a Cristo, o en los debates, donde se discutía sobre asuntos del siglo, de igual modo resplandecía por su inteligencia que por su elocuencia. En liberalidad no tuvo otro igual Francia, según convino la opinión pública. y no menos alabanzas mereció por su amor a la equidad. En cuanto a las armas, jamás las empuñó ni quiso que se empuñaran: sin embargo, era temible para los hombres de guerra. Pues, cuando la necesidad lo exigía, colaboraba en la guerra con su utilísimo consejo, en la medida en que podía hacerlo, sin ultrapasar los límites que le imponía su ordenación religiosa. Al Rey, del que era hermano uterino, al que rodeaba de un amor tan profundo que ni en la guerra quería separarse de él y del que había recibido y esperaba grandes honores, le fue exclusiva y constantemente fiel. De grado le prestaban obediencia, como al más venerado señor, normandos y bretones. Y no fueron los ingleses tan bárbaros que no comprendieran fácilmente que él era el obispo, el jefe, al que justificadamente habían de temer, venerar y también amar.

(38) El Rey, tras haber confiado de este modo el gobierno del reino, se dirigió a Pevensey, cuyo nombre creemos que ha de ser colocado entre los célebres, puesto que en este puerto fue donde alcanzó por primera vez la costa inglesa. Las naves aguardaban allí, con todos los equipamientos para hacer la travesía; habían sido adornadas, como resultaba lo más apropiado, con velas blancas, según la costumbre antigua. Pues habían de regresar llevando el más glorioso triunfo y anunciar la más deseada alegría.

Se reunieron allí mismo muchos caballeros ingleses. Entre éstos, había decidido llevarse consigo principalmente a aquellos, de cuya fidelidad y poder sospechaba: al arzobispo Stigand; a Aetheling, pariente del Rey Eduardo; a los tres Condes, Edwin, Morkere y Waltheof; y también a otros muchos de la alta nobleza; así pretendía que no pudieran intentar nada aprovechando su marcha, sino que se quitara a aquel pueblo la posibilidad de rebelarse, al despojado de sus cabecillas. Por último, creía que había de tener cautelosamente en su poder, como rehenes, principalmente a aquellos cuya autoridad o salvaguarda fuesen del mayor provecho a sus allegados y compatriotas. Y de tal modo habían quedado sometidos, que cumplían sus mandatos con toda obediencia; pues, si él prefería pedir alguna cosa, ellos lo interpretaban como una orden; por otra parte, como no se los llevaba en calidad de prisioneros, sino que acompañaban a su señor y Rey en su séquito personal, estaban dispuestos a considerarlo una gran prueba de favor y honra. Además, se daban cuenta de su humanidad, de la que podían esperar los mayores bienes y no temer ninguna crueldad o injusticia. En cuanto a los caballeros que se repatriaban, de cuya fiel ayuda se había servido en tan importantes asuntos, les concedió dones con largueza en el mismo puerto, a fin de que se alegrasen todos de haber percibido con él el óptimo fruto de la victoria.

Así, tras soltar amarras entre la alegría de todos, navegan hacia su tierra natal con viento y marea favorables. Esta travesía pacificó el mar durante mucho tiempo, al hacer huir lejos a todos los piratas. La rapidez hizo mucho más admirable el éxito de una empresa, que con razón es admirada por cuantos la conocen. Precisamente, alrededor de las calendas de octubre, el día en que la Iglesia celebra la memoria del arcángel Miguel, había partido hacia tierra enemiga, dudando del resultado que iba a conseguir; el mes de marzo volvió al seno de su patria, después de haber concluido la empresa mejor de lo que pueden narrar nuestros escritos.

(39) Julio César, que por dos veces hizo la travesía hasta la misma Britania con mil naves (pues el antiguo nombre de Inglaterra es Britania), no llevó tan grandes hechos la primera vez, ni se atrevió a avanzar muy lejos desde la costa, ni permanecer en ella durante mucho tiempo, aunque había construido un campamento fortificado a la manera romana. Llegó al fin del estío y volvió poco antes del siguiente equinoccio. Un gran miedo turbó a sus legiones, cuando las naves fueron, en parte, destrozadas por la marea y el oleaje del mar y, en parte, inutilizadas para la navegación por haber perdido los aparejos. Algunas ciudades, dado que preferían vivir en paz que tener por enemigo al pueblo romano, cuyo renombre era temible entre todos los pueblos, le entregaron rehenes. Pero todas, excepto dos, descuidaron enviar al continente los rehenes que él había ordenado, aunque sabían que pasaba el invierno en Bélgica con un enorme ejército. La segunda vez transportó soldados romanos de infantería y caballería en número casi de cien mil, con muchos jefes de las ciudades galas, acompañados de sus correspondientes cuerpos de caballería. Por tanto, ¿qué llevó a cabo él, que fuera digno de las alabanzas a que se hizo acreedor el protagonista de nuestra historia?

(40) La caballería y los carros de combate britanos le infligieron no pequeña derrota, luchando contra él en un lugar llano con la mayor audacia; en cambio, los ingleses, aterrorizados, aguardaron a Guillermo protegidos por la elevación de un monte. Los britanos atacaron a César muchas veces; Guillermo destrozó a los anglos en un sólo día, hasta tal punto que nunca más después tuvieron la audacia de enfrentársele. Cuando este general llegó al río Támesis, conduciendo su ejército hasta el territorio de Casivelauno, que dirigía la resistencia contra él, en la orilla opuesta le esperaban los enemigos en orden de batalla; con grandísima dificultad lo atravesaron por un vado los soldados romanos, que pasaron con sólo la cabeza fuera del agua; en cambio, al llegar a la misma región el Duque de Normandía, le salieron al encuentro ciudades y municipios suplicando su clemencia: y si se le hubiese antojado ordenarles construir un puente para que sus soldados cruzasen el río, sin tardanza lo hubieran construido. César, para incendiar y saquear los campos, dispersó su caballería, a la que Casivelauno impedía extenderse mucho, a base de lanzar contra ella a guerreros expertos en combatir desde los carros. Guillermo, dando órdenes pacíficas a los habitantes, conservó para sí una tierra que hubiera podido devastar total y rápidamente, así como a su población. César defendió del ataque de Casivelauno a Mandubracio y su ciudad, cuyo mando cedió de nuevo a éste mismo; Guillermo liberó para siempre a todo el país de la tiranía de Harold y él mismo obtuvo el trono; de modo que gobernó él solo sobre las regiones que antes habían estado sometidas a muchos Reyes. Los romanos capturaron a Cingétorix entre todos los príncipes de Britania; los normandos hubieran hecho prisioneros a mil nobles del mismo país, si Guillermo lo hubiera querido. Tantos actos llevaron a cabo los romanos en estas tierras durante el verano, como los normandos en invierno; y es de sobra conocido que el invierno es menos apropiado que el verano para la guerra. A César le era suficiente, para conseguir gloria o provecho, el combatir contra los britanos como contra los galos, a base de dirigir la guerra; en efecto, rara vez combatió personalmente. Ésta fue la costumbre de muchos jefes de la antigüedad; lo atestiguaron los Comentarios, dictados por su propia elocuencia. Pero a Guillermo le pareció deshonroso y poco útil el desempeñar el papel de general en aquel enfrentamiento en el que derrotó a los anglos, si no jugaba también el papel de soldado, como había acostumbrado a hacer en otras guerras; pues en toda batalla donde estaba presente, solía luchar en primera línea o entre los primeros con su propia espada. Si se examinan atentamente los hechos de aquel romano y de nuestro príncipe, con razón se calificará a aquél de temerario y excesivamente confiado en la fortuna; a éste, de hombre perfectamente prudente, que más bien gracias a su excelente buen sentido que al azar, llevó a buen término su empresa.

Por último, César, tras haber recibido la rendición de algunas ciudades y rehenes entregados por Casivelauno, así como de fijar algunos tributos, que cada año debía pagar Britania al pueblo romano, volvió a llevar su ejército a Bélgica en dos penosas travesías, puesto que las naves habían debido ser reparadas y eran menos de las que él había traído, debido a los daños que la tempestad le había causado. Guillermo no sufrió en absoluto contratiempos de este tipo. Si él lo hubiera ordenado, aquel mismo pueblo le habría ofrecido naves nuevas en la cantidad y modo que él hubiera querido, decoradas además con metales preciosos, adornados con velas de púrpura, equipadas con expertos remeras y escogidos timoneles. Con cuánta gloria regresó, no trayendo consigo, como los romanos, a gentes del pueblo; sino teniendo en su séquito y a su servicio al primado de los obispos de toda Britania, a grandes abades de los monasterios del otro lado del mar y a los hijos de los ingleses, dignos de ser llamados Reyes, tanto por su estirpe como por la dignidad de sus obras. Recibió no un pequeño tributo, ni el producto de sus rapiñas, sino tanto oro y plata como apenas hubiera podido reunirse tras el sometimiento de las tres Galias y que habla recibido con toda legitimidad: y pensaba emplearlo donde las más honestas razones lo exigieran. En abundancia de metal precioso aquella tierra sobrepasa con mucho a la Galia. Y, del mismo modo que parece merecer el nombre de granero de Ceres por su abundancia de trigo, también habría que llamarla tesoro de Arabia por su riqueza en oro. En cuanto a la mención de Julio César, que quizá será considerada como una digresión, concluiremos ya. Fue un eximio general, instruido por la lectura en los preceptos militares de los griegos, que desde su adolescencia sirvió con honor en la milicia romana y que consiguió por su valor el consulado de la ciudad. Feliz y rápidamente concluyó muchas guerras contra pueblos belicosos y al fin de su vida convirtió en su propio reino, por la fuerza de las armas, a Roma, sefiora a su vez de África, Europa y Asia.

(41) Nunca Italia corrió al encuentro de Tito, hijo de Vespasiano, que, por su ardiente inclinación por la rectitud, mereció ser llamado amado del mundo, con más alegria que Normandía salió a recibir a su príncipe, el Rey Guillermo. Era invierno, y aquella época en que se observa el rigor de la penitencia cuaresmal. No obstante, en todas partes reinaba el mismo ambiente que durante la época de las más grandes festividades. El sol brillaba como en el verano, mucho más intensamente de lo normal en aquella época. Los habitantes de las poblaciones menores o más remotas confluían a las ciudades u otros lugares donde se les presentara la ocasión de ver al Rey. Al entrar en Rouen, su capital, ancianos, niños, matronas y todos los ciudadanos avanzaron para verlo; saludaban entre aclamaciones su regreso, hasta el punto de que la ciudad entera parecía aplaudir, tal como en otro tiempo Roma vibró de gozo aplaudiendo a su querido Pompeyo. Competían el clero regular y el secular por ver quién demostraba más complacencia ante la llegada de su amadísimo protector. No faltó nada de lo que suele hacerse cuando se pone tanto empeño en honrar (a algún personaje). Además, si llegaban a imaginar alguna nueva (forma de homenaje), se ponía en práctica también.

(42) Él mismo recompensó estas pruebas de afecto otorgando allí mismo múltiples riquezas a los altares y siervos de Cristo, tales como colgaduras, libras de oro y otros valiosos presentes. Jamás conocimos mayor largueza en un Rey o Emperador en conceder ofrendas. Asimismo, aquellas iglesias que no pudo visitar con su propia presencia, las visitó de nuevo con sus dones. A la iglesia de Caen, construida de modo admirable por su estructura y su belleza y enteramente financiada por él a la memoria de San Esteban protomártir, como antes dijimos, ordenó llevar entonces diversos presentes, tan preciosos por su materia y su artificio, que merecerían ser admirados hasta el fin de los siglos. Sería farragoso enumerarlos uno por uno con sus correspondientes descripciones y nombres. Los ilustres visitantes los contemplan con placer, e incluso aquellos que han admirado los tesoros de las más nobles iglesias. Si pasara por allí un huésped griego o árabe, experimentaría el mismo agradable sentimiento. Las mujeres inglesas se distinguen en gran medida por sus trabajos con la aguja y los tejidos con hilo de oro; los hombres son famosos en toda clase de arte. Además, los germanos, los más hábiles en tales artes, solían habitar con ellos. Por otra parte, los comerciantes, que navegan hacia regiones lejanas, les llevan también los productos de hábiles manos.

Algunos poderosos son mezquinos en sus donaciones a los santos, y la mayoría aumentan con estas mismas su fama en el mundo, mientras aumentan también sus delitos ante Dios. Despojan unas iglesias y con estas mismas rapiñas enriquecen otras. Pero el Rey Guillermo nunca se procuró su bien fundada fama sino con bondad, dando de lo realmente suyo y dirigiendo su espíritu a la esperanza en la recompensa que no tiene fin, no en la gloria que está destinada a desaparecer. Numerosas iglesias del otro lado del mar le entregaron de buen grado algunos dones, que él hizo llegar a Francia a base de dar a cambio de ellos otros objetos por mucho más valor.

(43) Su patria, no menos cara para él que para su reino, principalmente a causa de la bondad de su pueblo, al que sabía fiel a sus príncipes terrenos y completamente entregado al culto de Cristo, la halló en el estado que deseaba. En efecto, perfectamente la había gobernado nuestra señora, Matilde, ya comúnmente llamada Reina, aunque todavía no había sido coronada. Sirvieron de ayuda a su prudencia los hombres más útiles por su consejo, entre los cuales tenía el lugar de mayor dignidad Roger de Beaumont, hijo del nobilísimo Onfroi, más apropiado por la madurez de su edad para administrar los asuntos internos, tras haber dejado la vida militar a su joven hijo, sobre cuyo valor en el combate contra Harold, hemos hablado brevemente. Pero el hecho de que los pueblos vecinos no se atrevieran a efectuar ninguna incursión, sabiendo que el territorio estaba casi vacío de defensas, lo atribuimos principalmente al Rey mismo, cuyo regresó temían.

(44) En el monasterio de la Santa Trinidad de Fécamp celebró la Pascua del Señor, honrando con la mayor reverencia al Redentor en la fiesta de su resurrección, con la asistencia de venerables obispos y abades. Al estar él presente con humildad entre los religiosos, obligó a los caballeros y al pueblo a suspender los entretenimientos y a concurrir al oficio divino. Se hallaba presente en la Corte el padrastro del Rey de Francia, el poderosísimo Conde Raúl y muchos nobles de Francia. Éstos, junto a los normandos, miraban con curiosidad a los hijos de las regiones del norte y sus largos cabellos; los más hermosos jóvenes de la Galia de abundante cabellera hubieran envidiado su belleza. Pues en nada cedían a la de las muchachas. Mas al ver las ropas del Rey su séquito, entretejidas e incrustadas de oro, todo lo que habían visto antes les pareció vil. Asimismo, admiraban los vasos de plata u oro, acerca de cuyo número o belleza podrían explicarse cosas increíbles sin faltar a la verdad. En el inmenso comedor se bebía sólo en estas copas o en cuernos de bubalo, decorados con este mismo metal en cada uno de los dos extremos. En fin, advertían muchos detalles de este tipo, propios de la generosidad real, para explicarlos de regreso a sus hogares a causa de su novedad. Con todo, mucho más insigne y memorable que todo esto, conocieron la nobleza del propio Rey.

(45) Aquel verano, el otoño y parte del invierno los pasó a este lado del mar, consagrando todo este tiempo a su querida patria; y ella, ni por esta estancia ni por la expedición del año anterior, se quejaba de que hubieran disminuido sus riquezas. Así fueron su moderación y prudencia; al proveer en abundancia a los caballeros y huéspedes, a nadie le daba ocasión de robar nada. Los rebaños de los lugareños, ya fueran de vacas u ovejas, pacían con toda seguridad por los campos o los yermos. Las mieses esperaban, intactas, la hoz del segador, sin que las destruyera el orgulloso paso de los caballos o las devastara el saqueador. Cualquiera, ya fuera débil o desarmado, podía cabalgar cantando por donde quisiera; aunque viera las tropas de caballeros, no les tenía miedo.

(46) Entretanto, Eudes, obispo de Bayeux, y Guillermo Fitz-Osbern administraban sus territorios en el reino, uno y otro de forma admirable; a veces actuaban de acuerdo; otras, de modo diverso. Si alguna vez lo exigía la necesidad, con rapidez se ayudaban mutuamente. Gracias a la voluntad amistosa que sinceramente compartían, la prudente vigilancia de ambos quedó multiplicada. Se profesaban un mutuo afecto e igualmente con respecto al Rey; ardían con un celo similar en deseos de mantener en paz al pueblo cristiano, y ecuánimemente estaban de acuerdo con los respectivos pareceres. Actuaban con la mayor justicia, tal como el Rey les había aconsejado, para que aquellos hombres fieros y hostiles se corrigieran y suavizaran. Del mismo modo, los gobernadores subalternos, en las plazas donde habían sido destacados, se mantenían en una vigilante firmeza. Pero los ingleses, ni mediante los beneficios o el temor podían ser forzados a preferir una paz tranquila a las turbulentas revueltas. A levantarse en armas abiertamente, no se atrevían, pero en las distintas regiones por separado, traman perversas conspiraciones, si se les presenta la posibilidad de causar algún mal mediante cualquier astucia. Envían mensajes a los daneses o a otros pueblos, de los que esperan algún auxilio. Algunos huyen lejos al exilio, para verse libres de los normandos con su propio destierro, o bien para volver contra ellos, tras haber aumentado sus fuerzas con ayuda extranjera.

(47) En aquellos días Eustache, Conde de Boulogne, se oponía al Rey, a pesar de haberle entregado a su hijo como rehén en Normandía antes de la guerra como garantía de fidelidad. Sobre todo fueron los habitantes de Kent quienes le persuadieron de que invadiera el castillo de Dover, contando con su propia ayuda. Precisamente, si se apoderaba de este lugar tan fortificado, con su puerto marino, en gran medida aumentaría su poderío; y así disminuiría el de los normandos. En efecto, dado su odio contra los normandos, llegaron a un pacto con Eustache, que anteriormente era su mayor enemigo. Sabían por experiencia que era hábil en el arte de la guerra y afortunado en el combate. Si había que someterse a alguien que no fuera un compatriota, preferían someterse a alguien conocido y vecino suyo. Sucedió que la ocasión les prometió el éxito en la operación que planeaban.

Habían cruzado el río Támesis los principales responsables de la plaza, el obispo de Bayeux y Hugo de Montfort, que habían llevado consigo la mayor parte de los caballeros. Por consiguiente, Eustache, tras recibir el aviso de los ingleses, navegó hacia ellos con los suyos durante la primera parte de la noche, para sorprender desprevenidos a los castellanos. Capitaneaba una flota formada por caballeros escogidos, que habían dejado sus caballos, excepto un número muy reducido. Todos los territorios de alrededor se habían alzado en armas y su número se hubiera incrementado más aún con fuerzas procedentes de puntos más alejados, si el asedio hubiera durado dos días. Pero hallaron una guarnición menos débil de lo que suponían y más preparada para la defensa de lo que temían. Les posibilitaron la huida la velocidad de un caballo, el conocimiento del camino y una nave bien dispuesta. Pero un nobilísimo joven, sobrino de aquél (Eustache), fue hecho prisionero. Los ingleses, por muchos senderos escondidos, escaparon tanto más fácilmente, cuanto menos convenía al escaso número de los castellanos el dispersarse en su persecución. Con razón este deshonroso fracaso y perjuicio cayeron sobre Eustache. En efecto, si yo expusiera los motivos de su querella, podría convencer totalmente (a cualquiera) de que fue con toda justicia y razón que perdió el favor del Rey, así como los beneficios que, a título de don, le había otorgado. Y no fue equivocada la sentencia, dictada por consenso entre los ingleses y franceses, por la que fue declarado culpable de alta traición. Pero pensamos que hay que tener consideración por un personaje tan ilustre, un Conde tan distinguido, que, reconciliado ahora con el Rey, es honrado entre sus más allegados.

(48) Hacia la misma época, el Conde Copsi, que, según dijimos, había complacido a los normandos, pereció víctima de una muerte inmerecida y que conviene difundir. Así pues, a fin de que su alabanza sobreviva y su ejemplo sirva para hacer surgir la virtud que le caracterizaba en las generaciones venideras, es necesario ponerla por escrito. Este inglés, muy noble a la vez por su linaje y poder, sobresalía principalmente por su ánimo, singularmente prudente y del todo honorable. Él aprobaba completamente la causa del Rey y a éste mismo. Pero sus vasallos no estaban de acuerdo con él y eran los peores instigadores y cómplices de las facciones (hostiles). Por ello intentaban apartarlo de su deber, a menudo aconsejándole acerca de su honor personal, como por amistad, que defendiera la libertad legada por sus antepasados; a veces rogándole y conjurándole, como por el favor de la nación, que abandonase el partido de los extranjeros y siguiera la voluntad de los mejores de la nación y los lazos de sangre. Con muy variados y hábiles argumentos, le hacían frecuentemente tales sugerencias y otras de este tenor. Pero cuando no pudieron hacer vacilar su ánimo. tan firmemente resuelto, hicieron surgir entre los hombres de la provincia un malestar para cuya pacificación le fuera necesario abandonar al Rey. Al fin, mientras crecía su odio día a día, como él prefería que continuara la malevolencia popular y todas las injurias (que le inferían), antes que violar su fidelidad, le tendieron una emboscada y lo asesinaron. Así, este hombre eximio ratificó con su muerte la legitimidad de la soberanía de su señor.

(49) Ciertos pontífices se afanaban con gran celo por servir al Rey, sobre todo Ealdred, primado de York ...

(Falta el resto del texto en el manuscrito)

Índice de Gesta Guillelmi (Historia de Guillermo, Duque de Normandia y Rey de Inglaterra) de Guillermo de PoitiersAnteriorBiblioteca Virtual Antorcha