Índice de Gesta Guillelmi (Historia de Guillermo, Duque de Normandia y Rey de Inglaterra) de Guillermo de PoitiersAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Tercera parte

(41) Hacia la misma época, poco más o menos, Eduardo, Rey de Inglaterra, dio una garantía a Guillermo, a quien había nombrado ya su heredero y a quien amaba como a un hermano o a un hijo, más importante de lo que había hecho nunca. Había decidido prevenir la necesidad de su muerte, cuya hora veía acercarse este hombre que, por la santidad de su vida, estaba destinado el cielo. A fin de confirmar su palabra con un juramento, le envió a Harold, el más eminente de todos sus súbditos por sus riquezas, honor y poder: su hermano y su primo habían sido entregados anteriormente como rehenes de aquella misma promesa de sucesión. Y desde luego fue prudentísima tal medida, puesto que su poder y su autoridad eran capaces de frenar las disensiones de todos los ingleses, si llegaban a mudar de opinión, llevados por aquella pérfida movilidad con la que suelen conducirse.

Mientras se dirigía a Normandía por este asunto, logró escapar a los peligros de la travesía y llegó a las costas del Ponthieu, donde cayó en manos del Conde Gui. Él mismo y sus acompañantes son capturados y aprisionados; este tan gran hombre habría preferido cambiar este infortunio por un naufragio. Pues la astucia originada por la avaricia había enseñado a algunas naciones de la Galia una costumbre execrable, bárbara y alejadísima de toda equidad cristiana. Capturan a hombres poderosos o ricos; tras arrojarlos en un calabozo, los martirizan con afrentas y tormentos. Así, después de llevarlos casi al borde de la muerte a fuerza de tantas miserias, los dejan libres normalmente con un enorme rescate.

Cuando el Duque Guillermo se enteró de lo ocurrido al que le había sido enviado, se apresuró a enviar sus mensajeros y, tras conseguir su liberación con ruegos y amenazas, fue a su encuentro para recibirlo con honor. En cuanto a Gui, que actuó correctamente, pues, sin ser obligado a ello, le trajo en persona hasta el castillo de Eu a un hombre que hubiera podido torturar, matar o vender, a su voluntad, le manifestó un digno agradecimiento y le entregó amplias tierras y muy productivas, añadiendo además grandes donaciones en dinero. A Harold lo lleva con los mayores honores hasta la ciudad más importante de su provincia, Rouen, donde las numerosas atenciones de su hospitalidad los hicieran restablecerse, lo más agradablemente posible, de las fatigas del camino. Sin duda se complacía en tan noble huésped, embajador de quien era para él el más querido pariente y amigo: esperaba que Harold fuera el más fiel mediador entre él mismo y los anglos, para quienes era el segundo después del Rey.

(42) Reunido el Consejo en Bonneville, allí Harold le juró fidelidad según el santo rito cristiano. Y, según manifestaron hombres de la mayor veracidad muy notables por su honestidad, que estuvieron presentes en aquel momento como testigos, en el último artículo del juramento, él mismo, por su propia voluntad, remarcó lo siguiente: que él, en la Corte de su señor, el Rey Eduardo, mientras viviese, sería el representante del Duque Guillermo; que se esforzaría con todo su consejo y recursos, para que la monarquía inglesa, a la muerte de Eduardo, confirmara su autoridad; que entregaría entretanto a una guardia de soldados del mismo Duque el castillo de Dover, reforzado bajo su iniciativa y con sus recursos; asimismo, entregaría a sus guardias otros castillos situados en diversos lugares de aquella tierra, donde la voluntad del Duque ordenara fortificarlos, como alimentos en abundancia para ellos. El Duque, una vez que lo hubo recibido como vasallo, antes del juramento le concedió las tierras y todas sus prerrogativas, ante su demanda. Pues no se esperaba que Eduardo, enfermo, prolongase su vida durante mucho tiempo. Después, como sabía que era un hombre fiero y deseoso de conseguir nueva fama, a él mismo y a los que lo habían acompañado les proporcionó armas y caballos escogidos y los llevó con él a combatir en Bretaña: teniendo a tal huésped y embajador casi como compañero de armas, se proponía asegurarse más aún su fidelidad y sumisión, al concederle aquel honor. Pues toda Bretaña se había atrevido a levantarse en armas contra Normandía.

(43) El cabecilla de esta audacia era Conan, hijo de Alan. Aquel, convertido en su edad adulta en un hombre ferocísimo, se liberó de una tutela soportada desde hacía mucho tiempo, y, tras capturar a Eon, su tío paterno, y arrojarlo encadenado a una mazmorra, empezó a dominar la provincia que había recibido por herencia paterna, con una gran violencia. Por ello, renovando la antigua rebelión de su padre, quiso ser enemigo de Normandía, no su vasallo. Por su parte, Guillermo, que era su señor según un antiguo derecho, como de los normandos, le opuso en el límite de sus respectivos territorios el castillo que se llamó de Saint-Jacques, para evitar el que saqueadores hambrientos causaran daño a las iglesias inermes o al pueblo más cercano (a la frontera bretona) de su propio territorio con incursiones de rapiña. En efecto, Carlos, el Rey de los francos, había comprado la paz y la amistad de Rollo, primer Duque de los normandos y antepasado de los posteriores, a base de concederle a su hija Gisele en matrimonio y la Bretaña como feudo permanente. Habían sido los francos quienes habían suplicado este tratado, pues la espada gala era incapaz de resistir por más tiempo al hacha danesa. Las páginas de los anales son testimonio de ello. A partir de entonces, los Condes bretones nunca fueron capaces de librarse del todo del yugo de la dominación normanda, aunque muchas veces lo intentaron luchando con todas sus fuerzas. Alan y Conan, cuanto más estrecho era su parentesco con los soberanos de Normandía, con ánimo tanto más soberbio se enfrentaban a ellos. La temeridad de Conan había crecido de tal modo, que no temió anunciar de antemano el día en que pensaba invadir el territorio normando. A este hombre de naturaleza feroz, en la flor de la edad, le proporcionaba una gran audacia la gran amplitud de sus dominios y el enorme número de soldados con que contaba, mayor de lo que podría imaginarse.

(44) Precisamente, en aquellas regiones un solo guerrero puede engendrar cincuenta, dado que, a la manera de los bárbaros, pueden llegar a obtener diez esposas o más: los antiguos explican esto de los moros, desconocedores de la ley divina y de la práctica del pudor. Además, esta multitud se dedicaba sobre todo a las armas y a los caballos, pero mínimamente al cultivo de los campos o de las costumbres. Se alimentan en gran medida de leche, poquísimo de pan. Abundantes pastos para el ganado son el fruto de sus vastas extensiones, casi desconocedoras de las mieses. Cuando no están en guerra, viven o se ejercitan en rapiñas, bandidaje, discordias civiles. Corren al combate con ardiente alegría; mientras luchan, hieren con furia. Acostumbrados a llevar ventaja, ceden con dificultad. Se complacen sobremanera en la victoria y la alabanza conseguidos en la lucha y con ello se honran: se complacen en arrebatar los despojos de los muertos, como si fuera algo honorable y hermoso.

(45) Sin preocuparse en absoluto de su carácter terrible, el Duque Guillermo acude en persona a los dominios de Conan, el día anunciado por éste para su llegada. Conan, temiendo su inminente llegada, rápida como un rayo, emprende una rapidísima fuga hacia lugares fortificados, tras abandonar el asedio de un castillo de Dol, en su propia región. Pues éste, contrario al rebelde, permanecía fiel a la justa causa. Ruallus, el defensor del castillo, intenta retener a Conan, llamándolo, entre burlas, rogándole que se quede dos días más, asegurándole que podrá obtener un rescate suficiente de él mismo tras esta demora. Este hombre (Conan), miserablemente aterrorizado, prestando oídos más bien al miedo, se apresura a huir muy lejos. El terrible príncipe, que había provocado su huida, lo habría perseguido de cerca, si no hubiera considerado manifiestamente peligroso el conducir un gran ejército a través de regiones extensas, hambrientas e ignotas. Si en aquella miserable tierra había quedado algo de lo producido el año anterior, los campesinos lo habían escondido en lugar seguro, junto con el ganado. Así pues, para evitar que fueran saqueados los bienes de la Iglesia, sacrílego botín, si es que hallaban algunos, condujo de vuelta a su ejército, fatigado por la carestía de alimentos ya desde hacía un mes; en la magnanimidad de su ánimo, presumía que Conan suplicaría en poco tiempo el perdón por su delito y su gracia. Pero, cuando trasponía ya los límites de Bretaña, se le informa repentinamente que Geoffrey de Anjou se había unido a Conan con un ingente ejército y que ambos acudirían a entablar combate al día siguiente. Entonces se muestra grandemente deseoso de luchar, porque comprende que alcanzará una gran gloria al vencer a dos enemigos, poderosos uno y otro, en un solo combate. Además, obtendría muchas ventajas de un tal triunfo.

Ruallus, por su parte, en cuyo territorio se habían plantado las tiendas, no cesaba de quejarse. Ciertamente,le estaría muy agradecido de que lo hubiera librado del ataque enemigo, si el beneficio no hubiera quedado anulado por un perjuicio. Pues, si se detenía a esperar (a Conan), la región, ya escasamente rica, y demasiado agotada, quedaría del todo devastada. No importaba a los campesinos si se veían arruinados por el ejército normando o bretón hasta el punto de perder el trabajo de todo el año. A él mismo, la expulsión de Conan le había garantizado la fama, no la conservación de sus bienes. El Duque le respondía que había de procurar que una partida demasiado precipitada no le acarreara una opinión deshonrosa y le prometió una gran compensación en oro por los daños. Inmediatamente prohibió a sus soldados tocar las cosechas o el ganado de Ruallus. Esta orden se cumplió con tal moderación, que una sola gavilla de trigo habría sido más que suficiente para recompensarle por todos los daños. En vano se esperó el combate, pues el adversario huyó cada vez más lejos.

(46) Una vez que regresó a sus dominios, y tras haber tenido junto a sí a su huésped Harold durante un tiempo, lo dejó partir cargado de dones, de un modo que honraba tanto a aquél por cuya orden había emprendido el camino, como a aquél cuyo honor había venido a acrecentar. Más aún, se llevó consigo de regreso a uno de los dos rehenes, a su sobrino, por respeto hacia su propia persona. Y aquí nos dirigiremos brevemente a ti, Harold. ¿Cómo pudiste después de esto arrebatarle la herencia a Guillermo, llevar la guerra contra él, a quien tú mismo, con tu juramento sacrosanto, formulado por tu propia lengua y mano, sometiste tu misma persona y tu propio pueblo? Tal violación, que debiste reprimir, tú mismo perversamente la provocaste. En mala hora los vientos favorables hincharon tus negras velas en el camino de vuelta. Con impía clemencia soportó el océano que tú, el más traidor de los hombres, consiguieras atravesarlo y llegar a puerto. Siniestramente plácida fue la rada que te recibió a ti, que llevabas el más terrible naufragio a tu patria.

(47) Con todo, entre las ocupaciones propias de la guerra y las domésticas, que llaman mundanas, el afán de aquel magnífico príncipe hacia lo divino sobresalió también en gran manera; pero, a causa de su magnitud, no podemos narrarlas todas una por una. Pues sabía que, no sólo los reinos que florecen en el mundo acaban con un breve ocaso, sino que el mismo mundo está destinado a terminar; que un único reino permanece inamovible, gobernado por un Rey inefable cuyo poder no tiene fin y que rige todas las cosas que ha creado con una providencia tan eterna como Él mismo; que es capaz de destrozar en un momento a los tiranos demasiado entregados a las dulzuras terrenas; pero que corona con diademas y palacios que resplandecen para siempre con honor inestimable la perseverancia de sus servidores, allá en la más gloriosa de las ciudades y patria de la verdad y el bien supremos. Sabía también que su padre, el ínclito Duque Roberto, después de llevar a cabo las meritorias empresas por las que fue renombrado en su patria, depuso las insignias del poder y emprendió un peregrinaje lleno de peligros, llevado por el deseo de contemplar a aquel Soberano en la celestial Sión. Que los Ricardos y sus antecesores, grandiosos por su poder, renombrados por su fama, habían llevado humildemente su cruz en la frente, su amor en el corazón, su reverencia en sus actos. Solía pensar, como hombre de espíritu prudente, qué mísero y poco honorable sería el que, una vez despojados del honor caduco, fueran condenados al brumoso exilio, donde arderán con una llama inextinguible, sin llegar nunca a consumirse; gemirán entre sufrimientos sin clemencia, lamentarán sus pecados sin obtener perdón. Por el contrario, sería dichoso y bello el vestir el manto de la inmortalidad, después de las dignidades terrenas y ser convertidos en conciudadanos de los ángeles; allí se deleitarán con todo placer, contemplarán a Dios en toda su gloria y se alegrarán alabándose para toda la eternidad.

(48) Así pues, aquel varón, digno de sus piadosos padre y antepasados, ni siquiera mientras empuñaba las armas, apartaba su alma del temor de la sempiterna Majestad. Pues sosteniendo con las armas guerras externas, reprimiendo sediciones, rapiñas, saqueos, servía a la patria que honra a Cristo, a fin de que, cuanto mayor fuera la paz que se disfrutara, tanto menos se violaran las instituciones sagradas. Y, verdaderamente, nunca podrá decirse que él emprendiera una guerra injustamente. Así, los reyes cristianos de los pueblos romano y griego protegen sus dominios, vengan las injurias, justamente obtienen la victoria. ¿Quién dirá que es propio del buen príncipe el soportar a los sediciosos o a los bandidos? Gracias a su celo represor y a sus leyes, fueron exterminados de Normandía los ladrones, homicidas, malhechores. Con la mayor veneración se observaba en Normandía el juramento de paz llamado tregua, que la desenfrenada iniquidad de otras regiones violaba frecuentemente. La causa de la viuda, del pobre, del huérfano, él mismo las oía con humildad, actuaba con misericordia, decidía con toda justicia. Gracias a su equidad, que reprimía la injusta avaricia, ningún poderoso o allegado suyo se atrevía o a alterar los límites del campo de un vecino más indefenso o de arrebatade alguna pertenencia. Las villas, castillos, ciudades, tenían gracias a él leyes estables y buenas. A él mismo el pueblo lo ensalzaba en alegres vítores y dulces cantilenas.

(49) Solía escuchar con oídos ávidos y suave talante las palabras de la Sagrada Escritura, deseando deleitarse, corregirse e instruirse en ellas, recibiendo así el alimento de su alma. Recibía y honraba con la debida reverencia la hostia salvadora, la sangre del Señor; mantenía así con una fe sincera, lo que enseña la verdadera doctrina: que el pan y el vino que se colocan sobre el altar, consagrados por la lengua y la mano del sacerdote según el santo canon, son la verdadera carne y la verdadera sangre del Redentor. Sin duda no se ignora con cuánto celo se preocupó y se esforzó por exterminar en sus tierras toda falsa doctrina que postulase otra cosa. Devotamente celebraba desde su más tierna edad las solemnidades sagradas, generalmente en una comunidad religiosa, de clérigos o de monjes. Él, en su juventud, resplandeció como un ejemplo para los ancianos, frecuentando los sagrados misterios con asiduidad cotidiana. Asimismo, se preocupó de que sus hijos, desde niños, se instruyeran en la piedad cristiana.

(50) Lamentablemente se destacan algunos que ostentan los mayores poderes terrenos, cuando precipitan la destrucción de sus propias almas, al resistir con su avara malignidad la generosa voluntad de los espíritus más rectos: o bien no consienten en ningún modo que se construyan iglesias en su territorio, o se niegan a dotar a las ya construidas y no temen espoliarlas, acumulando riquezas privadas mediante sacrilegio. En cambio, nuestra patria alaba a su señor en muchas iglesias, erigidas gracias al benigno favor de su príncipe Guillermo, engrandecidas con su pronta generosidad. Más aún, de buen grado concedía un privilegio a quien deseaba hacerles una donación y jamás cometió una injuria contra los santos, arrebatándoles algún bien consagrado a ellos.

(51) En aquel tiempo, Normandía rivalizaba con la santa tierra de Egipto por sus comunidades de religiosos regulares, que lo tenían a él como supremo príncipe a causa de su tenaz protección y constante guía. En efecto, a todas dispensaba siempre afección, honor y cuidados; pero más intensamente a aquellas a quienes lo aconsejaba una mayor consideración hacia el celo de su vida religiosa. ¡Qué diligencia, digna de ser revivida, imitada y propagada a través de los siglos! El propio príncipe, aunque laico, sutilmente aconsejaba a abades y obispos en favor de la disciplina eclesiástica, constantemente los exhortaba, severamente los sancionaba. Cuantas veces se reunieron los obispos, el metropolitano y sus sufragáneos para tratar del estado de la religión, del clero, de los monjes y de los laicos, por mandato y exhortación suya; no quería faltar como árbitro a estos sínodos, no sólo a fin de que su presencia proporcionara más celo a los que ya se afanaban y más cautela a los ya cautos; sino también para no necesitar informarse mediante un testimonio ajeno de cómo había transcurrido lo que él deseaba que se tratase de un modo totalmente razonable, ordenado y venerable.

Si casualmente llegaba a sus oídos que algún crimen nefando había sido castigado por un obispo o archidiácono con más clemencia de la justificada, ordenaba que el reo de aquel crimen de lesa majestad divina fuese encarcelado hasta que la causa del Señor fuese juzgada con la equidad debida, y en cuanto al obispo o archidiácono, acusándolos de ser enemigos de la causa divina, mandaba que fuesen llamados a juicio y condenados con una dura sentencia.

(52) Con el clérigo o el monje cuya vida sabía con certeza que no discrepaba de sus creencias, mantenía entrañables conversaciones y acomodaba toda su voluntad a sus plegarias. Por el contrario, ni siquiera consideraba digno de ser mirado con afabilidad a aquel que se infamaba por el desenfreno de su vida. A un tal Lanfranco, del cual se discutía si merecía más reverencia y renombre por su singular conocimiento de las letras seculares y divinas, o por su estricta observancia de la regla monástica, lo frecuentaba con íntima familiaridad; lo veneraba como a un padre, lo temía como a un maestro, lo amaba como a un hermano o a un hijo. A él le encomendó su vida espiritual, a él le otorgó un, por así decir, puesto de observación, desde el cual pudiera vigilar las órdenes eclesiásticas a través de toda Normandía. Pudo, en efecto, la vigilante preocupación de tal hombre, cuando el privilegio de su sabiduría, no menos que el de su santidad le procuraron la máxima autoridad, ofrecer no poca seguridad incluso a la más exigente solicitud.

Ejerciendo una especie de piadosa violencia, lo instituyó abad del monasterio de Caen, aunque él lo rechazaba, no menos por su amor a la humildad que por temor de una dignidad más alta. Luego, enriqueció este monasterio con muchas posesiones, así como plata, oro y diversos ornamentos; él mismo había fundado y construido el monasterio a base de grandes gastos personales, con enorme magnificencia y honor, de un modo digno del santísimo protomártir Esteban, con cuyas reliquias había de ser enaltecido, y a cuyo culto había de ser consagrado. Nadie habría podido valorar más los oficiamientos de plegarias que son enviadas a lo alto. Frecuentemente solicitaba y compraba las oraciones de los siervos de Cristo, muy especialmente cuando la guerra o alguna otra situación grave así lo urgía.

Cuando explico esto, me viene a la memoria el dulce recuerdo del Emperador Teodosio, al cual, cuando se dirigía a luchar contra los tiranos, animaban sobre todo los oráculos y las respuestas del monje Juan, que residía en lo más recóndito de Tebaida. Aquél honraba entre todos los monjes a Juan, que había obtenido el don de la profecía por su obediencia; éste a Lanfranco, a través de cuyas palabras y actos se manifestaba el espíritu de Dios.

(53) Muchos hombres de bien, ofuscados por el afecto carnal, perdonan los crímenes de aquellos a quienes están unidos por los lazos de la sangre y, si se hallan al frente de los más elevados cargos, aunque indignamente, se niegan a destituirlos. A ellos los juzgan del modo más clemente, como cegados por el amor; en cambio a los demás, con agudeza y severidad. Pero Guillermo, cuya totalmente íntegra bondad subrayamos y nos agrada meditar y admirar con gran atención, sabía que de ningún modo ha de preferirse el amor paterno al divino y por ello abrazó la causa de Dios tan prudente como justamente, contra su propio tío paterno, el arzobispo Mauger.

Éste, hijo de Ricardo II, abusaba de la sagrada dignidad, así como de los derechos de su nacimiento. Sin embargo, jamás fue distinguido con el palio, puesto que la autoridad del Romano Pontífice, que solía enviar esta insignia principal y mística del arzobispo, a él se la denegó, como poco digno de ella. Para comprender los misterios de las Escrituras en su sentido literal, no fue inhábil; pero no se preocupó de gobernar su propia vida ni la de sus subordinados con la moderación que las mismas prescriben. La iglesia, que la piedad de muchos había enriquecido con sus donaciones, él la disminuyó con sus expoliaciones; no era digno de ser llamado su esposo o su padre, sino su durísimo amo o su saqueador más rapaz. Ciertamente, le agradaba ofrecer mesas demasiado guarnecidas, demasiado abundantes y comprar la alabanza con regalos, pródigo bajo la apariencia de liberalidad.

A menudo amonestado y corregido en privado y en público por la sabia diligencia de su señor, joven y laico, prefería continuar por el mismo camino de maldad. En efecto, no puso freno a sus larguezas, hasta que la sede metropolitana careció casi por completo de ornamento y tesoro. Muchas veces, a la generosidad siguen rapiñas. Además, el desagradable olor de su infamia se difundía, propagado por otros crímenes. Mas, consideramos fuera de razón detenemos en la exposición de sus vicios, cuya mención no nos parece apropiada, ni su noticia, útil. Por otra parte, hirió con una injuria no leve a toda la Iglesia, a cuyo único primate, sumo pontífice en todo el orbe, no veneró con la obediencia conveniente. Pues, cuando fue llamado a menudo al Concilio de Roma por mandato apostólico, se negó a acudir. Con razón se avergonzaba Rouen, se avergonzaba Normandía entera de tal arzobispo, que, aunque hubiera debido aventajar en dignidad a algunos personajes sobresalientes, era confundido por el testimonio acusador de los más humildes, y considerado por el desprecio de todos digno de ser degradado.

Así pues, el príncipe, dándose cuenta de que ya no convenía tratar con advertencias una causa de tal gravedad, a fin de no excitar la ira del supremo juez contra sí mismo, si lo soportaba por más tiempo, depuso a su tío en una sesión pública del santo sínodo, dando el vicario apostólico y todos los obispos de Normandía su sentencia, legitimada según los cánones, por consenso unánime.

(54) Colocó en la cátedra vacante a Maurilio, al que había hecho venir de Italia, donde se había distinguido en gran manera entre los demás abades; era, con mucho, el más digno de todos de ocupar el arzobispado, en razón de su estirpe, su persona, sus virtudes y su doctrina.

(55) A un personaje semejante al anterior y celoso compañero en la milicia del rigor anacorético, un tal Gerbert, igualmente santo y famoso por su conocimiento de toda bondad, algunos años después lo puso al frente del monasterio de Saint-Wandrille, con la idea de restituir el orden, por entonces relajado, mediante un abad espiritual. Estos dos, que en lo más florido de su edad habían especulado sobre la divinidad y la beatitud que ésta procura, con una agudeza de distinto signo y mucho más penetrante que la de Platón, con sólo su fe se descargaron de la impedimenta que suponen las cosas temporales, despreciando la asidua práctica de la filosofía mundana, a la que anteriormente se habían aplicado con vehemencia, así como la dulce sonrisa del suelo natal, las riquezas y la nobleza de su ilustre familia y la esperanza de grandes encumbramientos. Así liberados de todo por la victoria de su espíritu, lucharon, con fatigas dignas de rivalizar con las de los Macabeos, ya bajo el yugo del monasterio, ya en la vida eremítica, buscando los lugares más humildes y menos distinguidos en el exilio de este mundo pasajero, a fin de obtener la eterna beatitud y reposo.

(56) El mismo príncipe elevó a muchas iglesias, sopesando con prudencia la ordenación de obispos y abades, pero sobre todo de Lisieux, Bayeux y Avranches. Estableció en ellas a los más idóneos pontífices: a Hugo en Lisieux, a su propio hermano Otón en Bayeux, a Juan en Avranches. En su elección, fue la probidad de estos hombres lo que influyó en su juicio, no lo elevado de su estirpe, próxima a él mismo.

Juan, hijo del Conde Raúl, todavía siendo un laico, fue un erudito en las letras y luego, digno de ser admirado por el clero, más aún, por los rectores del clero, se distinguió en la vida religiosa. No deseaba honores, con la excusa del cargo sacerdotal, pero los votos de los obispos lo querían como colega digno de ser consagrado por ellos.

(57) A Otón, los máximos elogios de los hombres más señalados, ya desde sus primeros años, lo colocaron en el número de los mejores. Es cantado hasta en las más alejadas regiones por la más extendida fama, pero la enorme inteligencia y bondad de este hombre por demás liberal y humilde merecen mucho más aún.

(58) A Hugo, al que tratamos con mayor familiaridad, no nos molesta en absoluto dedicarle un poco más de atención que a los demás, ya que no dudamos que el conocerlo será útil a otros. Éste, nieto de Ricardo I a través de su hijo Guillermo, Conde de Eu, no menos bueno que generoso, aunque fue promovido por el príncipe a la dignidad episcopal siendo joven, pronto, sin embargo, a causa de su madurez espiritual hizo gala de una mayor prudencia que los ancianos. De ningún modo se le veía orgulloso a causa de la antigüedad de su estirpe ni, por culpa de su elevado rango o su edad floreciente, ensoberbecido u ocupado en lúbricos placeres. En efecto, cumplía con firme solicitud su grave cargo, soportando cautamente su peso. Conducía con vigilante atención las riendas de su propia conducta, como se imponía la obligación de permanecer atento apacentando su rebaño, manifestando así con cuánta agudeza había comprendido en su fuero interno, que había tomado el estado religioso como un sagrado ministerio, no como medio de obtener poder u honores. Con tierras, tesoros y preciosos ornamentos enriqueció a su sagrada esposa. La embelleció también mediante la construcción de templos con tanto afán, que al verlos, se dudaría si es mejor construirlos nuevos o reparar los antiguos. Pero en su misma persona ofreció a la iglesia una dote más valiosa que el oro o el ámbar y más espléndida que cualquier piedra o gema.

Veneran y aman los monasterios, las curias, los sínodos, a su dignísimo obispo, tan prudente como elocuente; tan justo como discreto. Nunca en un juicio o en un consejo dictó sentencia atendiendo al dinero o al favor. Él mismo, precisamente, cuando el arzobispo Mauger fue depuesto, representó la voz sonora de la justicia, permaneciendo constantemente en el partido de Dios y por Dios condenando al hijo de su tío paterno. Se muestra blando y severo cambiando de uno a otro estado en el momento más conveniente; de ningún hombre, de todo vicio fue clemente perseguidor piadoso enemigo. Fidelísimamente cuidó de sus subordinados, pudiéndose comparar a aquellos diligentes y prudentes padres, que no se preocupan tanto de los deseos de sus jóvenes hijos, como de su conveniencia. Felicita, favorece y auxilia a los soldados del Rey celestial, sea cual sea la orden en que militen, dando culto al Rey mismo en la veneración y el amor hacia sus soldados. Así, siempre vivió con humanidad, con moderación, de modo que siempre ofreció a todo hombre, aunque a menudo éste no fuera a compensarle, sus propios alimentos; a Dios, su ayuno. Sin considerarse en absoluto envilecido por mostrarse alegre o de agradable trato, no se negaba a acudir a una mesa abundante y suntuosa; pero gustaba de todo en la medida de las necesidades de la naturaleza, sin llegar a saciarse.

A él lo alimentan las delicias con las que desean ser nutridas eternamente las almas hambrientas, en las que el celeste Paráclito infunde la más suave dulzura: noches en vela dedicadas a la oración, la ferviente celebración del oficio divino, el muy frecuente contacto con la biblioteca sagrada y, por último, su infatigable amor por toda obra santa. Con esto, digo, se deleita sobremanera; de esto se nutre ávidamente Hugo, el más excelente pastor del establo de Dios. Con firmeza en las situaciones adversas, con modestia en las favorables, consigue las mismas alabanzas, él, que no ambiciona nada. A las lenguas amantes de perjudicar el buen nombre ajeno, de tal modo las consideraba abominables, que jamás quiso prestarles sus oídos como testimonios de su perversidad. Con el don de su admirable humildad ensalza su propia grandeza, protegiendo su continencia y sus restantes virtudes, así como todas sus piadosas acciones con este segurísimo y saludable baluarte. Aquel sagrado pectoral, ornamento del pecho de Aarón, adorna su espíritu interiormente; le hace recordar continuamente la santidad de los padres cuyos nombres estaba prescrito que estuvieran grabados en él. Pero, a fin de no excedemos más allá del límite justo, mientras nos sumimos en la contemplación del gozoso templo que fue su honestísima vida, conviene que volvamos a los hechos del príncipe Guillermo.

(59) Dos hermanos, reyes en España, tras oír hablar de su grandeza, le pidieron encarecidamente a su hija en matrimonio, deseosos de magnificar su reino y su descendencia con tal parentesco. De ello surgió una encarnizada disputa entre ellos a causa de la joven, no porque no fuera digno vástago de tal padre, sino por serlo en gran medida: de tal modo estaba adornada por sus virtudes, de tal modo entregada al amor de Cristo, que hubiera podido servir de ejemplo a reinas y monjas, esta muchacha que no había tomado el velo. Lo admiraba, alababa y veneraba sobre los otros Reyes la majestad del imperio romano, cuyo gloriosísimo rector en aquel momento, Enrique, hijo del augusto Emperador Conrado, lo hizo su amigo y compañero, ya desde que era niño, como si se tratara del más famoso monarca. Pues incluso entonces, el nombre del niño gozaba de gran fama entre las naciones. Pero es de la grandeza de este hombre de lo que hablaré a continuación. Lo deseaba vivamente como vecino y amigo la noble y extensa Constantinopla, dominadora de muchos reinos, para poder hacer frente a la enorme potencia de Babilonia con un tal defensor. Contra Normandía, ya ninguno de sus vecinos osaba hacer nada. Totalmente se habían extinguido las tormentas de las guerras exteriores, como de las sediciones. Obispos y Condes de Francia, Borgoña y de otras provincias aún más alejadas frecuentaban la Corte del señor de Normandía: unos, para recibir consejo; otros, beneficios; la mayoría, para honrarse con su solo favor. Con razón su benignidad recibía el nombre de puerto y refugio, pues a muchos admitía y aliviaba. ¡Cuántas veces extranjeros que veían que nuestros caballeros iban de un lado a otro sin armas y que todos los caminos ofrecían seguridad a cualquier caminante, desearon tal ventura para sus territorios! Esta paz, esta dignidad la obtuvo para su patria la virtud de Guillermo. Por ello, cuando por un tiempo cayó víctima de una enfermedad de dudoso desenlace, justamente la patria derramó por él lágrimas y oraciones, que hubieran podido devolver la vida a un muerto; suplicaban que se retrasara lo más posible la muerte de aquél con cuya desaparición prematura temían que resurgieran de nuevo las turbulencias que antes los atormentaban. Pues por entonces aún no había dejado descendencia en edad idónea para gobernar. Se cree, y con la mayor propiedad, que el supremo Árbitro de la piadosa devoción devolvió la salud al valeroso servidor de su majestad, así como la más tranquila paz, una vez destruido todo enemigo; de modo que, ya que merecía ser aún más enaltecido, se apoderase más fácilmente del reino que le había sido arrebatado, seguro del mantenimiento de su principado.

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