Índice de Gesta Guillelmi (Historia de Guillermo, Duque de Normandia y Rey de Inglaterra) de Guillermo de PoitiersAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Segunda parte

(21) Después de esto, casi todos los nobles normandos empezaron a rodearlo de una increíble veneración, esforzándose cada uno en probarle su ahora decidida fidelidad, del mismo modo que hacía poco se esforzaban en luchar contra él. Hasta el punto de que, por acuerdo unánime, decidieron elegir como señor a su descendencia, de la que por entonces tenían sólo esperanzas. Él mismo, en su humilde prudencia, atribuyó, como debe ser, todos los actos que con bien había recibido y llevado a cabo, al don divino, actuando como el más moderado de los hombres, ya desde su primera juventud. Así pues, en cuanto a su matrimonio, se producen discrepancias, puesto que es normal que hombres con distintos ingenios y opiniones den consejos divergentes, sobre todo cuando en una Corte numerosa se celebran consultas acerca de asuntos importantes. Reyes de tierras lejanas habrían entregado con agrado a sus muy queridas hijas a un tal marido, pero pareció mucho mejor el aproximarse por lazos familiares a quienes ya se hallaban en una proximidad física, tal como aconsejaban muchas razones de peso.

(22) Florecía en aquel tiempo, limitando con los teutones y los franceses y sobresaliendo entre todos por su eminente poderío, Baldwin, marqués de Flandes, el más ilustre también por su nobleza, procedente de un antiguo linaje. En efecto, su genealogía arrancaba, por una parte, desde los señores morinos, que modernamente se llaman flamencos, y, por otra, de los reyes de la Galia y Germania, alcanzando incluso la línea de la nobleza de Constantinopla. Se estremecían de admiración ante él Condes, Duques, Marqueses y altos prelados, si alguna vez los deberes de su cargo les procuraban la visita de este importante huésped. Como amigo y aliado, se afanaban por consultar su prudente parecer en la deliberación de los mayores asuntos, granjeándose su benevolencia con dones y honores. Si en verdad fue, de nombre, vasallo del imperio romano, de hecho fue el honor y la mayor gloria en sus consejos, en los momentos de mayor necesidad. Incluso los Reyes respetaban y temían su grandeza. Pues es por demás conocido, incluso para las naciones más remotas, con cuán frecuentes y graves guerras fatigó la ferocidad de los Emperadores, consiguiendo al fin una paz en las condiciones dictadas por su mismo arbitrio; sancionó a señores de Reyes con alguna parte de las tierras que les había arrebatado en la guerra. En cambio protegía con firmeza sus territorios, manteniéndolos inexpugnados o, mejor, libres de todo daño. Después, la monarquía de Francia, pasó, durante la infancia del Rey, a la tutela, gobierno y administración de este hombre prudentísimo.

Este Marqués, mucho más grande, por sus poderes y títulos, de lo que es posible explicar con detalle, condujo dignamente a su propia hija, nuestra queridísima dama, a la presencia de sus suegros (de ella) y su yerno (de él mismo) en Ponthieu. Su prudente y santa madre había nutrido en su hija aquello hacia lo que, por los dones de su padre, ella misma se sentía más inclinada por naturaleza. Si quieres conocer su ascendencia materna, sepas que el padre de su madre fue el Rey francés Roberto, quien, hijo y nieto de Reyes, Reyes engendró y cuyas alabanzas por su fe en la religión divina y por su buen gobierno el mundo no podrá silenciar. La ciudad de Rouen se entregó gozosa a recibir a una tal esposa.

(23) Aquí, debido a la fama de sus hechos, nos vemos forzados a no pasar por alto, a causa de la prisa en dirigir nuestra pluma a mayores asuntos, a Guillermo, Conde de Arques, y el poder, fuera de los límites de la justicia y la bondad, que empleó en todas sus empresas para dolor de su patria. Cobarde y pérfido vástago de una famosa estirpe, no contuvieron a Guillermo los frenos de la ley humana ni divina. No lo detuvieron estas cosas ni tampoco la ruina de Guido, ni el admirable valor y la fortuna del gran vencedor por nadie vencido, ni su ínclito nombre, obtenido gracias a ellos. Lo que en espíritus valerosos debiera haber suscitado acciones también loables, esto es, la notoriedad de su preclaro linaje, ello mismo elevó su inmoderada audacia hacia límites demasiado altos y causó así la ruina de uno y otro. Pues por desgracia, ambos sabían que se contaban entre la descendencia de los Condes de Normandía. El burgundio era nieto de la hija de Ricardo II; y el Conde de Arques era hermano de Ricardo III, hijo de Ricardo II y nieto de Ricardo I.

Éste, desde que (el Duque), de niño, empezó a gobernar, tramaba contra él, siéndole infiel y hostil, aunque le había jurado fidelidad y honra, y oponiéndosele a veces con manifiesta temeridad, otras con engaños. Precisamente, fue su desmesurada arrogancia, la que lo arrastró tan fácilmente a la iniquidad. Algunas disensiones y otros males que hemos mencionado antes, él mismo los inició como cabeza principal y fueron muchos los que, con su ejemplo, su consejo, favor y ayuda, él desarrolló y reafirmó. Muchos, turbulentos y durante largo tiempo fueron sus empeños en favor de su propio interés y contra la grandeza de su señor; a menudo se alzó para rechazar su avance, no sólo desde el castillo de Arques, sino desde la parte de Normandía cercana a él, y que está situada a este lado del río Sena. Por último, en el mencionado sitio de Domfront, se marchó casi al modo furtivo del desertor, sin pedir en absoluto licencia, despreciando todos los deberes que impone el vasallaje, con cuyo nombre había intentado antes velar su hostilidad.

(24) Por causa de estas y otras tantas y tan grandes osadías, el Duque, como la situación lo aconsejaba y dado que sospechaba que intentaría nuevas y mayores traiciones, tomó la elevada plaza, en cuyo refugio más confiaba (el Conde de Arques), colocando luego una guarnición, pero sin recortar más sus derechos. En efecto, este escondrijo, este monumento a su declarado orgullo y demencia, él mismo lo había fundado y fortificado con enormes esfuerzos, en el punto más elevado de la montaña de Arques. Pero, no mucho tiempo después, sus infieles guardianes devolvieron la potestad del castillo a su fundador, presionados y seducidos por las promesas de recompensa y por los varios requerimientos que insistentemente llovían sobre ellos.

En cuanto se produjo su restitución, inflamado por un furor de extraordinaria ferocidad, clama que ha de vengarse, como si hubiera visto disminuido su patrimonio con injurias. Surge así en todo el ámbito del territorio vecino una gran miseria. Las violencias, saqueos y rapiñas se recrudecen, amenazando con la devastación. El castillo se provee de armas, hombres, víveres y todo lo apropiado para una tal empresa; las fortificaciones, ya firmes antes, se hacen más fuertes aún. No se deja ningún lugar para la paz y el ocio. En fin, se prepara la más cruel de las rebeliones.

(25) Luego que el Duque Guillermo lo supo, desde la región de Coutances, donde había recibido la confirmación de la noticia, se apresura con tal celeridad, que los caballos de su séquito, excepto seis, cayeron todos reventados antes de llegar a Arques. Pues, si es cierto que él se daba prisa por vengar la injuria sufrida, más aún lo incitaban los males de su provincia. Se dolía de que los bienes de la Iglesia, las cosechas de los campesinos, las ganancias de los negociantes se convirtieran injustamente en botín de los soldados. Creía oír cómo le llamaban los miserables gemidos del pueblo inexperto en la lucha, que suelen elevarse en gran medida en época de guerra o rebeliones. Pero en el camino le salieron al encuentro algunos jefes de su ejército, fieles y leales a él. Habían oído por un repentino rumor en la ciudad de Rouen los planes del Conde de Arques y con trescientos caballeros se habían encaminado hacia Arques con toda rapidez, por si podían impedir el transporte de trigo y otras cosas necesarias para hacer frente al asedio. Mas, cuando supieron que se habían congregado allí enonnes tropas, dado que temían también, que, incluso quienes habían ido con ellos, se pasaran al bando de Guillenno (de Arques), antes del amanecer del día siguiente (así se lo habían aconsejado previamente voces amigas) llenos de desconfianza habían dado la vuelta tan velozmente como les fue posible. Esto es lo que le refieren y le aconsejan que espere al grueso del ejército: su Partido ha sufrido más deserciones de lo que se había dicho, casi toda la población del lugar ha pasado a favorecer a su adversario, y avanzar más con pocos hombres sería demasiado peligroso. En cambio, la firmeza del Duque no se deja arrastrar hacia el miedo, sino hacia la desconfianza. Por tanto, confirmándolos con esta respuesta: seguramente los rebeldes no osarían nada contra él, si lo veían presente, inmediatamente partió al galope, tan deprisa como sus espuelas podían forzar a su caballo. Es su propia fortaleza quien lo mueve; la justicia de su causa le asegura el triunfo.

Y he aquí que, en cuanto divisa al jefe de la sedición en lo alto del monte, con un ejército formado por muchas tropas, se esfuerza en subir hacia lo alto, con lo cual los empuja a todos a retroceder vergonzosamente al interior de la fortaleza. Y si, al cerrarse en seguida, las puertas no le hubieran resistido, los habría perseguido, tal como lo empujaba a hacer su ánimo irritado y fuerte, diezmando a la mayor parte de aquellos desdichados. Son los sucesos tal y como ocurrieron, los que narraremos, aunque resulten difíciles de creer para la posteridad. Después, queriendo apoderarse de la fortaleza, ordenó reunirse rápidamente al ejército, y le puso sitio. Hubiera sido muy difícil tomar por asalto un lugar cuya misma naturaleza era la mejor defensa. Según aquella excelente costumbre suya, en su deseo de que la situación se resolviera sin derramamiento de sangre, encerró a los que persistian en su rebeldía mediante la construcción de una fortificación erigida al pie del monte y, tras dejar una guardia, se marchó ante la urgencia de otros asuntos; de este modo, si bien los eximía de la espada, esperaba vencerlos por hambre.

Precisamente, la equidad nos aconseja dejar también memoria de esto: con qué piadosa moderación evitó siempre las matanzas, si no lo apremiaba la misma violencia de la guerra u otra necesidad grave. Prefería castigar con el exilio, la cárcel o cualquier otra represalia que no quitara la vida; así, mientras que, según lo instituido por costumbres y leyes, los demás príncipes dan la muerte a los prisioneros de guerra, o a los convictos en su patria por crímenes capitales, él juzgaba, con razón, qué tremendo árbitro observa desde arriba los actos de los poderes terrenos, asignando a la moderada clemencia, como al inmoderado rigor y a todo tipo de méritos, lo que le corresponde a cada uno.

(26) Al oír la noticia del sitio, el Rey Enrique, que había favorecido y colaborado en su locura, se da prisa en prestarle auxilio, llevándole una no pequeña tropa, así como muchas cosas de las que carecían los sitiados. Llevados por la esperanza de realizar un hecho memorable, algunos de aquellos que el duque había dejado como guarnición, se informaron del camino por donde venían los franceses y se apostaron allí. Y una gran parte (de los franceses), que marchaba sin precaución, cae en la emboscada. Enguerrand, Conde de Poitiers, conocido por su nobleza y poderío, pierde la vida y con él varios hombres ilustres. Asimismo, el noble Hugo Bardulfo es hecho prisionero. Con todo, el Rey, al llegar a su destino, irritado sobremanera, atacó la guardia con extrema violencia, a fin de librar a Guillermo de aquel trance, y, a la vez, para vengar su derrota y la matanza de los suyos. Pero cuando se dio cuenta de que la empresa sería difícil (puesto que las fortificaciones del castillo, así como el firme valor de los caballeros, soportaron fácilmente los ataques enemigos), a fin de evitar verse puesto en fuga vergonzosamente y con grandes bajas, se apresuró a retirarse, sin haber conseguido ningún honor, si no hay que considerar como tal el haber aminorado con sus propios recursos las necesidades de aquellos por cuya causa había acudido y haber aumentado el número de sus contingentes.

(27) Después, el Duque regresó al asedio y permaneció en armas durante algún tiempo, del mismo modo que si estuviera solazándose con algún alegre descanso, hasta que llegó a encontrarse cerca de vencerlos por la dureza del hambre, más cruel y angustiosa que las mismas armas. El Rey, al que habían mandado llamar (los sitiados), mediante muchos y suplicantes mensajes, se negó a acudir, pues consideraba la situación muy grave y temía mayores males y humillaciones. Finalmente se da cuenta el hijo de Pavía, a la luz de su angustiosa situación, de que es un mal consejero el deseo de hacerse con el poder enfrentándose a su señor y que el violar el juramento o la fidelidad es tan inicuo como fuente de peligros; que el nombre de la paz es suave y dulce, y su realidad misma, alegre y ventajosa. Condena sobre todo la excesiva audacia de su propio plan, la demencia de sus decisiones, lo ruinoso de su realización. Se lamenta de hallarse en armas, encerrado en un lugar ya de por sí angosto. Suplican y consiguen que se acepte su rendición, sin pactar otra condición ventajosa u honorable que la vida.

¡Triste espectáculo! ¡Miserable fin! Se apresuraron a salir con los normandos, más de prisa de lo que sus escasas fuerzas lo permitían, los poco antes famosos caballeros franceses, bajas sus cabezas no menos por el deshonor que por la inanición, en parte llevados pesadamente por jumentos famélicos, cuyos cascos apenas podían resonar o levantar polvo; en parte, vestidos con grebas y espuelas, avanzan en insólita procesión, la mayoría de ellos transportados por monturas de lomos hundidos y escuálidos, al paso que algunos, tambaleándose, apenas se sostenían a sí mismos. Igual espectáculo, terrible y variado, ofreció la desastrosa salida de las tropas ligeras.

(28) Compadeciéndose también de los infortunios del Conde, como antes de Guido, la loable clemencia del Duque no quiso atormentarlo más expulsándolo o desposeyéndolo afrentosamente; sino que, junto con su gracia y algunas posesiones amplias y productoras de muchos réditos, le concedió poder permanecer en su patria, considerando más positivo ver en él al tío paterno, que perseguirlo como a un enemigo.

Durante el tiempo que duró el asedio, algunos de los más poderosos normandos abandonaron al Duque y se pasaron al partido del Rey; respecto a éstos, ya antes se creía que habían sido los cómplices de la rebelión y de todo el complot. La malevolencia que, en otro tiempo, habían alimentado contra el Duque de niño aún no la habían depuesto totalmente. De este grupo, Guimond, que estaba al frente de la fortificación llamada Moulins, la puso en manos del Rey. Se colocó allí una guarnición real. También se pasó al bando del monarca Guido, hermano del Conde de Poitiers, Guillermo, y de la emperatriz romana, y con él, otros guerreros ilustres. Pero éstos y todos los que, en otros lugares, fueron abandonados por los franceses, al tener noticia de la rendición de la fortaleza de Arques, escaparon a los nuestros dándose a la fuga. Mas los normandos, que habrían debido ser castigados según la ley de tránsfugas, se reconciliaron con su señor con una sanción leve o nula, pues pensaron que ningún tipo de fuerza o astucia sería eficaz contra él.

(29) Después de esto, Francia empezó a arder en rivalidades y a ser conmovida por un nuevo tumulto. Todos los príncipes con su Rey, de hostiles que ya eran al Duque normando, se convirtieron en sus más ardientes enemigos. En sus perversos ánimos se agudizaba terriblemente la herida tan odiosa que les acababa de causar la muerte del Conde Enguerrand y la de los demás caídos en aquel encuentro. Ardientemente los inflamaba la memoria de los franceses del Conde de Anjou, Geoffrey, expulsado recientemente por la espada de Guillermo, tal como hemos narrado, y de otros muchos reveses y deshonras que les había infligido el valor normando. Vamos a explicar las causas de esta enemistad con exactitud y detalles.

El Rey soportaba muy mal y consideraba una ofensa que debía ser vengada sin falta, el hecho de que (Guillermo el Conquistador) tuviera al Emperador romano, cuyo poder o dignidad en toda la tierra no tiene igual, como amigo y aliado; el que rigiera muchas y poderosas provincias, cuyos señores o gobernantes eran aliados militares suyos; el que el Conde Guillermo no fuera ni su amigo ni su vasallo, sino su enemigo; el que la Normandía, que desde antiguo había estado sometida a los Reyes franceses, se hubiera constituido casi en reino: ninguno de los Condes anteriores a él, aunque hubieran hecho frente a muchas dificultades, se había atrevido a intentar nada en este sentido.

Además de tener estos mismos motivos de queja, Thibaud, Conde de Poitiers, Geoffrey y los demás nobles se sentían indignados por uno en particular: consideraban intolerable el tener que ponerse bajo las enseñas del Rey, allí donde se les convocara. Levantaban las armas contra Guillermo de Normandía, no en favor del Rey, sino para, decidida e incesantemente, procurar de nuevo quebrantar su poder (de Guillermo), que no con poco empeño había intentado destruir (el Rey), o, si era posible de algún modo, aniquilarlo. Además, algunos próximos al Rey ambicionaban Normandía o parte de ella. Éstos, como las más ardientes antorchas, inflamaban al Rey y a los principales nobles.

(30) A causa de esto, después de la celebración de un infausto consejo, un edicto real ordenó emprender la guerra e innumerables tropas fueron enviadas a Normandía. Hubieras visto aproximarse a Borgoña, Auvernia y Vasconia, terribles por sus armas; en fin, las fuerzas de un reino tan grande como podrían hallarse en las cuatro partes del mundo juntas; con todo, Francia y Bretaña, cuanto más próximas estaban a nosotros, tanto más ardientes enemigos eran. Julio César, general del ejército romano, reunido entre miles de naciones, o alguno más hábil en la guerra, si lo hubiera, cuando la muy floreciente Roma dominaba mil provincias, con toda certeza se habría sentido aterrorizado ante la magnitud de este ejército. Y realmente se atemorizó un tanto nuestro país. Las iglesias temen que sean violados los asilos de la santa religión y que sus posesiones sean saqueadas por la avidez de los soldados; con todo, ellos mismos combaten mediante la confianza en la protección de sus oraciones. El pueblo de las villas y el campo, así como cualquiera inhábil o incapaz para la guerra, se hallan angustiados y temblorosos: tiener miedo por sí mismos, por sus esposas, sus hijos, sus bienes, sintiendo hacia un enemigo ya bastante peligroso y temible, un terror mayor del que realmente representa. Pero, cuando recuerdan quién es su defensor, a cuántas calamidades funestas para la patria había hecho frente hasta entonces, siendo un adolescente, o, más bien, un niño, gracias a su gran prudencia y extremado valor, la esperanza calma sus temores, la confianza sirve de consuelo a su aflicción.

Mas, gracias a su admirable constancia, el Duque Guillermo, sin sentir ningún miedo, se apresura, con gran ánimo, a salir al encuentro del Rey, que conducía en persona un ejército enorme y ya avanzaba poco a poco hacia Rouen desde la región de Évreux. Dirige parte de sus tropas hacia la orilla opuesta del Sena, colocándolas frente al enemigo, cuya distribución conocía de antemano. Se había dispuesto de la siguiente manera, según un plan que despertaba grandes esperanzas: cuantos caballeros pudieran reunirse entre los ríos Sena y Garona (estos pueblos, aunque son muchos, reciben el nombre genérico de celtigalos), todos ellos nos invadirían por este lado, bajo el mando personal del Rey; por allí, en cambio, a las órdenes del hermano del Rey, Otón, y de Reinaud, el mayor de sus allegados, nos invadirían los soldados reunidos entre los ríos Rin y Sena, región que recibe el nombre de Galia belga. Al Rey lo acompañaba, además, Aquitania, la tercera parte de la Galia, la más apreciada por la mayoría a causa de la extensión de sus territorios y de la multitud de sus hombres. Y no es de extrañar si la temeridad y la soberbia de los franceses, así protegidas, alimentaran alguna esperanza de aplastar a nuestro Duque con tal muchedumbre, o ponerlo en fuga ignominiosamente; de matar o capturar a sus caballeros; de tomar los castillos e incendiar las villas; por un lado, de herir con la espada; por otro, de obtener botín con el saqueo; y por fin, de reducir toda nuestra tierra a un horrible yermo.

(31) Pero aquella situación tuvo un desenlace completamente distinto. En efecto, tras un desafortunado combate, Otón y Reinaud, como se dieran cuenta de que su tropa era diezmada con la más terrible crudeza, renunciaron al ducado y a su defensa y confiaron su salvación a la velocidad de sus monturas. Se cernían sobre sus cabezas, que no merecían trato más suave, las espadas de Roberto, Conde de Eu, tan grande por su nacimiento como por su valor; de Hugo de Gournai, Hugo de Montfort, Gautier Giffard, Guillenno Crépin y otros de los más poderosos nobles de nuestro bando. Guido, el Conde de Ponthieu, demasiado ansioso por vengar a su hermano Enguenand, fue capturado y con él muchos otros, notables por su estirpe y hechos; la mayoría cayó y a los demás los salvó la huida junto a los portaestandartes. Tras conocer lo ocurrido, nuestro defensor, el Duque Guillermo, envía con cautela y en plena noche a un mensajero con instrucciones, que, desde lo alto de un árbol y cerca del mismo campamento del Rey, le anunció punto por punto aquella victoria, triste para él. El Rey, atónito ante el inesperado mensajero, ordenó a los suyos tocar la señal antes del alba y emprender la fuga con toda rapidez, pues pensaba que era imprescindible abandonar los límites de Normandía cuanto antes.

(32) Más tarde tuvieron lugar muchas hostilidades por ambas partes, como suele suceder en un conflicto bélico entre tan grandes enemigos. Finalmente, debido al acuciante deseo de los franceses de poner fin a aquellos enfrentamientos tan funestos para ellos, se acordó firmar la paz entre el Duque y el Rey, en unos términos que determinaban la devolución de los cautivos al Rey en Mortemer, al paso que, con su asentimiento y casi como un don suyo, permitían al Duque retener a perpetuidad lo que había arrebatado a Geoffrey, Conde de Anjou, y lo que él mismo había conquistado. Al instante ordenó en el consejo a los jefes de su ejército que estuvieran dispuestos rápidamente para construir el castillo de Ambrieres dentro del territorio de Martel el Angevino, y el mismo día que les fijó a ellos para este proyecto, se lo anunció a Martel por medio de mensajeros. ¡Qué fortaleza de carácter! ¡Qué espíritu noble y audaz el de este hombre! ¡Cuán admirable su valor y cuán difícil ensalzado con los elogios apropiados! No se lanzó al ataque del territorio de un cualquiera inexperto en la guerra, sino de un ferocísimo tirano y muy valeroso en el campo militar, como lo demostraron los hechos anteriores; ante él, como ante un rayo terrible, los más poderosos Condes y Duques sintieron miedo, y de sus fuerzas y astucia apenas ninguno de sus vecinos pudo escapar. Además, para que mayor sea tu admiración, no agredió a este mismo enemigo cuando estaba desprevenido y sin prepararse, sino que, con cuarenta días de anticipación le anunció dónde, cuándo y con qué fin acudiría. Atemorizado por esta noticia, Geoffrey de Mayenne acudió rápidamente a su señor, Geoffrey (Martel), con estas angustiadas quejas: una vez construido el castillo de Ambrieres con los recursos de los normandos, su propia tierra quedaba a merced de las invasiones, destrucciones y rapiñas enemigas. El tirano Martel, que era soberbio y acostumbraba a hablar con arrogancia y en términos grandilocuentes, le repuso: No dudes en rechazarme, como a señor vil y digno de deshonra, si llegas a ver cumplido lo que temes y yo lo tolero.

(33) El día fijado el príncipe de Normandía entró en la región del Maine y, mientras construye el castillo con que había amenazado, la fama, que lleva volando noticias tanto falsas como verdaderas, le anuncia que Geoffrey Martel hará en breve acto de presencia. Por ello, una vez ejecutada la obra, espera la llegada del enemigo con gran firmeza y alegría. Pero, cuando ve que tarda más de lo que se esperaba y sus soldados y sus nobles se quejan por igual de la escasez de víveres, a fin de evitar que en el futuro sus tropas estén mal dispuestas, decidió dejadas marchar de momento, después de fortificar el castillo con hombres y alimentos y de ordenar que, en cuanto reciban un aviso suyo, inmediatamente regresen todos a aquel mismo lugar.

Divulgada en seguida la partida de nuestro ejército, Martel se dirige hacia Ambrieres, contando, con la ayuda de Guillermo, Conde de Poitou, su señor, y de Eon, Conde de Bretaña, así como de tropas reclutadas de todas partes. Después, tras investigar el emplazamiento y las obras de fortificación, se dispone para el asalto. Se preparan para abrir brecha en el muro; los castellanos resisten. Se enardecen, se arman de audacia y avanzan más cerca y con más fuerza: se lucha de una y otra parte con gran violencia. Proyectiles, piedras, estacas de una libra y lanzas les hieren desde arriba. Por ello, la mayoría caen muertos, los demás son rechazados. Así, fracasada su audaz tentativa, inician otra táctica. Golpean el muro con un ariete, pero, golpeado éste por el de los castellanos, acaba por romperse.

Entretanto, al conocer la penosa situación de los suyos, el fundador de la plaza, Guillermo, convoca sin la menor demora a su ejército y avanza en su ayuda tan rápidamente como puede. Pero cuando sus enemigos, los tres Condes antes citados, lo divisan avanzando a caballo, con sorprendente celeridad, para no decir con aterrorizada fuga, se dispersan con su enorme ejército. El vencedor atacó inmediatamente después a Geoffrey de Mayenne, que había provocado de tal modo la ira de su señor por su queja, antes mencionada y en poco tiempo lo redujo de tal modo que, en las más remotas partes de Normandía, acabó por sometérsele y jurarle la fidelidad que un vasallo debe a su señor.

(34) De nuevo rota la paz, el Rey, deseando vengarse de su deshonra más que de los daños sufridos, marcha nuevamente contra Normandía, tras haber reunido un numeroso ejército, ciertamente, aunque menor que el anterior. La mayor parte del reino, dado que deploraba o temía la matanza o la indecorosa fuga de los suyos, se mostraba menos inclinada a atacamos, aunque ardía en deseos de vengarse de nosotros. Martel, el angevino, no quebrantado aún por tantos siniestros reveses, no dejó de presentarse, aportando cuantas fuerzas pudo reunir de algún modo. Pues el odio y la rabia de este enemigo apenas se habrían saciado con el profundo aniquilamiento o destrucción del territorio normando. Sin embargo, en la medida en que pudieron, mantuvieron ocultos sus movimientos, para evitar ser rechazados durante su mismo avance por un enemigo que les saliera al encuentro y que ya habían tenido ocasión de conocer; a marchas forzadas llegan hasta el río Dives a través del condado de Exmes, devastándolo todo a su paso con desmesurada brutalidad. Pero una vez allí, ni les pareció bien volver atrás, ni se atrevieron a quedarse. En efecto, si consiguieran avanzar más allá, del mismo modo en que habían llegado hasta aquel punto, y volver después a Francia incólumes, se auguraban un amplio renombre, pues habrían devastado con el hierro y el fuego las tierras de Guillermo de Normandía hasta la misma orilla del mar, sin que nadie se les opusiera ni los persiguiera. Pero esta esperanza fracasó como la anterior.

Pues, mientras se hallaban detenidos en el vado del Dives, él mismo se les vino encima impetuosamente con una pequeña tropa de hombres a la hora propicia. Parte del ejército ya había atravesado el río con el Rey. Y he aquí que el poderoso vengador cayó sobre los retrasados y aplastó a los devastadores, creyendo que no cometía un crimen, tratándose de una causa tan justificada como la defensa de la patria herida, si capturaba a un enemigo tan funesto en su propio territorio. Interceptados a este lado del río, casi todos cayeron bajo el hierro ante los ojos del Rey, excepto aquellos que prefirieron lanzarse al agua empujados por el pavor. La marea alta impedía perseguirlos, con una saña del todo justificada, hasta la orilla opuesta, pues una masa infranqueable de agua ocupaba el lecho del Dives. El Rey, compadeciendo y temiendo la matanza de los suyos, salió de los límites de Normandía con toda rapidez, en compañía del tirano de Anjou; con ánimo consternado, este hombre valeroso y reputado en la guerra decidió que habría de considerarse demencia atacar de nuevo Normandía.

(35) No mucho después siguió el camino de toda carne mortal, sin haber podido nunca vanagloriarse de una victoria sobre Guillermo, Conde de Normandía: sin haber obtenido siquiera una gran venganza contra él. Su hijo Felipe le sucedió siendo aún un niño y entre él y nuestro príncipe se acordó una paz firme y una serena amistad, con los votos y el asentimiento de toda Francia.

Por esta misma época murió también Geoffrey Martel, con gran alegría para muchos, a los que había oprimido, o a los que había atemorizado. Así la naturaleza pone un inevitable fin al poder terreno y a la soberbia humana. Tarde se arrepintió aquel hombre miserable de su excesiva fuerza, de su ruinosa tiranía, de su perniciosa avidez. Sin duda en la hora de su final aprendió lo que antes no quiso pensar: incluso lo que en este mundo se posee con justicia, necesariamente habrá de perderse. Dejó al hijo de su hermana como heredero, que, igual a él por su nombre, pero diferente por su probidad, se propuso temer el reino celeste y hacer el bien a fin de adquirir el honor eterno.

(36) Que la lengua del hombre está más pronta a alabar el mal que el bien, ya lo sabemos; la mayoría de las veces por envidia, a veces por otro tipo de perversidad. Pues incluso los más bellos actos suelen convertirse en lo contrario en virtud de una inicua depravación. Por ello a veces sucede que los actos honorables de los Reyes, los Duques o cualquier otro elevado personaje, cuando no se transmiten con exactitud, entre las generaciones posteriores son condenados por la censura de los hombres de bien, al paso que los actos malvados, que de ningún modo habrían de ser imitados, sirve de ejemplo para invasiones u otro crimen inicuo. Por ello consideramos que vale la pena narrar lo más verazmente posible cómo el famoso Guillermo (al que perpetuamos con este escrito, el cual deseamos que en nada desagrade a las generaciones presentes o a las futuras, sino que complaza a todos) no sólo se apoderó con fuerte mano del territorio del Maine y del reino de Inglaterra, sino que debía apoderarse según las leyes de la justicia.

(37) La dominación de los Condes de Anjou sobre los Condes del Maine resultaba desde hacía tiempo pesada y casi intolerable. Efectivamente, para omitir otros muchos sucesos, lo último que recuerda nuestra memoria es que Foulques de Anjou atrajo a Saintes a Herbert el Viejo, del Maine, sirviendo de fiador la misma ciudad. Allí, tras haberlo hecho encadenar en pleno coloquio, lo obligó, mediante la cárcel y la tortura, a aceptar las condiciones que su avaricia había deseado. En tiempos de Hugo, Geoffrey Martel a menudo arrasó con el fuego la villa del Mans, a menudo la distribuyó a sus soldados como botín, muchas veces hizo arrancar los viñedos que la rodeaban, hasta que al fin, después de expulsar a su legítimo gobernante, la reivindicó para su exclusivo dominio.

Hugo dejó su heredad a su hijo Herbert y también sus mismos enemigos. Éste, temiendo ser completamente destruido por la tiranía de Geoffrey, acudió a Guillermo, Duque de Normandía, suplicándole protección; se puso bajo su autoridad y recibió de él todas sus posesiones, como un vasallo de su señor, instituyéndolo a él como único heredero de todos sus bienes, si no engendraba otro. Además, a fin de establecer unos vínculos más estrechos entre tan gran hombre y él mismo y su descendencia, pidió a la hija del Duque en matrimonio y le fue concedida. Pero antes de que aquélla llegase a la edad de contraer matrimonio, el Conde murió de enfermedad: en sus últimos momentos puso por testigos a los suyos y les rogó que no buscasen a otro que aquel a quien él mismo había nombrado señor de todos ellos y heredero suyo. Si lo obedecían por propia voluntad, sólo habrían de soportar una servidumbre suave; pero si eran sometidos por la fuerza, quizá sería más penosa. Ellos mismos conocían muy bien su poder, prudencia, fortaleza, su gloria y no menos su rancio abolengo. Con él al frente, podrían atemorizar a cualquiera de sus vecinos.

(38) Pero unos hombres perversos cometieron traición y recibieron al invasor Gautier, Conde de Mantes. En consecuencia Guillermo, irritado al verse rechazado, cuando tenía tantos derechos a suceder a Herbert, preparó las armas, para exigir con ellas lo que de tal modo le había sido arrebatado. Pues la región del Mans había estado también en otro tiempo bajo el dominio de los Duques de Normandía. Hubiera podido incendiar inmediatamente toda la ciudad, o arrasarla, aplastar a los que habían osado una tal iniquidad, en la medida que le sobraba ingenio y fuerzas. Mas, con aquella acostumbrada moderación suya, prefirió abstenerse de derramar sangre, incluso de los más culpables, y conservar incólume una ciudad tan fortificada, como cabeza y protección de la tierra que tenía en su poder. De forma que decidió este modo de ataque. Mediante frecuentes y largas expediciones en el mismo territorio, sembraría el miedo en las casas; devastaría viñedos, campos y villas; se apoderaría de las fortificaciones circundantes; colocaría guarniciones donde fuera necesario; por último, los afligiría sin cesar con innumerables desastres. Cuando los habitantes del Mans vieron ocurrir tales cosas, es más fácil imaginarse que referir cuánta fue su angustia y su temor, cuánto desearon quitar de sus cabezas un peso tan gravoso. Tras haber hecho venir en seguida a Geoffrey, al que su líder, Gautier, había hecho su señor y protector, amenazaron con entablar combate, pero nunca se atrevieron a hacerlo.

Vencidos finalmente, una vez sometidos ya los castillos por todo el condado, entregan la ciudad al más poderoso. Y a quien habían mantenido alejado con una larga rebelión, lo acogen suplicantes con grandes muestras de honor. Grandes, medianos y pequeños se afanan por aplacar al ofendido. Corren a su encuentro, aclaman a su señor, se prosternan e inclinan ante su dignidad: fingen rostros risueños, voces alegres, aplausos congratulantes. Le salen al encuentro, encendiendo el afán de los laicos, las órdenes religiosas de todas las iglesias que se encuentran en aquel lugar. Los templos, como cuando tienen lugar las procesiones, resplandecen, adornados con el mayor cuidado, exhalan olor a incienso, resuenan con cánticos sagrados.

Para el vencedor fue suficiente castigo el que se hubieran sometido a su autoridad y que la ciudadela de la villa estuviese ocupada en adelante por una guarnición suya. Gautier asintió voluntariamente a esta rendición, por miedo a perder su propia heredad al defender la que había usurpado. La derrota infligida por los normandos le hacía concebir temores de otra mayor respecto a los vecinos territorios de Mantes y Chaumont.

(39) Siempre deseó que también para sus hijos se decidiera lo mejor, este prudente vencedor, este piadoso padre. Por ello hizo venir a la hermana de Herbert del país de los teutones, con grandes gastos asumidos por su propia munificencia y decidió unirla a su hijo, para que, por medio de ella, su hijo y sus descendientes poseyeran la herencia de Herbert con un derecho que ninguna controversia pudiera destruir o debilitar, es decir, como marido de su hermana (de Herbert) y sobrinos. Y, puesto que la edad del niño aún no permitía el matrimonio, en lugar seguro y con gran honor hizo guardar a la joven, ya cerca de la edad núbil, bajo la custodia de varones y damas nobles y prudentes.

Esta noble doncella, llamada Margarita, aventajaba con su gran belleza la de toda flor. Pero, no mucho antes del día en que debía unirse a su esposo mortal, la arrebató a los hombres el hijo de la Virgen, esposo de vírgenes, celeste soberano: en cuyo fuego salvador ardía la piadosa doncella, por cuyo deseo practicaba asiduamente la oración, la abstinencia, la misericordia, la humildad y muchas otras buenas acciones, anhelando con vehemencia abstenerse para siempre de todos los esponsales que no fueran los suyos. Acogió su sepultura el monasterio de Fécamp, que, con otras iglesias, en la medida permitida al espíritu religioso, lloró en gran manera la pérdida por una muerte anticipada de aquella para la que tan afectuosamente hubiera deseado una larga vida. Pues su prudente alma, siempre vigilante, esperando la llegada de Cristo con su lámpara encendida, había empezado a honrar las iglesias con reverencia. Asimismo, el cilicio con que se había propuesto domar su carne, y sólo descubierto tras su muerte, reveló que su alma vivía consagrada a la eternidad.

(40) Cuán lejos se hallaba el voluble Geoffrey de Mayenne de favorecer el partido del Duque Guillermo quedó del todo manifiesto cuando se rindió la ciudad de Mans. En efecto, para no ser testigo directo de la gloria y el triunfo de aquél, se marchó antes, llevado no menos por malévolo dolor que por su pérfida deslealtad. No quiso recordar su imprudente audacia de qué modo, vencido, había suplicado antes clemencia. No temió su desvergonzada iniquidad violar la fidelidad del juramento. En cambio, parecía creer que su fama sería eterna -en la medida que sus antecesores, aunque poderosos, nunca gozaron de renombre-, si se atrevía a provocar a un valor invicto, engrandecido por numerosísimos triunfos. Constreñido una y otra vez mediante mensajeros a someterse, su espíritu no dejó de mantenerse en su obstinación. Su fuga, su astucia y la seguridad de sus fortificaciones le proporcionaban no poca audacia. En consecuencia, su señor, al verse rechazado, decidió con prudencia arrebatarle su carísima refugio, el castillo de Mayenne. Estimaba mucho más útil y digno infligirle este castigo, que perseguirlo en su huida y añadir con su captura una victoria insignificante a sus insignes títulos.

Un flanco de este castillo, bañado por un río de curso rápido y cauce rocoso (pues está situado en una escarpada roca de un monte a orillas del Mayenne), no puede ser atacado por ninguna fuerza, ingenio o arte humanos. En cuanto al otro, lo defienden fortificaciones de piedra y un acceso igualmente muy difícil. Sin embargo, se dispone al asedio, tras colocar nuestro ejército tan cerca como lo permite la hostilidad del lugar, al paso que todos se admiran de que el Duque se disponga a llevar a cabo una tan ardua empresa con tanta osadía. Casi todos opinan que son en vano las fatigas de tan gran número de caballeros e infantes; muchos se quejan, sin ninguna esperanza que fortalezca sus ánimos: si no es que un asedio de un año o más tiempo los venza por hambre. No se hacen servir las espadas, lanzas, proyectiles, ni se espera que puedan usarse. E igualmente sucede con el ariete, las catapultas u otros instrumentos bélicos. El lugar era completamente desapropiado para las máquinas de guerra.

Pero nuestro magnánimo guía, Guillermo, les apremia en la realización del plan, da órdenes, les exhorta, confirma a los vacilantes, promete un feliz resultado. Y no mucho tiempo después, se acaban las dudas. He aquí que, en virtud de un astuto plan de él mismo, las llamas, arrojadas al castillo, lo reducen a cenizas. El fuego se propaga con enorme rapidez, según acostumbra, devastando todo lo que halla a su paso, con más crueldad que el hierro. Los guardias y los defensores, atónitos ante la súbita desgracia, abandonan las puertas y el muro y corren temblorosos para proteger primero sus hogares y sus pertenencias incendiados. Después, se apresuran a buscar su propia salvación, refugiándose donde pueden, pues temen las espadas vencedoras más aún que el fuego. Los normandos corren velozmente, exultantes sus ánimos y lanzando a la vez gritos de alegría; irrumpen con fuerza y se apoderan violentamente de las fortificaciones. Se halla un espléndido botín: caballos de pura raza, armas militares y todo género de utensilios. Y todo ello, así como muchas otras riquezas capturadas en otros lugares, aquel príncipe, por demás moderado y generoso, prefirió que pasara a poder de los caballeros, antes que al suyo propio. Los castellanos, que habían huido a la ciudadela, se entregaron al día siguiente, no confiando ya en ningún tipo de ingenio y fuerza contra Guillermo.

Una vez restaurado aquello que las llamas habían devorado y dispuesta prudentemente una guarnición, el ejército regresó a su patria con inmensa alegría tras haber obtenido aquel insólito triunfo, como si hubieran vencido a la naturaleza misma. Y en el territorio de Geoffrey no recibieron con tristeza que hubiera sufrido tal revés; aseguraban que correspondía sólo a la gloria del Conde Guillermo el haberse vengado por muchos de un perjuro y un saqueador.

Índice de Gesta Guillelmi (Historia de Guillermo, Duque de Normandia y Rey de Inglaterra) de Guillermo de PoitiersAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha