Índice de Gesta Guillelmi (Historia de Guillermo, Duque de Normandia y Rey de Inglaterra) de Guillermo de PoitiersPresentacion de Chantal López y Omar CortésSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO PRIMERO

Primera parte

(Falta el principio del manuscrito)

(1) ... (Canuto) junto con su vida, perdió el reino de Inglaterra, que había obtenido gracias a la violencia de su padre y a la suya propia, no a otros factores. Aquella misma Corona y el Trono pasaron a poder de Harold, su hijo, en cierto modo indigno de él por su amor a la tiranía. Hasta entonces, Eduardo y Alfredo, que, de niños y para evitar su muerte, habían huido a refugiarse con sus tíos maternos en Normandía, habían permanecido allí exilados en la Corte de su pariente, el príncipe Guillermo. Su madre fue Emma, hija de Ricardo primero, y su padre Edelred, Rey de los anglos. Pero acerca de la genealogía de estos dos hermanos y la ocupación de su territorio por la invasión de los daneses, otros han escrito ya suficiente.


(2) Cuando supieron, pues, la muerte de Canuto, Eduardo, en primer lugar, atravesó el mar con cuarenta naves perfectamente equipadas con tropas y desembarcó en Southampton, donde se enfrentó a una enorme multitud de anglos emboscados allí para matarlo. En efecto, este pueblo no quería o no se atrevía (lo cual es más verosímil) a abandonar a Harold, por el temor de que acudieran inmediatamente los daneses para protegerlo o para vengarlo; y no habían olvidado en absoluto que la crueldad de los daneses había exterminado a los más nobles de su pueblo. Tras entablar combate allí mismo, (Eduardo) los venció, infligiéndoles una gran matanza. Mas, al comparar las ingentes fuerzas de aquella tierra hostil con las más bien escasas que había traído consigo, giró proa hacia Normandía con un magnífico botín. Sabía que allí contaba con un refugio seguro, generoso y propicio. Tras un lapso de tiempo no muy largo, llegó a Canterbury Alfredo, que se había embarcado en el puerto de Icio, después de prepararse con más cuidado que su hermano contra cualquier ataque. También él pretendía recuperar el cetro de su padre.

(3) Pero cuando penetraba en el interior del país, el conde Godwin, después de haberlo acogido engañosamente, lo traicionó valiéndose de una detestable intriga. En efecto, fue el primero en correr a su encuentro, como para honrarlo, y solícitamente le prometió su ayuda, dándole el beso y su diestra como prueba de fidelidad. Incluso compartió familiarmente con él su mesa y le brindó sus consejos. Pero a la noche siguiente, en pleno sueño, le ató las manos a la espalda, aprovechando su indefensión y falta de vigor. Y vencido así, sin lucha, lo envió al Rey Harold, así como a algunos de sus compañeros, sometidos de igual modo; a los demás, en parte los arrojó en prisión, separándolos miserablemente unos de otros; en parte los hizo matar cruelmente, destripándolos de un modo horrible.

Harold, gozoso al ver a Alfredo encadenado, ordenó decapitar en su presencia a los mejores de sus seguidores; a él mismo, mandó que le sacaran los ojos y luego, a caballo e infamantemente desnudo, que fuera conducido hasta el mar, con los pies atados por debajo del vientre del animal, con el fin de atormentarlo en la isla de Ely mediante el exilio y la miseria. Lo regocijaba pensar que la vida de su enemigo sería peor que la muerte. Al mismo tiempo, esperaba aterrorizar definitivamente a Eduardo, ante las calamidades de su hermano. Así pereció el más hermoso de los jóvenes, el más alabado por su bondad, hijo y nieto de Reyes, ya que no pudo sobrevivir por mucho tiempo: cuando le sacaron los ojos con un cuchillo, la punta dañó el cerebro.

(4) Por eso te dirigimos este apóstrofe, Godwin, cuyo nombre infame y odioso sobrevive a la muerte. Si fuera posible, hubiéramos querido apartarte del malvado crimen que cometiste. ¿Por qué execrable furia fuiste agitado? ¿Cómo pudiste maquinar un crimen tan abominable contra el derecho humano y divino? ¿Por qué cometiste tan pérfida traición, para tu ruina y la de los tuyos, tú el más cruel de los homicidas? Planeaste, te alegras de haber llevado a cabo aquello que detestan los ritos y las leyes de las naciones más apartadas del cristianismo. Los indignísimos sufrimientos de Alfredo, a ti, el más ímprobo de los hombres, te provocan alegría; a los honestos, lágrimas. De tales cosas, incluso la mención resulta siniestra. Pero Guillermo, el gloriosísimo duque, cuyos actos enseñaremos a la edad futura, confiados en la ayuda de Dios, herirá con su espada vengadora la garganta de Harold, vástago tan parecido a ti por su crueldad y perfidia. Tú has derramado con tu traición la inocente sangre de los normandos; en justa respuesta será derramada la sangre de los tuyos por el hierro de Normandía. Lo mejor habría sido guardar este crimen inhumano en completo silencio: pero, cuando en la marcha de la historia, incluso los sucesos menos dignos inevitablemente suceden, no consideramos que hayan de ser omitidos en el relato, siempre que sirvan para disuadir de su imitación.

(5) No mucho después murió Harold, al que sucedió su hermano Harthacnut, nacido de Emma, madre de Eduardo, que había vuelto de Dinamarca. Éste, parecido a su estirpe materna, no reinaba con la crueldad de su padre o su hermano, ni deseaba la muerte de Eduardo, sino su éxito. Además, a causa de las enfermedades que frecuentemente sufría, tenía la mirada puesta más bien en Dios y en la brevedad de la vida humana. Por lo demás, dejemos escribir a otros acerca de su reino o su vida, no sea que nos apartemos demasiado de la materia que nos hemos propuesto.

(6) Al fin resplandeció sin límites la tan gozosa alegría, esperada por todos los que deseaban la paz y la justicia. Nuestro duque, más a causa de su inteligencia en las cosas honestas y de la fortaleza de su cuerpo, que de la madurez de su edad, fue armado caballero; este rumor atemorizó a toda Francia. No disponía la Galia de otro que fuera tan alabado como caballero armado. Era un espectáculo a la vez espléndido y terrible, verlo moderar el freno ataviado con su espada, resplandeciente con su escudo y amenazador con su casco y su lanza. Pues del mismo modo que destacaba por su belleza y prestancia cuando lucía las vestiduras propias de un príncipe en tiempo de paz, así también el atuendo guerrero le resultaba singularmente adecuado. Su ánimo y valor viril brillaban con magnífico resplandor. Así pues, con la mayor dedicación empezó a patrocinar iglesias de Dios, a proteger las causas de los desvalidos, a imponer leyes que no resultasen gravosas, a dictar sentencias que en ningún modo se desviaran de la equidad o la temperancia, y a prohibir sobre todo las matanzas, rapiñas e incendios. Pues demasiada había sido en todas partes la licencia para cometer actos ilícitos, tal como antes señalamos. Por último, empezó a apartar totalmente de su lado a quienes sabía malvados o ineptos y a servirse, en cambio, de los consejos de los sabios y capaces; a resistir con fuerza ante los enemigos externos, a exigir con autoridad las prestaciones debidas a los suyos.

(7) Como quiera que estos inicios devolvieran a Normandía su esplendor y la tranquilidad de su antiguo estado, y prometieran cosas aún mejores, los hombres de bien ayudaban a su dirigente con agrado, mientras que algunos preferían, según su capricho, retener lo suyo y saquear lo ajeno. El que más se distinguió en esta locura fue Guido, hijo del conde de Borgoña, Reinaldo, quien poseía en donación las fortificadísimas plazas de Brionne y Vernon y se había educado desde su infancia familiarmente con el mismo. Pero ambicionaba ya el máximo poder, ya la mayor parte de Normandía. Así pues, se captó para sus pésimas conspiraciones a Nigell, gobernador del burgo de Coutances, a Ranulfo, vizconde de Bayeux; a Haimon, apodado el Dentado, y a otros poderosos. No frenaron la contumacia de aquel hombre inicuo ni la proximidad de la estirpe, ni la liberalidad pródiga en tan grandes beneficios, ni siquiera el sincero afecto del duque ni su inmensa benevolencia. Asesinaron a muchos inocentes a los que en vano intentaron atraerse, o a los que presumieron les supondrían un mayor obstáculo. Ciertamente, pasaban por encima de todo lo lícito y no se preocupaban de evitar nada de lo ilícito, con tal de conseguir mayor poder. Así es a veces la ceguera que causa la ambición.

(8) Por consiguiente, poco a poco el plan de aquel grupo de perjuros prosperó hasta tal punto, que se congregaron para un ataque frontal contra su señor en Val-des-Dunes, agitando con el tumulto todos los territorios circundantes en una gran extensión. Seguía el estandarte de la impiedad la mayor parte de Normandía. Pero Guillermo, conductor de la facción vengadora, no se alarmó en absoluto ante tan gran número de espadas. Precipitándose (contra ellos), sembró el pavor con la matanza, por lo que los adversarios perdieron casi todo su valor y sus brazos la fortaleza. Sólo les quedó el ánimo necesario para precipitarse a la fuga. Él los fue persiguiendo durante algunas millas, infligiéndoles grandes daños. Los lugares inaccesibles y caminos intransitables acabaron con la mayoría. A algunos, mientras corrían por la llanura, su propia celeridad les llevó a la ruina y su misma muchedumbre a un choque mortal. A no pocos se los tragó el río Ome, tanto a los caballeros como a los caballos. Participó en esta batalla el Rey de Francia, Enrique, auxiliando a la causa vencedora. Esta batalla de un solo día, tan fructífera y digna de ser narrada a los siglos venideros, ya que, proporcionando un terrible ejemplo, quebrantó con el hierro las cervices demasiado elevadas y los refugias de los criminales, derrocó con su victoria muchos castillos y adormeció las guerras intestinas entre nosotros durante mucho tiempo.

(9) Tras haber huido tan vergonzosamente, Guido se dirigió a Brionne con una gran caballería. Esta plaza parecía inexpugnable, no sólo por la naturaleza del lugar, sino por sus fortificaciones. Pues, entre otras, que acostumbra construir la necesidad engendrada por la guerra, tiene un recinto de piedra, que ofrece a los que luchan el mismo refugio que una ciudadela, rodeado por el río Risle, del todo invadeable. El vencedor, que lo había seguido con rapidez, colocó un estrecho asedio, situando castillos desde uno y otro lado contra el río, que se bifurcaba en aquel punto. Después, aterrorizándolos con ataques diarios, los privó completamente de la facultad de salir. Por último, obsesionado también por la escasez de alimentos, el borgoñón empezó a enviar frecuentes mediadores para pedir clemencia. Movido el duque por el parentesco, las súplicas y la miseria del vencido, no se vengó de él con más crudeza. Una vez recibido el castillo, le concedió poder permanecer en su Corte. Asimismo, prefirió condonar a sus aliados la pena capital a que se habían hecho justamente acreedores, a cambio de penas razonables. A Nigell, andado el tiempo, creo que lo condenó al exilio, porque lo había ofendido gravemente.

Guido volvió por propia voluntad a Borgoña, a causa de la pesadumbre que le ocasionaba su crimen. Le disgustaba vivir entre los normandos, vil a los ojos de todos, odioso a muchos. Y Borgoña lo toleraba a duras penas. Ciertamente, si hubiera tenido tanto éxito como obstinación en sus esfuerzos, hubiera privado de la vida y de sus dominios a su hermano Guillermo, Conde de aquella provincia. Consumió más de diez años en sus luchas, persiguiendo en combate a un pariente tan cercano. Pero, ¿por qué he de esforzarme en aducir más testimonios de su infamia?

(10) Los normandos, vencidos, se sometieron a un tiempo a su señor y muchos le dieron rehenes. Después, por orden suya, derribaron rápida y totalmente las fortificaciones construidas durante la rebelión. Los ciudadanos de Rouen tuvieron que rebajar hasta el suelo la insolencia que habían demostrado contra el joven Conde. A partir de aquel momento se regocijaron las iglesias de poder celebrar en paz el misterio divino; exultaba el comerciante, ya que podía ir con seguridad a donde quisiera; se alegraba el campesino de poder trabajar con tranquilidad los campos, sembrarlos y no tener que esconderse ante la aparición de soldados. Todos, de cualquier condición y orden, elevaban al Duque hasta las estrellas con sus alabanzas, deseándole con todos sus votos larga vida y salud.

(11) Tras esto, el pueblo ofreció por su parte al Rey la más tenaz fidelidad, cuando éste le pidió su auxilio contra algunos enemigos suyos, muy poderosos, que pretendían perjudicarlo. El Rey Enrique, en efecto, irritado por las injuriosas palabras de Geoffrey Martel, condujo un ejército contra él, y, valiéndose de un fuerte contingente de tropas, sitió y tomó su campamento, llamado Mouliherne, en la región de Angers.

Veían los franceses lo que la envidia no hubiera querido ver: que el ejército llegado sólo de Normandía era mayor que el real y que todas las tropas que habían conducido o enviado numerosos condes. En Aquitania, mientras yo pasaba mi exilio en Poitiers, se divulgaba la misma fama que nuestros compatriotas atestiguan como propia del Conde de Normandía y que adquirió en aquella expedición. Se decía que sobresalió entre todos por su inteligencia, su habilidad y su poder. El Rey se complacía enormemente en proponerle temas de consulta y someter a su parecer algunos asuntos de la mayor importancia, anteponiéndolo a todos por su lucidez a la hora de dar el mejor consejo. Sólo le reprochaba el que se expusiera demasiado a los peligros y que la mayoría de las veces anduviese buscando el combate, cabalgando a la descubierta con diez hombres o menos. También rogaba a los señores normandos que no se expusieran a entablar un combate, por pequeño que fuera, ante algún municipio; temía, evidentemente, que pereciera por hacer ostentación de su valor, él, en quien tenía el más firme baluarte y el más espléndido ornamento de su reino. Pero aquellas cosas que el Rey tanto le desanconsejaba y censuraba, tales como su inmoderada ostentación de poder, nosotros las atribuimos al ardor y ánimo propios de su edad o a su mismo deber. A veces, el alejarse de este modo para explorar, permite hallar datos que no resultan poco útiles. En ocasiones es posible sorprender a malhechores que se guardan bien de los ejércitos armados, o bien se logra algún otro gran provecho.

(12) He aquí un hecho de quien tiene nuestra disculpa y cuyos admirables inicios en las armas resulta tan agradable recordar con atención. Queriendo casi escapar de sus allegados, se había separado del ejército y había cabalgado durante algún tiempo a la cabeza de trescientos caballeros. Después se había alejado de éstos con sólo cuatro y así andaba errante. De repente le salieron al encuentro quince soberbios caballeros armados del bando enemigo. Inmediatamente se abalanzó al galope, al tiempo que arrojaba su lanza, procurando atravesar al más audaz, al que derribó al suelo con la cadera rota. A los demás los persigue hasta cuatro millas. Entretanto, tres centurias que había dejado atrás y que lo habían seguido para investigar (pues desconfiaban de su temeridad), ven de repente al Conde Thibaud con quinientos caballeros. Se apodera de ellos el más triste temor. Los toman por enemigos y creen que tienen a su señor prisionero en su poder. Así pues, exhortándose mutuamente, se lanzan al ataque, a fin de, si se da el caso, rescatarlo por la fuerza. Pero, cuando reconocen la tropa de camaradas, siguen buscando más allá y encuentran tendido a uno de los quince, al cual inmovilizaba la fractura de su cadera. Tras avanzar un poco desde allí, gozosamente les sale al encuentro su señor, conduciendo a siete caballeros que había capturado.

(13) Desde aquel momento Geoffrey Martel empezó a decir, tal como pensaba, que no había bajo el cielo ningún jinete ni caballero igual al conde normando. Señores de Vasconia y Auvernia le enviaban o le traían caballos, que fueron conocidos por el pueblo con nombres propios. Asimismo, los Reyes de España buscaban captarse su amistad mediante estos dones, entre otros. Y era la suya una amistad digna de ser deseada y cultivada por los mejores y más poderosos. Pues había sobrado motivo en él como para hacerse amar por sus familiares, vecinos, e incluso los que habitaban lejos de él. En efecto, se preocupaba tanto de servir de honra o ayuda a sus amigos como era capaz y procuraba siempre que éstos le debieran el mayor número de favores.

Anteriormente, cuando estaba en la flor de la adolescencia, señoreaba una sola provincia; ahora, a sus cuarenta y cinco años, gobernaba reinos. Conociendo sus actos desde aquella edad (o mejor, desde su niñez) hasta la presente, con toda seguridad afirmarías, y verdaderamente podrías hacerlo, que por su parte jamás fueron violadas las obligaciones propias de las alianzas o la amistad. Pues permanecía firme en la palabra dada y en los tratados, como ejemplificando con su actitud lo que enuncian los filósofos: que el fundamento de la justicia es la fidelidad. Si, por razones gravísimas, se veía obligado a apartarse de la amistad de alguno, prefería dejarla borrarse poco a poco, antes que romperla bruscamente. Esto nos parece conforme con la opinión de los sabios. Con iniquidad se alejó de él el inicuo: el Rey Enrique concibió contra él una profunda enemistad, alterado por la persuasión de pésimos consejeros.

Y como quiera que empezara a injuriar a Normandía de un modo demasiado intolerable, Guillermo, a quien incumbía la defensa de aquel país, se le opuso, aunque sentía un gran respeto por la vieja amistad y por la dignidad regia. En la medida en que lo permitía la gravedad de la situación, procuraba con empeño no enfrentarse con su ejército estando el Rey presente. Y con gran esfuerzo contenía a los normandos, no con sus órdenes, sino casi exclusivamente con sus ruegos, pues ardían en deseos de injuriar el honor del Rey, derrotándolo en combate. Más adelante, a la luz de alguno de sus actos, se comprenderá más claramente con qué magnanimidad despreciaba las espadas de los franceses y de todos los que habían sido convocados contra él por edicto del Rey.

(14) Gracias también a su apoyo y consejo, Eduardo, a la muerte de Harthacnut, ocupó finalmente el solio paterno, honor del cual era digno, tanto por su prudencia y la gran probidad de sus costumbres, como por su antigua cuna. En efecto, los anglos, tras celebrar consejo, acordaron tomar la decisión más práctica para sus intereses y ceder a las justas demandas de los embajadores del pueblo normando, antes que sufrir sus ataques. En respuesta, se apresuraron a designar de antemano a un emisario que condujera un contingente no demasiado grande de caballeros normandos, para evitar el ser acometidos por un ejército mayor, si el conde normando era quien acudía. Pues su valía en la guerra bastante la conocían ya de oídas. Eduardo, por su parte, meditaba, lleno de grato afecto, qué generosa liberalidad, qué singular honor, qué profunda dilección le había demostrado en Normandía el príncipe Guillermo, tanto más unido a él por los beneficios recibidos que por consanguinidad; y más aún: con cuánto afán lo había ayudado a recuperar su reino desde el exilio. Por todo ello, deseando, según la costumbre de los hombres de bien, recompensarlo de la forma más valiosa y grata, decidió declararlo heredero, mediante una donación formal, de la Corona que gracias a él había adquirido. Así pues, con el consenso de sus nobles, le envió mediante Roberto, arzobispo de Kent, que actuaba como mediador de esta delegación, rehenes de una poderosísima familia: al hijo y al nieto del conde Godwin.

(15) Ya se han calmado todos los disturbios internos en nuestro país. En cambio, el enemigo exterior sigue aún activo. Levantaba contra nosotros un brazo con el que se causaría no pequeña herida Geoffrey Martel. ¿Cómo no aseguraron el triunfo a este hombre tan profundamente experto y hábil en la guerra los ejércitos de Anjou, Tours, Burdeos y muchas otras regiones y ciudades que seguían sus enseñas? Pues él había capturado en combate a su señor, el conde de Poitiers y Burdeos y, tras arrojarlo a la más indigna prisión, no le concedió el derecho de regresar a su patria, antes de haberlo forzado a darle una enorme suma de plata y oro, así como extensísimos territorios y un juramento de alianza. En seguida, después de la muerte del Conde, al cuarto día después de su liberación, se casó con la madrastra de éste, dama de elevada nobleza, y acogió así a los hermanos del muerto bajo su tutela, a la vez que reivindicaba sus tesoros, junto con todos sus amplios honores y poderes, como si le correspondieran por su propia autoridad. Lo cierto es que encerrar su poder dentro de las fronteras del condado de Anjou le parecía limitarse a una miserable y vergonzosa estrechez. Considerándose por ello cautivo, su desmesurada ambición lo arrastraba con fuerza a los territorios ajenos. Así pues, una vez dilatados sus dominios con los adquiridos, llevó a cabo muchos hechos insignes, valiéndose no menos de variadas argucias que de su riqueza.

Entre éstos, venció el ingenio,la opulencia y el valor de los turonenses, después de quebrantar la fortaleza del conde Thibaud. Como se apresurase éste a ir en ayuda de su querida ciudad, en cuanto se enteró por ella misma de que se hallaba gimiente y casi a punto de perecer bajo los duros golpes y el asedio de Martel, éste le salió velozmente al encuentro y lo derrotó. Por último, lo aprisionó cargado de cadenas, junto a sus nobles; y no lo soltó mediante un pacto más leve que el que había firmado antes con Guillermo de Poitiers. Desde entonces, fue señor de la ciudad de Tours. Asimismo, vejó a Francia entera rebelándose contra su Rey. En fin, henchido de soberbia por el éxito de sus empresas, invadió y ocupó con gran celo y fuerzas el castillo normando de Alengon. Había hallado a sus habitantes inclinados a su favor. Consideraba un espléndido engrandecimiento de su fama el haber conseguido disminuir el poder del señor de Normandía.

(16) Guillermo, perfectamente capaz de defender los derechos de su padre y su abuelo, y, mejor aún, de extenderlos más lejos, se puso en marcha hacia la región de Anjou con un ejército, con la intención de arrebatar a Geoffrey, en justa revancha, la plaza de Domfront y, después, tomar Alengon. Pero, por culpa de la traición de uno solo de sus caballeros, casi pereció quien no experimentaba ningún temor ante la extensión de la provincia enemiga.

Cuando se aproximaba a Domfront, se separó con cincuenta caballeros que deseaban aumentar su soldada. Pero uno de los principales nobles normandos lo traicionó denunciando la operación a los del castillo, e indicando dónde, o con qué fin acudiría, y de cuán pocos pensaba hacerse acompañar, así como su temperamento, que prefería la muerte a la fuga. Enviados a toda prisa trescientos caballeros y setecientos infantes, los atacan de improviso por la espalda. Pero él, haciéndoles frente con intrepidez, derribó al suelo al primero que, llevado por una enorme audacia, se había lanzado contra él. Los demás, perdido en seguida el ánimo, se refugian en la fortaleza. Su conocimiento del camino les permitió abreviar la distancia. En cuanto a él, no desistió de la persecución hasta que las puertas de la fortificación acogieron a los fugitivos. A uno que había capturado, lo retuvo en su poder.

(17) Más decidido al asedio por estos sucesos, ordena construir alrededor (del castillo enemigo) cuatro puestos fortificados. El emplazamiento de la fortaleza impedía un ataque rápido, ya fuera por la fuerza o por la astucia, ya que lo escarpado de las rocas impedía incluso el avance de la infantería, excepto quienes accedieran a ella por dos caminos angostos y difíciles. Geoffrey había colocado soldados escogidos para ayudar a los castellanos. Sin embargo, los normandos los amenazaban con asaltos muy frecuentes y duros. El mismo Duque, sobre todo, era la primera y más terrible amenaza. A veces, cabalgando día y noche o manteniéndose oculto, vigilaba por si hallaba algunos (enemigos) llevando provisiones, o enviados en embajada, o bien acechando a sus propios forrajeadores. Es más, para que sea posible hacerse una idea de la seguridad con que se movía en territorio enemigo, a veces iba de caza. Aquella región abunda en bosques poblados de fieras. A menudo se deleitaba lanzando halcones y, más a menudo aún, gavilanes. Ni la dificultad del lugar, ni la crueldad del invierno u otra adversidad pudieron hacer desistir del asedio a su firme voluntad.

Los sitiados esperan el auxilio de Martel y lo llaman mediante un mensajero. De ningún modo querían abandonar a su señor, bajo cuya licencia se habían enriquecido con latrocinios; pues por esta causa habían quedado seducidos los habitantes de Alencon. No ignoraban cuán odiado era en Normandía el ladrón o el saqueador, con qué recta costumbre uno y otro eran enviados al suplicio y que ninguno de los dos quedaba fácilmente absuelto. A causa de sus perversidades, temían la misma aplicación de la ley.

(18) Geoffrey condujo en su ayuda una numerosísima tropa de caballería e infantería. Guillermo, cuando lo supo, avanzó a su encuentro, tras confiar la continuación del asedio mediante caballeros escogidos. Envía como exploradores a Roger de Montgomery y a Guillermo, hijo de Osbern, ambos jóvenes y valerosos, que se informan detalladamente también de los muy arrogantes planes del enemigo, a partir de una entrevista con el mismo. A través de ellos, Geoffrey hace saber, por boca de su heraldo, su intención de ir a provocar a la guarnición de Guillermo en Domfront, al amanecer del día siguiente. Señala qué caballo llevará en el combate, así como el escudo, el vestido y las armas. Ellos, a su vez, responden que no es necesario que se fatigue avanzando más allá. Pues al punto acudirá aquel hacia quien se dirige. Por su parte, indican el caballo de su señor, su equipo y sus armas.

Estas nuevas aumentaron no poco el furor de los normandos. Pero, más fogoso que todos, el mismo Duque apremiaba a los que ya se apresuraban. Sin duda el piadosísimo adolescente deseaba acabar con el tirano. Ésta, entre todas las acciones nobles, el senado latino y ateniense la consideraban la más hermosa. Pero, atenazado por un súbito terror, Geoffrey, sin haber visto aún la tropa enemiga, confió su salvación a la huida, con todo su ejército.

(19) Y así se le ofrece al duque normando la ocasión de devastar la opulencia del enemigo, de destruir el nombre de su adversario, causándole una eterna ignominia. Pero sabe que es propio de los prudentes atemperar su propia facultad de venganza. Así pues, le pareció mejor detener su próspero avance.

Desde allí vuelve rápidamente a Alencon y pone fin a una ardua empresa sin apenas combate. Pues la plaza, aunque muy protegida por el mismo lugar, sus recursos y sus defensores, con tan rápido éxito cayó en sus manos, que pudo vanagloriarse con estas palabras: llegué, vi y vencí. En seguida esta noticia sobrecogió a los de Domfront. En consecuencia, desconfiando de ser liberados por otra espada, después de la fuga del famosísimo guerrero Geoffrey Martel, se entregan igualmente en una rapidísima rendición, cuando ven el regreso al asedio del príncipe normando. Dicen los hombres de antigua memoria que ambos castillos fueron fundados por concesión del conde Ricardo, uno cerca del otro, próximos a los límites de Normandía, y que habían estado sometidos tanto a los condes que le sucedieron como a él mismo. Tras su victoria regresó a su patria, a la que magnificaba con su reciente honor y triunfo, al paso que difundía más aún en el exterior el amor y a la vez el temor hacia su persona.

(20) En esta misma época llevó a cabo este príncipe otros hechos dignos de llenar los volúmenes de unos anales y que, como otros muchos realizados por él en otros tiempos, preferimos omitir, no sea que un texto largo fatigue a algún lector o bien porque no conocemos la materia lo suficiente como para escribir sobre ella. Además, la poca habilidad literaria que poseemos, la reservamos para narrar lo más importante de todo. Crear con la imaginación las guerras que luego harán salir de su pluma, les es lícito a los poetas y también magnificar de cualquier modo lo que han conocido vagando por los campos de la ficción. Nosotros alabaremos con rigor a un Duque o a un Rey, en quien nunca hubo nada que no fuera rigurosamente perfecto y sin apartarnos ni un paso de los límites de la verdad.

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