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LA POLÍTICA HACENDARIA DEL NUEVO RÉGIMEN

Alberto Pani

CUARTA PARTE


Como consecuencia de una intriga fraguada por el Secretario de Industria y Comercio don Luis Morones, renuncié al cargo de Secretario de Hacienda y Crédito Público el 17 de septiembre de 1926. La intriga estaba aparentemente dirigida contra uno de mis colaboradores -el Jefe del Departamento de Impuestos Especiales, a quien se acusó de una falta que no había cometido y por la cual el Presidente Calles lo reconvino duramente y le ordenó que me presentara su renuncia- pero era realmente en mi contra, pues el autor de tan perversa intriga seguramente conocía, por haberla yo manifestado en un caso similar con el Presidente Carranza, mi incapacidad para refrendar una injusticia semejante. Así es que deseché la renuncia de mi subordinado y presenté la mía. Aunque fue pronto aclarada la intriga y dió ocasión para que el Presidente me reiterara su confianza, considerando incompatible mi permanencia en el Gabinete con la del referido Secretario de Industria y Comercio, decidí no retirar mi renuncia, pero sí tuve que acceder al requerimiento del Presidente Calles de que fuera aplazada su aceptación, en vista del atraso en que se encontraban, entre otros, los trabajos de formación de los presupuestos para el año siguiente.

Terminado el ejercicio fiscal de 1926 e iniciado el de 1927, sin esperar la contestación de mi renuncia -que no llegó a formularse- me despedí del Presidente y partí a fines de enero para Los Angeles y Nueva York, donde recibí, algunas semanas después, las Cartas que me acreditaban como Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de México en París y me embarqué para Europa.

El Presidente Calles designó, para sustituirme en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, a don Luis Montes de Oca. Este era, entre sus colaboradores inmediatos, el que parecía estar más indicado, por las funciones especiales del cargo que desempeñaba -el de Contralor General de la Nación- para seguir desenvolviendo las actividades de la Secretaría en las tres direcciones marcadas por el programa hacendario implantado: la reforma fiscal, la reorganización bancaria y la conservación de un estado próspero de la Hacienda Pública capaz de asegurar el exacto cumplimiento de todas la obligaciones del Gobierno y la consiguiente restauración del crédito nacional.

Es claro que la tendencia revolucionaria del referido programa le daba un fuerte arraigo. La Secretaría, además, contaba ya con órganos de propulsión del mismo programa, tales como su Departamento Técnico -creado con ese objeto- y las Comisiones Permanentes de las Convenciones Fiscal y Bancaria. Quizás hubiera bastado una tarea similar a aquella con que el primer Secretario de Hacienda del Nuevo Régimen expresó metafóricamente su admiración por el último de la Dictadura, su antecesor inmediato: la de renovar la cuerda al reloj cada veinticuatro horas. Sólo que el Secretario Montes de Oca, muy lejos de admirar a su antecesor -en lo que estaba perfectamente justificado- no se conformó con tan poca cosa. Caracterizó su gestión por actos de trascendencia innegable en los tres sectores del programa, pero, por desgracia, concluyentemente demostrativos de la aserción con que comencé esta Monografía: que enunciada al fin. la política hacendaria del Nuevo Régimen e implantadas las reformas relativas, todavía siguieron manifestándose intentos y verificándose actos de regresión a los principios y prácticas de la época dictatorial.

La gestión del Secretario Montes de Oca cubrió casi la mitad del cuatrienio del Presidente Calles, los catorce meses del Presidente Portes Gil y los dos primeros años del Presidente Ortiz Rubio.

La circunstancia de haberse retardado hasta ahora -febrero de 1941- 1a publicación de esta Monografía, terminada desde septiembre del año pasado, me permite intercalar una pertinente declaración del Lic. don Emilio Portes Gil al referirse a la fQrmación de su Gabinete en las páginas 77 y 78 del libro Quince años de Política Mexicana que acaba de editar.

Dice así:

... Al señor Luis Montes de Oca creí conveniente conservarlo en la Secretaría de Hacienda y Crédito Público porque su labor en ella había sido benéfica para el país y enérgica para evitar los despilfarros a que tan afectos son en México los funcionarios públicos ya que, además, yo no podía, de ninguna manera, en 14 meses, cambiar el programa financiero, sin duda defectuoso, que se venía desarrollando desde hacía cuatro años.

Aunque esto contradice lo declarado -página 70 del mismo libro- en el discurso que pronunció en la ceremonia inaugural de su Gobierno (1), para justificar ahora la conservación en el grupo de sus inmediatos colaboradores, del último Secretario de Hacienda del Presidente Calles, anatematiza el despilfarro y califica de defectuoso el programa que implanté en 1924, esto es, durante el ejercicio que se singularizó, precisamente, por estos dos hechos:

Primero, el de haber suprimido los desenfrenados derroches instituídos por mi antecesor e introducido economías que, llegando hasta la reducción de más de cien millones de pesos respecto de los egresos autorizados y ejercidos en 1923, transformaron el déficit en superávit y,
Segundo, el de haber opuesto a la inercia de la Dictadura la política hacendaria que me he atrevido a denominar del Nuevo Régimen porque, contrariamente a la de aquélla, está orientada hacia la repartición equitativa de las cargas fiscales y la redención económica del proletariado.

Si, a pesar de su trascendencia presupuestal y revolucionaria, pasaron desapercibidos para el Lic. Portes Gil los hechos que he apuntado, probablemente los ignoraba todavía al escalar, en 1928, la Presidencia de la República. Mejor aún -tal como lo expresa claramente la declaración que he trascrito-confesada su incapacidad para imprimir la orientación adecuada durante su corto mandato, se sintió más partidario de la política hacendaria de la Dictadura, agravada en 1923 por el despilfarro sistemático del Secretario De la Huerta, que de la diametralmente opuesta del Nuevo Régimen, iniciada en 1924 y que -según el ex Presidente Portes Gil- venía desarrollando un programa financiero a todas luces defectuoso. Resultan, en este caso, inexplicable su santo pavor por el despilfarro y perfectamente lógica la designación del señor Montes de Oca, estimulándolo, con ella, a prolongar y desenvolver su tendencia regresiva hasta hacerla culminar, bajo el Presidente Ortiz Rubio, en el desastre deflacionista de la Reforma Monetaria de 1931.

Pero no adelantemos los acontecimientos.

En relación con la reforma fiscal, no escasearon los actos encaminados, al parecer, a impedir su avance y aun a imponerle graves retrocesos reaccionarios. Voy a mencionar los más salientes.

El Secretario Montes de Oca se desentendió absolutamente de los votos, no realizados aún o en vías de realizarse, de la Convención Fiscal. Basta recordar dos de ellos, seguramente los más trascendentales. El primero se refería a la celebración, en 1929, de la Segunda Convención Nacional Fiscal. Ni en ese año, ni en ninguno de los cinco que duró la gestión del citado Secretario, llegó a tener verificativo la tal Convención.

El desentendimiento del segundo de dichos votos -el de delimitar técnica y constitucionalmente las jurisdicciones impositivas entre la Federación, los Estados y los Municipios- es todavía menos explicable, tanto por ser obvias las grandes ventajas económicas y fiscales de esa delimitación, como porque la correspondiente Iniciativa de Reformas y Adiciones Constitucionales estaba ya estudiada, formulada y enviada al Congreso, para sus efectos, desde fines de 1926. Sin embargo, se la dejó dormir tranquilamente, en la Secretaría de la Cámara de Diputados, durante todo el referido quinquenio.

El menosprecio de los votos de la Convención tales como los acabados de recordar equivalió a oponer un dique, según he dicho, al avance de la reforma fiscal. Pero hubo algo peor: la contribución extraordinaria del 1 % con que en 1931 fueron gravados los ingresos brutos producidos en el curso del año anterior por el ejercicio -aparte de otras actividades- del comercio, de la industria y de la agricultura y por la inversión de capitales. Esta gabela, retroactiva, ruinosa, cuyo solo enunciado pecaba contra la justicia, la técnica y el sentido común y que no tuvo más fin que el de proveer de fondos a la Tesorería, puede ser llamada, con mayor propiedad, expoliación o atraco. Naturalmente repercutió, estorbando su expansión y abatiéndolo, en el producto del impuesto sobre la renta que, como se sabe, era el núcleo de formación del nuevo sistema fiscal. No solamente atajó la reforma, sino que la hizo retroceder. Resultó, pues, del más subido color reaccionano.

En cuanto al segundo sector del programa hacendario, la tendencia regresiva del Secretario Montes de Oca se manifestó tanto en la parte, ya realizada, de la reforma bancaria, como en el hecho de no haber sido creada ninguna otra institución de acción bancaria social. El Banco de México continuó desentendiéndose cada vez más, durante el lapso quinquenal de que se trata, de su carácter social y sus consiguientes funciones esenciales -las relativas a la moneda, al crédito y a los Bancos asociados- para dedicarse casi exclusivamente a sus funciones subsidiarias de lucro como Banco de Depósito y Descuento y con la circunstancia agravante de haber violado, en favor de determinados intereses particulares, las limitaciones y normas de seguridad impuestas por su propia Ley Constitutiva.

Muy lejos, en efecto, de haber atraído a los Bancos privados con los que estaba legalmente asociado, para agruparlos a su derredor y vigorizar el sistema bancario en provecho de la economía nacional -realización genuina de la política hacendaria del Nuevo Régimen- el Banco de México desorganizó dicho sistema, convirtiéndose en un desleal y ventajoso competidor de los Bancos privados, al amparo de los privilegios de que gozaba y de las extralimitaciones ilegales que la Secretaría de Hacienda toleraba, autorizaba o imponía. Sin siquiera resultar lucrativa, para dicho Banco, tan desigual competencia, porque las operaciones de favor congelaron su cartera, fueron infinitamente más lamentables el hecho mismo de haberse producido un retroceso reaccionario y las consecuencias -que serán expuestas posteriormente- de este retroceso en el terreno monetario y, por lo tanto, en todos los órdenes de la economía.

Con referencia al tercer sector del programa hacendario -el relacionado con la Deuda Pública- es claro que la restauración del crédito del Gobierno mediante el exacto cumplimiento de todas sus obligaciones internas y externas, dependía de que el costo del servicio de amortización e intereses de tales obligaciones no llegara a romper deficitariamente el equilibrio presupuestal. La Enmienda pani-Lamont, con este fin, no sólo redujo considerablemente el volumen de obligaciones que el Convenio Lamont-De la Huerta había indebidamente reconocido, sino que, además, con la redención, a precios menores que su valor nominal, de los bonos de la Caja de Préstamos -que, como todos los de la Deuda Exterior, corrían muy depreciados en el mercado de New York- señaló la posibilidad de nuevas reducciones importantes en los montos, tanto de dicha Deuda, como de los vencimientos posteriores al Convenio.

Debido a las reducciones logradas por dicha Enmienda y al próspero estado fiscal heredado de 1926, fue todavía posible satiSfacer el servicio de la Deuda Exterior el año de 1927, primero de la gestión hacendaria del Secretario Montes de Oca y último del quinquenio de transición establecido por el Convenio Lamont-De la Huerta para proseguir los pagos de las obligaciones en él comprendidas de acuerdo con sus contratos originales.

El año de 1928, extinto el período de transición y reaparecido el desequilibrio presupuestal, no pudo ya ser cubierto el importe del servicio de la Deuda Exterior en las condiciones contractuales primitivas y recargado con el de la parte correspondiente de los vencimientos, pospuestos, de 1924 y 1925. Igual cosa sucedió en 1929. El siguiente año, aunque continuó acentuándose el estado deficitario de la Hacienda Pública, por causa, entre otras, de las naturales repercusiones de la crisis económica mundial y a pesar de no existir -contrariamente a lo que había pasado con el Convenio Lamont-De la Huerta- una necesidad de política internacional que obligara a ello, el Secretario Montes de Oca negoció con Mr. Thomas W. Lamont otro Convenio -que firmó en New York el 25 de julio de 1930- para la reanudación del servicio de la Deuda Exterior.

Ese año pasé en México una temporada de varios meses y como mis relaciones con el señor Montes de Oca eran cordiales, conversé frecuentemente con él antes y después de su viaje a New York, pero se mantuvo siempre reservado en cuanto a sus intenciones y sus actos relativos a la negociación del Convenio. Aprovechando un incidente que provoqué en nuestra última entrevista -la víspera de mi salida de México- intenté exponerle mis opiniones a ese respecto, comenzando con la de inoportunidad, ante la gravísima crisis económica que estaba asolando a México y al mundo entero. Como mi interlocutor me cortó casi la palabra replicándome que el Comité Internacional de Banqueros estaba perdiendo prestigio y corría el riesgo de desbandarse por culpa de nuestra demora en reanudar los pagos, me pareció que tan ingenuo argumento sólo podía esgrimirse con el propósito de hacerme comprender su voluntad de no escucharme y cambié prudentemente el tema de la conversación. A los dos días de mi salida de México, el Convenio Montes de Oca-Lamont fue aprobado en Consejo de Ministros y ratificado por el Presidente Ortiz Rubio, quien, además, felicitó al Secretario de Hacienda por tan satisfactoria solución de un problema de tamaña trascendencia. Al pasar por New York, el señor Lamont me facilitó de modo confidencial -puesto que no había sido aún publicado por el Gobiernoun ejemplar del Convenio, que leí y glosé a bordo del trasatlántico Bremen durante mi travesía hacia Cherburgo.

Tan pronto como llegué a París -el 25 de agosto- remití al Gobierno el Memorándum en que condensé las observaciones que me sugirió esa lectura, para que -siendo contrarias al parecer oficial- fueran al menos conocidas antes de pedir al Congreso que ratificara lo que el Secretario de Hacienda había pactado con los acreedores extranjeros.

El Convenio Montes de Oca-Lamont, como el Lamont-De la Huerta, establecía un quinquenio inicial de transición durante el cual irían aumentando gradualmente los desembolsos del Gobierno; pero se diferenciaban característicamente entre sí en que el primero no se limitó a pactar el régimen del período de transición, sino que se extendió hasta el reajuste integral de la Deuda, mediante un contrato suplementario de empréstito -United Mexican. States Refunding Gold Loan of 1930- formando parte del mismo Convenio, para canjear los bonos circulantes, de múltiples emisiones, por dos series únicas con iguales tipo de interés y plazo de amortización.

Eran notorias dos ventajas sobre el Convenio Lamont-De la Huerta. Primera: la de fijar la escala creciente de pagos durante el quinquenio inicial, desde $25.000,000.00 en 1931 hasta $29.000,000.00 en 1935, con aumento de $1.000,000.00 cada uno de los años intermedios, mientras que -según se recordará- la escala pactada para el lapso 1923-1927 estaba comprendida, antes de la Enmienda Pani-Lamont, entre $30.000,000.00 y $50.000,000.00, con aumentos anuales de $5.000,000.00. Segunda: la de reducir a $30.000,000.00 las anualidades posteriores al quinquenio inicial, por la unificación de todos los tipos de interés en el único del 5% anual y la ampliación, hasta 1975, de todos los plazos de amortización estipulados en los contratos originales.

Reconocí paladinamente las dos ventajas anteriores, así como el acierto de crear un fondo de $23.510,000.00 -incIuído en las anualidades del primer quinquenio- para redimir, a precios inferiores al valor nominal, los tres grupos de títulos derivados del Convenio Lamont-De la Huerta por intereses atrasados insolutos. A estas cualidades -quizás exageradamente presentadas- se debió, sin duda, tanto que el Convenio Montes de Oca-Lamont recibiera la inmediata aprobación congratulatoria del Presidente de la República, como que, sin parar mientes en las serias y justificadas objeciones de mi Memorándum del 25 de agosto, el Ejecutivo persistiera en hacerlo ratificar por el Congreso y la prensa de México en dedicarle constantes comentarios calurosamente elogiosos. Como, por mi parte, cada día estaba más convencido de que la ejecución del Convenio ocasionaría al país, innecesariamente, sacrificios demasiado onerosos y, por añadidura, ineficaces para la restauración del crédito del Gobierno, me creí también en el deber de insistir en mi oposición y, durante casi un año, seguí escribiendo al Presidente cartas complementarias del Memorándum siempre que surgían incidentes que pudieran motivarlas.

No voy a vaciar aquí el contenido del voluminoso cartapacio de mis comunicaciones al Jefe del Poder Ejecutivo en relación con el Convenio Montes de Oca-Lamont. Me conformaré con resumir, lo más que sea posible, mis objeciones cardinales.

No pude menos que poner en su justa magnitud la realización principal del Convenio: la que fue más encomiada por los periódicos de México, presentándola como una condonación de la casi totalidad de los intereses atrasados y que resultó de haber seguido -por desgracia, solamente para una parte de la Deuda -el camino trazado por la Enmienda Pani-Lamont para la redención de los bonos depreciados. Como -según se decía- el valor de los tres grupos de títulos que amparaban esos intereses llegaba a $ 422.215,888.00 y quedaría cancelado con una entrega de 23.510,000.00, la diferencia, o sea $ 398.705,888.00 representaba el monto de la condonación lograda, de los acreedores extranjeros, por el negociador mexicano.

Para despojar esta aserción de su ropaje ditirámbico y descubrir la verdad financiera, hubo que determinar el valor real de las obligaciones por redimir. Se trataba, en efecto, de los títulos más depreciados de la Deuda Exterior. Sus cotizaciones, no de compra, sino de venta y posteriores a la celebración del Convenio -por ejemplo, las del 20 de agosto de 1930- fueron, respectivamente para los tres grupos de títulos, de 3/4 %, 2 % y 4 % de sus valores nominales. Ahora bien, como estos valores eran de $93.73l,452.00, $128.446,892.00 y $200.037,544.00, sus valores reales se reducían:

Para el primer grupo, a ... $ 692,975.89
Para el segundo grupo, a... $2,568,937.84, y;
Para el tercer grupo, a ... $8,001,501.76
Cantidades cuyo total de ... $11,263,415.49, expresaba el precio que se pedía, en el mercado libre de New York, por los títulos que serían redimidos, de acuerdo con el Convenio Montes de Oca-Lamont, dentro del quinquenio inicial y mediante la entrega de $23.510,000.00, cantidad que superaba al doble del referido precio, esto es, el de venta a que los títulos eran ofrecidos por sus propios tenedores, todavía un mes después de firmado el Convenio.

El examen, con el fin de determinar su magnitud financiera real, de la segunda ventaja reconocida al Convenio Montes de Oca-Lamont sobre el Lamont-De la Huerta -la reducción de las anualidades posteriores al quinquenio inicial- puso al descubierto el principal defecto del Convenio.

No hay que tomar, en efecto, como medida de tal ventaja, la escueta diferencia aritmética entre las sumas de dinero que costaría el servicio de la Deuda Exterior, según los contratos que la crearon y el Convenio que la reajustó extendiendo considerablemente sus plazos de amortización. Como fue reconocido el valor nominal de los bonos y éstos circulaban en el mercado con cotizaciones ridículamente bajas, habría también que calcular su valor comercial. Adoptando, como en el caso anterior, los precios de venta más altos durante el mes siguiente a la firma del Convenio, resulta la cantidad de $77.745,374.00 como estimación máxima del valor real de todos los bonos representativos de la Deuda Exterior reajustada.

Para canjear estos bonos, el Convenio Montes de Oca-Lamont pactó una nueva emisión, en dos series, por valor de $534.986,500.00 y redimible mediante las ministraciones estipuladas por el quinquenio inicial -excluyendo las destinadas a la redención de los intereses atrasados- y las posteriores de $30.000,000.00 anuales. Dato curioso e ilustrativo: el monto de estas ministraciones, al cabo de 45 años del lapso de amortización, alcanzaría la enorme suma de $1,311.490,000.00.

Por vía, también, de curiosidad ilustrativa del defecto que quiero señalar, consigno el hecho de que, con las solas ministraciones correspondientes a los tres y medio primeros años del quinquenio de transición, habría bastado para cubrir el importe, a los precios demandados por los más ambiciosos de sus tenedores, tanto de los bonos como de los intereses atrasados. El Convenio Montes de Oca-Lamont ponía, pues, al Gobierno en el caso de saldar su adeudo y quedar todavía obligado a satisfacer las ministraciones del año y medio restante del quinquenio inicial y las cuarenta anualidades de $30.000,000.00 cada una. Aquí aparece otro de los reparos que me permití oponer: el de que todos los pagos estaban convenidos en moneda americana, siendo que la sola ejecución del Convenio podría perturbar el tipo de cambio desfavorablemente al peso e inflar las referidas ministraciones. Estas, en efecto, si el Convenio hubiere sido ratificado, habrían subido hasta $90.000,000.00 y actualmente serían de $75.000,000.00 anuales.

Es claro que, desparramados como estaban los títulos de la Deuda Exterior entre muchos especuladores de diversos países, no era posible adquirirlos todos en una sola operación y que, además, los precios de compra de los mismos títulos tendrían que subir en el curso de las operaciones sucesivas que requiriera su total acaparamiento. De todos modos, si el Gobierno se encontraba en la posibilidad de extraer de sus arcas y exportar las fuertes cantidades de dinero a que lo comprometía el Convenio Montes de Oca-Lamont y si, por otro lado, se podía posponer la concertación del mismo Convenio, era seguramente preferible aplicar dichas cantidades -discretamente, para no provocar injustificadas alzas especulativas- a la compra directa del mayor número posible de bonos depreciados, para cancelar, en condiciones de extrema baratura, las obligaciones que más inflaban el pasivo del Gobierno y cuyos titulares sin duda habrían preferido las efectivas utilidades de su venta a las fantásticas promesas de un Gobierno desacreditado.

El Secretario Montes de Oca quiso curarse en salud, al informar sobre el Convenio, declarando textualmente:

Comprar nuestros propios títulos en el mercado, sin estar al corriente en el servicio de amortización e intereses, equivaldría a ejecutar un acto censurable, ya que con la simple suspensión del servicio es suficiente para hacer bajar de modo inmediato la cotización de los títulos en la Bolsa.

El autor de semejante declaración olvidó, probablemente, el hecho de haber sido él quien inició, refrendó y puso en vigor el Decreto que suspendió la amortización legal de los bonos agrarios -intensificando de ese modo su depreciación- para comprarlos ostensiblemente en el mercado. Esto -depreciar un adeudo para saldarlo- sí es altamente inmoral y censurable. Pero en el caso a que antes aludía no se trataba, en manera alguna, de abatir ex profeso la cotización de los bonos de la Deuda Exterior con el fin de eludir una parte de su pago. Suspendido el servicio, sin esa intención, desde hacía dieciséis años, los bonos depreciados se escaparon de las manos de quienes los habían suscrito, ocasionándoles las consiguientes pérdidas, ya irreparables, para ser el objeto de sucesivas especulaciones a precios fluctuantes envilecidos. Dos veces, en fechas recientes, habían sido reanudados los pagos de acuerdo, primero, con el Convenio Lamont-De la Huerta y, después, con la Enmienda Pani-Lamont sin haber logrado más que infinitesimales mejorías en las cotizaciones de los bonos. Igual cosa sucedió con la firma del Convenio Montes de Oca-Lamont, a pesar de haber intentado el reajuste integral de las obligaciones de la Deuda a su valor nominal. El hecho de que los bonos que los representaban hayan seguido siendo ofrecidos en el mercado libre a precios tan imperceptiblemente mejorados, era el más seguro indicio de que sus tenedores los habían adquirido a precios todavía menores y, por lo tanto, de que no se encontraban ya en poder de quienes los habían suscrito. Pero aun bajo la hipótesis de que algunos de los suscriptores originales de la Deuda o los herederos de éstos hubieran mantenido sus bonos, durante los dieciséis años corridos, fuera del campo de la especulación bursátil, las compras del Gobierno no habrían alterado su actitud y sí producido estos efectos: al rescatar -a precios gradualmente crecientes, es cierto, pero siempre muy bajos-las gruesas sumas de bonos de mera especulación ocasional, eliminándolos del mercado con ganancias razonables y hasta halagüeñas para sus tenedores y muy grandes para México, las alzas sucesivas en las cotizaciones de los bonos, tanto más cercanas a la paridad cuanto más avanzara la depuración del mercado, resultarían benéficas no sólo para los suscriptores directos de la Deuda o sus herederos que continuaran poseyendo bonos, sino también para el país, cuya carga habían disminuído y cuyo crédito, expresado por el nivel de dichas cotizaciones, se rehabilitaba. Era entonces cuando procedería, moral y financieramente hablando, proponer a los legítimos acreedores del Gobierno -no a los bastardos especuladores de última hora- un Convenio de reanudación del servicio de la Deuda Exterior reconociendo el valor nominal de los bonos.

Pero sin la previa depuración que he indicado, ni el correspondiente corte en el pasivo del Gobierno y, para colmo, pactando los pagos en moneda americana, el Convenio Montes de Oca-Lamont no haría más que obstaculizar la rehabilitación del crédito del país con compromisos de cumplimiento imposible y, de paso, sacrificar al pueblo mexicano para sólo favorecer, con indebidas ganancias fabulosas, a unos cuantos especuladores extranjeros.

Pero si tanto chocaba al Secretario de Hacienda comprar los bonos depreciados en el mercado libre y tanto le urgía celebrar un Convenio con el Comité Internacional de Banqueros para reanudar el servicio de la Deuda Exterior antes de definir y regularizar el de la Deuda Interior, es evidente que debió haberse empeñado -con sobra de fundamentos teóricos y prácticos de índoles moral y financiera- en extender a los bonos representativos del capital de la Deuda el tratamiento señalado por la Enmienda Pani-Lamont y que aplicó, exclusivamente, a los intereses insolutos que, por lo demás, estaban ya capitalizados y eran también, por lo tanto, capital: la redención de dichos bonos a valores comprendidos entre los nominales y los comerciales, dejando todavía a sus tenedores un suficiente margen adicional de provecho. Suponiendo, por ejemplo, que se hubiera limitado a la tercera parte el valor reconocido por el Convenio para los bonos, la cantidad resultante sería aún casi dos veces y media mayor que el valor comercial de los mismos, esto es, el precio a que estaban siendo ofrecidos en venta por sus tenedores. En otras palabras: la ocasión brindada a dichos tenedores de mejorar sus precios en una proporción nada despreciable de dos veces y media, reduciría a la tercera parte el monto de la Deuda Exterior y los pagos que requiriera su servicio, considerando idénticas condiciones de redención a las estipuladas en el Convenio Montes de Oca-Lamont, habrían descendido de $30.000,000.00 anuales a sólo $10.000,000.00.

Independientemente de los graves defectos de que adolecía el Convenio Montes de Oca-Lamont y aun suponiéndolo purgado de ellos, era manifiesta la inoportunidad de su concertación. Aunque ésta era aplazable, ya que no obedecía -al revés de la del Convenio Lamont-De la Huerta -a ninguna necesidad apremiante de carácter internacional, se realizaba, precisamente, al encontrarse el país bajo el azote de una tremenda crisis económica y la Hacienda PÚblica en alarmante estado deficitario. Su ejecución obligaría a extraer de las arcas del Gobierno fuertes sumas de dinero condenadas fatalmente a emigrar. Aventuré en mi correspondencia con el Presidente los pronósticos del caso sobre posibles perturbaciones monetarias y empeoramiento de las situaciones económica y presupuestal, que no solamente impidieran el cumplimiento de todas las otras obligaciones del Gobierno, sino que también ocasionaran una nueva suspensión próxima de los pagos reanudados por el Convenio, resultando éste ineficaz, a la postre, aun como simple factor de recuperación del crédito.

Por desgracia para el país y por fortuna para mi propósito de que no se añadieran a esa desgracia los males de la ratificación del Convenio, mis pronósticos se realizaban. El solo anuncio del anticipo de $10.000,000.00 que exigió el señor Lamont y que el Secretario Montes de Oca accedió a que fuera satisfecho antes de ser ratificado el Convenio, perturbó el cambio. Estas perturbaciones aumentaron, primero, al hacer efectivo el anticipo y, después, a cada nuevo indicio de pronta ratificación del Convenio.

Las gráficas de las fluctuaciones del valor de la moneda -me escribió de México, a principios de 1931, el Tesorero General de la Nación, Ing. don Lorenzo Hernández- parecen las de un sismógrafo cuando registra un temblor del sexto grado, como el que hace poco nos sacudió en esta ciudad ...

Aun los escritores y políticos que más se habían deshecho en alabanzas para el Convenio acabaron por estar acordes en calificarlo de inoportuno. Una de las diputaciones más importantes -la del Estado de Chihuahua- llegó hasta formular un Proyecto de Ley que creaba una moratoria de diez años para el pago de la Deuda Exterior.

Pero lo más elocuente, en el sentido de mis presagios, era el contraste entre las manifestaciones de risueño optimismo del propio Gobierno en cuanto a su capacidad de pago y la situación económica del país cuando fue negociado el Convenio Montes de Oca-Lamont y el trágico pesimismo, apenas seis meses después, de las declaraciones motivadas por los reportazgos periodísticos sobre un proyectado corte presupuestal de cuarenta a cincuenta millones de pesos y en las que la Secretaría de Hacienda confesaba que las cifras iniciales de la recaudación de ingresos en el presmte año, así como las referentes a los últimos meses de 1930, acusan descensos en varios renglones de las rentas públicas, que posiblemente sean más sensibles en el curso de este ejercicio como consecuencia de la situación económica por que atraviesa el país, derivada de la crisis exterior y de la de carácter interno. El Sr. Presidente de la República -agregaban las mismas declaraciones- en previsión de que se acentúe la disminución de los ingresos y que ello origine una situación difícil al Erario que obligara a recursos extremos, ha resuelto la revisión minuciosa del presupuesto ...

Por otro lado, The Financial Times de Londres, en su número del 30 de enero de 1931, insertaba un telegrama de New York que ponía en boca de Mr. Lamont estas palabras:

Desde que fue firmado el Convenio, el valor del peso-plata ha bajado hasta el punto de que el Gobierno de México -cuyos principales ingresos son percibidos en esa moneda- se declara incapacitado, dentro de los límites de sus recursos presupuestales, para proveer las sumas en oro a que lo obliga el Convenio de julio.

¿Podía haberse producido una requisitoria más enérgica contra los pecados de inoportunidad del Convenio Montes de Oca-Lamont y del persistente empeño en hacerlo ratificar por el Congreso?


NOTAS

(1) El Gral. Calles -dijo el Lic. Portes Gil en aquella ocasión- hizo bastante con marcar el sendero de la depuración administrativa al introducir su severo plan de economías, que le permitió cristalizar constructivamente el programa de la revolución, con obras económicas tan perdurables como el Banco de México y con obras materiales de un sentido humano tan alto como los caminos, escuelas e irrigación. Sólo quedó fuera de la enumeración anterior, para completar el programa hacendario implantado en 1924 y proseguido bajo el Presidente Calles, la Reforma Fiscal, o sea, la sustitución de la tendencia dictatorial a agobiar fiscalmente al pobre y favorecer al rico, por la de repartición equitativa de los impuestos, ¿es entonces este cambio lo que desagradó al Lic. Portes Gil?

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