Índice de La política hacendaria del nuevo régimen de Alberto J. PaniCUARTA PARTESEXTA PARTEBiblioteca Virtual Antorcha

LA POLÍTICA HACENDARIA DEL NUEVO RÉGIMEN

Alberto Pani

QUINTA PARTE


Es cierto que feneció, con el año de 1930, el período ordinario de sesiones del Congreso sin que el Convenio hubiere sido ratificado. Pero esto no quería decir que el Gobierno, reconociendo al fin el error original de su política financiera, tomara la sensata resolución de rectificada. Muy al contrario: persistía en ella y, ante su confesada incapacidad para cumplir las obligaciones estipuladas en el Convenio Montes de Oca-Lamont, recurría a un paliativo ineficaz: el de negociar una Enmienda al mismo Convenio, que fue firmada el 18 de enero de 1931. Por virtud de ella, las sumas en dólares que el Gobierno y la Compañía de los Ferrocarriles Nacionales de México, S. A., deberían pagar al Comité Internacional de Banqueros durante los años de 1931 y 1932 Y que montaban a un total de Dls. 36.750,000.00, serían enteradas provisionalmente en moneda de plata del cuño corriente mexicano al tipo de cambio registrado el 25 de julio de 1930- fecha de la firma del Convenio- y depositadas, a favor del Comité, en el Banco Nacional de México. En el curso de los dos años referidos y en la medida que la situación del cambio permitiera convertir dicho depósito-plata en dólares, al tipo antes indicado, se haría su traspaso a New York. El Gobierno, de todos modos, garantizaría el envío de la suma total de sus obligaciones, en oro americano, al terminar el año de 1932.

La declaración que, en relación con la Enmienda, publicó la Secretaría de Hacienda, concluía así:

El Gobierno de México considera que por este medio, aparte de otras ventajas, se contribuirá a estabilizar la moneda y los cambios del país.

Fuera del simple aplazamiento convenido para el pago de la diferencia por la conversión, al tipo de cambio del 31 de diciembre de 1932, de las cantidades no remitidas a New York antes de esa fecha, sin duda se exageraba el valor de la Enmienda como factor de estabilización monetaria y era difícil percibir las otras ventajas aludidas en la declaración oficial. El peso-plata, en efecto, debido al desnivel entre sus valores nominal e intrínseco, era proPiamente ulla moneda fiduciaria y la tendencia de su cotización hacia el segundo de dichos valores, esto es, su depreciación como instrumento de cambio, era el mejor índice de la desconfianza del público en el Gobierno. Por otra parte, la Enmienda no reducía el monto de las anualidades, ni evitaba las consecuencias, casi catastróficas, de la emigración de tan fuertes sumas de dinero que el Convenio Montes de Oca-Lamont imponía en plena crisis económica, puesto que, de cualquier modo, sustraería ese dinero de toda actividad reproductiva en el interior del país. Sin corregir, pues, las más trascendentales de las equivocaciones, la Enmienda era una muestra de la obcecación del Gobierno por sacar avante el Convenio y, por lo tanto, un motivo adicional de desconfianza.

La obcecación gubernamental -para mí inconcebible, ante el hecho oficialmente reconocido de que la situación económica venía presentando, desde la firma del Convenio Montes de Oca-Lamont, síntomas cada día más alarmantes- fue explicada por el mismo Secretario de Hacienda en un banquete verificado el 24 de marzo de 1931 y al que concurrieron varios de sus colegas en el Gabinete Presidencial y un grupo de diputados y senadores. El distinguido funcionario pronunció un brindis en el que, según la versión taquigráfica reproducida al siguiente día por El Nacional Revolucionario, hizo la estupenda declaración de que la época más amenazante de una grave crisis mundial -sin precedente en la historia y con efectos sobre nuestra economía que se sumaban, después de intensificados, a los de la crisis interna de México- era la más propicia para reanudar el servicio de la Deuda Exterior mediante un Convenio que obligaba a exportar grandes sumas de dinero y que, antes de su ratificación congresional, ya había tenido que sufrir una enmienda por imposibilidad de cumplirlo. Y para completar la curiosa doctrina que inspiraba la política relativa del Gobierno, hizo también esta otra declaración, no menos despampanante:

Ahora el Gobierno plantea un nuevo problema: la rehabilitación del crédito exterior y posteriormente, en consecuencia, la del crédito interior.

Pugnaba, pues, por un orden de sucesión inversa a la aconsejada por la más elemental técnica financiera y profesaba, además, la falsa creencia de que podía reconquistarse fragmentariamente algo que, por su naturaleza, era único e indivisible: el crédito.

Mis comunicaciones al Presidente de la República acerca de la pactada reanudación del servicio de la Deuda Exterior me eran invariablemente contestadas acusándome recibo y agradeciendo mi cooperación. Como parecían no tener efecto alguno en el criterio y la conducta del Gobierno, había decidido suspendedas por inútiles. Sin embargo, en la carta que contestaba la mía del 11 de febrero de 1931, el Presidente me hizo saber que había trasladado mi Memorándum del 25 de agosto del año anterior, así como mis cartas complementarias, al conocimiento del Secretario de Hacienda para que, al estudiar el caso, les diera una atención preferente entre todas las sugestiones que al respecto se habían formulado. La cortesía de asignar un valor preferencial a mi correspondencia me obligó a continuarla. Escribí dos cartas más.

Una de ellas, fechada el 30 de abril, tuvo por objeto reforzar mis conclusiones sobre el Convenio Montes de Oca-Lamont mostrando el raro y desconsolador contraste de la política financiera de México con la de Francia y, en general, con la de los otros países del mundo civilizado, ante una crisis económica de crecientes intensidad y fuerza expansiva. Ilustré estas características de la crisis con setenta y cinco gráficas que representaban: cuarenta, las fluctuaciones, en el mercado de París, de otros tantos valores cardinales o directores, llamados así porque, debido a su naturaleza y la cuantía de los intereses que totalizaban, eran sintomáticos del estado económico general de los países de origen; catorce, las de valores similares en los mercados de New York, Londres, Berlín y Bruselas; dieciséis, las de los precios de materias primas en los mercados de París, Londres, Chicago y Buenos Aires; dos, las del cambio, en París, de la libra esterlina y la peseta; dos, las de los índices, en la misma plaza, de los precios de mayoreo y menudeo y una, por último, las de un valor mexicano. A estas impresionantes gráficas -todas de desastroso curso descendente- agregué dos de marcado sentido opuesto que registraban los acaparamientos de oro hechos, durante el año, por el Banco de Francia. El examen especial de la curva representativa de las fluctuaciones del bono mexicano corroboró concluyentemente mi juicio sobre la política del Gobierno en relación con la Deuda Pública.

Pero ni la acumulación de datos y de argumentos, ni la forma gráfica de expresión, ni los pronósticos realizados, ni los sufrimientos mismos, hacían la menor mella en la obcecación del Gobierno, engendrada y mantenida por la estrafalaria doctrina del Secretario Montes de Oca. Quemé, sin embargo, el último cartucho con mi carta al Presidente fechada el 15 de mayo de 1931 y relativa a la Convocatoria del Ejecutivo al período extraordinario de sesiones del Congreso de la Unión -publicada en El Universal del 18 de abril- con objeto de discutir y en su caso aprobar, entre otras, dos iniciativas que resultaban de todo punto antitéticas e incompatibles: por un lado, la relativa al Convenio celebrado con el Comité Internacional de Banqueros y el arreglo suplementario del mismo para reanudar el servicio de la Deuda Exterior y, por otro lado, la referente a las medidas necesarias para contrarrestar la considerable disminución de los ingresos.

Sólo comulgando con las ideas sustentadas por el Secretario Montes de Oca en su memorable brindis del 18 de marzo, se podía cometer el dislate de pedir simultáneamente la autorización para hacer las cuantiosas erogaciones que demandaba el servicio de la Deuda Exterior según el Convenio Montes de Oca-Lamont y para contrarrestar la considerable disminución de los ingresos -producto de una crisis que estaba todavía en su período de culminación- mediante cortes en el presupuesto de egresos, es decir, sacrificando los servicios y los empleados públicos.

Además, para que no quedara duda alguna en cuanto a la identidad ideológica entre la Convocatoria del Ejecutivo y la doctrina Montes de Oca, la Exposición de Motivos de aquella declaraba, relativamente a la primera de las mencionadas iniciativas:

Una vez realizada la reforma agraria y aprobada la Ley del Trabajo, será posible intentar la realización de un punto más del programa de reconstrucción económica que el Gobierno persigue: el de restablecer el crédito de la República, adoptando las medidas necesarias para que México inicie el cumplimiento de las obligaciones que tiene contraídas con los extranjeros ...

Se reincidía, pues, en la misma equivocación de creer en la reconquista fragmentaria del crédito. Así como un individuo o una empresa privada no puede conservar su crédito en determinado Banco o entre un grupo de acreedores mientras esté incapacitado y de hecho no pague puntualmente todas sus obligaciones, es imposible, para cualquier Gobierno, que restaure y mantenga su crédito en el extranjero, sufriendo la bancarrota en casa o viceversa y, menos aún, que la preferencia dada a los acreedores extranjeros sobre los nacionales pudiera influir favorablemente en la solución de la bancarrota y el restablecimiento del crédito de la República.

El Convenio Montes de Oca-Lamont -repito- imponía al Gobierno y a la Compañía de los Ferrocarriles Nacionales de México, S. A., los sacrificios de fuertes desembolsos que de ninguna manera serían reincorporados a la riqueza nacional para mejorar la situación económica y facilitar la prosecución del esfuerzo desplegado; sino que, muy al contrario y mientras perdurase el estado de bancarrota, esto es, en tanto que no se pudiera reanudar y regularizar también el servicio de la Deuda Interior, los referidos desembolsos, al revés de lo que esperaban el Presidente de la República y su Secretario de Hacienda, no lograrían la rehabilitación del crédito exterior -sintomatizado por las cotizaciones de los bonos en el mercado internacional y sí determinarían inevitables repercusiones interiores de agravación de la bancarrota y, como consecuencia, dificultando, retardando o imposibilitando la solución integral del problema del crédito.

La declinación de los ingresos, tal como yo lo había previsto, continuó de modo continuo y acelerado. Las medidas tomadas para contrarrestar los efectos de esta declinación, es decir, la descomunal reducción de los egresos -los ejercidos durante el año de 1931 fueron de cerca de setenta millones menos que los autorizados originalmente- y la imposición de nuevas cargas fiscales, entre las que se contó la famosa contribución extraordinaria del 1 % -a que me he referido antes calificándola justamente de atraco- fueron insuficientes para corregir el desequilibrio presupuestal. A pesar de tan cruentos sacrificios impuestos a los servidores del Gobierno y a la casi totalidad de los causantes del país, las cuentas de la Tesorería, al fenecer el ejercicio de 1931, arrojaron aún un saldo deudor de $27.913,646.37, considerando únicamente, para esta valoración, las obligaciones corrientes del presupuesto dentro de su estado deficitario, esto es, omitiendo las que estaban sujetas a suspensión o aplazamiento, pero que habían sido legalmente contraídas en ejercicios anteriores, tales como la Deuda Exterior -cuyo reajuste se había inoportuna y onerosamente pactado con el Comité Internacional de Banqueros- y una gran parte de la Interior, cuyo monto exacto se ignoraba todavía por no estar terminada su depuración. El verdadero déficit de 1931 seguramente excedía del triple de la cantidad consignada. A esto habría que agregar que la depreciación producida en el peso-plata por la Reforma Monetaria de 1931, según se verá después, hizo subir hasta cifras inabordables las ministraciones, estipuladas en dólares, para la reanudación del servicio de la Deuda Exterior. Ni ante esta situación el Gobierno se decidió a rechazar el Convenio Montes de Oca-Lamont. Tras otra enmienda insustancial, quedó en suspenso por el Decreto de 21 de enero de 1932, manteniendo en pie la obligación de cubrir Dols. 5.000,000.00 antes del 19 de julio del mismo año como condición para celebrar un nuevo Convenio que restableciera las bases originalmente pactadas.

De modo paralelo o, más bien, concomitantemente a la declinación de las rentas federales, el creciente desarrollo de la crisis económica del país se exteriorizaba también en manifestaciones tan desconcertantes y nocivas como las de la astringencia del crédito y la depreciación de la moneda de plata -que formaba la parte preponderante del stock monetario y la de mayor arraigo en el pueblo- frente a la moneda de oro, que perdía su carácter de simple instrumento de cambio para volverse una mercancía internacional, y con efectos tan deplorables como los de la rápida paralización de la industria y el comercio que, consiguientemente, abatía la tasa de los salarios y aumentaba el número de desocupados. Para remediar esta situación fue expedida la Ley Monetaria de 25 de julio de 1931.

La primera noticia que recibí de dicha Ley en Madrid -donde entonces residía con el carácter de Embajador- fue la de que, bajo la denominación de Plan Calles, había sido iniciada por el Secretario. de Hacienda, aprobada aclamatoriamente por el Congreso a los inconcebibles gritos de ¡viva la plata! y ¡muera el oro! y promulgada por el Ejecutivo. No dejó de desconcertarme el extracto de la Ley comunicado en circular telegráfica por la Cancillería a todas las misiones diplomáticas y agencias consulares. El primer ejemplar del texto íntegro de la Ley que llegó a mis manos, por cierto, con bastante retardo -hasta fines de agosto- me llenó de alarma. Me pareció desde luego que, entre los saltos hacia atrás dados por el Secretario Montes de Oca en su gestión hacendaria, era ése el más característicamente reaccionario y el de consecuencias más desastrosas para el país. Vacié la impresión que, en este último respecto, me causó la lectura de la Ley en una carta que, por supuesto no mandé al Presidente -recordando la inutilidad de mis comunicaciones a él dirigidas sobre el Convenio Montes de Oca-Lamont- sino al Gral. Calles, quien, por lo demás, aparecía como el autor o, al menos, el patrocinador del desaguisado.

El problema de la disparidad en los valores de las dos especies de monedas circulantes fue resuelto de modo simplista por la Reforma Monetaria de 1931 o Plan Calles desmonetizando el oro y permitiendo su libre exportación y dando poder liberatorio ilimitado al peso fuerte de plata, con su antigua paridad de setenta y cinco centigramos de oro puro. Para mantener esta equivalencia, confió en la sola acción mecánica del enrarecimiento producido por la supresión de las monedas de oro y la prohibición de ulteriores acuñaciones de pesos-plata, habiendo quedado reducido el conjunto de piezas de plata, níquel y bronce entonces en circulación a un valor que apenas pasaba de doscientos millones de pesos. En el caso de que el comercio requiriera un mayor número de piezas de apoyo, habría que fundir tantos pesos-plata cuantos importaran las monedas al efecto acuñadas. Como las únicas posibilidades de crecimiento del stock monetario estaban en las emisiones de billetes del Banco de México por la vía del redescuento, modificó la Ley Constitutiva de dicho Banco tendiendo a facilitar tales emisiones y cancelando su facultad para operar con particulares.

En la quintaesenciada condensación anterior no incluí las provisiones de la Ley relativas a la constitución de la reserva metálica o de divisas extranjeras de oro, técnicamente necesaria para asegurar la paridad asignada a la unidad del sistema monetario, porque se hacía depender la formación de dicha reserva, principalmente, de futuras aportaciones presupuestales indeterminadas. Se pensaba, pues, satisfacer una necesidad inmediata con una simple promesa de cumplimiento lejano y problemático y que se encargarían de retardar las propias repercusiones inevitables de la Ley sobre la maltrecha economía nacional y el estado deficitario de la Tesorería.

El Secretario Montes de Oca -según lo expresó la Exposición de Motivos de la Reforma, por él firmada- después de analizar detenidamente la situación monetaria de la República y las diversas soluciones del problema, sintió un miedo cerval tanto por la moneda fiduciaria, que es la de cotización más movible y depreciable, como por el patrón de plata, que adolece de todos los defectos que se derivan del valor fluctuante del metal blanco y optó, decididamente, por conservar el patrón de oro, que goza de todas las ventajas inherentes al valor fijo del metal amarillo. Sólo que, sin existir todavía la reserva o fondo regulador del mercado de cambios y dependiendo su existencia de posibilidades muy remotas del Erario y atribuído al peso-plata un valor bastante superior al intrínseco, el sistema monetario engendrado por el Plan Calles nació con todos los atributos de las soluciones que espantaban al Secretario de Hacienda -la circulación fiduciaria de piezas de plata- y, si acaso, con un germen de incierto y trabajoso desenvolvimiento hacia la solución escogida.

Para poder deducir -continuaba exponiendo en mi carta al Gral. Calles- los posibles resultados de la reciente Reforma Monetaria habrá, por tanto, que tomar como punto de partida la definición real del sistema que implanta y no la que le da la Secretaría de Hacienda. Repito: no se trata- a pesar de las terminantes y reiteradas afirmaciones oficiales- de un sistema de patrón de oro con moneda circulante de plata, sino propiamente, de la circulación fiduciaria del peso - plata, que adquiere poder liberatorio ilimitado y al que se asigna un valor legal muy superior al intrínseco, con el único apoyo del deseo gubernamental- nada más que la expresión de un deseo incumplible -de llegar a constituir la reserva en oro que asegure la alta paridad prescrita. El valor con que circule el peso-plata podrá fluctuar, por consiguiente, entre estos dos límites extremos: el del valor comercial de la cantidad de metal contenida en la moneda, ligeramente incrementado por la función misma que desempeña, y el elevado valor teórico que se le ha atribuído de setenta y cinco centigramos de oro puro. Su nivel y su grado de fijeza, dentro de esos límites, dependerán en parte de la suma de confianza que inspire la autoridad responsable. Desentendiéndome, por el momento, de este último factor, porque el actual Gobierno no sólo ha hecho descender su valor a cero o simple falta de confianza, sino que lo ha precipitado a la imaginaria zona de las cantidades negativas, donde reviste la forma de una desconfianza manifiesta -verdad que la regocijada fantasía popular evidencia diariamente con irrespetuosos y chispeantes chascarrillos que usted conoce tanto o más que yo- lo que primero salta a la vista al examinar el sistema monetario implantado, en las condiciones referidas de desconfianza pública, es, por un lado, su carácter de nerviosa movilidad en el valor de la moneda circulante, extraordinariamente sensible a cuantas crisis económicas y políticas puedan sobrevenir y, por otro lado, la tendencia constante de baja de dicha moneda hacia su valor intrínseco, ofreciendo ambas cosas -su movilidad de cotización y su tendencia de baja- un fecundo campo de especulación para las maniobras de los cambistas. Una consecuencia de todo ello será el encarecimiento del costo de la vida, tanto porque el alza de precios es la defensa natural del comercio contra una moneda fluctuante y epreciable, como porque la insuficiencia de la producción agrícola e industrial del país se suple, en ocasiones, con la importación hasta de los artículos de mayor consumo en la alimentación popular.

Para poder apreciar toda la gravedad de este mal, conviene recordar que el alza de los precios, motivada por una circunstancia transitoria cualquiera, es uno de esos raros casos en que falla el conocido aforismo lógico de que eliminada la causa desaparece el efecto. No es otra la razón del actual encarecimiento de la vida en los países europeos cuyos sistemas monetarios desquició la Gran Guerra y en los cuales han persistido los altos precios aun después de verificada la estabilización de sus monedas.

La misma Exposición de Motivos de la Ley externa la creencia de que la fuga al extranjero del oro que quedaba aún dentro del país sirva de todas maneras, automáticamente. para procurar una estabilización ... Tal efecto, si no de pura apariencia, sí será muy fugaz y, a la postre, resultará perjudicial, como sucede con ciertos analgésicos de gran toxicidad que se administran, cuando ya nada tienen qué perder, a los agonizantes desahuciados ...

Es claro que los efectos posibles del Plan Calles, en relación con el carácter esencial verdadero del sistema monetario implantado y de los factores económicos del valor de la moneda circulante, serían amortiguados si se lograra cambiar el signo de su factor imponderable, es decir, si se trocara la desconfianza en confianza. Esto me dió ocasión de poner el dedo en la llaga y señalar la causa primordial imponderable -la desconfianza- de los males que, juntamente con los de la fluctuante desvaloración de la moneda -que son una consecuencia y un índice de aquéllos- tenían postrado al país, comprometiendo seriamente la estabilidad y el decoro de las instituciones y ahondando los sufrimientos de su población.

Nada tiene de extraño -sigo copiando mi carta al General Calles- que las violentas conmociones a través de las cuales se ha verificado la transformación política y social de México, hayan provocado y mantenido una poderosa corriente emigratoria de dinero. Ignoro la cifra representativa del volumen total del que ha emigrado hasta ahora --decía esto en septiembre de 1931- pero no vacilo en afirmar que es muy alta, porque una porción mínima de ella, la que se refiere únicamente a los depósitos constituí dos en los Bancos de los Estados Unidos por ciudadanos mexicanos -cuyos arraigos materiales y morales deben ser superiores a los de los extranjeros asciende, según una seria investigación secreta llegada casualmente a mi conocimiento, a cerca de mil millones de pesos. Pero lo que más me interesa subrayar, en este respecto, es que, a pesar de la inseguridad que la crisis económica mundial y los trastornos políticos de algunos países están sembrando por doquiera y de las tentadoras oportunidades que las riquezas inexplotadas de México brindan a la inversión de capital, la corriente emigratoria de éste se haya engrosado en los últimos tiempos -los más pacíficos, desde que impera el Nuevo Régimen- agravando considerablemente la situación económica del país y afectando concomitantemente todas las manifestaciones de la vida nacional. Hay que recordar, por otra parte, que ni durante la desastrosa gestión hacendaria de don Adolfo de la Huerta, ni por el estado de quiebra con que fue cerrada esa gestión, ni por la asonada delahuertista, ni por las rebeliones, primero, de los Generales Gómez y Serrano y, después, del Gral. Escobar, ni en los momentos más álgidos de los Gobiernos anteriores -que se caracterizaron siempre por la unidad y fuerza de su autoridad- se pudo producir una depreciación del peso-plata, sintomática de la angustiosa situación general del país, comparable a la actual: si bien es cierto que ella ha sido acentuada por la crisis exterior, cuyos efectos sobre nuestra economía no fueron prevenidos o atenuados por el Gobierno, a pesar de las oportunas voces de alarma que se le dieron -yo las he estado repitiendo insistentemente, casi sin ser oído, desde hace más de un año- támbién es cierto que la causa determinante de la mencionada depreciación y de su inusitada persistencia radica en el hecho deplorable de que el país y el mundo han perdido la confianza en nuestro Gobierno, no tanto por la comisión de grandes desaciertos aislados -¿qué Gobierno puede jactarse de no cometerlos?- aunque entre dichos desaciertos se cuenten algunos de tal magnitud como, por ejemplo, la equivocación de casi un centenar de millones de pesos en las estimaciones presupuestales; la pasividad, ya referida, con que se ha presenciado la ruidosa y arrolladora expansión de la crisis económica mundial; el obsesionante fracasado empeño en obtener la ratificación congresional del Convenio Montes de Oca-Lamont para reanudar los pagos de la Deuda Exterior, de conformidad con la original doctrina -formulada y reiterada públicamente en dos ocasiones solemnes por el Secretario de Hacienda- de que el momento más difícil de una crisis económica nacional y de mayor penuria del Erario es el más propicio para extraer de la Tesorería y de la nación fuertes sumas de dinero; los costosos e inefectivos procedimientos para oponerse a la depreciación monetaria ... pero ¿para qué continuar esta lista? La desconfianza -decía- más que a determinados errores concretos, cualesquiera que hayan sido su tamaño y su número, se debe principalmente a la visible inconsistencia del centro director o coordinador de todas las disposiciones gubernamentales, o sea, la falta de una competente autoridad central ...

No queriendo ver en la designación de Plan Calles con que fue bautizada la Reforma Monetaria de 1931 más que un propósito adulatorio del Secretario Montes de Oca para el entonces llamado Jefe Máximo de la Revolución -título extralegal conferido por sus amigos políticos y pronto popularizado, de jerarquía superior a la del Presidente de la República y funciones ocultas e irresponsables-la atribuí, fundado en el hecho de que, al propio tiempo, el Gral. Calles asumía la Presidencia del Consejo de Administración del Banco de México, la finalidad política de crear en el público la confianza que el peso-plata, como moneda fiduciaria, requería para reducir al mínimo posible su bailoteo y su depreciación. Como nunca se intenta crear lo que existe, la persecución de esa finalidad significaba que convenían tácitamente en la inexistencia de tal confianza, tanto el Gral. Calles, que cobijaba la Reforma bajo el manto protector de su nombre y accedía a salir, al fin, del escondite de las bambalinas para volver a actuar en la escena pública, como el Presidente Ortiz Rubio, que toleraba, modestamente, tan inusitada intromisión ostensible. Ya que ambos estaban dispuestos a sacrificarse, mi carta sobre el Plan Calles concluía con la sugestión de que, para hacer más fructuosos los sacrificios, no los limitaran a la curación de uno de los síntomas -el de las perturbaciones monetarias- de la enfermedad que engendraba el ambiente de desconfianza que parecía envenenar al país, sino que se hiciera llegar hasta el grado necesario para dominar la enfermedad misma, que me permití diagnosticar como una grave acefalia gubemamental y hacer notar que este diagnóstico estaba tácitamente admitido aun por el propio Presidente de la República!

A quien quisiere impugnar mi diagnóstico alegando que tener dos cabezas no es estar descabezado, le replico desde ahora: Concedo aún que a las dos cabezas que mencionara mi supuesto impugnador hubiera que agregar todavía otras cabezas menores. Es el caso, precisamente, en que multiplicar las cabezas equivale a decapitar. Se trataba, en efecto, de un Gobierno policéfalo en el que la cabeza visible, es decir, la legalmente investida de poder y responsabilidad no mandaba, sino que su poder era ejercido, en parte -inclusa la designación de Secretarios de Estado- por una cabeza invisible e irresponsable y, en parte, por los referidos Secretarios de Estado en sus correspondientes jurisdicciones administrativas y sin la necesaria coordinación entre ellos para formar un conjunto unitario. ¿Acaso la falta de coordinación y la irresponsabilidad no son las características de la acefalarquía o Gobierno descabezado?

Pero los sacrificios en favor de la Reforma Monetaria aceptados por el Presidente Ortiz Rubio y por el Gral. Calles no fructificaron. En este caso, como en el del Convenio Montes de Oca-Lamont, tuvieron exacto cumplimiento mis profecías. El precio del dólar subió de manera súbita hasta arriba de $3.00 a que fue cotizado una semana después de la promulgación del Plan Calles. El Banco de México tiró lamentablemente a la calle mucho dinero para detener el peso-plata en su inevitable caída. El atesoramiento de las únicas piezas metálicas circulantes, consiguiente a la alarma que tan brusca desvaloración de la moneda nacional ocasionó en el público, acrecentó de manera considerable la merma que el stock monetario había ya sufrido con la desmonetización del oro y como, al propio tiempo, la astringencia del crédito y la desconfianza ambiente mantuvieron obstruídos los canales de redescuento del Banco de México para la emisión de sus billetes -el valor de los que circulaban a fines de 1931 no llegaba a un millón de pesos- y, además, estaba prohibida la acuñación de piezas de plata con poder liberatorio ilimitado, se produjo una aguda deflación monetaria que, exacerbando la crisis económica general del país, seguramente causó a la nación -escribí en otro lugar (1) y no tengo empacho en reiterarlo aquí- mayores daños que, por ejemplo -abstracción hecha de las pérdidas irreparables de vidas humanas- las dos últimas rebeliones militares juntas.

Por motivos políticos y apenas terminado el ejercicio de 1931, tuvo que salir del Gabinete Presidencial, con otros de sus colegas, don Luis Montes de Oca. A raíz de este suceso, recibí en Madrid un telegrama en que el Gral. Calles me preguntaba si accedería a encargarme nuevamente de la Cartera de Hacienda y Crédito Público.

Contesté que, teniendo noticias tan alarmantes sobre las condiciones por que atravesaban el Gobierno y el país, no me consideraba con el derecho de rehusar. A los pocos días, un telegrama del Presidente me comunicó el nombramiento. Regresé, pues, a México y tomé posesión de la Secretaría, por segunda vez, el 14 de febrero de 1932.

La comparación entre las situaciones que recibí de mis antecesores -la de 1923 y la de 1932- no podía resultar más desfavorable para la última.

El estado deficitario de la Hacienda Pública, a fines de 1923, era debido al desorden y el despilfarro de la gestión del Secretario De la Huerta y a la defección, por él mismo promovida y encabezada, de una parte del Ejército. Las intervenciones quirúrgicas que amputaron la porción parasitaria del personal civil y la rebelde del militar y la cesación de los gastos de la campaña por el triunfo del Gobierno, hicieron sentir sus saludables efectos en la Tesorería. Pero no bastaba restablecer el equilibrio presupuestal. Era también preciso evitar el estancamiento económico mediante una reforma hacendaria que matara la inercia de impulsos procedentes de la Dictadura porfiriana y aun del Régimen Colonial y que estorbaban el desenvolvimiento de la economía del país de acuerdo con los ideales de justicia social que proclamaba el Nuevo Régimen. El programa que realizó tal reforma produjo la milagrosa transformación del déficit en superávit, eliminó el saldo deudor de 1923 y dió al Gobierno los recursos extraordinarios requeridos para dominar la defección delahuertista, que costó alrededor de sesenta millones de pesos y acometer su vasto plan de construcción de obras materiales y fundación de instituciones cuya ejecución demandó, durante los años de 1925 y 1926, una suma cercana a doscientos millones de pesos.

El estado deficitario de principios de 1932 era más serio y difícil de corregir, porque no provenía -como en 1923- de una excedencia más o menos grande de erogaciones suprimibles o aplazables, sino de una creciente declinación de los ingresos ocasionada por el agotamiento progresivo de sus mismas fuentes de producción. No obstante los cortes hechos al presupuesto de egresos en detrimento, sobre todo, de los servidores del Gobierno y las cargas adicionales impuestas a la casi totalidad de los causantes -llevados unos y otras a un límite ya infranqueable- el saldo deudor trasmitido por el ejercicio de 1931 todavía alcanzó una cifra espeluznante. Se debían varias decenas atrasadas a los funcionarios y empleados públicos. Además, la recaudación efectiva de enero, a pesar de que para estimada se tomó en cuenta la citada declinación de los ingresos, sufrió aún una merma de $4.792,498.38 comparativamente a la prevista. Esta prueba de la pavorosa aceleración con que declinaban los ingresos fue confirmada por los resultados de los dos meses siguientes. Al primer trimestre de 1932 correspondió la más baja de las recaudaciones registradas desde el año de 1929 en que fue iniciada la caída de los ingresos, habiendo llegado sus diferencias, respecto de la suma recaudada en el primer trimestre de 1931, a $15.295,095.70 y, respecto de la recaudación de igual trimestre de 1928 -inmediato anterior a la crisis- a $33.261,292.31. No era, pues, de recurrirse a los usuales y fáciles expedientes de reducir los sueldos y los gastos de la administración, ya bastante rebajados, y de recargar con nuevos gravámenes al comercio, a la industria y a la agricultura, que comenzaban a agonizar, porque todo ello empeoraría la economía general del país y, por ende, la del Estado.

Como, por otra parte, los males que se trataba de extirpar, eran, precisamente, los que había determinado el abandono, con saltos mortales hacia atrás dados por mi sucesor de 1927 y antecesor de 1932, de la política hacendaria del Nuevo Régimen -que me tocó en suerte iniciar y desenvolver en mi gestión anterior con tan plausibles resultados de vigorización sobre las fuentes fiscales alimentadoras del Erario- no procedía más que reanudar, después de cinco años de constantes tendencias reaccionarias, la realización del programa en que materializó la referida politica; pero, naturalmente, con las alteraciones indicadas por la experiencia del tiempo trascurrido y, sobre todo, con la adición de las medidas de mayor urgencia demandadas por la gravedad. de la crisis económica, cuyos desastrosos efectos sobre la moneda y sobre el crédito habían repercutido, a su vez, sobre dicha crisis, intensificándola considerablemente.

Las cuestiones monetaria y bancaria -que enuncio y expondré separadamente aunque formen un solo y único problema- reclamaban, pues, una atención inmediata.


NOTAS

(1) Mi Contribución al Nuevo Régimen (1910-1913) ", página 331.

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