Índice de La política hacendaria del nuevo régimen de Alberto J. PaniPRIMERA PARTETERCERA PARTEBiblioteca Virtual Antorcha

LA POLÍTICA HACENDARIA DEL NUEVO RÉGIMEN

Alberto Pani

SEGUNDA PARTE


El Departamento de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público bajo cuya dependencia quedó la Comisión Permanente de la Primera Convención Nacional Fiscal fué creado desde fines de 1923, habiéndosele asignado, entre sus funciones preponderantes, la de formular la Ley de Ingresos, estudiando particularmente cada uno de sus renglones, a fin de adaptar los impuestos, cada vez mejor, a las necesidades nacionales y a los progresos sucesivos de la ciencia económica.

En cuanto a su estructura -sigo transcribiendo la parte relativa de mi libro La Política Hacendaria y la Revolución, 1926- la Ley de Ingresos ha consistido siempre en una larga enumeración de los distintos impuestos y derechos, así como de los diversos renglones relativos a servicios públicos y aprovechamientos que significan una entrada de dinero en la Tesorería Federal. Además, la circunstancia de que dicha Ley se renueve cada año y las frecuentes enmiendas, derogaciones y adiciones que se hacen a las disposiciones reglamentarias relacionadas con cada uno de sus numerosos renglones, añaden una gran inestabilidad a la estructura complicada del sistema, con grave perjuicio para los causantes y para el Erario. Mientras se llega al ideal de tener una Ley de Ingresos estable, abandonando el principio de su renovación cada año -ya que éste, aunque conservado por la Constitución de 1917, nació de motivos históricos ahora inactuales y viene a complicar considerablemente el problema fiscal- en la Ley relativa de 1924 se introdujeron modificaciones formales que han sido continuadas y mejoradas en las de 1925 y 1926, suprimiendo prevenciones que no debían figurar en ella, reduciendo el número de sus renglones gracias a una clasificación más técnica de los ingresos y simplificando la estructura general de sus disposiciones.

Pero la reforma trascendental no es la que tiende a corregir los defectos de mera forma, sino los de fondo, esto es, la que impulsa al Ejecutivo a torcer la vieja ruta de los principios basados en el falso postulado de la Escuela Liberal y de la sola mira de obtener recursos, para seguir la que conduzca a una repartición más equitativa de la carga de los impuestos y a usar éstos como instrumentos para intervenir eficazmente en la resolución de altos problemas de índole social o moral, tales como provocar, fomentar o hacer desaparecer costumbres o instituciones, según que sean útiles o dañosas, respectivamente, para la colectividad. Esta reforma fue iniciada en 1924 mediante la creación del Impuesto sobre la Renta, que grava los sueldos, salarios y emolumentos y las utilidades de sociedades y empresas, y que, por su excelencia técnica, podrá constituir el núcleo de formación del futuro sistema fiscal.

Se dió al nuevo impuesto la forma cedular y con el propósito de capacitarlo mejor para que llene la finalidad social que con él se persigue, se extendió su acción hasta comprender estas siete cédulas:

primera, del ejercicio del comercio;
Segunda, de las explotaciones industriales;
Tercera, de las explotaciones agrícolas;
Cuarta, de la colocación de dinero, valores, créditos, depósitos y cauciones;
Quinta, de participaciones obtenidas en explotaciones del subsuelo o en concesiones del poder público;
Sexta, del trabajo a sueldo o salario y;
Séptima, del ejercicio de profesiones liberales, literarias o artísticas, o de cualquiera otra ocupación lucrativa no comprendida en las cédulas anteriores.

Los renglones de la Ley de Ingresos que se refieren al Impuesto sobre la Renta fueron desarrollados por la Ley de 18 de marzo de 1925, marcando los lineamientos generales de la imposición de acuerdo con los cuatro postulados doctrinales relativos: la exención de gravamen para un mínimum de existencia, o sea, lo indispensable para cubrir las necesidades primordiales de la vida; la discriminación o diferenciación de las diversas clases de rentas, esto es, las del capital, las del capital y el trabajo y las del trabajo solamente; la progresividad -para que pese tanto más cuanto mayor sea la fortuna que grava- y, por último, la reducción por cargas de familia. El Reglamento del 22 de abril del mismo año detalla dichos principios y regula los procedimientos para hacer efectiva la recaudación. De este modo, el Impuesto sobre la Renta alcanza, directa y progresivamente, hasta a las más grandes fortunas, favorece a las clases trabajadoras, ayuda al bienestar de las familias y exime de todo gravamen a los desheredados, efectos todos contrarios a los de la contribución indirecta que hasta la fecha ha predominado en el sistema federal de tributación. Pero el Ejecutivo Federal va más lejos aún y le asigna una alta función redentora, acompañando la expansión progresiva del Impuesto sobre la Renta con la supresión de impuestos equivalentes del Timbre y transportando así las cargas que han gravitado más pesadamente sobre los pobres, a las recias espaldas de los ricos.

A pesar de las ruidosas y enérgicas protestas que en las clases privilegiadas de todo el país provocó el anuncio y advenimiento de la reforma fiscal y de las numerosas y muy grandes dificultades con que la Secretaría de Hacienda tuvo que luchar para su iniciación, la productividad del Impuesto sobre la Renta creció tan rápidamente que fue posible acelerar la prosecución de tal reforma derogando, por un lado, una parte de la onerosa contribución federal o tanto por ciento con que se recargaban, para la Federación, todos los impuestos locales y municipales y, por otro lado, muchos impuestos indirectos, entre los cuales se incluía el que pesaba sobre las actuaciones judiciales y administrativas y que -además de resultar contrario a la Constitución- venía estorbando, desde los tiempos remotos de la Colonia, la expedita impartición de la justicia (1).

Aparte de las trabas fiscales que fue posible oponer, por ejemplo, al desarrollo del alcoholismo y del juego -de acuerdo con la orientación moralizador a de la política hacendaria implantada- fue expedida la Ley del Impuesto sobre Herencias y Legados que, asumiendo la modalidad recomendada por la Convención Nacional Fiscal, complementaba económica y lógicamente a la del Impuesto sobre la Renta. El referido impuesto, en efecto, era personal; gravaba cada porción hereditaria y no el conjunto de la herencia; concedía reducciones a las viudas y los menores de edad y establecía cuotas progresivas tanto por el monto de las cantidades heredadas como por el grado de parentesco.

Por lo demás, convertido desde 1924 el déficit mensual en superávit y logradas, con posteriores reajustes y el restablecimiento del orden alterado por la rebelión delahuertista, nuevas reducciones en los gastos y, sobre todo, aumentos en los ingresos, hasta poder cerrar las cuentas del ejercicio de 1925 -después de hacer muy fuertes erogaciones extraordinarias demandadas por la iniciación y desarrollo del programa reconstructivo del Gobierno- con la total eliminación del déficit acumulado de $58.683,046.01 trasmitido por el nefasto año de 1923, se pudo continuar, sin tropiezos, la transformación del sistema fiscal en el sentido de la reforma acometida.

Para realizar, por último, la parte de esta reforma relativa a la delimitación de los campos impositivos que racionalmente deben ser asignados a las diversas entidades políticas de la República, con los fines de evitar la sobreposición y la concurrencia de los impuestos y obtener su rendimiento máximo compatible con el progreso económico del país, la Comisión Permanente de la Primera Convención Nacional Fiscal cooperaba fructuosamente con el Departamento Técnico de la Secretaría al cual estaba adscrita, en el estudio de la Iniciativa de Enmiendas y Adiciones a la Constitución. Esta Iniciativa fue enviada al Congreso, para sus efectos, en las postrimerías de 1926.

Quedaría incompleto, por último, el bosquejo que vengo haciendo de las reformas requeridas por el sistema de impuestos si no me refiriera también a la política arancelaria, cuyas consecuencias -debido a la magnitud de los recursos que el Erario percibe por concepto de derechos de importación y de exportación y a la forzosa incidencia de estos derechos sobre el consumo- son trascendentales para la vida nacional. Copio a continuación lo que en este respecto consignan las páginas 51 a 58 de mi libro antes citado La Política Hacendaria y la Revolución, 1926:

El impuesto sobre el comercio exterior -constitucionalmente reservado a la Federación, y una de sus fuentes más importantes de ingresos- comprende los derechos de importación y exportación, los de tráfico marítimo, de certificación consular, de facturas, y otras varias prestaciones que con diversos títulos y motivos se recaudan, constituyendo positivos recargos sobre los derechos aduanales, a menudo ilógicos e indiscriminados.

En este particular, se han hecho modificaciones en las Leyes de Ingresos de 1924, 1925 y 1926, con los fines de evitar la duplicidad de derechos y de tener un mejor control sobre la política arancelaria, impidiendo que la acumulación de cuentas destruya la necesaria diversificación de la tasa de los impuestos y haciendo distinción entre los verdaderos impuestos y otros pagos debidos al Fisco.

Nuestra política aduanera tradicional ha sido esencialmente proteccionista y aun -en cierto modo- prohibitiva, como continuación de la política colonial española, basada sobre el más severo régimen de prohibición y de monopolio. Verdad es que a mediados del siglo pasado y al triunfo de la revolución de Ayutla se suavizaron mucho las restricciones; pero, aún así, nuestra legislación aduanal sigue reconociendo como fundamento los postulados de la tesis proteccionista, con la agravante adicional de que los derechos arancelarios -por su constitución y funcionamiento- muchas veces han sido considerados más bien como una fuente imprescindible de ingresos que como un medio de proteger la industria nacional. A los inconvenientes del proteccionismo, entonces, se añaden las grandes perturbaciones que en nuestro mercado producen los frecuentes cambios en las tarifas.

Convencido de la injusticia y las desventajas del sistema proteccionista -que favorece siempre a unos cuantos industriales a costa de la inmensa mayoría de los consumidores -desde época relativamente lejana he profesado la tesis libre-cambista y, en ocasión solemne, tuve oportunidad de sentar las dos proposiciones siguientes:

PRIMERA, fomentar, por todos los medios legales disponibles, la explotación de los productos naturales de nuestro suelo, las industrias fabriles que de dicha explotación se deriven y, preferentemente, entre todas éstas, las que respondan a las necesidades primordiales de la vida humana, equivaldría a localizar las líneas de menor resistencia en la explotación general del país, y a provocar el encauzamiento de todas las actividades productoras, en el sentido de la mayor prosperidad nacional y

SEGUNDA, suprimir parcial o totalmente la concurrencia económica interior o exterior, para fomentar, mediante privilegios, determinadas industrias nacionales o, mediante derechos arancelarios, las industrias exóticas que sólo pueden vivir dentro de la incubadora de la protección oficial, equivaldría a detener el progreso material del país y, con el alza de precios consiguiente a todo monopolio y la injusticia de favorecer a unos cuantos a costa de todos los demás, se intensificaría considerablemente el malestar general.

Puede decirse, pues, en pocas palabras, que la captación, extracción y transformación, de los productos naturales de nuestro suelo y la libre concurrencia económica nacional o internacional, son los dos términos principales de la fórmula de nuestra política industrial y consiguientemente, de la arancelaria(2).

No es posible, naturalmente, transformar en un instante una política tradicional y de tan fuertes raigambres económicas, pues previamente a esa transformación habrá que compensar la pérdida de ingresos fiscales que implica, aparte de que las industrias nacidas y desarrolladas al amparo de la protección arancelaria tienen el derecho de subsistir y, por tanto, de que se les conceda el plazo en que puedan adaptarse -si tal cosa es factible- a las condiciones de concurrencia internacional impuestas por el libre-cambio.

Pasemos ahora al problema bancario.

Las instituciones de crédito existentes en 1923 podían clasificarse en tres grupos. El primero, comprendiendo los antiguos bancos de concesión federal: veinticinco de emisión, tres hipotecarios y siete refaccionarios. El segundo~ los bancos y establecimientos bancarios privados, sin concesión y tan sólo regidos por medidas de garantía y vigilancia expedidas esporádicamente por la Secretaría de Hacienda. El tercero, las sucursales de bancos extranjeros, que tampoco tenían concesión y operaban como los anteriores.

Aparte de los peligros que entraña la pluralidad en las emisiones de billetes por bancos privados y de las deficiencias de la Ley General de Instituciones de Crédito de 19 de marzo de 1897 -no comprendía las del segundo y tercer grupos del párrafo anterior- los bancos de concesión federal y los asimilados legalmente al sistema pudieron al menos asegurar, hasta 1913, la garantía de los billetes y de los títulos circulantes y su redención en las condiciones y los plazos establecidos por la misma Ley.

Pero por virtud del Decreto que el Usurpador Huerta expidió el 5 de noviembre de dicho año, los bancos de emisión quedaron exentos de la obligación de canjear sus billetes, dándoseles poder libertario ilimitado y convirtiéndolos en papel moneda, con el fin de que los referidos bancos pudieran satisfacer, mediante sobre-emisiones sin las correspondientes garantías metálicas, los préstamos forzosos que les impuso. Por su parte, el Gobierno Constitucionalista decretó en Hermosillo el 4 de enero de 1914 la exclusión de cualquier título de crédito al computar la garantía de los billetes en circulación. Este Decreto y el desconocimiento de todos los actos de la Usurpación, pusieron a los bancos emisores fuera de la Ley, por lo menos mientras no ajustaran sus reservas a los límites en ella prescritos. Aunque el Decreto de 29 de septiembre de 1915 les fijó un plazo de cuarenta y cinco días para que realizaran tal ajuste, teniendo que ser liquidados los que no lo hicieren, y a pesar de que ninguno de los bancos emisores pudo obedecer ese mandato, la sanción no fue aplicada sino hasta el 15 de septiembre de 1916 en que otro Decreto declaró la caducidad de las concesiones; abolió la facultad de la emisión de billetes de que gozaban los bancos respectivos, así como sus procedimientos especiales y sus exenciones de impuestos y colocó a los mismos bancos ante esta disyuntiva: pagar dentro del lapso de sesenta días sus billetes, a la par -no bastaba ya el ajuste legal de sus reservas- o ser liquidados por los Consejos de Incautación nombrados al efecto. Con el último golpe que les asestó el Gobierno en 1916 -el de haber dispuesto de sus existencias metálicas para atender urgentísimas necesidades del Erario- los bancos pasaron más de cuatro años en la situación excepcional creada por la incautación y el apoderamiento de sus fondos, sin que llegara a terminarse la liquidación de ninguno de ellos.

En un terreno puramente amistoso, pues entonces no desempeñaba yo cargo oficial alguno -esto sucedía a fines de diciembre de 1920, siendo Secretario de Hacienda don Adolfo de la Huerta- sugerí al Presidente übregón la conveniencia de definir la situación de los bancos incautados. El Presidente me comisionó, con motivo de tal sugestión, para que, de modo privado y personal, me pusiera en contacto directo o indirecto con los regentes de los bancos citados y, pulsada debidamente la situación, propusiera una forma viable de restituir a dichos bancos su personalidad jurídica y su autonomía; de pactar con ellos un arreglo para el pago del dinero sustraído por el Gobierno; de fijar, correlativamente, las bases para la redención de los billetes y la devolución de los depósitos y de reanudar las operaciones bancarias, excluída naturalmente la función emisora, tanto por estar ya canceladas las concesiones relativas como porque la Constitución promulgada durante el período de incautación había modificado profundamente, con el Banco Unico de Emisión, el sistema bancario nacional.

La Ley de 31 de enero de 1921, que resultó de la comisión que me fue conferida por el Presidente para buscar un medio de coordinación entre la acción gubernamental y los intereses legítimos de los bancos incautados, imprime un cambio de trascendencia en la política seguida hasta entonces. De acuerdo con ella, sólo dieciséis de estos bancos quedaron capacitados para seguir operando, pero privados -como dije antes- de su facultad emisora de billetes y el funcionamiento de los restantes se limitó a las operaciones de liquidación de los mismos. La Ley contiene la solución de los puntos enunciados en el párrafo precedente. En cuanto al cobro de los créditos activos, en oro nacional, estatuye las equivalencias y los procedimientos relativos, según que tales créditos provengan de la época del régimen de papel moneda o de la anterior y la posterior de este régimen así como las condiciones en que el Gobierno liquidará su adeudo. Respecto del pago de los créditos pasivos, establece el sistema de bonos regulados en relación con los cobros al Gobierno y en plazos variables según que se trate de billetes o de depósitos y de acuerdo, también, con las cuantías de éstos.

A pesar de que la solución por mí propuesta y contenida en la Ley de 31 de enero de 1921 satisfizo a las dos partes interesadas, ni el adeudo del Gobierno había sido titulado totalmente, ni todos los bonos bancarios habían sido emitidos y, por lo tanto, los bancos de concesión federal no habían alcanzado una situación definitiva cuando me hice cargo, a fines de septiembre de 1923, de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

Aunque, por otro lado, los bancos hipotecarios y los refaccionarios no hayan sido incautados, la situación por que entonces atravesaban era, asimismo, indefinida y muy difícil, por no haber gozado, como los bancos emisores, de moratorias especiales y porque los efectos de tal omisión se agravaron con las consecuencias del régimen del papel moneda. Sujetos los primeros a la Ley General de Pagos de 13 de abril de 1918 y debiendo recibir papel moneda en el cobro de sus créditos activos, sin poder después imponerlo en el servicio de sus bonos hipotecarios, tuvieron que paralizarse. Para los segundos ni siquiera rigió la moratoria de la Ley General de Pagos, ni tampoco llegó a dictarse la especial que dicha Ley había anunciado.

En cuanto a los bancos y establecimientos bancarios sin concesión y las sucursales de los bancos extranjeros, ya he dicho que carecían de una legislación unitaria y articulada que regulara tanto el funcionamiento de los mismos, como la vigilancia que el Gobierno debía ejercer sobre ellos para que los intereses del público pudieran considerarse debidamente garantizados.

En resumen y conclusión, puedo afirmar que la situación bancaria de la República a fines de 1923 era, sencillamente, caótica.

Para acabar con el referido caos y satisfacer las necesidades de crédito de nuestro desarrollo económico, había que reconstituir y completar el sistema bancario de la República. Esto requería:

a), reanimar los bancos susceptibles de seguir operando;
b) Expedir una legislación adecuada e integral, es decir, capacitada para influir favorablemente en nuestra economía y comprendiendo todas las formas en que el crédito puede y debe ser diversificado y,
c) Crear las instituciones de acción bancaria social; esto es, las que no tienen el lucro como objetivo principal o exclusivo, tales como el Banco Unico de Emisión y los destinados a hacer penetrar el crédito, especialmente, en los sectores de actividades que al Nuevo Régimen más interese mejorar.

Tal como lo hice, con tan buen resultado, relativamente a la reforma fiscal, pero esta vez movido también por el deseo de llamar a la concordia a una de las más importantes fuerzas vivas del país, no quise acometer la reforma bancaria sin oír antes las opiniones de los especialistas extraños a la Secretaría y más directamente afectados por la citada reforma, es decir, los banqueros mismos. Invité, con tal fin, a todas las instituciones de crédito para que se hicieran representar en una Convención a la que se sometería el estudio de las cuestiones enunciadas en el Programa relativo y que eran, precisamente, las que tenía que solucionar la futura legislación bancaria. Concurrieron a ella 36 delegados con la representación de 41 instituciones privadas, 6 delegados de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y 2 de la de Industria, Comercio y Trabajo. La Convención Bancaria sesionó del 2 al 29 de febrero de 1924. Sus labores no pudieron haber sido más provechosas. Con el propósito de perpetuar los beneficios que para el país pudieran derivarse de las relaciones iniciadas bajo tan buenos auspicios entre el Gobierno y las Instituciones de Crédito, promoví la celebración de Convenciones anuales, estableciendo al efecto la Comisión Permanente de la Primera Convención Nacional Bancaria para que, sirviendo de lazo de unión entre ella y la siguiente, continuara cooperando con la Secretaría de Hacienda en la elaboración de las leyes que armonizaran, con el criterio oficial, los dictámenes rendidos por dicha Convención sobre las varias cuestiones que se le habían consultado y en cuyo estudio puso grandes dosis de patriotismo y de competencia.

Cristalizó el referido trabajo de armonización en una serie de Leyes y Decretos entre los cuales mencionaré únicamente los que sacaron a los antiguos bancos de concesión federal del marasmo en que estuvieron sumidos durante varios años, así como la nueva Ley General de Instituciones de Crédito y Establecimientos Bancarios y el Decreto constitutivo de la Comisión Nacional Bancaria.

Los plazos señalados por las leyes de 31 de enero y 30 de noviembre de 1921 para el canje de billetes y demás títulos de los caducos bancos de emisión principiaban a vencerse a fines de julio de 1924, sin encontrarse estos bancos en la posibilidad de cubrirlos y quedando todavía en poder del público $63.957,658.00 en billetes. Considerando que estos billetes habían sido objeto de constantes especulaciones y que, como consecuencia, no estaban ya en las manos de sus primitivos poseedores -que eran los que merecían, en todo caso, una decidida protección- y de conformidad con el propósito de rehabilitación bancaria, el Decreto de 15 de julio de 1924 concedió moratorias cortas para el pago de bonos y certificados emanados del canje de billetes y demás obligaciones de dichos bancos y la ampliación del término, para presentar a conversión los billetes no canjeados, hasta seis meses después de que el Gobierno hubiere liquidado su adeudo con los mismos bancos. Este adeudo llegaba el 31 de julio de 1924, con intereses acumulados al 6% anual, a la suma de $55.547,683.61 y procuré -según se verá posteriormente- no transferir su liquidación a las calendas griegas.

Las moratorias y los procedimientos especiales de pago prescritos, para los bancos hipotecarios y los refaccionarios, por las Leyes de 26 de mayo de 1924, salvaron a dichos bancos de una liquidación inmediata y tendieron a restituirles su estado de solvencia. Estas dos Leyes y el Decreto anteriormente mencionado -los tres ordenamientos relativos a los bancos de concesión federal- terminaron con los trastornos financieros ocasionados por el régimen del papel moneda y la incautación de los bancos emisores.

La Ley General de Instituciones de Crédito y Establecimientos Bancarios de 24 de diciembre de 1924 unificó y modernizó, técnica y constitucionalmente, la anterior Ley de Instituciones de Crédito de 19 de marzo de 1897 y demás disposiciones legales sobre la materia; omitió la parte de dicha Ley referida a los bancos emisores, limitándose a mencionar la Ley especial que regirá al Banco Unico de Emisión; amplió el grupo de las tres solas categorías de instituciones de concesión federal consideradas en la misma Ley -los Bancos de Emisión, desaparecidos, los Hipotecarios y los Refaccionarios- con las de Bancos Industriales e Instituciones de Crédito Agrícola, que incluyó en la de los Refaccionarios, y con las categorías adicionales de Bancos de Depósito y Descuento, de Bancos de Fideicomiso, de Bancos o Cajas de Ahorro, de Almacenes Generales de Depósito y de Compañías de Fianzas y, como su nueva denominación lo indica, dictando también los preceptos a que deban sujetarse los stablecimientos Bancarios -entre los cuales figuraron las Sucursales de Bancos Extranjeros- y los asimilados a tales establecimientos.

Por último, el Decreto de 29 de diciembre de 1924 fue el constitutivo de la Comisión Nacional Bancaria que comenzó a actuar desde el 12 de enero del siguiente año, integrada por cinco miembros: dos nombrados libremente por la Secretaría de Hacienda y los otros tres escogidos por ella de las temas que, según dicha Ley, debían proponer las Confederaciones de Cámaras Agrícolas, Comerciales e Industriales, para que estuvieran representados en el seno de la Comisión los respectivos intereses del país.

Para poner de relieve la importancia de la Comisión Nacional Bancaria basta mencionar algunas de sus funciones, a saber:

- La de velar por el exacto cumplimiento de las disposiciones vigentes relativas;
- La de someter a la Secretaría de Hacienda los medios que estime convenientes para impulsar el desarrollo de las operaciones bancarias;
- La de practicar la inspección de los bancos y determinar la manera como deberán hacerse y publicarse los balances de los mismos;
- La de cooperar con las comisiones liquidadoras de los bancos que se hayan presentado en estado de suspensión de pagos o de quiebra;
- La de vigilar las remesas de los bancos al exterior del país, sus depósitos y sus inversiones en el extranjero y;
- La de obtener, recopilar y publicar anualmente la estadística bancaria y todos los datos que pudieran ser de utilidad para el conocimiento de la situación bancaria general de la República.

Los efectos de la confianza inspirada en el público por la reorganización de las instituciones de crédito y la vigilancia en ellas ejercida por la Comisión Nacional Bancaria pronto se manifestaron engrosando considerablemente los depósitos en los Bancos y Establecimientos Bancarios y propagando éstos por los centros más poblados de la República. Es merecedora de particular mención la labor de saneamiento financiero y social que en materia de ahorros y préstamos logró en poco tiempo la Comisión, evitando que las sociedades organizadas fraudulentamente continuaran desprestigiando, con sus actividades por lo general indelicadas y hasta delictuosas en algunos casos, la práctica del ahorro. Todas esas sociedades fueron puestas en liquidación y, en ocasiones, consignadas a la autoridad judicial, para la investigación de las irregularidades que los inspectores bancarios encontraron en sus manejos.


NOTAS

(1) El origen del impuesto sobre actuaciones judiciales, como el de muchos otros recursos de nuestro Fisco, se remonta hasta la renta del papel sellado del régimen virreinal. Después de la Independencia, aparece mencionado dicho impuesto en varios decretos, de los cuales citaré el de 1836 que reorganizó la renta referida; el que expidió Su Alteza Serenísima don Antonio López de Santa Anna, en 1842, para aumentar las clases de papel sellado y sus precios, hasta que, en 1871, don Matías Romero sustituyó la renta del papel sellado por impuestos del Timbre y estableció el sistema de tributación que consagra, en sus rasgos fundamentales, la Ley de la Renta Federal del Timbre, que estaba aún vigente.

(2) Estas conclusiones las consigné por primera vez en el discurso que, como Secretario de Industria y Comercio, pronuncié el 17 de noviembre de 1917 en la solemne sesión inaugural del Primer Congreso Nacional de Industriales. La parte relativa del discurso dice así:

... Para que la labor gubernativa de democratización de la sociedad pueda desenvolverse en toda su amplitud y hacer de la Patria un Paraíso o, cuando menos, para no perder lastimosamente los frutos de los actuales intentos relativos, urge -con urgencia apremiante e inmediata- proceder a corregir nuestra defectuosa constitución económica, que consiste en la casi sola existencia de ricos y pobres, con sus límites extremos de opulencia parasitaria y de miseria mendicante. Precisa, pues, acercar estos extremos enojosos con la moralización de los de arriba, el puente de una clase media autónoma y el mejoramiento de la condición material de los de abajo.

La sentencia inapelable del Redentor de la Humanidad de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico se salve, me exime de ocupar vuestra benévola y cansada atención en el punto primero.

Como ninguna repetición es superabundante cuando se trata de señalar un mal para curarlo -y el mal en cuestión es tan grave que puede considerársele como la causa determinante de las mayores desgracias nacionales- voy a permitirme transcribir, a pesar de haberlo hecho ya en otra ocasión, las siguientes palabras del diputado belga Cooreman:

... Importa al equilibrio social que las diferencias entre la clase capitalista y la clase obrera las armonice la clase media, caracterizada por la reunión, en las mismas manos, del capital y del trabajo. Es indispensable para el reinado de la armonía en la sociedad, que la escala: tenga entre su más alto y más bajo escalón, una serie de grados intermedios que reúnan los extremos por gradaciones más numerosas que espaciadas.

La repartición de la propiedad raíz entre el mayor número posible de gentes y el fomento de la pequeña industria, como factores preponderantes, casi decisivos, en la formación de una clase media autónoma, contribuirían, pues, de manera muy poderosa, a corregir los defectos de que adolece nuestra constitución económica y a evitar, en el porvenir, los padecimientos consuetudinarios de la Patria.

El medio más natural y, por lo tanto, mejor para resolver el tercer punto -que se refiere al mejoramiento de la condición material del prolecariado- consiste en provocar una fuerte demanda de trabajo, esto es, en determinar, con esfuerzos eficientes, el desarrollo máximo- compatible con nuestras condiciones- de la pequeña y la grande industria.

Aunque la limitación introducida en este enunciado de compatibilidad con nuestras condiciones, hace posible la solución del problema, ante la magnitud y número de las dificultades que presenta -amenguadas algo, es cierto, por la fabulosa productividad potencial de nuestro suelo, capaz de alimentar y enriquecer a una población muchas veces mayor que la actual de la República- se necesita plantear dicho problema, de modo racional y patriótico, para que nuestras actividades no sean lamentablemente consumidas por absurdos empirismos o bastardas conveniencias políticas.

La naturaleza -que es ciega y que, quizás por esto, no es susceptible de caer en tentaciones malignas- jamás desvía sus pasos de las líneas de menor resistencia, es decir de las que marcan las direcciones en que el gasto de energías es mínimo en relación con el rendimiento producido: tal es su proceso general, inmutable, de actuación, definido y concretado al caso particular que nos ocupa en la historia industrial de todos los países. Cualquiera sabe -por ignorante que sea- que cada descubrimiento científico, cada perfeccionamiento en el utilaje, en los métodos de trabajo, en los transportes, etc., ha señalado nuevas líneas de menor resistencia para el esfuerzo humano, que -a pesar de los trastornos momentáneos consiguientes a toda reforma o cambio de rumbo y de las protestas enérgicas de los intereses creados- han realizado siempre, con una producción más abundante y más barata, la satisfacción de un mayor número de necesidades y el acrecentamiento del bienestar general. Ahora bien, como estos adelantos industriales son ocasionados por el incentivo de economía del esfuerzo -no tanto ya para reducir la pena que entraña, como sucedió originariamente, cuanto para resistir a los ruinosos efectos económicos de la concurrencia de otros esfuerzos similares- tiene que deducirse, forzosamente, que la supresión de la libre concurrencia económica acarrearía las consecuencias desastrosas de la paralización del progreso industrial.

De la sencilla, pero irrefutable argumentación que antecede -porque, huyendo de la petulante audacia de pretender crear, me he limitado a calcarla modesta y sinceramente de la Naturaleza y de la Historia:- se desprenden las dos conclusiones generales siguientes, que constituyen, por decirlo así, los moldes en que deberá vaciarse la política gubernamental relativa, para resucitar y robustecer al organismo nacional, a saber:

primera: fomentar, por todos los medios legales disponibles, la explotación de los productos naturales de nuestro suelo, las industrias fabriles que de dicha explotación se deriven y, preferentemente, entre todas éstas, las que respondan a las necesidades primordiales de la vida humana, equivaldría a localizar las líneas de menor resistencia en la explotación general del país y a provocar el encauzamiento de todas las actividades productoras en el sentido de la mayor prosperidad nacional, y

Segunda: suprimir parcial o totalmente la concurrencia económica interior o exterior, para fomentar, mediante privilegios, determinadas industrias nacionales o, mediante derechos arancelarios, las industrias exóticas que sólo pueden vivir dentro de la incubadora de la protección oficial, equivaldría a detener el progreso material del país y, con el alza de precios consiguiente a todo monopolio y la injusticia de favorecer a unos cuantos a costa de todos los demás, se intensificaría considerablemente el malestar general.

Puede decirse, pues, en pocas palabras, que la captación, extracción y transformación de los productos naturales de nuestro suelo y la libre concurrencia económica nacional e internacional, son los dos términos principales de la fórmula de nuestra política industrial.

Pero ... -podrían objetar algunos- si después de restablecida la paz en Europa, los países más íntimamente relacionados con el nuestro, desde el punto de vista comercial, persistieran en su tradicional política proteccionista ¿no resultaría contraproducente la tendencia diametralmente opuesta de la fórmula anterior? -No, y mil veces no.

Esos países, entonces, se verán en la necesidad -como el nuestro ahora- de una reparación pronta y eficaz de la tremenda suma de energías que la guerra ha substraído despiadadamente de su progreso industrial, y dicha necesidad aparecerá mayor y más imperiosa ante ellos, porque, al fin y al cabo, nuestro país era ya pobre -a pesar de su maravillosa potencialidad y aun en el caso de haber consumido cuanto tenía en la reciente lucha intestina, su pérdida total de bienes materiales apenas representaría una fracción infinitesimal de la sufrida por cualquiera de aquellos países. Además, como a la guerra armada actual sucederá, indefectiblemente, la guerra comercial y la única posibilidad de verdadera expansión del comercio la suministra una producción abundante y barata, esto es, la actividad industrial siguiendo las líneas de menor resistencia y sujeta a la libre concurrencia económica, hay exceso de fundamentos para presumir que el poderoso movimiento intelectual en favor del libre cambio desarrollado en los países de referencia, antes de la guerra, cristalice, al advenimiento de la paz, en hechos tangibles y definitivos, y que la Humanidad se redima con los beneficios materiales y morales de una distribución geográfica racional del trabajo en todo el mundo.

Mas si así no sucediera, si los países antes proteccionistas conservaran, por una de esas inexplicables componendas políticas, su antigua actitud de abierta rebeldía con los mandatos inexorables de la Naturaleza, mas debemos lamentar por ellos mismos que por nosotros, los males que origine semejante equivocación. Cabe recordar aquí, en efecto, el caso de Inglaterra:

En 1844, John Lewis Ricardo formuló así la política libre-cambista:

- Libertar al comercio de todas sus restricciones entorpecedoras, sin preocuparse de los derechos con que los gobiernos extranjeros estimen conveniente gravar las mercancías inglesas. Dos años después fue votada la supresión de las cornlaws; en 1851 fue depurada la tarifa suprimiendo 1,100 derechos arancelarios y, desde 1862, sólo han sido gravados ligeramente el tabaco, el té, el café, el cacao, los alcoholes, el vino, y el azúcar, pero no con derechos protectores, sino fiscales, porque dichos artículos no se producen en Inglaterra.

¿Cuál fue el resultado de esta política? Que el pueblo británico, comerciando principalmente con países proteccionistas -puesto que en el viejo continente sólo Bélgica y los Países Bajos siguieron su ejemplo y en el nuevo, ninguno- pudo obtener el máximo efecto útil de los descubrimientos científicos aplicados a la industria. y de los perfeccionamientos en los transportes y, no obstante que los salarios alcanzaron su valor más alto en Europa -hay que advertir que se hizo el milagro de la paridad de los salarios nominal y real-las aduanas extranjeras no fueron capaces de contener el empuje avasallador del torrente comercial inglés.

Bien está -replicará alguien- pero Inglaterra es un país viejo y muy adelantado industrialmente ¿pasaría lo mismo con México?-. Los conceptos autorizados de Yves Guyot, en este respecto, disipan todas las dudas:

La protección para las naciones nuevas equivaldría a poner un fardo sobre las espaldas de un niño para permitirle luchar con un adulto.

¿Las industrias nacientes? -Estas industrias deben, ante todo, procurarse un utilaje, ¿y se los haréis pagar más caro? ¿Os atreveríais a gravar las materias primas?

Los países nuevos sufren mucho más con el sistema protector que los viejos, como lo prueba un ejemplo dado por J. Novicow, en 1894:

Bélgica tiene 115 kilómetros de vías férreas por cada 10,000 kilómetros cuadrados de territorio, mientras que Rusia sólo tiene 6. En el primer país se pueden dejar de construir nuevas vías. Rusia necesita 200,000 kilómetros de líneas nuevas. A razón de 10,000 francos cada kilómetro, esto hace un total de veinte mil millones de francos. La mejora actual para Rusia, que proviene de su régimen, representa el 20 por ciento, o sean cuatro mil millones de francos. Por lo tanto, con el libre cambio, Rusia podría construir 200,000 kilómetros con el gasto que necesitarán 160,000 kilómetros: ¡una diferencia igual a toda su red actua1!.

Por el mismo motivo, con los derechos sobre los fierros y aceros, los Estados Unidos han sobrecargado su utilaje con millares de millones que han beneficiado a los trusts siderúrgicos, a expensas de toda la Nación...

De esto resulta que el libre cambio es el único medio de sacar de pañales a la industria naciente o protegida de los países nuevos ...

A. J. Pani.

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