Índice de La política hacendaria del nuevo régimen de Alberto J. PaniPresentacion de Chantal López y Omar CortésSEGUNDA PARTEBiblioteca Virtual Antorcha

LA POLÍTICA HACENDARIA DEL NUEVO RÉGIMEN

Alberto Pani

PRIMERA PARTE


Dije en la Monografía 1 de este volumen (1) -Revolucionaríos y Reaccionarios, página 30- que el Nuevo Régimen, al nacer, consagró la política hacendaria de la Dictadura.

Recordé, al efecto, que su primer Secretario de Hacienda y Crédito Público -el mismo en los Gabinetes Presidenciales del Lic. De la Barra y del señor Madero- declaró, al inaugurar sus labores, que nada cambiaría del sistema y del personal administrativo del señor Limantour, pues era un admirador suyo y comparó la dependencia gubernamental que se le había confiado a un buen reloj al que sólo tenía que renovar la cuerda cada veinticuatro horas ...

Hice notar, igualmente, que no limitaba su admiración a la persona del notable hacendista y eficiente administrador, sino que también la extendía de modo expreso -y ahora agrego que fue confirmada por su actuación bajo los dos Presidentes citados- al sistema hacendario de la Dictadura, es decir, de un régimen de privilegios, de injusta repartición de la riqueza y de expoliación de las clases trabajadoras; que el mismo sistema pudo mantenerse incólume durante largos años y que, enunciada al fin la política hacendaria del Nuevo Régimen e implantadas las reformas relativas, todavía siguieron manifestándose intentos y verificándose actos de regresión a los principios y prácticas de la época dictatorial.

Han cometido este pecado todos los Gobiernos que se han sucedido hasta ahora, después de aquel en que fueron implantadas dichas reformas, a veces estorbando y aun impidiendo la redención económica del proletariado.

A la caída del Presidente Madero, en febrero de 1913, el Nuevo Régimen tuvo que volver al campo de la lucha para derrocar la Dictadura restaurada por la traición de Victoriano Huerta. El movimiento reivindicador fue acaudillado por el Gobernador de Coahuila don Venustiano Carranza. Tras de la lucha, que fue dilatada, se produjeron diferencias entre las facciones carrancista y villista que se resolvieron en un choque sangriento. Derrotada y dispersa la última, el criminal asalto de Villa a la ciudad americana de Columbus, provocó el conflicto internacional de la llamada expedición punitiva, o sea, la invasión de Chihuahua por fuerzas de los Estados Unidos, para perseguir y capturar al facineroso. Debido a estos sucesos, que alargaron lamentablemente la campaña militar de pacificación que siguió a la del derrocamiento de la Dictadura, el Nuevo Régimen no pudo volver al orden constitucional sino hasta el 19 de mayo de 1917, en que comenzó a regir la Constitución promulgada el 5 de febrero y tomó posesión de la Presidencia de la República, por elección popular, el Caudillo que lo había reivindicado.

Es explicable que, embargada la atención del Gobierno por las necesidades inaplazables de la reorganización administrativa, la pacificación y la recuperación económica del país, haya perdurado, durante algunos años, la inercia del sistema hacendario de la Dictadura aún después de reanudarse la vida constitucional del Nuevo Régimen. Justificadamente se temían las inmediatas repercusiones desfavorables, sobre las rentas públicas, de cualquier cambio en un sistema cuya raigambre arrancaba de la época colonial.

La asonada de Agua Prieta -provocada por el intento de imposición de la candidatura oficial del Ing. don Ignacio Bonillas contra la independiente del Gral. don Alvaro Obregón, derribó al Presidente Carranza. Fue nombrado en su lugar don Adolfo de la Huerta para que, dentro de los cinco meses que quedaban del período presidencial, convocara a elecciones. Transformada así la candidatura independiente en oficial, el Gral. Obregón ascendió a la Presidencia de la República el 1° de diciembre de 1920 y encomendó la Cartera de Hacienda al propio señor De la Huerta.

El temor de afectar desfavorablemente las rentas públicas con un cambio en el inveterado sistema fiscal, careció de justificación al aparecer la bonanza que, de 1921 a 1923, produjo en el Erario el mayor auge que, hasta ahora, ha tenido la industria Petrolera. Sin embargo, el Secretario de Hacienda y Crédito Público no aprovechó la referida bonanza más que en inflar superabundantemente el personal administrativo; en reanudar, de modo inconveniente y oneroso, el servicio de la Deuda Exterior y en sufragar otras muchas erogaciones extraordinarias, determinando, con todo ello, un fuerte desequilibrio presupuestal.

El 26 de septiembre de 1923 me hice cargo de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, en el Gabinete del Presidente Obregón, para suceder a don Adolfo de la Huerta que acababa de renunciar, postulado por sus amigos y partidarios para la Presidencia de la República, en oposición a la candidatura oficial del Gral. don Plutarco Elías Calles.

Tuve la pena de encontrar la situación hacendaria infinitamente peor de como la sospechaba. Las cuentas del Erario Federal arrojaron al 30 de septiembre de 1923 un déficit de más de cuarenta y dos millones de pesos, sin incluir los adeudos heredados de ejercicios anteriores, pues esa cifra expresaba el sólo producto de la acumulación, en el decurso de los nueve meses corridos del año, de las crecientes diferencias sucesivas entre las erogaciones efectuadas y los ingresos percibidos. El excedente mensual de los gastos se acercaba ya a cinco millones de pesos y tendía a aumentar indefinidamente. Era que, por un lado, el despilfarro se practicaba de modo sistemático bajo la forma de dádivas más o menos disimuladas y de nombramientos de empleados supernumerarios y de comisionados especiales -todos innecesarios y muchos de ellos sin más obligación que la de cobrar decenalmente sus sueldos- y, por otro lado, no se había tenido empacho, para atender necesidades apremiantes del momento, en comprometer o en gestionar y obtener el pago anticipado de futuras recaudaciones -habiendo ya alcanzado la merma producida en los impuestos por tan condenables arbitrios hasta el comienzo del siguiente ejercicio fiscal- o bien, en disponer de depósitos confidenciales constituídos en la Tesorería por sociedades privadas o por particulares o de los fondos dedicados por la ley, de modo exclusivo, al servicio de la Deuda Exterior o -expediente todavía más increíble y censurable- en girar, sin provisión de fondos, contra la Agencia Financiera del Gobierno en Nueva York.

Antes de intentar cualquiera reforma, había que poner orden en la casa. Estudié, al efecto, las medidas que, en mi concepto, era de toda urgencia dictar con el fin de poder conjurar el peligro de una inminente catástrofe financiera: la eliminación del personal superabundante, la reducción general de los gastos, suprimiendo los innecesarios o aplazables y la reorganización de las oficinas recaudadoras y de los servicios productivos.

Se dió principio a la ejecución del plan de economías con el cese inmediato de todos los parásitos, que casi llegaban a dos mil y costaban más de ochocientos mil pesos mensuales -correspondiendo cerca de medio millón de este despilfarro a la sola Secretaría de Hacienda- y la reducción de un diez por ciento en los sueldos de todos los funcionarios y empleados civiles y militares del Poder Ejecutivo. Logré, por otro lado, que la Huasteca Petroleum Company concediera al Gobierno un préstamo de diez millones de pesos que permitió pagar, desde luego, los giros aceptados por la Tesorería y la Agencia Financiera de Nueva York, aún insolutos, y los adeudos con el comercio de la Capital. Se esperaba fundadamente que las otras economías incluídas en el plan acabaran de restablecer el equilibrio del presupuesto para fines del año de 1923.

Desgraciadamente, la pugna electoral Calles-De la Huerta degeneró en una asonada militar delahuertista que estalló en Veracruz el 5 de diciembre y que pronto se propagó por todos los lugares de la República donde tenían mando de fuerzas los Jefes del Ejército en ella inodados. Esta asonada puso en situación bastante más peliaguda al Erario Federal por sus consecuencias instantáneas de multiplicación considerable de gastos y de abatimiento general de las recaudaciones y la pérdida de algunas de sus fuentes más importantes. Todo eso, agravado por la circunstancia de tener que proveer puntualmente las cantidades de dinero demandadas por el desarrollo de las operaciones militares, ya que su buen resultado podía depender y de hecho dependía de tal puntualidad. Y, para colmo de desdichas, cuando las necesidades de la guerra más se abultaban en magnitud y en apremio y era más precaria la situación de la Tesorería, consideraciones de conveniencia internacional-en evidente relación con la estabilidad misma del Gobierno- obligaron también a suplir la porción distraída de los fondos destinados a la Deuda Exterior y completar, con recursos reclamados por atenciones urgentes de la administración y de la campaña, los treinta millones de pesos que, según el dispendioso Convenio Lamont-De la Huerta, importaba el vencimiento de 1923.

Con la asonada delahuertista creció tan bruscamente la diferencia entre los egresos y los ingresos, que el déficit acumulado, ya muy disminuído, pronto rebasó su valor de septiembre para ascender, al cerrarse las cuentas del ejercicio fiscal, hasta la suma de $58.683,046.41.

La campaña militar, dirigida por el Presidente Obregón en persona, se desenvolvió en una sucesión ininterrumpida de victorias sobre los sediciosos, que terminaron con la completa pacificación y el restablecimiento, en todo el país, de la autoridad gubernamental.

Es imposible la estimación total de lo que costó la asonada, porque en ella habría que hacer intervenir factores que escapan a cualquier intento de cuantificación. Nadie sería capaz, ciertamente, de expresar en dinero los efectos inmediatos y mediatos, sobre la economía nacional, de las pérdidas de vidas humanas -para mí, una sola de éstas vale más que todo el oro del mundo- o de la acción desmoralizadora del estado de guerra en los individuos, en las familias y en la sociedad. Restringiendo la estimación a los factores fácilmente cuantificables en relación con el Erario Nacional -erogaciones extraordinarias, disminución de ingresos, sustracción de fondos por los rebeldes, destrucción de propiedades, etc.- pudo afirmarse, basándose en las investigaciones practicadas por la Comisión nombrada al efecto, que la represión de la asonada militar delahuertista y el restablecimiento de la normalidad económica -rota por causa de tal asonada- costó a la Hacienda Pública Federal una suma no menor de sesenta millones de pesos.

Para hacer frente a tan gravosa situación fue preciso introducir cambios profundos en el Presupuesto de Egresos y en la Ley de Ingresos. Los cambios en aquél resultaron de otro reajuste hacendario que redujo en más de cien millones de pesos los gastos, en relación con los autorizados para el año de 1923. También con el propósito de aligerar la carga que pesaba sobre el Erario y, de paso, para dar lugar a una enmienda al Convenio Lamont-De la Huerta que corrigiera sus desventajosas equivocaciones, fue otra vez suspendido, por el Decreto del 30 de junio de 1924, el servicio de la Deuda Exterior. Aunque las modificaciones hechas en la Ley de Ingresos tendieron originalmente a restablecer el equilibrio presupuestal, recurriendo al expediente inevitable de aumentar algunos impuestos y de crear otros, las referidas modificaciones fueron al propio tiempo orientadas hacia la reforma fiscal planeada por la nueva política hacendaria y que posteriormente concretaré.

Todas las obligaciones momentánea e imperiosamente impuestas por las necesidades de la guerra -no comprendidas en las autorizaciones del Presupuesto e inaplazables- quedaron por fortuna amortizadas el mismo año de 1924. Fue también posible bajar el saldo deudor de $58.683,046.01 que arrojó el balance final de 1923 a $40.768,658.40. Ahora bien, como esta diferencia de $17.914,387.61, sumada al importe de las obligaciones extrapresupuestales satisfechas, daba una cifra bastante mayor que el monto de las obligaciones insatisfechas de la Deuda Exterior -nuevamente suspendida- puede afirmarse que en el ejercicio fiscal de 1924 fue cuando se logró, no obstante las excepcionales dificultades que a ello se oponían, convertir en superávit el creciente déficit acumulativo que venía arrastrando el ejercicio de 1923.

Verificadas las elecciones, fue designado Presidente de la República el Gral. don Plutarco Elías Calles para el cuatrienio del 19 de diciembre de 1924 al 30 de noviembre de 1928.

Cuando el Presidente electo se sirvió invitarme, dos o tres días antes de tomar posesión de su alto cargo, a que continuara en el puesto de Secretario de Hacienda y Crédito Público que venía ocupando en el Gabinete de su ilustre antecesor, pata poder contestar tan honrosa invitación tuve, naturalmente, que cerciorarme de su conformidad en que se prosiguiera el programa hacendario que, con el fin de responder a las aspiraciones del Nuevo Régimen, había comenzado a concebir desde septiembre de 1923 que sucedí en la Secretaría de Hacienda a don Adolfo de la Huerta y a implantar desde el siguiente ejercicio de 1924.

¿Cuál era, fundamentalmente, ese programa? Es fácil enunciarlo en pocas palabras:

Previa, por supuesto, la eliminación del creciente déficit engendrado por un desastroso desequilibrio presupuestal, además de la reforma fiscal -iniciada en 1924, de acuerdo con la demanda revolucionaria de redistribución équitativa de la riqueza- y de la bancaria, con los fines de extender y democratizar el crédito y de reorganizar el sistema y dotado del órgano adecuado para la función monetaria tal como lo prescribía la nueva Constitución, formando ambas reformas -la fiscal y la bancaria- el contenido medular del programa, éste comprendía propósitos tan trascendentales como el de construcción, por el Estado, de las obras materiales más capacitadas para acelerar el desenvolvimiento de nuestra economía y que, por su costo y magnitud, no habían sido intentadas antes por la iniciativa oficial y, menos aún, por la privada; las carreteras debidamente acondicionadas para el tránsito automovilístico y los aprovisionamientos hidráulicos para la irrigación de las extensas zonas incultas o deficientemente explotadas del país (2).

El programa se proponía, finalmente, reanudar sobre bases firmes el pago, primero, de la Deuda Interior y, después, de la Exterior, comenzando, respecto de esta última, por liberar al Gobierno de las pesadas obligaciones ajenas que innecesariamente le había incorporado el Convenio Lamont-De la Huerta.

El Gral. Calles se manifestó no sólo acorde con ese programa, sino hasta entusiasmado, sobre todo, relativamente a la fundación -incluída en la segunda de las reformas citadas del Banco Unico de Emisión a que se refiere la fracción X del artículo 73 constitucional y que tan vana y frecuentemente estaba siendo anunciado desde 1917 y relativamente, asimismo, al capítulo de construcciones, ya que, por una parte, la red de carreteras no sólo se podría iniciar sin afectar el presupuesto vigente, sino también asegurando su futuro crecimiento, mediante la imposición de un gravamen sobre el consumo de la gasolina, o sea, la creación de una fuente de recursos cuyo rendimiento subiría de modo automático con su sola aplicación al fin indicado y, por otra parte -es justo que así lo declare- el Gral. Calles traía ya prendida en su cerebro la idea de emprender grandes obras de irrigación apenas se sentara en la silla presidencial.

Acepté, pues, la invitación del Presidente electo y continué ejecutando, durante los dos primeros años de su Gobierno, el programa hacendario enunciado y del cual voy a mencionar los fundamentos, características y realizaciones principales.

Acometamos la tarea principiando por la cuestión fiscal.

La Revolución que estalló en 1910 y que, a través de sus etapas sucesivas, ha mostrado ímpetus capaces de alterar todas las manifestaciones de la vida nacional -escribí en la página 35 de mi libro La Política Hacendaria y la Revolución, editado en 1926- no había introducido, hasta el año de 1923, modificación sustancial alguna en el régimen fiscal porfiriano, no obstante que, en muchos de sus aspectos, era fácil descubrir todavía el sello inequívoco del sistema colonial. La misma Constitución de 1917, en efecto, consagra uno de los pecados capitales de dicho régimen, porque ni siquiera delimita con precisión las respectivas jurisdicciones de tributación del Gobierno Federal, de los Gobiernos de los Estados y de los Municipios (3) y, por tanto, en vez de corregir las invasiones recíprocas que estorban o impiden, en muy numerosos casos de sobreposición de gravámenes, el desenvolvimiento del comercio y de la industria y de las fuentes relativas de recaudación fiscal, las conserva y -lo que es peor aún- favorece su expansión indefinida.

Otro de los defectos del régimen que impera en todo el país es el de su extraordinaria complicación, ya que las cuotas, las bases de la imposición, las reglamentaciones y las formas y épocas de pago de los impuestos, se multiplican hasta el punto de crear un estado de confusión y de incoherencia, casi anárquico, en materia fiscal.

Concretándome al caso particular de la Federación, a los males derivados de los defectos acabados de señalar se suman las consecuencias funestas de la aplicación de los principios que sustenta la Escuela Liberal y que fueron los que inspiraron la política fiscal anterior a la Revolución, marcadamente capitalista y enfocada hacia la necesidad -siempre apremiante- de proveerse de los fondos demandados por las obligaciones presupuestales del Gobierno.

Los principios de la Escuela Liberal en materia fiscal se fundan en una errónea concepción del impuesto y sus consecuencias, así como de las condiciones del bienestar social. Según ellos, el impuesto sólo se justifica como precio de los beneficios que de los servicios públicos reciben en común los miembros de la colectividad, y debe herir lo menos posible las actividades productoras, cuyo principal estímulo es la obtención de fuertes beneficios por las empresas privadas. De ahí la preferencia concedida a los impuestos indirectos, por ser los únicos que se pagan voluntariamente, de acuerdo con las necesidades cuya satisfacción garantiza el Gobierno, y que pesan exclusivamente sobre el consumidor. Pero la moderna doctrina del impuesto rechaza tales principios como falsos, injustos y antieconómicos. Son falsos, porque el impuesto es una obligación y no el precio de un servicio. Son injustos, porque a pretexto de combatir el privilegio, agravan las desigualdades sociales, condenando al pobre a sacrificios mayores, dada la limitación de sus recursos, que los exigidos de los ricos. Y, por último, son antieconómicos, porque la riqueza pública, entendida como producción y acumulación de bienes, depende de la manera como son distribuídos éstos, O sea del grado en que todos participamos en su aprovechamiento, lo que quiere decir que será tanto mayor cuanto menos grandes sean las desigualdades sociales, y que no podrá existir ni aumentar allí donde unos cuantos vivan en la opulencia y el resto en una extrema miseria.

Por otra parte, como los impuestos sobre el consumo son de fácil productividad y no se ha tenido más punto de mira -según dije antes- que el de la recaudación máxima posible, el Gobierno resbaló -página 37 del libro anteriormente citado- al impulso de múltiples necesidades, por las líneas de menor resistencia, hasta llegar a constituir un sistema fiscal, casi exclusivamente -como estaba en 1923- por impuestos indirectos que gravitan sobre el consumo (4).

El análisis detallado de éstos, o siquiera de algunos de ellos, alargaría demasiado la presente exposición; me contentaré, pues, con examinar someramente, por ejemplo, el típico impuesto sobre ventas, cuyos defectos son un reflejo de los del sistema fiscal a que pertenece.

El impuesto de que se trata, con cuota de un medio por ciento sobre el monto de cualquiera operación de compraventa, afecta lo mismo los artículos de primera necesidad, como el maíz y la manta, que los de lujo, como las ricas telas, el oro o los diamantes; y como a estos últimos corresponde el menor volumen de las operaciones gravadas, son los consumidores pobres los que soportan casi todo el peso del impuesto. La situación de estos consumidores, además, se empeora, porque el gravamen se causa por cada operación de compraventa y cuando un articulo pasa por varios vendedores -como sucede especialmente con los que se ofrecen al consumo de quienes están en posición económica inferior- se paga otras tantas veces el impuesto, aparte de que, por virtud de la incidencia, el vendedor recobra siempre del comprador una cantidad mayor de la que entera al Fisco, sin que las autoridades puedan evitar el consiguiente encarecimiento de la vida. Estos impuestos dan lugar al curioso fenómeno de ser tanto más productivos cuanto más intensas son las crisis económicas por que el país atraviesa y más agudos los sufrimientos del pueblo consumidor.

Los males indicados se agravan más aún por la circunstancia de que, tratándose de ventas al menudeo, el impuesto se calcula y recauda mediante un sistema de calificaciones que deben ser hechas en las Administraciones del Timbre. Estas calificaciones, sin datos objetivos, son una fuente de inmoralidades e injusticias casi incorregibles, ya que la ley misma impulsa al fraude o a la omisión por parte de los causantes y permite la corrupción o la arbitrariedad de los funcionarios. Y todo esto no solamente redunda en daños para el Erario, sino también para los causantes honestos que, además de ser extorsionados por el Fisco y de tener que absorber todo el impuesto, quedan en situación desventajosa -por una competencia ilícita- ante los causantes que logran eludir su obligación fiscal.

El impuesto sobre las operaciones de compraventa -que, repito, refleja la fisonomía del sistema fiscal de la Federaciónes, en suma, un gravamen indiscriminado, inversamente proporcional a la capacidad económica del contribuyente, complicado en su reglamentación, de incidencia incontrolable, contrario a todo propósito de mejoramiento popular, costoso y arbitrario.

Condensando, en conclusiones concretas, todo lo que he expuesto en los párrafos anteriores, puede decirse que los defectos capitales de que adolece el sistema federal de impuestos proceden de estas dos causas:

La carencia de preceptos constitucionales que delimiten técnicamente los diversos campos de imposición del Gobierno Federal, de los Gobiernos de los Estados y de los Municipios y la composición de dicho sistema, casi exclusivamente, de impuestos indirectos engendrados por propósitos puramente fiscales, esto es, de obtener los recursos necesarios para sufragar los gastos públicos.

Como he dicho ya, la primera de dichas causas tiene consecuencias anárquicas en el régimen general del país y produce indebidas sobreposiciones de impuestos que, al estorbar o, en algunos casos, impedir el desarrollo del comercio y de la industria y poner trabas, por tanto, al progreso nacional, mantiene el monto de las recaudaciones fiscales muy abajo de su valor máximo compatible con la potencialidad económica de la República. La segunda de esas causas es fuente inagotable de injusticias en la repartición de la carga de los impuestos, en favor de la insignificante minoría de ricos, y de los consiguientes obstáculos para el adelanto económico, social y moral de la gran mayoría de pobres ...

Los Constituyentes de 1857 -a ejemplo de los que forjaron la Federación Norteamericana consagrando el principio de autonomía de las entidades políticas que la forman, para crear sus propios regímenes de impuestos- atribuyeron exclusivamente a la Federación ciertos gravámenes y permitieron que los Poderes de la Unión y los Poderes de los Estados concurrieran sobre los mismos valores para el establecimiento de sus tributos. Los Constituyentes de 1917, por desgracia, continuaron la misma vía, olvidando otros muchos factores que juegan en la realidad de la vida política y económica, hoy mucho más complicada que en las postrimerías del siglo XVIII o a mediados del siglo pasado. Al correr de los tiempos, en efecto, la autonomía referida -tolerando que la Federación y cada uno de los Estados establezcan independientemente sus sistemas de tributación, sin plan alguno, sin coordinación, sin armonía- ha originado las interferencias entre dichos sistemas, las invasiones injustificadas, las acumulaciones sin proporción, la irregularidad en los gravámenes, en una palabra, la anarquía fiscal que -como se sabe- es una de las causas principales de que los impuestos no puedan alcanzar su productividad máxima posible.

El problema de la concurrencia ha preocupado a los estadistas de muchos países -inclusos los Estados Unidos de Norteamérica- que buscando nuevas bases para el desarrollo de los sistemas de tributación, han llegado a reconocer que hay ciertos impuestos cuyo manejo, por su naturaleza especial, conviene mejor a la jurisdicción dotada de más amplia competenciat que en nuestro caso es el Gobierno Federal; que hay otros que deben corresponder a las jurisdicciones fiscales cuyo círculo es más restringido -los Estados- y, por último, que otros impuestos conviene atribuirlos a la primera jurisdicción referida, pero repartiendo su producto entre ella y las otras. El Ejecutivo Federal, considerando conveniente una reforma constitucional para llegar a la separación racional de los campos de imposición y, con el fin de preparar el consentimiento de los Estados, necesario para tal reforma, convocó a una Convención Fiscal (5) integrada por representantes de los Gobiernos locales y de la Secretaría de Hacienda y que, en agosto de 1925, se ocupó, con grandes dosis de sensatez y patriotismo, del estudio de los varios regímenes de impuestos existentes en la República, para poder desentrañar las nuevas bases de nuestra futura organización fiscal.

La Convención inició sus labores con el nombramiento de dos comisiones: la primera, para formular un plan de arbitrios y, la otra, para examinar el problema de la concurrencia.

La primera de dichas Comisiones propuso la unificación de todos los impuestos, de acuerdo con un método uniforme. Sugirió, al efecto, que el impuesto territorial de la República se basara sobre unidades tipos y gravara la rentabilidad potencial media de la tierra, pesando este gravament solamente, sobre la tierra desnuda de mejoras y sobre el incremento no ganado. Por lo que respecta a los impuestos que gravan el comercio y la industria, la Comisión sostuvo también sus propósitos de unificación por medio de un impuesto sobre la cifra de los negocios -que ha de substituir a los de compraventa, de patente, de capitales- erigido sobre la base de un mejor acuerdo entre los Estados, para evitar las guerras económicas y de tarifas. Por lo que hace al Impuesto sobre sucesiones y donaciones, el criterio de la Comisión fue también el de llegar a un Impuesto Federal sobre bases definidas, de modo que se grave cada porción hereditaria y no el capital líquido, que establezca cuotas inversamente proporcionales a los grados de parentesco y que éstas sean más bajas para los menores, las mujeres y los ancianos, en vista de que el impuesto debe ser proporcional a la capacidad económica de los contribuyentes. Se decidió, igualmente, que los impuestos especiales no se voten por los Estados sino previo acuerdo entre los que graven los mismos productos y entre ellos y la Federación y, por último, que se tienda a suprimir el impuesto sobre operaciones jurídicas en toda la República.

La Comisión encargada del estudio de la concurrencia en los impuestos llegó también a conclusiones de gran trascendencia, que fueron aprobadas, como las anteriores, por la Asamblea.

Decidió, en primer lugar, recomendar que se reúna en la capital de la República cada cuatro años -o antes, si fuere necesario a juicio del Ejecutivo Federal o de los Estados- una Convención Fiscal que se ocupe de proponer los impuestos que deban regir en toda la República, de uniformar los sistemas y de establecer las competencias de las distintas autoridades fiscales, en la inteligencia de que sus resoluciones serán obligatorias para toda la Nación cuando hayan sido aprobadas por el Congreso y por la mayoría de las Legislaturas de los Estados y que si aquél o éstas no las objetaren ni les confirieren su aprobación expresa, en el período de sesiones ordinario siguiente a la celebración de dicha Convención, se considerará que tácitamente dieron su voto aprobatorio. Esto, naturalmente, implica una reforma constitucional que desde luego propuso la Convención y que se extiende también a la fracción III del artículo 117, con el fin de que los Estados y los Municipios puedan recaudar sus estampillas impresas por la Federación, la cual les dará la parte que les corresponda en impuestos federales.

En segundo término, la Comisión referida propuso un plan de arbitrios para delimitar los campos de imposición entre la Federación y los Estados, de acuerdo con las bases siguientes:

Corresponderán exclusivamente a las autoridades locales los impuestos sobre la propiedad territorial y sobre actos no comerciales; el impuesto sobre sucesiones y donaciones será establecido por las autoridades locales, concediendo una participación en el producto de dicho impuesto a la Federación; ésta ampliará el Impuesto sobre la Renta con dos cédulas, una sobre explotaciones agrícolas y otra sobre propiedad edificada, cuyo producto será para las autoridades locales.

Pertenecerán a la Federación los impuestos sobre el comercio interior y sobre la industria, pero los Estados recibirán una participación en los productos de ellos. Los impuestos especiales deberán establecerse con el acuerdo de la Federación y de las Entidades Federativas interesadas. Los ingresos federales deberán invertirse estrictamente en gastos y obras federales, mientras que los ingresos locales se usarán en gastos del Estado y los municipales en las atenciones de la ciudad.

El último punto propuesto y aprobado se refiere a la manera de ejecutar los acuerdos de la Convención Nacional Fiscal. Se creó, al efecto, una Comisión Permanente dentro del Departamento Técnico Fiscal de la Secretaría de Hacienda, dedicada al estudio del mejor método para la realización de las decisiones tomadas y para preparar los trabajos de las Convenciones Fiscales posteriores.


NOTAS

(1) Tómese en cuenta que el ensayo que aquí publicamos fue originalmente editado en 1941 por la Editorial Atlante, S.A., en un solo volumen junto con otros dos ensayos (Revolucionarios y reaccionarios, y, La industria nacional del turismo) de Alberto Pani, titulado Tres monografias, edición que nos ha servido de base para elaborar la presente edición virtual. Aclaramos, entonces, que aquí Aquí solamente publicamos la monografía número dos titulada La política hacendaria del nuevo régimen. Precisión de Chantal López y Omar Cortés.

(2) Desde varios años antes de estallar la Revolución maderista se movía en mi cabeza la idea de promover la construcción de grandes obras materiales. Teniendo a mi cargo la cátedra de Vías Fluviales y Obras Hidráulicas de la Escuela Nacional de Ingenieros propuse en una de las Juntas de Profesores celebradas para revisar los planes de estudios vigentes, una reforma en las prácticas post-escolares que se exigían a los estudiantes de Ingeniería Civil para poder ser graduados. Las efectuaban concurriendo, como empleados ínfimos o simples observadores, a la formación de proyectos y la ejecución de obras dependientes de empresas privadas o públicas y relacionadas con las diversas asignaturas por practicar. Energías dispersas que no aprovechaba el país. La reforma comprendía la integración, con dichos practicantes, de un Cuerpo técnico permanente para la investigación científica de las posibilidades de desarrollo económico nacional y los respectivos estudios concretos de vías de comunicación y obras de mejoramiento o construcción de puertos y de aprovechamientos hidráulicos para irrigación, plantas hidro-eléctricas y provisión de aguas potables, con el fin de atraer a los capitalistas hacia inversiones remuneradoras para ellos y de fuerte impulso para la economía de la nación. Fracasé en aquel entonces. Posteriormente y todavía antes de la Revolución, fuí Ingeniero de la Dirección Técnica de las Obras de Provisión de Aguas Potables para la ciudad de México y, como tal, hice numerosas excursiones por los Estados circundantes del Distrito Federal, dentro de un radio de trescientos kilómetros alrededor de la ciudad de México, y descubrí y estudié varios aprovechamientos hidráulicos de fuerza motriz -mencionados algunos de ellos en la Memoria que el Ing. don Manuel Marroquín y Rivera escribió sobre dichas obras y que, no obstante las ventajas de seguridad y economía que procuraban al servicio urbano de aguas no fueron utilizados. Era, pues, natural que reviviera mi propósito al tener que elaborar, para ser implantado por mí mismo, un programa hacendario que tendiera a rehabilitar económicamente a la nación y que incluyera en dicho programa la construcción de carreteras y de importantes sistemas de riego. Con el fin de librar a estas obras del lento expedienteo burocrático, las leyes que propuse al efecto encomendaban su construcción a Comisiones Ejecutivas Especiales en las que estaban representadas las Secretarías interesadas -en cada una, respectivamente, la de Comunicaciones y la de Agricultura- y en ambas la de Hacienda.

La Ley Constitutiva de la Comisión Nacional de Caminos mereció la aprobación del Congreso tal como había sido formulada por la Secretaría de Hacienda. Con la de la Comisión Nacional de Irrigación no sucedió lo mismo: al ser sometida al Congreso, fue modificada a pedimento del Secretario de Agricultura don Luis León en el sentido de suprimir la representación de la Secretaría de Hacienda, atribuída -según se me informó entonces- al deseo, por mi parte, de un desmedido acaparamiento de funciones. Lo único que yo pretendía realmente, era cooperar en actividades que iban a acometerse por mi iniciativa y que, siendo nuevas para el Gobierno, pertenecían a una materia en la que me había especializado en el ejercicio, anterior a la Revolución, de mi carrera de Ingeniero Civil y que, además, formaba una de las partes esenciales de la Cátedra que estuve desempeñando, durante varios años, en la Escuela Nacional de Ingenieros.

(3) Téngase en cuenta que este ensayo fue escrito en febrero de 1941. Precisión de Chantal López y Omar Cortés.

(4) En el producto total de los impuestos vigentes en 1923 los gravámenes sobre el consumo representaban más del noventa por ciento. Sabido es que estas cargas fiscales lesionan los principios de equidad porque, mientras más se desciende en la escala económica más acentúan el desequilibrio entre la renta y el consumo: en la base se encuentran los que gastan toda su renta y en la cima aquellos para quienes el consumo no forma más que una pequeña fracción de ella. Es el impuesto favorito de las clases acomodadas por ser la cuota regresiva en proporción a la renta.

(5) Véase aquí, en nuestra Biblioteca Virtual Antorcha la compilación que elaboramos referente a las convenciones fscales Haz click aquí si deseas consultar el capítulo referente de la obra que te recomendamos. Sugerencia de Chantal López y Omar Cortés.

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