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CUARTA PARTE

CAPÍTULO V

A las puertas de Gómez Palacio

Habíamos tomado Bermejillo la tarde del día anterior. El ejército irrumpió en un galope furioso cinco kilómetros al norte del poblado, entrando por allí a toda carrera, arrollando a la sorprendida guarnición, que se desbandaba hacia el Sur. Fue una pelea que se prolongó más de ocho kilómetros, hasta la hacienda de Santa Clara, matándose ciento seis colorados. Pocas horas después se avistó a Urbina arriba de Mapimí. Entonces los ochocientos colorados que estaban allí, informados de las asombrosas noticias de que todo un ejército constitucionalista lo estaba flanqueando a su derecha, evacuaron la plaza y huyeron precipitadamente a Torreón. En toda la campiña circunvecina los federales, aturdidos, se retiraban llenos de miedo hacia la ciudad.

Ya entrada la tarde vino por la vía angosta, del rumbo de Mapimí, un trencito de volteo, del que salían los sonoros acordes de una orquesta de cuerda de diez ejecutantes, que tocaban Recuerdos de Durango, a cuyo compás había yo bailado con frecuencia, junto con la tropa. Los techos, las puertas y las ventanas estaban atestadas de gente que cantaba y marcaba el compás de la música con los pies, en tanto que los rifles disparaban al aire saludando su entrada a la ciudad. Este curioso cargamento desembarcó en la estación, saliendo entre ellos ¡nada menos que Patricio, el valiente cochero del general Urbina, a cuyo lado tantas veces había yo viajado y bailado! Me echó los brazos al cuello gritando:

- ¡Juanito! ¡Aquí esta Juanito, mi general!

Nos preguntamos y.contestamos recíprocamente en pocos minutos un millón de cosas. ¿Iba yo a la batalla de Torreón? ¿Sabía yo del paradero de don Petronilo? ¿Y de Pablo Sáenz? ¿Y de Rafaelito? Y cuando conversábamos así, alguien gritó:

- ¡Viva Urbina!

El mismo general, el héroe, corazón de león, de Durango, se puso de pie en lo alto de los escalones. Estaba cojo, se apoyaba en dos soldados. Tenía un rifle en una mano -un Springfield viejo, de desecho, con las miras bajas y llevaba una cartuchera doble en la cintura. Permaneció allí un instante, sin expresión en absoluto, taladrándome con sus ojillos duros, inquisitivos. Creí que no me había reconocido, pero de pronto, grito súbitamente con voz chillona:

- ¡Ésa no es la cámara que usted tenía! ¿Dónde está la otra?

Estaba a punto de contestarle, cuando prorrumpió:

- Ya sé. La dejó en La Cadena. ¿Corrió usted muy de prisa?

- Sí, mi general.

- ¿Y viene usted a Torreón para correr otra vez?

- Cuando eché a correr de La Cadena -le hice notar, molesto-, ya don Petronilo y las tropas iban a más de un kilómetro adelante.

No contestó, pero bajó cojeando por los escalones del carro, mientras que se oía un alarido de risas de los soldados. Llegando hasta mí, puso la mano sobre mi hombro y me dio una palmadita en la espalda.

- Me alegro de verlo, compañero ... -dijo.

Habían empezado a llegar, por el desierto, los heridos rezagados de la batalla de Tlahualilo, al tren hospital, que estaba lejos, casi al principio de la fila de trenes. Sobre la superficie de la árida llanura, hasta donde podía verse, había solamente tres cosas con vida: un hombre sin sombrero, cojeando, con la cabeza atada con un trapo sanguinolento; otro, tambaleándose junto a su caballo, también vacilante, y muy atrás, una mula sobre la cual iban dos individuos vendados. Y en medio de la saliente y calurosa noche, oíamos desde nuestro carro los quejidos y los gritos de los que sufrían.

En la mañana del domingo estábamos otra vez sobre El Niño, a la cabeza del tren de reparaciones, que se movía lentamente en la vía delante del ejército. El Chavalito, otro cañón montado en la plataforma, iba acoplado detrás; después venían dos carros blindados y luego los carros de trabajo. Ahora no había mujeres. El ejército tenía un aire diferente, avanzaba serpeando en dos grandes columnas, una a cada lado nuestro; había pocas risas o gritos. Ahora ya estábamos cerca, solamente a doce kilómetros de Gómez Palacio; y nadie sabía lo que habían planeado los federales. Era increíble que nos dejaran acercar tanto sin hacer alguna resistencia. Al sur de Bennejillo entramos inmediatamente en un nuevo paisaje. Después del desierto veíamos ahora campos bordeados con canales para irrigación, a lo largo de los cuales crecían inmensos álamos verdes, gigantes columnas de frescura después de la calcinada desolación que acabábamos de pasar. Aquí eran campos de algodón cuyas borlas blancas, sin pizcar, se pudrían en sus tallos o maizales con escasas hojas verdes, que apenas se veían. En los grandes canales corría ligero un buen volumen de agua a la sombra. Los pájaros cantaban. Las infecundas montañas occidentales se aproximaban más, a medida que avanzábamos al Sur. Era tiempo de verano: cálido, húmedo, tal como el de nuestro hogar. Sobre nuestra izquierda había una planta despepitadora abandonada; centenares de pacas blancas tumbadas al sol, así como deslumbrantes pilas de semillas de algodón, que estaban tal y como las habían amontonado los trabajadores meses antes ...

Las compactas columnas del ejército hicieron alto en Santa Clara, y empezaron a desfilar a derecha e izquierda; algunas filas ligeras de soldados sofocados por el sol iban despacio; se refugiaban bajo la sombra de los grandes árboles, hasta que fueron desplegados en un gran frente los seis mil hombres, a la derecha, sobre sementeras y cruzando los canales, más allá del último campo cultivado; y a la izquierda, al través del desierto, hasta la misma base de las montañas, sobre la lisura de todo el terreno plano. Sonaron los clarines, unos desde lejos y otros cerca, y el ejército avanzó en una sola y poderosa línea sobre toda la región. Por encima de sus cabezas se levantaba una esplendente columna de polvo dorado, que tenía más de ocho kilómetros de anchura. Ondeaban las banderas. En el centro, alineado también, venía el carro del cañón, y a su lado marchaba Villa con su Estado Mayor. En los pequeños poblados a lo largo del camino, los pacíficos, con sus sombreros altos y blusas blancas, observaban maravillados y silenciosos el paso de los extraños huéspedes. Un viejo pastor arreó sus cabras para su casa. La ola espumante de soldados se le echó encima, gritando, por una mera travesura, para que las cabras corrieran en diversas direcciones. Kilómetro y medio de ejército se reía a grandes gritos, mientras las cabras, asustadas, levantaban una gran polvareda con sus mil pezuñas al huir. En el poblado de Brittingham hizo alto la enorme columna, mientras Villa y su Estado Mayor galopaban hacia unos peones, que observaban desde sus pequeños terrenos.

- ¡Oyes! -dijo Villa-. ¿Han pasado algunas tropas por aquí últimamente?

- ¡Sí, señor! -contestaron varios a la vez-. Algunos de la gente de don Carlos Argumedo pasaron ayer muy de prisa.

- ¡Hum! -meditó Villa-. ¿Han visto a ese bandido de Pancho Villa por aquí?

- ¡No, señor! -contestaron a coro.

- ¡Bien, ése es el individuo a quien yo busco! ¡Si pesco a ese diablo, le irá mal!

- ¡Le deseamos que tenga éxito! -le gritaron los pacíficos con toda urbanidad.

- ¿Ustedes nunca lo han visto, o sí?

- ¡No, ni lo pennita Dios! -dijeron fervorosamente.

- ¡Bueno! -sonrió Villa-. ¡En lo sucesivo, cuando la gente les pregunte si lo conocen, tendrán que admitir el vergonzoso hecho! ¡Yo soy Pancho Villa! -y diciendo eso espoleó su caballo, seguido de todo el ejército ...

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