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CUARTA PARTE

CAPÍTULO IV

En el carro del cañón El niño

El primer carro del tren de reparaciones era un carro plataforma blindado de acero, sobre el cual iba emplazado el famoso cañón constitucionalista El Niño, con un armón abierto detrás, lleno de granadas. Le seguía un carro blindado lleno de soldados, después un carro de railes de acero, y cuatro más cargados con durmientes de ferrocarril. Venía en seguida la locomotora, el maquinista yel fogonero con sus cartucheras colgando y sus rifles en la mano. Seguían después dos o tres carros-caja con soldados y sus mujeres. Era una empresa peligrosa. Se sabía que estaba una gran fuerza federal en Mapimí; la región tenía enjambres de sus avanzadas por todas partes. Nuestro ejército ya iba muy adelante, con excepción de los quinientos hombres que custodiaban los trenes en Conejos. Si el enemigo podía capturar o destruir el tren de reparaciones, el ejército quedaría cortado, sin agua, alimentos ni municiones. Íbamos en la oscuridad. Estaba sentado sobre la recámara de El Niño, charlando con el capitán Diar, comandante del cañón, mientras él aceitaba la cerraja de su querida pieza y se rizaba los parados mostachos. Oí un ruido curioso, como un crujido que se tratara de evitar: era en el cubil blindado detrás del cañón, donde dormía el capitán.

- ¿Qué es eso?

- ¿Eh? -contestó nervioso-. ¡Oh, nada, nada!

Al mismo tiempo salía una india joven, con una botella en la mano. No tenía seguramente más de diecisiete años y era muy agradable. El capitán me fulminó con una mirada y, súbitamente, me volvió la espalda.

- ¿Qué haces aquí? -le gritó colérico-. ¿Por qué vienes aquí?

- Creí que querías tomar un trago -balbuceó.

Percibí que estaba sobrando allí y pedí una disculpa. Apenas si me hicieron caso. Pero al subir por la parte de atrás al carro, no pude evitar el detenerme y escuchar. Se habían vuelto al cubil; ella estaba llorando.

- ¿No te he dicho -rugió el capitán-, que no te presentes cuando haya extraños aquí? No quiero que te estén mirando todos los hombres de México ...

Me puse de pie sobre el techo del carro de acero que se mecía al avanzar, aun yendo despacio, hacia adelante. Al frente, tendidos boca abajo en el otro extremo de la plataforma, iban dos hombres con linterna, examinando cada metro de vía, buscando alambres que podían significar minas plantadas para volarnos. Debajo, a mis pies, estaban comiendo los soldados y las mujeres, alrededor de fogatas que ardían en el suelo. Por las aspilleras del carro escapaban humo y risas ... Se veían otros fuegos detrás, en torno a los cuales estaban acuclilladas personas desarrapadas, en los techos de los carros. Arriba, en el cielo sin nubes, brillaban las estrellas. Hacía frío. Después de una hora de camino, llegamos a un tramo de vía destrozada. El tren se detuvo con una sacudida, la locomotora silbó y pasaron rápidamente varias antorchas y linternas. Vinieron unos hombres corriendo. Las luces se juntaron estrechamente, mientras el sobreestante examinaba el desperfecto. Surgió un fuego, después otro, en la maleza. Los soldados de la guardia del tren, dispersos en derredor, arrastraban sus rifles y formaban vallas impenetrables en tomo a las hogueras. Sonaban las herramientas y el típico grito de los obreros: ¡Ahora!, descargando rieles de la plataforma. Pasaban trabajadores en fila con un riel sobre sus hombros; después otros con durmientes. Se congregaron cuatrocientos hombres en el sitio de la reparación, trabajando con extraordinaria energía y buen humor, hasta que los gritos de las cuadrillas poniendo rieles y durmientes, así como los golpes de los machos martilleando los pernos, se confundieron en un estruendo continuo y ensordecedor. Era una vieja fechoría, probablemente de un año atrás, hecha cuando los mismos constitucionalistas iban retrocediendo al Norte ante las fuerzas del ejército federal al mando de Mercado; no obstante, todo se arregló en una hora.

Después, otra vez y otra. Ya un puente quemado, tramos de diversos tamaños, treinta o cuarenta metros de vía levantada, retorcida como guías de parras por una cadena y una locomotora. Avanzamos lentamente. En un gran puente, en cuya reparación se emplearon dos horas, hice una pequeña fogata para calentarme. Calzada pasó y me saludó.

- Tenemos allá adelante un carro de mano -me dijo-, y vamos allá a ver a los muertos. ¿Quiere venir?

- ¿Cuáles muertos?

- Escuche: esta mañana mandaron una avanzadilla de ocho rurales de Bennejillo. Lo supimos por el alambre del telégrafo e informamos, en el flanco izquierdo, a Benavides, quien mandó un pelotón para tomarlos por la retaguardia, empujándolos al Norte, por una carretera de diez kilómetros, hasta que fueron a chocar con nuestra fuerza principal, sin dejar a uno vivo. Están regados en todo ese trecho, allí donde fueron cayendo.

Un momento después íbamos veloces rumbo al Sur en el carro de mano. A nuestros lados, derecho e izquierdo, iban dos sujetos silenciosos que parecían sombras a caballo; eran guardias de caballería, con sus rifles listos bajo el brazo. Pronto dejamos las hogueras y los resplandores del tren; nos envolvió y absorbió el vasto y callado desierto.

- -dijo Calzada-, los rurales son bravos. Son muy hombres. Los rurales son los mejores combatientes que jamás hayan tenido Díaz y Huerta. No traicionan a la Revolución. Siempre son fieles al gobierno establecido, porque son la policía.

Hacía un frío atroz. Ninguno de nosotros hablaba mucho.

- Nosotros vamos delante del tren en la noche -dijo el soldado que iba a la izquierda-, de modo que si hay alguna bomba de dinamita debajo ...

- La podemos descubrir y desenterrar, echándole agua, ¡caramba! -dijo el otro sarcásticamente. Los otros se rieron.

Empecé a pensar en lo anterior, y me dio escalofríos. La quietud mortal del desierto semejaba un secreto que se quiere conocer. No se veía a cuatro metros de la vía.

- ¡Oiga! -gritó uno de los jinetes-. Es aquí precisamente donde estaba uno.

Rechinaron los frenos y saltamos, dando tumbos, hacia abajo del empinado terraplén; la luz de nuestras linternas saltaba adelante. Había algo amontonado al pie de un poste telegráfico, algo infinitamente pequeño y astroso, parecía una pila de trapos viejos. El rural estaba tirado boca arriba, torcido a un lado de las caderas. Los aprovechados rebeldes lo habían despojado de todo lo de valor: zapatos, sombrero, ropa interior. Le habían dejado la andrajosa chaqueta con sus empañados galones de plata, porque tenía siete agujeros de bala, y los pantalones, porque estaban tintos en sangre. Indudablemente era más grande en vida; ¡la muerte encoge tanto ...! Una barba roja, áspera, hacía grotesca la palidez de su rostro, hasta que se notaba que debajo de ésta, de la suciedad y las largas líneas de sudor por la terrible lucha y la carrera a caballo, su boca estaba serena y dulcemente abierta como si durmiera. Le habían volado la tapa de los sesos.

- ¡Caray! -dijo un guardia-. ¡Vaya un tiro para el sucio tipo! ¡Le atravesó precisamente la cabeza!

Los otros se echaron a reír.

- Escucha: no vayas a creer que ese tiro se lo dieron peleando, ¿o lo crees así, pendejo? -le gritó su compañero-. No; siempre dan una vuelta y regresan después para asegurarlos ...

- ¡Apresúrense! Ya encontré al otro -gritó una voz desde la oscuridad.

Podíamos reconstruir la última lucha de este infeliz. Se había tirado de su caballo, ya herido, porque había sangre en el suelo dentro de un arroyito seco. Se podía ver aún el sitio donde estuvo su caballo, mientras le ponía otros cartuchos a su mauser con manos febriles, y corría azorado, primero para atrás, de donde llegaban sus perseguidores corriendo y lanzando gritos salvajes, y luego hacia el norte, de donde venían centenares y centenares de jinetes sedientos de sangre, con el demonio de Pancho Villa a la cabeza. Debe haber peleado bastante tiempo, tal vez hasta que lo rodearon completamente bajo una cortina de balas, porque encontramos cientos de cartuchos quemados. Y después, cuando disparó el último tiro, hizo una salida precipitada hacia el Oriente, tocado a cada paso por las balas; se ocultó un momento bajo el puente ferroviario y corrió al desierto, afuera, donde cayó. Tenía veinte heridas de bala en el cuerpo. Le quitaron todo, menos las ropas interiores. Yacía extendido, en una actitud de acción desesperada: tensos los músculos, un puño cerrado, entre la arena, como si estuviera lanzando un golpe; en su cara se veía la más feroz y regocijada sonrisa. Fuerte, salvaje, hasta que, visto más de cerca y observando el rasgo sutil de debilidad que la muerte imprime a la vida, resaltaba una expresión delicada de imbecilidad sobre todo él. Le habían dado tres tiros en la cabeza, ¡qué exasperados deben de haber estado!

Una vez más, nos seguimos arrastrando hacia el Sur, al través de la noche fría ...

Unos cuantos kilómetros, y otro puente dinamitado, o un tramo de vía destrozado. En lo alto, las antorchas que danzaban, las grandes fogatas que saltaban del desierto, los cuatrocientos hombres que, indómitos, salían y se volcaban furiosamente sobre un trabajo ... Villa había ordenado darse prisa ...

Como a las dos de la mañana tropecé con dos soldaderas acuclilladas en torno de una hoguera; les pregunté si podían darme tortillas y café. Una era india, ya vieja, con el pelo cano y una sonrisa perpetua; la otra, una muchacha delgada, menor de veinte años, que amamantaba a un niño de cuatro meses. Estaban encaramadas en la extremidad de un carro-plataforma; habían hecho su fuego sobre un montón de arena, debido a los saltos y bamboleos del tren. A su alrededor, de espaldas, con los pies sobresaliendo aquí y allá, había una gran masa desordenada de seres humanos que dormían y roncaban. El resto del tren, a estas horas, iba a oscuras; era el único pedacito de luz y calor en la noche. Entablamos conversación mientras yo comía a bocados mi tortilla y la vieja sacaba con sus dedos una brasa ardiendo para encender su cigarrillo de hoja de maíz, imaginando dónde estaría esta noche la brigada de su Pablo; y la muchacha daba de comer y canturreaba a su hijo, con sus aretes azules de esmalte balanceándose en las orejas.

- ¡Ah!, qué vida ésta para nosotras las viejas -dijo la muchacha-. ¡Adió!; pero seguimos a nuestros hombres en la campaña, para no saber después si están vivos o muertos. Me acuerdo bien cuando Filadelfo me llamó una mañana, antes de amanecer -vivíamos en Pachuca- y me dijo: ¡Ven, vamos a pelear porque hoy asesinaron al buen Pancho Madero! Nosotros nos amábamos solamente hacía ocho meses; nuestro primer niño no había nacido todavía ... Todos creíamos que la paz había llegado de fijo para México. Filadelfo ensilló el burro y salimos a la calle cuando apenas empezaba a amanecer; llegamos al campo donde todavía no iniciaban sus labores los labriegos. Y yo dije: ¿Por qué debo ir también? Él contestó: ¿Tengo que morir de hambre entonces? ¿Quién me hará las tortillas si no es mi mujer? Tardamos tres meses en llegar al Norte; yo estaba enferma y el niño nació en un desierto, igual que aquí; murió porque no teníamos agua. Esto ocurrió cuando Villa salió al Norte, después de haber tomado Torreón.

La vieja la interrumpió:

- Todo eso es cierto. Vamos tan lejos y sufrimos tanto por nuestros hombres, para luego ser tratadas bárbaramente por los estúpidos animales de los generales. Yo soy de San Luis Potosí, mi hombre era de la artillería federal cuando Mercado vino al Norte. Hicimos todo el camino hasta Chihuahua; el viejo imbécil de Mercado, gruñendo siempre por el transporte de las viejas. Dio órdenes para que saliera su ejército al Norte para atacar a Villa en Juárez, prohibiendo que fueran las mujeres. ¿Es así como vas a proceder, desgraciado? -me dije-. Pero entonces evacuó Chihuahua y corrió llevándose a mi hombre para Ojinaga. Me quedé en Chihuahua y conseguí otro hombre del ejército maderista cuando entró. Uno fino, apuesto y joven también, mucho mejor que Juan. No soy mujer para dejarme pisotear de nadie.

- ¿Cuánto es por las tortillas y el café? -pregunté.

Se miraron una a la otra, asombradas. Seguramente habían pensado que yo era uno de los tantos soldados, sin blanca, que se atestaban en el tren.

- Lo que usted quiera -dijo la joven débilmente.

Les di un peso. La vieja estalló en un torrente de oraciones:

- ¡Dios y su Santa Madre, el Santo Niño y Nuestra Señora de Guadalupe nos han enviado el forastero esta noche! No teníamos ni un centavo con qué comprar café y harina ...

Noté, de pronto, que palidecía la luz de nuestra fogata, dándome cuenta, sorprendido, de que estaba amaneciendo. Llegó corriendo un hombre a lo largo del tren; venía del frente, gritando algo ininteligible, mientras que menudeaban los gritos y risas a su paso. Los que dormían levantaron, curiosos, la cabeza queriendo saber de qué se trataba. En un momento nuestro carro inanimado volvió a la vida. El hombre pasó, gritando todavía algo acerca de padre; su cara alborozada por alguna broma tremenda.

- ¿Qué sucede? -pregunté.

- ¡Oh! -exclamó la vieja-. ¡Su mujer en el carro de adelante, que acaba de tener un niño!

Bermejillo estaba precisamente frente a nosotros, con sus casas de adobe, enyesadas de blanco, azul y color de rosa, tan delicadas y vaporosas como una aldea de porcelana. Por el Oriente, cruzando el desierto, todavía sin polvo, venía entrando al poblado una pequeña hilera de jinetes consumados, con una bandera verde, blanca y roja que ondeaba sobre sus cabezas ...

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