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CUARTA PARTE

CAPÍTULO VI

Aparecen otra vez los compañeros

Tal había sido la sorpresa de los federales y habían huido con tanta precipitación, que las vías ferroviarias estaban intactas en muchos kilómetros. Pero ya cerca del mediodía empezamos a encontrar pequeños puentes quemados, humeando todavía, así como postes de telégrafo cortados con hacha, actos destructivos mal y apresuradamente realizados, de modo que eran fácilmente reparables. Pero el ejército ya iba lejos, adelante. Al caer la tarde, como a trece kilómetros de Gómez Palacio, llegamos a un lugar donde estaban levantados ocho kilómetros de vía. En nuestro tren no había alimentos; sólo teníamos una manta para cada uno, y hacía frío. La cuadrilla de reparaciones empezó a trabajar, bajo el resplandor de las antorchas y fogatas. Gritos y martilleo sobre el acero, golpes amortiguados de los durmientes que caían ... Era una noche oscura, había pocas estrellas, medio apagadas. Nos habíamos instalado en torno a una fogata, hablando, soñolientos, cuando de pronto el aire se estremeció con un sonido extraño, más pesado que el de los martillos y más hondo que el del viento. Resonaba y hacía enmudecer. Después vino un redoble persistente, como de tambores lejanos y, en seguida, la conmoción. ¡El estruendo! Los martillos quedaron inmóviles, las voces callaron, estábamos helados ... En alguna parte, fuera del alcance visual, en la oscuridad -había tal calma que el aire transportaba todos los sonidos- Villa y su ejército se habían arrojado sobre Gómez Palacio; la batalla había empezado. El sonido se agudizó, persistente y lento, hasta que los estampidos de los cañones se confundían uno con otro, y el fuego de fusilería sonaba como lluvia de acero ...

- ¡Ándele! -gritó una voz áspera desde el techo de un carro con un cañón-. ¿Qué están haciendo? ¡Éntrenle a la vía! ¡Pancho Villa está esperando los trenes!

Se arrojaron furibundos a la obra cuatrocientos fanáticos.

Recuerdo cómo suplicamos al coronel comandante que nos permitiera ir al frente. No quiso. Las órdenes eran estrictas: nadie podía salir de los trenes. Le rogamos, le ofrecimos dinero, casi nos arrodillamos ante él. Al fin se ablandó un poco.

- A las tres en punto -dijo-, daré a ustedes el santo y seña y les permitiré irse.

Nos enroscamos desalentados en torno a una pequeña hoguera que teníamos, tratando de dormir o, por lo menos, de calentarnos. Alrededor nuestro y adelante, danzaban los hombres a lo largo de la vía destruida; cada media hora, más o menos, avanzaba el tren unos treinta metros y se detenía otra vez. La reparación no era difícil; los rieles estaban intactos. Se usaba un carro de auxilio, al cual se ataba una cadena con el riel a la derecha y se arrancaba de su sitio con todo y durmientes hechos pedazos. Pero encima de todo siempre se oía el monótono e inquietante sonido de la batalla, que se filtraba a través de la oscuridad, más allá. Era fatigoso oír siempre lo mismo, aquel sonido; y, sin embargo, yo no podía dormir ...

Cerca de la medianoche llegó galopando un soldado de las avanzadas, a la retaguardia de los trenes, para informar que a una gran fuerza de caballería, que venía del Norte, se le había marcado el alto, pero decían que era la gente de Urbina que venía de Mapimí. El coronel no sabía de ninguna fuerza de tropa que fuera a pasar a esa hora de la noche. En un minuto todo era frenesí de preparativos. Por acuerdo del coronel salieron al galope veinticinco hombres, como locos, para la retaguardia, con instrucciones de detener a los recién llegados durante quince minutos si eran constitucionalistas; pero si no eran, detenerlos a toda costa, lo más que fuera posible. Los obreros fueron llevados al tren rápidamente y les dieron sus rifles. Se apagaron todas las fogatas y luces, menos diez. Nuestra guardia de doscientos hombres se deslizó sin ruido entre la espesura del chaparral, cargando sus rifles al caminar. El coronel y cinco de sus hombres tomaron sus puestos a cada lado de la vía, desarmados, con antorchas levantadas sobre sus cabezas. Entonces empezó a salir de la negra oscuridad la cabeza de la columna. Estaba formada por hombres distintos a los bien vestidos, comidos y equipados del ejército de Villa. Eran hombres escuálidos, harapientos, arrebujados en sarapes descoloridos, hechos jirones, sin zapatos, tocados con sombreros pesados, típicamente del campo. Colgaban, enrolladas en sus sillas, duras reatas de lazar. Sus cabalgaduras eran flacas, caballitos medio salvajes de las montañas de Durango. Caminaban adustos, desdeñosos. No sabían el santo y seña ni les importaba saberlo. Cantaban, al avanzar, las monótonas y anticuadas melodías que componen y cantan los peones para sí cuidando el ganado por la noche en las enormes planicies de las tierras altas del Norte.

De pronto, cuando estaba yo de pie a la orilla de la línea alumbrada, vi un caballo que pasaba sentándose sobre sus patas traseras y oí una voz que gritaba:

- ¡Hola, Míster!

El sarape que lo cubría voló por el aire; el hombre saltó del caballo, y acto seguido me abrazaba Isidro Amaya. Detrás de él se oyó un diluvio de gritos:

- ¡Qué tal, Míster! ¡Oh, Juanito, cuánto nos alegramos de verte! ¿Dónde has estado? ¡Dijeron que te habían matado en La Cadena! ¿Corriste de prisa ante los colorados? ¿Mucho susto, eh?

Echaron pie a tierra, agrupándose en derredor; llegaron cincuenta hombres a la vez para darme palmaditas en la espalda; ¡todos mis amigos más queridos en México, los compañeros de la tropa en La Cadena!

De la enorme hilera de hombres bloqueados en la oscuridad, se levantó una gritería en coro:

- ¡Vámonos! ¿Qué sucede? ¡Aprisa! ¡No podemos estar aquí toda la noche!

Y los otros contestaron gritando:

- ¡Aquí está el Míster! ¡Aquí está el gringo de quien contábamos que bailó en La Zarca! ¡El que estaba en La Cadena!

Entonces los otros avanzaron, agolpándose también, hacia adelante.

Eran mil doscientos en total. Silenciosos, adustos, ansiosos, olfateaban el combate más adelante, desfilaban ante la línea doble de antorchas que alumbraban en alto. A uno de cada diez hombres lo había conocido antes. Al pasar, el coronel les gritaba:

- ¿Cuál es la contraseña? ¡Levanten hacia arriba el ala de sus sombreros por delante! ¿No saben la contraseña?

Enronquecido, exasperado, se desgañitaba gritándoles. Pasaban serena y altivamente, sin prestarle la menor atención.

- ¡Al diablo con su contraseña! -gritaron en masa, riéndose de él-. ¡No necesitamos ninguna contraseña! ¡Sabrán bastante bien de qué lado estamos cuando empecemos a pelear!

Estuvieron pasando despacio durante horas; desvaneciéndose, así lo parecía, en la oscuridad; sus caballos volvían las cabezas, nerviosos, para oír el estampido lejano de los cañones; los hombres, con los ojos fijos adelante, en las tinieblas, avanzaban para entrar en combate, con sus viejos rifles Springfield, que habían servido durante tres años, con su escasa dotación de diez cartuchos para cada uno. Y, cuando todos habían entrado a la batalla, pareció que ésta se aceleraba adquiriendo nueva vida ...

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