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TERCERA PARTE

CAPÍTULO IV

Símbolos de México

Antes del amanecer, cuando los árboles polvorientos y las casas grises, bajas, están todavía tiesas por el frío, dejamos caer el látigo sobre los lomos de nuestras mulas y salimos rechinando sobre las disparejas calles de Jiménez, rumbo al campo abierto. Embozados hasta los ojos en sus sarapes, dormitaban unos cuantos soldados al lado de sus linternas. Un oficial, borracho, estaba durmiendo, tirado en el arroyo.

Nos llevaba una vieja calesa cuya palanca rota estaba remendada con alambres. Las guarniciones habían sido rehechas de pedazos de hierro viejo, pieles y cuerdas. Antonio y yo íbamos juntos, en el asiento; a nuestros pies dormitaba un joven, serio al parecer, llamado Primitivo Aguilar. Primitivo fue contratado para abrir y cerrar las puertas, amarrar las guarniciones cuando se rompieran, así como vigilar el vehículo y las mulas por la noche, ya que se decía que los caminos estaban infestados de bandidos.

El campo se tornaba en una vasta, fértil llanura, surcada por canales de riego sombreados por largas alamedas de grandes árboles, sin hojas, y grises como cenizas. Un sol blanco, tórrido, resplandeció sobre nosotros como si fuera la puerta de un horno, mientras en los lejanos y extensos campos desiertos humeaba una delgada niebla. Se movía con nosotros y a nuestro alrededor una nube blanca de polvo. Nos detuvimos al pasar por la hacienda de San Pedro, regateando con un peón anciano por un saco de maíz y paja para las mulas. Más adelante había un primoroso edificio, bajo, enyesado, color rosa, alejado del camino y entre un bosquecillo de verdes sauces.

- ¿Qué es aquello?

- Oh, es un molino de trigo.

Almorzamos en una pieza de la casa de un peón, larga y blanqueada, con el piso de tierra, en otra gran hacienda cuyo nombre he olvidado, pero que perteneció a Luis Terrazas, y ahora, confiscada, es propiedad del gobierno constitucionalista. Aquella noche acampamos junto a un canal para riego, distante varios kilómetros de cualquier lugar habitado; era el centro de los dominios de los bandoleros.

Después de una cena de picadillo y chiles, tortillas, frijoles y café negro, Antonio y yo dimos instrucciones a Primitivo. Debía hacer guardia al lado del fuego con el revólver de Antonio, y si oía algún ruido, despertarnos. Pero no debía dormirse de ninguna manera. Si lo hacía, lo mataríamos. Entonces Primitivo dijo:

- Sí, señor.

Muy seriamente, abrió los ojos y empuñó la pistola. Antonio y yo nos enrollamos en nuestras cobijas junto al fuego.

Debo haberme dormido inmediatamente, porque cuando me despertó Antonio al levantarse, mi reloj marcaba solamente media hora más tarde. Del lugar que se le había asignado a Primitivo para hacer su guardia, salían unos ronquidos sonoros. El teniente se encaminó hacia allá.

- ¡Primitivo! -exclamó.

Nadie respondió.

- ¡Primitivo, necio! -Nuestro centinela se revolvió en su sueño y se volteó para el otro lado, haciendo ruidos que indicaban comodidad.

- ¡Primitivo! -gritó Antonio, pateándolo duramente.

No dio muestras de responder.

Antonio dio unos pasos atrás y le asestó tan tremendo puntapié en el trasero, que lo levantó algunos centímetros en el aire. Primitivo despertó sobresaltado. Se levantó precipitadamente y alerta, blandiendo la pistola.

- ¿Quién vive? -gritó Primitivo.

Al otro día salimos de las tierras bajas. Entramos al desierto, haciendo rodeos sobre algunas planicies onduladas, arenosas y cubiertas de mezquites oscuros, y de vez en cuando uno que otro nopal. Empezamos a ver al lado del camino a esas diminutas, siniestras cruces de madera, que la gente del campo coloca sobre el lugar donde algún hombre tuvo una muerte violenta. Por todo el horizonte alrededor nuestro había montañas áridas, color púrpura. A la derecha, al cruzar una inmensa arroyada seca, se divisaba una hacienda blanca, verde y gris, que parecía una ciudad. Una hora más tarde pasamos el primero de aquellos grandes ranchos cuadrangulares, fortificados, que se encuentran una vez durante el día, perdidos, en los rincones de este gran país. La noche se cernía veloz arriba, en el cenit sin nubes, mientras todo el horizonte estaba iluminado aún por intensa claridad; pero entonces, súbitamente, desapareció el día y brotaron las estrellas, como cohetes, en la comba celeste. Antonio y Primitivo cantaban Esperanza, mientras seguíamos nuestro camino, con ese extraño, raro tono mexicano, que suena más parecido que a ninguna otra cosa al de un violín que tuviera las cuerdas gastadas. Aumentó el frío. En leguas y leguas a la redonda era una tierra marchita, un país de muerte. Transcurrían horas antes de que viéramos una casa.

Antonio decía saber vagamente de la existencia de un ojo de agua en alguna parte más adelante. Pero hacia la medianoche descubrimos que el camino sobre el cual veníamos se perdía de pronto entre un espeso mezquital. Nos habíamos apartado del camino real en algún paraje. Era tarde y las mulas estaban cansadas. Parecía que no se podía hacer otra cosa sino acampar en seco, dado que no sabíamos de la existencia de agua por allí cerca.

Habíamos desguarnecido y dado de comer a las mulas y hacíamos nuestro fuego, cuando en algún lado del espeso chaparral se oyeron pasos cautelosos. Caminaban un trecho y se detenían. Nuestra pequeña hoguera de madera seca crepitaba impetuosa, alumbrando un tramo de poco más de tres metros. Más lejos, todo era oscuridad. Primitivo saltó hacia atrás para ponerse al abrigo del vehículo; Antonio sacó su revólver; todos teníamos frío al lado del fuego ... El ruido se oyó otra vez.

- ¿Quién vive? -dijo Antonio.

Se oyó un pequeño ruido, como apartando yerbas entre la maleza, y después una voz:

- ¿De qué partido son ustedes? -inquirió titubeante.

- Maderistas -contestó Antonio-. ¡Pase!

- ¿Hay seguridad para los pacíficos? -preguntó el invisible.

- Bajo mi palabra -grité-. Salgan para poder verlos.

Al instante tomaron forma dos vagas siluetas a la orilla del resplandor del fuego, casi sin hacer ruido. Eran dos peones; los vimos tan pronto como se acercaron, bien envueltos en sus desgarradas cobijas. Uno de ellos era viejo, cubierto de arrugas, encorvado, con huaraches de su propia manufactura; sus pantalones eran guiñapos que le colgaban sobre las piernas encogidas; el otro, un joven muy alto, descalzo, con una cara tan pura y sencilla que casi rayaba en idiotez. Amistosos, acogedores como la luz del sol, ansiosamente curiosos como niños, se acercaron con las manos extendidas. Se las estrechamos a cada uno, saludándolos con la ceremoniosa cortesía mexicana.

- Buenas noches, amigo. ¿Cómo está usted?

- Muy bien gracias. ¿Y usted?

- Bien gracias. ¿Y cómo está toda la familia?

- Bien, gracias. ¿Y la suya?

- Bien, gracias. ¿Qué tienen de nuevo por aquí?

- Nada. ¿Y usted?

- Nada. Siéntese.

- Oh, gracias, estoy bien de pie.

- Siéntese ... Siéntese ...

- Mil gracias. Dispénsenos un momento.

Sonrieron y desaparecieron en la espesura. Reapareciendo poco después, con grandes brazadas de ramas secas de mezquite para nuestro fuego.

- Nosotros somos rancheros -dijo el anciano, inc1inándose-, tenemos unas cuantas cabras, y nuestras casas están a sus órdenes, así como nuestros corrales para sus mulas y nuestra pequeña provisión de maíz. Nuestros ranchitos están muy cerca de aquí, en el mezquital. Somos muy pobres, pero esperamos que nos hagan el honor de aceptar nuestra hospitalidad.

Era una ocasión para obrar con tacto.

- Mil veces muchas gracias -dijo Antonio atentamente-, pero tenemos, por desgracia, una gran prisa y debemos seguir adelante muy temprano. No queremos molestar en sus casas a estas horas.

Dijeron que sus familias y sus casas estaban a nuestro servicio, para usarlas como lo estimáramos conveniente, con el mayor placer de su parte. No recuerdo cómo pudimos evadir por fin la invitación, sin ofenderlos; pero sí sé que nos llevó como media hora de conversación y cumplidos. Nosotros sabíamos, en primer término, que si aceptábamos, no podríamos salir muy temprano en la mañana, perdiendo así varias horas; porque en las costumbres mexicanas, la prisa en salir de una casa denota descontento con la estancia en ella; en segundo lugar, porque no se puede pagar por el alojamiento, aunque sí tiene que hacerse un buen regalo a los anfitriones, cosa que ninguno de nosotros podía ofrecer.

Al principio rehusaron cortésmente nuestra invitación para cenar; pero después de mucho insistir los persuadimos, al fin, para que aceptaran unas tortillas y chile.

Era enternecedor y risible a la vez el hambre que tenían, así como sus esfuerzos para ocultarlo.

Después de comer, cuando ya nos habían traído un cubo de agua, pensando con un juicio cabal y bondadoso, se quedaron con nosotros un rato al calor de nuestro fuego, fumando de nuestros cigarrillos y calentándose las manos. Recuerdo cómo colgaban los sarapes de sus hombros, abiertos por delante para que así les llegara a sus cuerpos escuálidos el calor agradable, y cómo eran nudosas y viejas las manos que extendía el anciano, y cómo brillaba la luz rojiza sobre la garganta del otro, encendiendo el fuego de sus grandes ojos. A su alrededor se extendía el desierto, separado únicamente por nuestra hoguera, listo para saltar sobre nosotros al extinguirse aquélla. Arriba, las estrellas no perdían su brillo. Los coyotes aullaban en la lejanía, más allá del fuego, como si fueran demonios angustiados. Repentinamente imaginé a aquellos dos seres humanos como símbolos de México: corteses, afectuosos, pacientes, pobres, tanto tiempo esclavos, tan llenos de ensueños, que pronto serían liberados.

- Cuando vimos venir su calesa para acá -dijo el viejo riéndose- sentimos oprimirse nuestros corazones en nuestros pechos. Creíamos que ustedes podían ser soldados, que venían, quizá, a llevarse nuestras pocas y últimas cabras. Han venido tantos soldados durante los últimos años, tantos ... La mayoría federales; los maderistas no vienen, a menos que tengan hambre. ¡Pobres maderistas!

- Ay -dijo eljoven-, mi hermano que tanto quería, murió en los once días de combate alrededor de Torreón. Han muerto miles en México, y muchos más que caerán. Tres años es bastante para guerra en una tierra.

- ¡Demasiado! ¡Válgame Dios! -murmuró el viejo meneando su cabeza-. Pero vendrá un día ...

- Se ha dicho -hizo notar el anciano temblequeando- que los Estados Unidos codician a nuestro país; que los soldados gringos vendrán y se llevarán mis cabras al fin ...

- Eso es mentira -exclamó el otro, animándose-. Son los norteamericanos ricos los que nos quieren robar, igual que nos quieren robar los mexicanos ricos. Es el rico en todo el mundo el que quiere robar al pobre.

El anciano tiritó de frío y arrimó su gastado cuerpo más cerca del fuego.

- He pensado con frecuencia -dijo suavemente-, por qué los ricos, teniendo tanto, quieren más. Los pobres, que no tienen nada, ¡quieren tan poco! Sólo unas cabras ...

Su compadre alzó su cara como un hidalgo, sonriendo dulcemente.

- Nunca he estado fuera de esta pequeña región; ni siquiera en Jiménez -dijo-. Pero me dicen que hay muchas tierras ricas, al Norte, al Sur y al Oriente. Pero ésta es mi tierra y la quiero. En los años de vida que tengo, durante los que vivieron mi padre y mi abuelo, los ricos se han quedado con el maíz y lo han retenido con los puños cerrados ante nuestras bocas. Y solamente la sangre les hará abrir las manos para sus semejantes.

El fuego se había apagado. Dormía en su puesto de guardia el alerta Primitivo. Antonio contemplaba el rescoldo; una leve sonrisa de satisfacción se dibujaba en su boca; sus ojos brillaban como estrellas.

- ¡Adió! -dijo de pronto, como cuando se ve una visión-. ¡Cuando entremos en la Ciudad de México, qué baile haremos! ¡Qué borrachera me voy a poner! ...

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