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CUARTA PARTE

CAPÍTULO I

¡A Torreón!

Yermo es un lugar desolado: kilómetros y kilómetros de arenoso desierto, cubierto aquí y allá por mezquites, chaparros y raquíticos nopales, que se extienden al Occidente hasta unas montañas morenas, dentadas, y al Oriente, una llanura donde oscila el horizonte.

El pueblo está formado por un tanque de agua, averiado, con un poquito de ésta, sucia y alcalina; una estación de ferrocarril demolida, hecha trizas por los cañones orozquistas hace dos años, y un cambiavías. No había agua ni para remedio a menos de sesenta kilómetros; tampoco forrajes para los animales. Durante los tres meses de frío agudo y en los comienzos de la primavera, soplaban vientos secos que arrastraban un polvo amarillento, azotando al poblado.

En medio de este desierto estaban enfilados sobre una sola vía diez largos trenes, en torno de los cuales se levantaban columnas de fuego por la noche y de humo negro por el día, que se extendían atrás, hacia el norte, más allá de donde alcanzaba la vista. A su alrededor, en el chaparral, acampaban nueve mil hombres, sin techo para cobijarse, cada uno de ellos con un caballo amarrado de un mezquite, donde colgaban su sarape y unas tiras de carne roja expuestas al aire y al sol para que pudieran secarse. De cincuenta carros se estaban descargando mulas y caballos. Un soldado andrajoso cubierto de polvo y sudor entró en uno de los carros de ganado; montó en un caballo y le metió rudamente las espuelas, lanzando un alarido. En el acto se oyó un terrible repiqueteo de cascos de los animales asustados; súbitamente brincó un caballo por la puerta, abierta ordinariamente hacia atrás, vaciándose el carro de los caballos y mulas que en gran cantidad llevaba. Reuniéndose al salir, emprendieron la huida presos del terror, resoplando por las abiertas narices al oler el campo abierto. Inmediatamente se convirtieron en vaqueros numerosos soldados que vigilaban, levantando de entre el polvo sofocante sus reatas de lazar, mientras los animales sueltos circulaban en torno, echándose encima unos de otros poseídos de pánico. Oficiales, ordenanzas, generales con sus Estados Mayores y simples soldados, galopaban, corrían y se cruzaban en una intrincada confusión, con sus cabezadas y buscando sus monturas. Al fin, las mulas fugitivas fueron llevadas a los furgones. Los soldados que habían llegado en los últimos trenes vagaban en busca de sus brigadas. Por allá, adelante, algunos le tiraban a un conejo. De los techos de los carros-caja y de los de plataforma, donde habían acampado por centenares, las soldaderas y sus enjambres de chiquillos semidesnudos miraban hacia abajo, dando sus informes a gritos y preguntando a todo el mundo si habían visto a Juan Moñeros, Jesús Hernández, o cualquiera que fuera el apellido de su hombre ... Un soldado que arrastraba un rifle iba de aquí para allá gritando que no había comido hacía dos días, porque no podía encontrar a su mujer que le hacía las tortillas, opinando que lo había abandonado, largándose con algún ... de otra brigada. Las mujeres, en los techos de los carros, decían: ¡Válgame Dios! y se encogían de hombros, arrojándole algunas tortillas de hacía tres días y pidiéndole, por el amor que le tuviera a Nuestra Señora de Guadalupe, que les prestara un cigarrillo.

Una tumultuosa y sucia muchedumbre asaltó la locomotora de nuestro tren, pidiendo agua a gritos. Cuando el maquinista los detuvo, revólver en mano, les dijo que había bastante agua en el tren correspondiente; se fueron y dispersaron, sin objetivo, al parecer; pero no tardó en venir otro grupo a ocupar sus puestos. Mientras tanto, una aguerrida masa de gente y animales bregaba por un sitio ante las pequeñas llaves, de donde salía agua constantemente, de los doce enormes carros-tanques del tren que conducía el precioso líquido.

Arriba se levantaba, en la calma del aire caliente, una espesa nube de polvo, que medía como cinco kilómetros de largo y cerca de uno de ancho y que, mezclada con el humo negro de las locomotoras, hacía pensar y preocupaba a las avanzadas federales, a más de treinta kilómetros de distancia sobre las montañas atrás de Mapimí.

Cuando Villa salió de Chihuahua para Torreón, clausuró el servicio de telégrafos al Norte, cortó el de trenes a Ciudad Juárez y prohibió, bajo pena de muerte, que nadie llevara o transmitiera informes de su salida a los Estados Unidos. Su objeto era sorprender a los federales y su plan funcionó a maravilla. Nadie, ni aun en su Estado Mayor, sabía cuándo saldría Villa de Chihuahua; el ejército había demorado tanto allí, que todos creíamos que tardaría dos semanas más en salir. Todos quedamos sorprendidos al levantarnos el sábado en la mañana, y saber que el telégrafo y los ferrocarriles habían sido cortados y que tres grandes convoyes, llevando a la Brigada González Ortega, ya habían salido. La Zaragoza salió al día siguiente, y las propias fuerzas de Villa, en la mañana subsiguiente. Moviéndose siempre con la celeridad en él característica, Villa concentró todo su ejército al día siguiente en Yermo, sin que los federales supieran que había salido de Chihuahua.

Hubo un tumulto en torno al telégrafo portátil, de campaña, que fue instalado en las ruinas de la estación. Adentro sonaba el aparato. Soldados y oficiales, mezclados, se apretujaban en las ventanas y la puerta; cada vez que el telegrafista gritaba algo, resonaba una estruendosa algarabía y risas. Al parecer, el hilo telegráfico, por un mero accidente, se había conectado a un alambre que no habían destruido los federales, un hilo que se conectaba con el militar, federal, de Mapimí a Torreón.

- ¡Oigan! -gritó el operador-. ¡El coronel Argumedo, que manda a los cabecillas colorados en Mapimí, está telegrafiando al general Velasco en Torreón! ¡Dice que ve humo y una gran nube de polvo al norte, y cree que algunas tropas rebeldes se están movilizando al sur de Escalón!

Anocheció con un cielo nublado y un viento creciente que comenzó a levantar el polvo. Resplandecían en los techos de los carros-cajas las fogatas de las soldaderas, a lo largo de los varios kilómetros de trenes. Afuera, en el desierto, tan lejos, que parecían puntas de alfiler en flama, al final, se extendían las incontables hogueras del ejército, medio oscurecidas por las oleadas de tupida polvareda. La tempestad nos ocultó completamente de los centinelas federales.

- Aun Dios -hizo notar el mayor Leyva- ¡aun Dios está del lado de Francisco Villa!

Cenamos en nuestro carro-caja transformado, con el joven, membrudo e inexpresivo general Máximo García y su hermano, el todavía más alto y cara colorada Benito García, y un mayor bajito de cuerpo, Manuel Acosta, dotado con las bellas maneras de su raza. García había estado bastante tiempo al mando del avance en Escalón. Él y sus hermanos -uno de los cuales, José García, ídolo del ejército, había sido muerto en combate- eran apenas hacía cuatro años ricos hacendados, dueños de enormes latifundios. No obstante, se sumaron a Madero ... ¡Recuerdo que nos trajo una botella de whisky, negándose a discutir la revolución y declarando que luchaba por un whisky mejor! Mientras yo escribía lo anterior, llegó un informe de su muerte, ocasionada por una bala en la batalla de Sacramento ...

Afuera, entre la tempestad de polvo, en su carro plataforma, inmediatamente delante del nuestro, están tendidos algunos soldados alrededor de su hoguera, con las cabezas en el regazo de sus mujeres, cantando La Cucaracha, la que describe en centenares de versos satíricos lo que harán los constitucionalistas cuando les quiten Juárez y Chihuahua a Mercado y a Orozco.

A pesar del viento, se sentía el inmenso y tétrico murmullo del ejército y, de vez en cuando, se oía el grito agudo de un centinela marcando el alto:

- ¿Quién vive? -y la respuesta:

- ¡Chiapas!

- ¿Qué gente?

- ¡Chao! ...

Durante toda la noche resonaron a intervalos los imponentes silbidos de las diez máquinas, haciéndose señales, entre sí, adelante o atrás.

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