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TERCERA PARTE

CAPÍTULO III

El reloj salvador

Después de aquel exordio, ¿qué podía yo hacer sino leer la preciosa revista, aunque ya la había leído? Encendí la lámpara, me desvestí y me metí en la cama. Pero entonces oí unos pasos vacilantes afuera, en el corredor; mi puerta se abrió bruscamente. Apareció, enmarcado en la puerta, el oficial de la cara picada que había estado bebiendo en la cantina. Traía un gran revólver en una mano. Se quedó inmóvil un momento y me miró parpadeando malignamente; después entró y cerró la puerta con un golpe violento.

- Soy el teniente Antonio Montoya, a sus órdenes -anunció-. Supe que estaba un gringo en este hotel y he venido para matarlo.

- Siéntese -le dije con toda cortesía.

Vi que estaba bien borracho. Se quitó el sombrero, se inclinó ceremoniosamente y acercó una silla. Entonces sacó otra pistola que traía debajo de su saco, y puso ambas sobre la mesa. Las dos estaban cargadas.

- ¿Quiere usted un cigarro?

Le ofrecí un paquete. Tomó un cigarrillo dándome las gracias, y lo encendió en la lámpara. En seguida recogió las pistolas y me apuntó con ellas. Sus dedos apretaban lentamente los gatillos, pero los aflojaban otra vez. Yo estaba tan fuera de mí que no podía hacer otra cosa sino esperar.

- La única dificultad que tengo -me dijo- es la de resolver cuál revólver debo usar.

- Dispénseme -le dije, trémulo- pero, según creo, ambos parecen un poco anticuados. Ese Colt cuarenta y cinco seguramente es un modelo de 1895, y en lo que toca al Smith y Wesson, hablando entre nosotros, es únicamente un juguete.

- Es verdad -contestó, mirándolas un poco triste-. Si lo hubiera pensado antes habría traído mi automática nueva. Mil perdones, señor.

Suspiró y apuntó de nuevo los cañones de sus armas a mi pecho, con una expresión de tranquilidad satisfecha, agregando:

- Sin embargo, ya que así es, haremos lo mejor que podamos.

Yo estaba a punto de saltar, agacharme o gritar. De pronto fijó la vista sobre la mesa, donde estaba mi reloj de pulsera, de dos dólares.

- ¿Qué es eso? -me preguntó.

- ¡Un reloj!

Rápidamente le mostré cómo ponérselo. Inconscientemente fue bajando poco a poco las pistolas. Así como un niño ve el manejo de algún nuevo juguete mecánico, del mismo modo lo observaba encantado, con la boca abierta y una atención absorta.

- ¡Ah! -respiró- ¡Qué bonito está! ¡Qué precioso!

- Es de usted -le dije, quitándomelo y entregándoselo.

Miró al reloj, después a mí, se encendió poco a poco su color, resplandeciendo de alegre sorpresa. Lo puse en su mano extendida. Reverente, cuidadosamente, lo ajustó a su muñeca velluda. Se levantó entonces, radiante, feliz, mirándome. Las pistolas cayeron al suelo, sin ser notadas. El teniente Antonio Montoya me echó sus brazos al cuello.

- ¡Ah, compadre! -Lloraba emocionado.

Al otro día me lo encontré en la tienda de Valiente Adiana, en la ciudad. Nos sentamos amigablemente en el cuarto de atrás, bebiendo el aguardiente local, mientras el teniente Montoya, mi mejor amigo en todo el ejército constitucionalista, me contaba las penalidades y peligros de la campaña. La Brigada de Maclovio Herrera había estado durante tres semanas en Jiménez al acecho, sobre las armas, esperando la llamada urgente para avanzar sobre Torreón.

- Esta mañana -dijo Antonio-, los escuchas constitucionalistas interceptaron un telegrama del comandante federal en la ciudad de Zacatecas para el general Velasco, en Torreón. Decía que después de madura consideración, había decidido que Zacatecas era un lugar más fácil de atacar que de defender. Por lo tanto, informaba que su plan de campaña era el siguiente: al aproximarse las fuerzas constitucionalistas, evacuaría la ciudad y después la tomaría otra vez.

- Antonio -le dije-, voy a salir mañana para hacer una larga jornada, atravesando el desierto. Voy a Magistral en algún vehículo. Necesito un mozo. Le pagaré tres dólares semanales.

- ¡Está bueno! -exclamó el teniente Montoya-. Lo que usted quiera; así podré ir con mi amigo.

- Pero usted está en servicio activo -le dije-. ¿Cómo puede usted abandonar a su regimiento?

- Oh, no hay cuidado por eso -contestó Antonio-. No le diré nada de esto a mi coronel. No me necesitan. ¿Para qué? Tienen a cinco mil hombres.

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