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TERCERA PARTE

CAPÍTULO II

Duelo en la madrugada

Anduve a pie más de medio kilómetro, por la calle increíblemente destruida que lleva a la ciudad. Pasó un tranvía, tirado por una mula que galopaba, reventando de soldados medio borrachos. Corrían por todas partes calesas rebosantes de oficiales, con muchachas sobre sus rodillas. Bajo los polvorientos y deshojados álamos, cada ventana tenía a su señorita, acompañada de un caballero arrebujado en su cobija. No había luz. La noche estaba fría, seca y llena de una sutil y exótica animación; las guitarras vibraban; se oían fragmentos de canciones, risas y murmullos de voces apagadas, gritos cuyos ecos venían de las calles distantes, llenando la oscuridad. De vez en cuando pasaban grupos de soldados a pie, que salían de las tinieblas y se desvanecían otra vez, probablemente en camino para el relevo de una guardia.

Vi un automóvil que corría viniendo de la ciudad, en la prolongación de una calle tranquila, cerca de la plaza de toros, donde no había casas. Al mismo tiempo se oyó el galope de un caballo que venía de otra dirección y precisamente frente a mí, iluminaron los faros del auto al caballo y su jinete, un joven oficial tocado con un sombrero Stetson. El automóvil chirrió al parar en curva y una voz desde adentro gritó:

- ¡Alto!

- ¿Quién habla? -preguntó el jinete, sentado a la cabalgadura sobre sus ancas.

- ¡Yo, Guzmán! -y saltó el otro a tierra donde, al darle la luz, apareció un mexicano gordo, vulgar, con una espada al cinto.

- ¿Cómo le va, mi capitán? -El oficial se bajó de su caballo. Se abrazaron, dándose palmadas en la espalda con ambas manos.

- Muy bien. ¿Y a usted? ¿A dónde va?

- A ver a María.

El capitán sonrió.

- No lo haga -repuso- yo también voy a verla, y si lo encuentro a usted allí, seguramente lo mataré.

- Pues voy de todos modos. Soy tan rápido como usted con mi pistola, señor.

- Pero no ve usted -replicó el otro suavemente- ¡que no podemos ir los dos!

- ¡Perfectamente!

- ¡Oiga! -dijo el capitán a su chofer. Voltée su carro de manera que alumbre parejo la acera ... Y ahora demos treinta pasos cada uno en sentido contrario, dándonos la espalda, hasta que usted cuente tres; entonces el primero que ponga una bala a través del sombrero del otro, ése gana ...

Ambos sacaron sendas pistolas y se detuvieron en la luz, inspeccionando los cilindros de sus armas.

- ¡Listo! -gritó el jinete.

- Aprisa -dijo el capitán-. No deben ponerse obstáculos al amor.

Dándose las espaldas, habían empezado a marcar la distancia.

- ¡Uno! -gritó el chofer.

- ¡Dos!

Rápido como un destello el gordo bajó el brazo que llevaba levantado, giró sobre sí mismo en la vacilante, tenue luz, y un poderoso estruendo fue perdiéndose lentamente en la oscura noche. El sombrero Stetson del otro hombre, cuya espalda no se había vuelto aún, hizo un pequeño y raro vuelo a poco más de tres metros lejos de él. Giró sobre sí mismo; pero el capitán ya estaba subiendo a su automóvil.

- ¡Bueno! -dijo alegremente-. Gané. ¡Hasta mañana entonces, amigo!

Y el automóvil aceleró su velocidad desapareciendo calle abajo. El jinete se encaminó despacio a donde estaba su sombrero, lo levantó y examinó. Yo había comenzado a irme poco antes ...

En la plaza la banda del batallón tocaba El Pagaré, la canción que inició la rebelión de Orozco. Era una parodia de la original que se refería al pago de Madero a sus familiares de 750,000 dólares por perjuicios de guerra, tan pronto como él fuera presidente y que se extendió como un incendio forestal por la República, teniendo que suprimirse por la policía y los soldados. El Pagaré está prohibido todavía en la mayor parte de los círculos revolucionarios, y he sabido de casos de fusilamientos por cantarlo; pero en Jiménez prevalecía el mayor desenfreno en aquellos momentos. Más aún, los mexicanos, a diferencia de los franceses, no sienten una fidelidad absoluta por los símbolos. Bandos rabiosamente antagónicos usan la misma bandera; en la plaza de casi toda pequeña ciudad se yerguen todavía estatuas laudatorias de Porfirio Díaz; aún en las mesas de los oficiales, en el campo de batalla, he bebido en vasos estampados con algo así como la efigie del dictador, en tanto que abundan los uniformes del ejército federal entre las filas de los revolucionarios.

Pero El Pagaré es una tonada alegre y movida, y bajo los centenares de foquitos eléctricos colgados en la plaza, marcha una doble procesión, divertida, dando vueltas. Por el lado de afuera, en grupos de cuatro, van los hombres, la mayoría soldados. En la de adentro, con dirección opuesta, las muchachas pasean del brazo. Cuando se encuentran, se arrojan puñados de confeti mutuamente. Nunca se hablan, no se detienen; pero si una muchacha le gusta a un hombre, éste le desliza en la mano una nota amorosa al pasar; ella responde con una sonrisa si le agrada el pretendiente. Así se conocen; más tarde, la muchacha se las arreglará para dar al caballero su dirección; esto conducirá a largas pláticas en su ventana, en la oscuridad y, después, podrán ser amantes. Era un asunto delicado el de la entrega de las referidas notas. Todos los hombres llevaban pistola, y la muchacha de cada uno de ellos es su propiedad celosamente vigilada. Es una cuestión de muerte dar una nota a la muchacha de alguien. La apretada muchedumbre se agita alegremente, emocionada por la música ... Más allá de la plaza asomaban las ruinas de la tienda de Marcos Russek, saqueada por estos mismos hombres hacía menos de dos semanas, y a un lado se destacaba la vieja torre color rosa de la iglesia, entre sus fuertes y grandes árboles, con el letrero de hierro y vidrio iluminado, y un Santo Cristo de Burgos brillando sobre la puerta.

Allí, a un lado de la plaza, tropecé con un grupo de cinco norteamericanos, extendidos sobre un banco. Estaban andrajosos más allá de lo indecible, todos, excepto uno, un jovenzuelo delgaducho, que lucía un uniforme de oficial federal y polainas, además de llevar un sombrero mexicano, sin la parte superior.

Los dedos asomaban de sus zapatos; ninguno tenía más que los restos de los calcetines; todos sin afeitar. Un joven, casi un chiquillo, llevaba el brazo en cabestrillo, hecho de una piltrafa de sábana. Me hicieron lugar alegremente, se levantaron, me rodearon, dijeron ruidosamente lo bueno que era encontrar a otro norteamericano entre todos esos mugrientos.

- ¿Qué hacen ustedes aquí, colegas? -les pregunté.

- ¡Somos soldados de fortuna! -dijo el jovencito del brazo herido.

- ¡Oh ...! -interrumpió otro-. ¡Soldados de ...!

- Esto es así, ves -comenzó a decir el soldado jovencito-. Hemos venido peleando en la brigada Zaragoza; estuvimos en la batalla de Ojinaga y todo. Ahora nos vienen con una orden de Villa para dar de baja a todos los norteamericanos en filas y embarcarlos para la frontera. ¿No es esta orden una porquería?

- Anoche nos dieron nuestras bajas honorablemente y nos echaron del cuartel -dijo uno al que le faltaba una pierna y tenía el pelo rojo.

- Y no hemos encontrado dónde dormir, ni nada que comer ... -interrumpió un pequeño de ojos grises, al que llamaban El Mayor.

- ¡No traten de conquistarse al tipo! -increpó indignado el soldado-. ¿No vamos a recibir cada uno cincuenta pesos por la mañana?

Nos fuimos a un restaurante cercano durante un momento. Al volver, les pregunté qué iban a hacer.

- Para mí, los buenos Estados Unidos -suspiró un moreno y bien parecido irlandés, que no había hablado antes-. Regreso a San Francisco para guiar un camión otra vez. Estoy harto de mugrosos, mala comida y mal modo de pelear.

- Yo tengo dos bajas honorables del ejército de los Estados Unidos -anunció orgullosamente el joven soldado-. Serví en toda la campaña contra España, sí, señor. Soy el único soldado en este grupo.

Los otros se burlaron y dijeron groserías con caras hoscas.

- Creo que sentaré plaza nuevamente cuando pase la frontera.

- Yo no -dijo el cojo-. Me buscan por dos acusaciones de asesinato que no cometí; lo juro por Dios que no. Fue una trampa en mi contra. Un pobre diablo no tiene defensa en los Estados Unidos. Cuando no están fraguando alguna acusación falsa contra mí, me encarcelan por vago, no obstante que soy bueno. Y así siguió muy serio, agregando-: Soy un buen trabajador; lo que pasa es que no encuentro trabajo.

El Mayor levantó su carita insensible de crueles ojos.

- Salí de una escuela correccional en Wisconsin -dijo-, y creo que hay algunos policías esperándome en El Paso. Siempre había querido matar a alguno con un rifle; esto lo hice en Ojinaga, y todavía no estoy satisfecho. Nos dijeron que podemos quedarnos si firmamos los documentos de ciudadanía mexicana; creo que los firmaré mañana temprano.

- Usted no lo hará -gritaron los otros-. Ésa es una mala pasada. Supongamos que viene la intervención y que tienes que disparar contra tu propia gente. A mí no me verás firmando mi conformidad para ser un mugroso.

- Eso se arregla fácilmente -dijo El Mayor-. Cuando vuelva a los Estados Unidos, les dejo mi nombre aquí. Me quedaré hasta que tenga lo bastante para retornar a Georgia y poner una fábrica con mano de obra infantil.

El otro jovenzuelo comenzó a llorar de repente.

- Me hirieron el brazo en Ojinaga -sollozó-, y ahora me echan sin dinero y no puedo trabajar. Cuando llegue a El Paso, me echarán el guante los policías y tendré que escribir a papá que venga y me lleve a casa, a California. Escapé de allá el año pasado -agregó.

- Mire, Mayor -aconsejé-, es mejor que no se quede usted aquí si Villa no quiere norteamericanos en sus filas. Ser ciudadano mexicano no le servirá de nada si viene la intervención.

- Quizá tenga usted razón -admitió El Mayor contemplativamente-. ¡Oh, déjese de sermones, Juan! Creo que me iré de polizón a Galveston y abordaré un barco para América del Sur. Dicen que ha estallado una revolución en el Perú.

El soldado tenía como treinta años; el irlandés veinticinco, y los otros entre dieciséis y dieciocho o algo así.

- ¿Para qué vinieron aquí, colegas? -pregunté.

- ¡Acaloramiento! -contestaron el soldado y el irlandés riéndose. Los tres muchachos me miraron con semblantes ansiosos, serios, en que se retrataban su hambre y penalidades.

- ¡Pillaje! -dijeron al mismo tiempo.

Eché una ojeada a sus ropas destrozadas, a la multitud de voluntarios andrajosos que deambulaban por la plaza, a quienes no se les había pagado en tres meses, y reprimí un impulso violento de gritar de alegría. Los dejé en seguida, duros, fríos: no encajaban en un país apasionado; despreciaban la causa por la cual habían luchado; se burlaban de la incorregible jovialidad de los mexicanos. Al irme les dije de paso:

- ¿A qué compañía pertenecen ustedes, compañeros? ¿Cómo se llamaban ustedes mismos?

- ¡A la Legión Extranjera!

Deseo expresar aquí que he visto pocos soldados de fortuna, con excepción de uno -y ése era un hombre de ciencia, tan seco como el polvo, que estudiaba la acción de los altos explosivos sobre los cañones de campaña-, que no hubiera sido vagabundo en su país.

Ya era muy noche cuando regresé al hotel. Doña Luisa me guió a ver mi cuarto y me detuvo un momento en la cantina. Dos o tres soldados, evidentemente oficiales, estaban allí bebiendo; uno de ellos bien entrado en copas. Era un hombre picado de viruelas, con un bigote negro incipiente; sus ojos no podían enfocar su visión. Pero cuando me vio, comenzó a cantar una divertida y pequeña copla:

¡Yo tengo una pistola
con mango de marfil,
para matar a todos los gringos
que vienen por ferrocarril!

Consideré que era diplomático ausentarme, porque nunca se puede saber qué hará un mexicano cuando está borracho. Su naturaleza es muy compleja.

Doña Luisa estaba en mi cuarto cuando llegué. Cerró la puerta, poniéndose un dedo misteriosamente en los labios, y sacó de bajo su falda un ejemplar del año anterior del Saturday Evening Post, que presentaba un increíble estado de disolución.

- Lo saqué de la caja para usted -me dijo-. La condenada revista vale más que cualquier cosa en la casa. Unos norteamericanos que se iban a las minas me han ofrecido quince dólares por ella. Usted ve, no hemos recibido desde hace un año ninguna revista norteamericana.

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