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TERCERA PARTE

CAPÍTULO I

El hotel de doña Luisa

Me dirigí hacia el sur de Chihuahua en un tren de tropas, con destino a las avanzadas cerca de Escalón. Agregado a los cinco vagones de carga, llenos de caballos y llevando los soldados arriba, en los techos, iba un coche en el que se me permitió viajar en compañía de doscientos pacíficos escandalosos, hombres y mujeres. Era horripilantemente sugestivo: los vidrios de las ventanas, rotos; los espejos, lámparas y los asientos de felpa, destrozados, con agujeros de bala a la manera de un friso. No se había fijado hora para nuestra salida, y nadie sabía cuándo llegaría el tren a su destino. La vía acababa de ser reparada. En lugares donde antes hubo puentes nos sumergíamos en barrancos y subíamos, jadeando a la orilla opuesta, sobre una vía desvencijada que acababan de poner y que se doblaba y crujía debajo de nosotros. Durante todo el día contemplamos, a lo largo del camino, montones inmensos de rieles de acero, retorcidos, levantados con cadena por una locomotora que tiraba de ellos: la obra perfecta de Orozco del año anterior. Corría el rumor de que los bandidos de Castillo planeaban volarnos con dinamita en cualquier momento durante la tarde.

Peones con grandes sombreros de paja y bellísimos sarapes desteñidos; indios con ropas azules de trabajo y huaraches de cuero; mujeres con caras regordetas y chales negros en la cabeza, y niños que lloraban, se amontonaban en los asientos, pasillos y plataformas, cantando, comiendo, escupiendo y charlando. De vez en cuando venía, haciendo eses, un hombre andrajoso con una gorra que decía conductor en letras doradas, ya sin lustre, muy borracho, abrazando a sus amigos y pidiendo muy enérgicamente los boletos y salvoconductos de los extranjeros. Yo me presenté a él con un pequeño obsequio: una moneda del cuño de los Estados Unidos.

- Señor -me dijo-, usted puede viajar gratis de hoy en adelante por toda la República. Juan Algomero está a sus órdenes.

Un oficial uniformado muy elegante, a cuyo costado colgaba una espada, iba en la parte trasera del coche. Manifestó que iba para el frente, a ofrendar su vida por la patria. Su único equipaje consistía en cuatro jaulas de madera para pájaros, llenas de alondras de las praderas. Más atrás todavía estaban sentados dos hombres, uno frente al otro, al través del pasillo, cada uno con un saco blanco con algo que se movía y cloqueaba. Tan pronto como el tren se puso en movimiento, abrieron los sacos, desempacando a dos grandes gallos, que vagaban poco después por los pasillos, comiéndose las migajas, colillas de cigarros. Los dueños levantaron las voces acto seguido.

- ¡Pelea de gallos, señores! ¡Cinco pesos sobre este hermoso y valiente gallo; cinco pesos, señores!

Los hombres se levantaron de sus asientos y corrieron al centro del carro ruidosamente. A nadie parecía faltarle los cinco dólares necesarios. En diez minutos los dos empresarios estaban arrodillados en el centro del pasillo, echando a pelear a sus gallos. Mientras nosotros, aturdidos, dábamos tumbos de un lado a otro, a punto de caer y sosteniéndonos dificilmente, el pasillo se llenó de un remolino de plumas volantes y del brillo de los acerados espolones. Terminado esto, se levantó un joven al que le faltaba una pierna, tocó en una flauta de lata el Whistling Rufus. Alguien tenía una botella de tequila, de la cual todos bebimos un buen trago. Se oyeron gritos del fondo del coche:

- ¡Vamos a bailar! ¡Vengan a bailar!

Un momento después había cinco parejas, todos hombres, desde luego, que danzaban vertiginosamente al compás de una marcha. Un campesino, viejo y ciego, subió ayudado a su asiento, desde donde, tembloroso, declamó una larga balada sobre las heroicas hazañas del gran general Maclovio Herrera. Todos prestaron silenciosa atención y arrojaron unos centavos en el sombrero del anciano. De vez en cuando llegaban hasta nosotros los ecos de los cantares de los soldados que iban en los carros-caja de adelante y el sonido de sus disparos contra algún coyote que veían entre los mezquites. Entonces todo el mundo, en nuestro carro, se abalanzaba a las ventanillas sacando sus pistolas y haciendo fuego furiosa y rápidamente.

Durante toda la larga tarde caminamos a paso lento hacia el Sur; los rayos solares del Occidente nos quemaban al darnos en la cara. A cada hora, más o menos, parábamos en alguna estación hecha pedazos por un bando u otro durante los tres años de Revolución; allí era asediado el tren por los vendedores de cigarrillos, piñones, botellas de leche, camotes y tamales, envueltos en hojas de maíz. Las viejas bajaban del tren, chismorreaban y hacían un pequeño fuego donde preparaban el café. Acuclilladas, fumaban sus cigarrillos de hoja de maíz y se contaban interminables historias amorosas.

Ya entrada la noche llegamos a Jiménez. Dándome de codazos con toda la población, que vino a encontrar el tren, pasé entre las antorchas llameantes de la pequeña hilera de puestos de dulces y salí a la calle, donde los soldados, borrachos, alternaban con muchachas pintarrajeadas paseando del brazo, hasta llegar al Hotel Estación, de doña Luisa. Estaba cerrado. Di golpes en la puerta y se abrió una ventanilla a un lado, apareciendo el rostro, coronado por una cabellera blanca, en desorden, de una mujer increíblemente vieja. Me miró de soslayo al través de un par de lentes de anillo de acero y advirtió:

- ¡Bueno, creo que estás bien!

Se oyó un ruido de trancas que se quitaban y se abrió la puerta. La misma doña Luisa apareció a la entrada, con un gran manojo de llaves que le colgaban de la cintura. Tenía por una oreja a un chino al que se dirigía en un español copioso y nada pulcro, en la siguiente forma:

- ¡Chango! ¿Quién te mete en andar diciendo a un huésped del hotel que no había tortas calientes? ¿Por qué no haces más? Agarra tus trapos mugrosos y ¡fuera de aquí ahora mismo!

Le dio un tirón, por último, y soltó al acobardado oriental.

- ¡Estos bárbaros malditos! -dijo agregando en inglés-: ¡Los asquerosos pordioseros! ¡No creo una palabra de las proferidas por un chino indecente, capaz de vivir con cinco centavos de arroz al día!

Entonces hizo ademán de excusa apologística indicando la puerta.

- Hay tantos malvados generales borrachos hoy por aquí, que tuve que cerrar la puerta. No quiero a los mexicanos ... hijos de ... aquí.

Doña Luisa es una norteamericana, gordinflona, de más de ochenta años de edad; una especie de abuela benévola de la Nueva Inglaterra. Ha vivido como cuarenta años en México, y se hizo cargo durante treinta años o más del Hotel Estación, al morir su esposo. La guerra o la paz no existían para ella. Sobre la puerta ondeaba la bandera norteamericana, y en su casa ella era la única que mandaba. Cuando Pascual Orozco tomó Jiménez, sus hombres, ya borrachos, iniciaron un reinado de terror en la ciudad. Orozco mismo, el feroz, el invencible, que podía matar a una persona o no según se sintiera, al verla, llegó borracho al Hotel Estación con dos de sus oficiales y varias mujeres. Doña Luisa se le plantó frente a la puerta, sola, y le dijo en la cara:

- Pascual Orozco, llévese a sus desprestigiadas amigas y lárguese de aquí. ¡Estoy al frente de un hotel decente!

Y Orozco se fue.

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