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SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO VI

Villa y Carranza

Les parece increíble, a quienes no lo conocen, que esta figura notable, que en tres años ha surgido de la oscuridad a la posición más destacada en México, no aspire a la presidencia de la República. Esa actitud está en perfecto acuerdo con la sencillez de su carácter. Cuando se le interroga sobre el particular, contesta siempre con toda claridad. Nada de sofismas sobre si puede o no ser presidente de México. Ha dicho:

- Soy un combatiente, no un hombre de Estado. No soy lo bastante educado para ser presidente. Apenas aprendí a leer y escribir hace dos años. ¿Cómo podría yo, que nunca fui a la escuela, esperar poder hablar con los embajadores extranjeros y con los caballeros cultos del Congreso? Sería una desgracia para México que un hombre inculto fuera su presidente. Hay una cosa que yo no haré: es la de aceptar un puesto para el que no estoy capacitado. Existe una sola orden de mi jefe (Carranza) que me negaría a obedecer si me la diera: la de ser presidente o gobernador.

Lo interrogué sobre esta cuestión, por mandato de mi periódico, cinco o seis veces. Al fin, se exaltó:

- Ya le he dicho a usted muchas veces -me dijo- que no hay ninguna posibilidad de que yo sea presidente de México. ¿Tratan los periódicos de crear dificultades entre mi jefe y yo? Ésta es la última vez que contesto a esa cuestión. Al próximo corresponsal que me haga esa pregunta, haré que lo azoten y lo envíen a la frontera.

Mucho después acostumbraba decir -refiriéndose a mí, refunfuñando jocosamente-, como al chatito, que siempre le preguntaba si quería ser presidente de México. La idea pareció divertirlo. Siempre que yo iba a verlo después de aquello, decía, al finalizar nuestra plática:

- Bueno, ¿no me va a preguntar ahora si quiero ser presidente de México?

Siempre aludía a Carranza como mi jefe, y obedecía sin reservas la más pequeña indicación del primer jefe de la revolución. Su lealtad a Carranza era perfectamente obstinada. Parecía creer que se reunían en Carranza todos los ideales de la revolución. Ello, a pesar del hecho, que muchos de sus consejeros trataron de hacerle ver, de que Carranza era esencialmente un aristócrata y un reformista, y de que el pueblo luchaba por algo más que reformas.

El programa político de Carranza, delineado en el Plan de Guadalupe, elude cuidadosamente cualquier promesa para resolver la cuestión de la tierra, con excepción de un vago respaldo al Plan de San Luis Potosí, de Madero; y es evidente que se propone no apoyar ninguna restitución radical de la tierra al pueblo hasta que sea presidente interino y, después, proceder muy cautelosamente. Entre tanto, parece haber dejado esta cuestión al juicio de Villa, así como otros detalles para conducir la Revolución en el Norte. Pero Villa, que es un peón que piensa como tal, más que razonar conscientemente para concluir que la verdadera causa de la Revolución tiene como origen el problema de la tierra, ha obrado con prontitud característica y sin rodeos. Tan pronto como terminó los detalles del gobierno del Estado de Chihuahua y nombró a Chao gobernador provisional, lanzó un decreto concediendo 25 hectáreas de las tierras confiscadas a cada ciudadano varón en el Estado, declarando a dichas tierras inalienables por cualquier causa durante un periodo de diez años. Lo mismo sucedió en el Estado de Durango, y como no hay guarniciones federales en los otros Estados, seguirá el mismo procedimiento.

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