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SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO V

Los funerales de Abraham González

El hecho de que a Villa no le gusten las ceremonias pomposas, inútiles, hace más impresionante su presencia en los actos públicos. Tiene el don de expresar fielmente el sentir de la gran masa popular. En febrero, exactamente un año después de que fuera asesinado Abraham González por los federales en el Cañón de Bachimba, ordenó Villa grandes honras fúnebres, que debían celebrarse en la ciudad de Chihuahua. Salieron en la mañana temprano dos trenes, llevando a los oficiales del ejército y a los cónsules y representantes de las colonias extranjeras, para traer el cuerpo del extinto gobernador, que yacía en su tumba en el desierto, bajo una rústica cruz de madera. Villa ordenó al mayor Fierro, superintendente de ferrocarriles, que tuviera listos los trenes, pero Fierro se emborrachó y olvidó todo; cuando Villa y su rutilante Estado Mayor llegaron la mañana siguiente, a la estación ferroviaria, el tren ordinario de pasajeros a Juárez apenas iba saliendo y no había otro equipo disponible. El mismo Villa saltó a la locomotora, que ya estaba en movimiento, y obligó al maquinista a volver con el tren a la estación. Enseguida recorrió todo el convoy ordenando a los pasajeros se bajaran, y lo desvió en dirección a Bachimba. No bien había salido de los ferrocarriles convocó a Fierro y lo destituyó como superintendente de los ferrocarriles, nombrando a Calzada en su lugar. Ordenó a este último volver inmediatamente a Chihuahua para preparar un informe completo acerca del manejo de los ferrocarriles, a fin de que estuviera listo para cuando él regresara.

En Bachimba, Villa estuvo de pie, silencioso, al lado de la tumba, mientras le corrían lágrimas por sus mejillas. González había sido íntimo amigo suyo.

Diez mil personas soportaban el calor y el polvo de Chihuahua en la estación de ferrocarril, cuando llegó el tren funerario; el doliente cortejo desfiló por las calles estrechas, marchando atrás el ejército, a la cabeza del cual caminaba Villa al lado del féretro. Lo esperaba su automóvil, pero rehusó tomarlo, enojado, caminando dificultosa y obstinadamente entre la polvareda de las calles con los ojos clavados en el suelo.

En la noche hubo una velada en el Teatro de los Héroes: una sala inmensa, abarrotada de peones sensibles, con sus mujeres. Los palcos lucían esplendorosos con los oficiales vestidos de gala, y apretados detrás de ellos en los cinco piso altos, los pobres andrajosos. Debe decirse que la velada es una institución netamente mexicana. Primero, un discurso, seguido por una recitación acompañada con música de piano; después, otro discurso, que precede a un coro patriótico, cantado con voces chillonas por un grupo de niñas torpes, indígenas, de las escuelas públicas; otro discurso; un solo de soprano del Trovador por la esposa de algún funcionario del gobierno; otro discurso más y, así, por cinco horas por lo menos. Siempre que se trata de un funeral importante, de un día de fiesta nacional, del aniversario de un presidente o, de hecho, en cualquier ocasión de alguna importancia, debe celebrarse una velada. Es la forma honorífica y convencional de conmemorar cualquier fasto. Villa se sentó en el palco de la izquierda del foro, desde donde dirigía con un timbre el desarrollo del acto. El foro parecía brillantemente fúnebre, revestido de lanilla negra, grandes ramos de flores artificiales, retratos malísimos, al pastel, de Madero, Pino Suárez y del difunto gobernador, así como focos eléctricos de colores verde, blanco y rojo. Al pie de todo ello había una sencilla caja negra de madera, muy pequeña, que contenía los restos de Abraham González.

La velada se desarrolló en forma ordenada, fatigosa, como por dos horas. Los oradores locales, trémulos de miedo, iban al foro y prodigaban la acostumbrada y excesiva oratoria castellana. Unas niñas, que se atropellaban entre sí, asesinaron el Adiós de Tosti. Villa, con los ojos fijos en aquella caja de madera, no se movía ni hablaba. En el momento oportuno tocó mecánicamente la campanilla, pero después ya no soportó más el cansancio. Un mexicano gordo, enorme, iba por la mitad de la ejecución del Largo, de Haendel, en el piano, cuando Villa se levantó. Puso los pies en la barandilla del palco y saltó al foro, se arrodilló y tomó la urna en sus brazos. El Largo de Haendel se fue extinguiendo. Un asombro silencioso paralizó al auditorio. Sosteniendo la caja negra en sus brazos, tal como lo haría una madre con su niño, sin mirar a nadie, Villa empezó a bajar los escalones del foro y subió al pasillo. La concurrencia se levantó instintivamente. A medida que iba pasando por las puertas que se abrían ante él, lo iban siguiendo silenciosos los demás. Caminaba a grandes pasos, arrastrando su espada por el suelo, entre las filas de los soldados que esperaban. Cruzó la oscura plaza hasta el Palacio del Gobernador y, ya allí, colocó con sus propias manos la urna mortuoria sobre la mesa cubierta de flores que la esperaba en el Salón de Audiencias. Se había establecido que hicieran la guardia cuatro generales cada turno de dos horas. Las velas arrojaban en derredor una luz opaca sobre la mesa y el piso; el resto del salón estaba en tinieblas. Una masa compacta apiñada en la puerta respiraba silenciosa. Villa se despojó de la espada y la tiró ruidosamente a un rincón. Tomó su rifle de la mesa y se dispuso a hacer la primera guardia.

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