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SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO VII

Las leyes de la guerra

También en el campo de batalla, Villa tuvo que inventar un método completamente original para luchar, ya que nunca había tenido oportunidad de aprender algo sobre la estrategia militar formalmente aceptada. Por ello es, sin duda, el más grande de los jefes que ha tenido México. Su sistema de pelear es asombrosamente parecido al de Napoleón. Sigilo, rapidez de movimientos, adaptación de sus planes al carácter del terreno y de sus soldados, establecimiento de relaciones estrechas con los soldados rasos, creación entre el enemigo de una supersticiosa creencia en la invencibilidad de su ejército y en que la misma vida de Villa tiene una especie de talismán que lo hace inmortal: éstas son las características salientes. No sabía nada de los patrones en vigencia sobre estrategia o disciplina. Una de las debilidades del ejército federal es que sus oficiales están completamente impregnados de la teoría militar tradicional. El soldado mexicano está, todavía, mentalmente, a fines del siglo dieciocho. Es, sobre todo, un guerrillero, suelto, individual. El papeleo sencillamente paraliza su acción. Cuando el ejército de Villa entra en combate, no se preocupa de saludos, respeto inflexible para los oficiales, cálculos trigonométricos sobre la trayectoria de los proyectiles, teorías sobre el por ciento de blancos con mil disparos por el fuego de un rifle, de las funciones de la caballería, infantería o de la artillería en cualquier posición particular, o de la obediencia ciega al conocimiento inasequible de sus superiores. Esto me recuerda a uno de los desastrados ejércitos republicanos que Napoleón condujo a Italia. Es probable que Villa no sepa gran cosa sobre estas cuestiones; pero sí sabe que los guerrilleros no pueden llevarse a ciegas, en pelotones y en formación perfecta al campo de batalla; porque los hombres que pelean individualmente, por su libre y espontánea voluntad, son más valientes que las grandes masas que, acicateadas por los planazos de las espadas de los oficiales, disparan en las trincheras. Y cuando la pelea es más encarnizada, cuando una avalancha de hombres morenos invaden intrépidos, con rifles y bombas de mano, las calles barridas por las balas de una ciudad tomada por asalto, Villa está entre ellos, igual que cualquier soldado razo.

Hasta hoy, los ejércitos de México siempre han llevado con ellos a cientos de mujeres y niños de los soldados; Villa fue el primero en pensar y llevar a cabo las marchas relámpago de las caballerías, dejando a las mujeres atrás. Hasta la época presente, ningún ejército mexicano había abandonado su base; siempre se pegaban al ferrocarril y a los trenes de aprovisionamiento. Pero Villa sembró el terror entre el enemigo dejando sus trenes y lanzando todos sus efectivos armados al combate, como lo hizo en Gómez Palacio. Fue el inventor en México de la más desmoralizadora forma de combate: el ataque nocturno. Cuando se retiró con todo su ejército en vista del avance de Orozco desde la Ciudad de México, después de la caída de Torreón el pasado mes de septiembre, atacó durante cinco días consecutivos a Chihuahua sin éxito; pero fue un golpe terrible para el general de los federales, al levantarse una mañana, el saber que al abrigo de la noche Villa se había escurrido en torno de la ciudad, capturando un tren de carga en Terrazas y cayendo con todo su ejército sobre la relativamente indefensa Ciudad Juárez. ¡No fue un paseo militar! Villa se encontró con que no disponía de bastantes trenes para transportar a todos sus soldados, aun cuando había tendido una emboscada y capturado un tren de tropas federales, enviado al sur por el general Castro, comandante federal en Ciudad Juárez. De modo que telegrafió a dicho general, firmando con el nombre del coronel que mandaba las tropas del tren, lo siguiente:

Locomotora descompuesta en Moctezuma. Envíe otra y cinco carros.

Castro, sin sospechar, despachó inmediatamente otro tren. Villa le telegrafió entonces:

Alambres cortados entre Chihuahua y este lugar. Se acercan grandes grupos de fuerzas rebeldes por el Sur. ¿Qué debo hacer?

Castro contestó:

Vuélvase de inmediato.

Villa obedeció, telegrafió alegremente desde cada estación que pasaba. El general federal fue informado del viaje hasta como una hora antes de la llegada, que esperó sin avisar siquiera a su guarnición. De tal suerte que, fuera de una pequeña matanza, Villa tomó Ciudad Juárez casi sin disparar. Y estando la frontera tan cerca, se las arregló de modo que pasó de contrabando bastante parque y armas para equipar a sus fuerzas casi desarmadas, saliendo una semana después a perseguir las fuerzas federales a las que alcanzó en Tierra Blanca, derrotándolas y haciéndoles una gran mortandad.

El general Hugo L. Scott, que mandaba las fuerzas norteamericanas en Fort Bliss, remitió a Villa un folleto con las Reglas de la Guerra adoptadas por la conferencia de La Haya. Pasó varias horas estudiándolo. Le interesó y divirtió grandemente, luego dijo:

- ¿Qué es esta Conferencia de La Haya? ¿Había allí algún representante de México? ¿Estaba alguien representando a los constitucionalistas? Me parece una cosa graciosa hacer reglas sobre la guerra. No se trata de un juego. ¿Cuál es la diferencia entre una guerra civilizada y cualquier otra clase de guerra? Si usted y yo tenemos un pleito en una cantina, no vamos a ponemos a sacar un librito del bolsillo para leer lo que dicen las reglas. Dice aquí que no deben usarse balas de plomo; no veo por qué no. Hacen lo mismo que las otras.

Por mucho tiempo después anduvo haciendo a sus acompañantes y a sus oficiales preguntas como éstas:

- Si un ejército invasor toma una ciudad al enemigo ¿qué debe hacerse con las mujeres y los niños?

Hasta donde se puede ver las Reglas de la Guerra no tuvieron éxito en cambiar los métodos originales de Villa para la lucha. Ejecutaba a los colorados siempre que los capturaba, porque decía:

- Son peones como los revolucionarios y ningún peón debe estar contra la causa de la libertad, a menos que sea un malvado.

A los oficiales federales también los mataba porque, explicaba:

- Son hombres educados y debían saber lo que hacen.

Pero a los simples soldados federales los ponía en libertad porque eran forzados y, además, creían que luchaban por la patria. No se registra un caso en que haya matado injustificadamente a un hombre. Cualquiera que lo hiciera era fusilado en el acto, con excepción de Fierro.

A éste, que había asesinado a Benton, le decían El Carnicero en todo el ejército. Era un grande, hermoso animal, el mejor y más cruel jinete y hombre de pelea quizá, en todas las fuerzas revolucionarias. En su desenfrenada sed de sangre, Fierro llegó a matar a cien prisioneros con su revólver, deteniéndose únicamente para cargarlo. Mataba por el placer de hacerlo. Durante dos semanas que estuve en Chihuahua, Fierro mató a quince ciudadanos inofensivos, a sangre fría. Pero siempre hubo una curiosa relación entre él y Villa. Era el mejor amigo de éste; y Villa lo quería como si fuera su hijo y siempre ló perdonaba.

Villa, que nunca había oído hablar de las Reglas de la Guerra, llevaba en su ejército el único hospital de campaña de alguna efectividad, como no lo había llevado nunca ningún ejército mexicano. Consistía en cuarenta carros-caja, esmaltados por dentro, equipados con mesas para operaciones y todo el instrumental quirúrgico más moderno, manejados por más de sesenta doctores y enfermeras. Durante los combates, todos los días corrían trenes rápidos llenos de heridos graves, del frente a los hospitales de base en Parral, Jiménez y Chihuahua. Se hacía cargo de los federales, para su atención, con el mismo cuidado que para sus propios hombres. Delante de su tren de aprovisionamiento iba otro tren, conduciendo dos mil sacos de harina, café, maíz, azúcar y cigarrillos, para alimentar a toda la población famélica del campo, en las cercanías de las ciudades de Durango y Torreón.

Los soldados lo idolatraban por su valentía, por su sencillo y brusco buen humor. Lo he visto con frecuencia cabizbajo en su catre, dentro del reducido vagón rojo en que viajaba siempre, contando chistes familiarmente con veinte soldados andrajosos tendidos en el suelo, en las mesas o las sillas. Cuando el ejército tomaba o abandonaba un tren, Villa estaba presente, con un traje sucio y viejo, sin cuello, pateando a las mulas en la barriga y empujando a los caballos para dentro o fuera de los carros de ganado. Cuando tenía sed, le arrebataba su cantimplora a un soldado y bebía de ella, a pesar de las indignadas protestas del poseedor; después le decía:

- Ve al río y di que Pancho Villa dice que te la debe llenar.

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