Índice de Las grandes mentiras de nuestra historia de Francisco BulnesTercera parte - Capítulo ITercera parte - Capítulo IIIBiblioteca Virtual Antorcha

LAS GRANDES MENTIRAS DE NUESTRA HISTORIA

Francisco Bulnes

TERCERA PARTE

Capítulo segundo

EL ODIO JUDÁICO


Desde el momento en que la opinión pública tuvo noticia vaga del ultimátum se declaró abierta, franca e inexorablemente por la guerra. Los motivos para esta unánime y placentera declaración, eran poderosos, fatales, irresistibles.

Desde luego y en primer término figuraba el odio ortodoxo por los extranjeros, cualquiera que fuese su raza, aspecto, religión y nacionalidad.

Ocupándose de ese odio extranjero, la Revue des Deux Mondes, decía:

El mexicano en efecto, es más temible para los extranjeros que el vómito que devasta sus costas y el Norte de su golfo. El odio al extranjero es general en México, y este odio es común a todas las clases; de manera que todos los que por diversas causas se fijan en el país son tratados casi como lo eran los judíos en la Edad Media: aborrecidos, insultados, perseguidos, robados y asesinados; sin que tenga consecuencias serias. En las calles, los léperos les arrojan piedras y les gritan: ¡Mueran los extranjeros! ¡Fuera los extranjeros! Las gentes llamadas decentes, no los apedrean pero excitan a la canalla. Este odio tiene por causa principal las preocupaciones religiosas. Los españoles hicieron creer a los mexicanos que sólo ellos eran cristianos y que las demás naciones eran herejes y en consecuencia era preciso detestarlos y evitar todo contacto con ellos. Esta creencia subsiste hoy en toda su fuerza y los extranjeros son generalmente mirados como una raza de Caín -maldita y eternamente proscrita (1).

¿Era exacto o exagerado lo asentado por la autorizada publicación francesa dos años antes de que se rompieran las relaciones entre México y Francia?

En el mismo año de 1836, un escritor mexicano de grandes polendas, el Dr. Mora escribió:

Este es el verdadero origen y la principal razón del odio de las masas a los extranjeros: suponen que ninguno de ellos profesa la religión católica, y como esto en los principios de la misma religión es uno de los más grandes pecados, el pueblo los reputa por los mayores criminales, a pesar de que las leyes del país no los obligan a profesar su culto y los tratados celebrados con las potencias a que pertenecen les garanticen la libertad de no conformarse con él. De aquí provienen los asesinatos que se han cometido y de que han sido víctimas algunos de ellos, entre los cuales se cuentan personas de gran mérito. El gobierno siempre ha procurado reprimir y castigar estos excesos; pero como al pueblo se la ha hecho creer antes que era un acto meritorio el matar a los herejes y hoy los maestros de su moral no se empeñan en destruir esta convicción, él aplaude en su corazón estos asesinatos y ya que no puede hacer otra cosa en público, procura disculparlos, al mismo tiempo que le inspiran el más grande interés en el suplicio los ladrones y asesinos afamados, que como es común mueren con las disposiciones cristianas. Suceden comúnmente que el pueblo en estos espectáculos censura la autoridad y toma partido en su corazón por el paciente, así porque no puede concebir que un hombre que ya se reputa entre los justos y la gloria, sea un criminal en la sociedad como porque no comprende cuál sea la necesidad y utilidad de las penas ni de la represión de los delitos (2).

El asesinato en 1833 de los cinco franceses en la hacienda de Atencingo del Partido de Chietla (Puebla) fue debido a que los dependientes de dicha hacienda, excitaron a la población acusando a los franceses de envenenar el agua para causar el cólera morbus.

Pero teniendo motivos para creer que esa invención del envenenamiento de las aguas, se ha hecho y propagado con estudio malicioso por hombres que no contentos con las aflicciones que padece la sociedad, pretenden exaltar los ánimos de los ignorantes contra los extranjeros, me manda S.E. que al manifestar a V.E. el hecho lastimoso de Atencingo, le encargue que desimpresione a los pueblos de la idea que se les sugiere del envenenamiento de las agua por los extranjeros (3).

El barón Deffaudis, pregunta a nuestro ministro de Relaciones Exteriores ¿por qué el epíteto popular de los extranjeros en México, es el de judíos? ¿Por qué, pregunta el mismo ministro, en todos los alborotos públicos y sea cual fuese el motivo, los primeros y los últimos gritos del pueblo son: ¡Mueran los judios! (4).

El general Tornel, ministro de la guerra, dirigiéndose a los comandantes generales de los Departamentos, les recomienda castiguen a las personas que en los alborotos públicos proclamen la muerte de aquellos que no han nacido en el país (5).

El Gobernador de Zacatecas en su carta al vicecónsul de Francia, deplora la existencia de antipatías populares contra los extranjeros y la excitación que recibían estas antipatías por la falta de prudencia y de moderación de ciertas autoridades (6).

El pueblo mexicano tenía en 1838, la misma conciencia turbia, sanguinaria, siniestra y ardiente del pueblo español, bajo la piadosa mano de Felipe III con la que expulsó a los moriscos de sus reinos. El clero predicaba la misma persecución, el mismo odio, la misma fe en la grandeza de México no por la explotación de nuestras riquezas, sino por la expulsión de los herejes, que lo eran todos los extranjeros menos los españoles. El Obispo de Puebla, había dicho en su sermón celebrando las elecciones católicas que aseguraron en 1834 la tranquilidad de la Iglesia alarmada por las leyes liberales de 1833:

Si de esta nación cristiana hasta ser predilecta de Su Divina Majestad, salieran por sus puertas todos los herejes mexicanos y extranjeros como han salido del santuario profanado de las leyes, no volverían a contristarnos las pestes y hambres que Dios nos envía (7).

Son las mismas ideas contenidas en el sermón del arzobispo de Valencia, después de la expulsión de los moriscos.

Entre las felicidades, que cuenta el Espíritu Santo que tuvieron los hijos de Israel en el gobierno del rey Salomón, es una; que vivían los hombres seguros, durmiendo a la sombra de su parra y de su higuera, sin tener de quien temer. Así estaremos en este reyno de aquí adelante, por la misericordia de nuestro Señor y paternal providencia de Su Majestad (la expulsión de los moriscos) todo nos sobrará y la misma tierra se fertilizará y dará fruto de bendiciones (8).

No hace muchos años, que en Irapuato tuvo lugar un tumulto de fanáticos que atacaron brutalmente a una familia protestante instigados por su pastor, y no obstante hallarnos en un período de mucha mayor civilización que en 1838, el obispo no condenó privada ni públicamente la ferocidad delictuosa de sus ovejas.

¿Cómo es posible que un pueblo que considera santo su odio por los extranjeros quiera pagar cientos de miles de pesos o millones, como indemnización por poner en práctica su primer deber religioso; odiar al hereje y exterminarlo? España creyó que su misión en el mundo era mantener la guerra contra toda nación hereje y nunca dudó de su poderío para vencer a todos, sino hasta que se vió estropeada, humillada, vencida y en agonía. Aceptar en México una guerra contra herejes extranjeros, debió considerarse como insigne favor de la Providencia que graciosamente designa a la República como a su caballero de Malta o de Calatrava en América.

En México tenemos el orgullo insensato y ridículo de creer que todo extranjero por el solo hecho de pisar nuestro suelo recibe un favor insigne, favor de Califa oriental, que dispone de hadas y maneja varas mágicas. Para nosotros todo extranjero viene a enriquecerse a nuestra costa como un parásito o un bandido. Los extranjeros honrados como todo hombre que trabaja y tiene virtudes, se enriquecen a costa del sudor de su frente y de energía indomable resultado de esas virtudes y nos enriquecen con su ejemplo, con los impuestos que pagan, con tierra o industria cuyo valor levanta, con la creación de unas familias útiles, con el consumo que nos hacen, con la ayuda que nos prestan y si llegan a millonarios sus millones no los roban, sino que salen de sus manos y de materias primas que sin su trabajo permanecerían sin valor indefinidamente.

Desgraciadamente en México, la creencia en que todo extranjero debe ser un esclavo de nuestro insensato orgullo vive aún, aunque atenuada en las altas clases de la sociedad, deformando más o menos hasta el criterio de personas que se precian de ilustradas. Como es natural, en las clases bajas dura con mayor intensidad este vicio de criterio respecto de los extranjeros y uno de los lugares más desagradables del mundo para un extranjero tiene que ser nuestro suelo, mientras recordemos a gritos día y noche el precio de nuestra hospitalidad comparable a la que los venerables patriarcas de la India védica daban a los que querían hacer eternamente felices.

Casi todas las naciones americanas pero especialmente Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Venezuela, Guatemala y México, se han preocupado por su colonización, estimándola como el mayor de los bienes, como el único medio capaz de sacarlas o de haberlas sacado de la miseria y de llevarlas al apogeo de la potencia; civilizándolas en pocos años y asegurando al mismo tiempo su independencia por el aumento rápido de vigorosa población.

Si la colonización fuera lo que expresa la frase que constantemente se escupe a los extranjeros: Estos sólo vienen a enriquecerse a nuestras costillas, sería la tal colonización una obra de caridad o petulancia indiscutiblemente ruinosa, antipatriótica e imbécil, condenada por la ciencia, la moral y en suma contraria a todo programa juicioso de progreso.

En 1838 nuestro orgullo era aun más refinado, más cruel, más oriental, más judaico. Colocados aunque muy pobres y desgreñados en el elavadísimo trono de oro y piedras preciosas de nuestras infinitas riquezas naturales, trono torneado, esculpido, tallado por las exageraciones y errores del baron de Humboldt, y sobre todo por los artífices fantásticos de nuestra demente imaginación; recibíamos a los extranjerOS como a reptiles a quienes una diosa caritativa nos ordenaba soportar. No eran dignos de besar nuestra mano ilimitadamente protectora, sino a lo más de tocar con sus labios la punta de la varita de marfil tenida por dedos sacerdotales forrados con gruesa piel de elefante. Darles a los extranjeros en 1836 un pedazo de tierra eriaza castigada por la falta de lluvias para que la labrasen, era como concederles un reino en el Asia Menor; cada pedazo de nuestras tierras valía tanto o más que un imperio europeo con todo y reyes, palacios y basílicas. Las almas forzosamente inmortales de estos favorecidos, no debían quedar formadas más que de excelsa gratitud expresada en medioeval vasallaje, bajo las pirámides colosales de nuestros beneficios.

En 1835 el odio al extranjero alcanzaba proporciones deformes próximas al canibalismo. Habíamos sido inyectados tres siglos, de espíritu judaico, por esa España que a fuerza de depurativos obtuvo el coma que la confunde con el cadáver. En nuestras clases elevadas, no reinaba el espíritu judaico del saduceo mundano, elegante, con relieves de escepticismo, de fino y sutil pensamiento; tampoco sentíamos el efluvio del eseniano de túnica blanca practicando la perfección de las abstenciones, nuestro espíritu judaico era netamente fariseo, devoto, intratable, separatista hasta de la familia, ambicionando la secuestración nacional del contacto impuro de los demás pueblos.

Nuestra felicidad suprema era sentirnos aislados, temidos, detestados, agrios, con fisonomía de azote y aliento de epidemia. El ideal político de nuestro partido católico era el gobierno severamente religioso, con ministros que orasen y recibiesen acuerdos sobre montañas trepidatorias, traduciendo en palabras de decreto, relámpagos y huracanes. Una prensa de profetas imprecando tabernariamente para evitarse convencer y formulando anatemas en sustitución de ponzoñosos silogismos. Como en Jerusalem; se ambicionaba la omnipotencia sacerdotal, la riqueza acumulada sólo en los templos, un condotiero místico y cruel como David por dictador, gobernando al país sagrado con ritos de purificación, salmos de Policía, cantares legislativos y ceremonias raras y cabalísticas que hiciesen sentir a las multitudes el peso extraño de un despotismo infinitamente melancólico.

Sobre el odio ortodoxo a los extranjeros, reventó en 1835 el odio industrial, el odio púnico, sin ideales humanitarios no religiosos. Éramos muy ricos, pero los extranjeros nos despojaban vandálicamente de todo y era preciso expulsarlos del país y proclamar nuestro aislamiento dentro de una mUralla de atrocidades legislativas. Tal fue el pensamiento que redactó la manifestación popular presentada al Congreso, el 28 de Enero de 1835, pidiendo la inmediata expulsión de todos los extranjeros.

El párrafo más expresivo de la citada manifestación que es muy larga, dice así:

Representación de los mexicanos al soberano congreso para la expulsión de todos los extranjeros: 28 de Enero de 1835.

Señor:

Los mexicanos a la vanguardia de la opinión, penetran con sus clamores hasta el recinto augusto de la soberanía nacional. Los males de la patria exigen hoy medidas radicales y salvadoras; medidas políticas pero justas; medidas justas pero vigorosas. La nación, Señor, se halla al borde de movimientos tumultuarios y espantosos. La miseria, el anonadamiento, el vasallaje opresor la exacerba, la enfurece, la precipita: ¡No más extranjeros en los destinos públicos! ¡No más extranjeros apoderados de todos los canales de industria y propiedad territorial! ¡No más extranjeros exprimiendo la sustancia de los pueblos! ¡Afuera esas prerrogativas destructoras! ¡Arriba leyes represivas y restrictivas! ¡Fuera los extranjeros! ...

El maligno Don Carlos María Bustamante que tan bien sabía impregnarse de los sentimientos y errores públicos, dice hablando de las concesiones justas que pretendía Francia en su ultimátum y que he dado a conocer:

Entre varias pretenciones absurdas que se presentaron al gobierno, una de ellas fue el comercio al menudeo de los franceses, por el cual se dejaba reducidos a nuestros conciudadanos industriosos a la mendicidad; la sola idea de que un mexicano a merced de su industria comercial no pudiera hacer su fortuna en su suelo natal, horroriza a todo corazón sensible ... (9).



NOTAS

(1) Revue des Deux Mondes, Julio 1° de 1836.

(2) Doctor Mora, México y sus revoluciones, tomo II, pág. 521.

(3) Circular a los Gobernadores de los Estados. México, Septiembre 7 de 1833. García.

(4) Deffaudis, Nota de 19 de Junio de 1837.

(5) Tornel, Circular de 22 de Marzo de 1837.

(6) Deffaudis, Nota de 19 de Junio de 1837.

(7) Lábaro, Septiembre 9 de 1834. Archivo Nacional.

(8) Ximénez, Vida de Rivera, Apéndice, pág. 419.

(9) Carlos María Bustamante, Gobiernos de Bustamante y Santa Anna, pág. 109.

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